Historia Contemporánea de España

La Década Ominosa y la transición desde arriba

El breve periodo del Trienio Liberal, en el que la Constitución gaditana de 1812 fue respuesta y se inició, nuevamente, un desmontaje del Antiguo Régimen y la construcción de un Estado liberal, llegó a su fin después de que Fernando VII y los sectores partidarios del absolutismo salieran de la pasividad que habían mostrado cuando Riego inició su pronunciamiento. Echando mano de la Santa Alianza, se pidió ayuda a las potencias que la formaban para que intervinieran militarmente con el fin de devolver todo el poder al monarca español.

De esta manera, tras la intervención de los Cien Mil Hijos de San Luis enviados por Francia, se retornaba otra vez al absolutismo y se iniciaba un periodo al que la historiografía posterior bautizó como Década Ominosa, con el fin de caracterizar una época en el que el liberalismo fue reprimido. Pero, pese a que todavía hoy en día se identifica a esta época con tal nombre, los historiadores han comprendido que no se trata de un periodo absolutista sin más.

Observando las distintas tendencias políticas, uno puede darse cuenta que no estamos ante una mera lucha entre absolutistas y liberales. Ambos grupos son mucho más complejos. Entre los liberales, como ya había pasado en el Trienio Liberal, hay una división entre los más moderados y los más radicales. Los primeros, partidarios de un acercamiento a las élites absolutistas más proclives a los cambios con el fin de introducir reformas de aspecto liberal. Los segundos, partidarios de la insurrección como única manera para volver a instaurar un Estado liberal. Por su parte, los absolutistas están de igual modo divididos entre los más reaccionarios al cambio, son los realistas o ultras, que acabarán conformando el carlismo. Mientras que otra parte de esta élite eran reformistas que, si bien no pretendían el liberalismo, se habían dado cuenta que sin cambios de carácter técnico en la estructura del Estado, este  no podría sostenerse.

Por tanto, además de no ser una época homogénea a lo largo de los años, esta, paradójicamente, sentó las bases sobre la que se construiría el Estado liberal en el reinado de Isabel II.

 

Los reformistas absolutos: los cambios técnicos de la Administración

Los reformistas absolutos no querían una apertura política, pero sí una serie de cambios técnicas que permitieran al Estado salir adelante corrigiendo los importantes desfases que se habían producido entre 1814 y 1820. En cierta manera, estos heredaban la tendencia del absolutismo ilustrado, aunque ahora, con circunstancias muy distintas, debían revivir un Estado que estaba descomponiéndose institucionalmente. Las instituciones, muchas de ellas heredaras de la época de los Austrias, eran ya inservibles. A esto debemos sumar un contexto internacional que cambiaba a gran ritmo, especialmente en 1830 cuando triunfa una nueva revolución en Francia y se establece en ella un Estado liberal. De la misma manera, hay que tener en cuenta que, al menos para la economía, la pérdida de las colonias de forma definitiva era también un cambio importante y por tanto había que actuar.  

Hay que volver a decir que las reformas únicamente fueron de tipo técnico y jamás político. En ningún momento se puso en tela de juicio el poder absoluto del monarca. De hecho, hubo una constante represión y persecución del liberalismo a lo largo de todo el periodo.  

Los reformistas tuvieron la suficiente fuerza para que Fernando VII aceptara realizar tales cambios, pese a que en las camarillas de Palacio y muchos de los miembros del Gobierno y otras instituciones le presionaban para todo contrario. Esta victoria reformista, por llamarla de alguna manera, fue también producto del papel que desempeñó la Francia de Luis XVIII, quien había realizado, precisamente, reformas técnicas e incluso había dado una Carta Otorgada que otorgaba una especie de cámara representativa.

Tras la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis en abril de 1823, las Cortes liberales habían huido a Cádiz, a donde también fue trasladado el monarca. Desde aquel momento, los miembros del absolutismo conformaron una Junta Provisional de Gobierno de España e Indias, la cual estaba presidida por Francisco Eguía, la cual decretó inmediatamente la anulación de la legislación liberal y la vuelta al funcionamiento institucional anterior al Trienio. Acto seguido, se crearon Comisiones de Depuración, así como un cuerpo de voluntarios realistas. Una vez que los Cien Mil Hijos llegaron a Madrid, la Junta fue sustituida por una Regencia, presidida por el duque del Infantado y por toda una serie de personalidades provenientes del absolutismo. La Regencia creó también un Gobierno presidido por Víctor Damián Sáez como secretario de Estado con la misión de poner en marcha la reconstrucción del sistema tradicional.  Un amplio trabajo, puesto que se tuvo que anular todos y cada uno de los decretos del liberalismo y los problemas que acarreaban, en especial las amortizaciones que se habían llevado  cabo durante el Trienio y la propia deuda creada en estos tres años. En este último caso se decidió no reconocerla.

En estos primeros momentos se denota ya una ruptura entre los absolutistas, en concreto por la cuestión de las depuraciones. Los miembros de la Regencia, acérrimos reaccionarios, habían puesto en marcha un sistema de “purificación” sistemática con el fin de acabar con cualquier atisbo de liberalismo. Pero muchos otros ya observaron la necesidad de las reformas y consideraban que era suficiente con una represión moderada. Entre ellos se encontraba el duque de Angulema, que había sido uno de los principales conspiradores contra el Trienio Liberal y organizador de la intervención extranjera. En cualquier caso, se impusieron los primeros y se crearon en las provincias Juntas de Purificación, así como Juntas de Fe por parte de la Iglesia, mientras que en el ejército se instauraron comisiones que iban encaminadas al mismo objetivo. No obstante, poco después, Angulema publicó una ordenanza para poner fin a tal represión. Incluso la propia Rusia zarista recomendaba la moderación de la persecución e incluso desde allí se instaba a la adopción de una Carta Otorgada al modo francés.

Fernando VII, tras salir de Cádiz, proclamó el 1 de octubre de 1823 el Manifiesto del Puerto de Santa María, que condenaba la legislación del Trienio y confirmaba la actividad de la Junta y la Regencia, olvidando las promesas que había realizado a los liberales en Cádiz, quienes les habían dejado ir a cambio de no iniciar una represión.  Mes y medio después, el monarca se instalaba de nuevo en Madrid, en donde se ve presionado en Palacio por las dos vertientes del absolutismo. De hecho, tanto Angulema como el enviado ruso, Pozo di Borgo, convencieron al monarca para que destituyera a Sáez del Gobierno, que como hemos dicho era defensor del más intransigente absolutismo.  Fue sustituido por el marqués de Casa-Irujo, de tendencia moderada.

Por tanto, desde el año 1823 y en especial desde 1824, se pone de manifiesto que la maquinaria institucional debía ser cambiada. Los Consejos, que habían demostrado su falta de funcionalidad en el periodo anterior quedaron sin poder –especialmente el antiguo Consejo de Castilla-. Ya anteriormente, las funciones de estos organismos eran desempeñadas por los secretarios de Estado, pero esta realidad quedó oficialmente institucionalizada por un Real Decreto por el cual se crea el Consejo de Ministros, institución que reunía a los secretarios, que comienzan a ostentar el nombre de ministros, lo que permitía instaurar una línea concreta en las medidas que tomaran sus distintos miembros. No obstante, el Consejo de Estado permaneció como una especie de órgano de vigilancia, que en general era compuesto por miembros más “ultras” que los del Consejo de Ministros, aunque no se quiere decir que estos órganos fueran homogéneos. Sea como fuere, ambos órganos estuvieron en constante choque y hubo momentos en que uno u otro quedaron suspendidos.

Desde el Gobierno, los miembros partidarios del reformismo impulsaron cuantiosas reformas y medidas a lo largo de los últimos diez años del reinado de Fernando VII. Entre ellas estuvo la moderación de la represión y la reforma del ejército. La creación de la Junta de Fomento de la Riqueza del Reino como institución para la reforma, y una Junta Consultiva de Gobierno para examinar el estado de la nación. Se legisló sobre minas y empleados de Hacienda, se creó un Nuevo Plan de Estudios para las universidades, así como un Plan y Reglamento de Escuelas de Primeras Letras del Reino, cuyas reformas debían ser establecidas por la Inspección de Enseñanza creada para esta misión. Se pusieron en marcha la Junta de Aranceles, Intendencias de Guerra y Marina, la Caja de Amortización de la Deuda, el Gran Libro de la Deuda y un presupuesto anual de gasto de cada ministerio. Se legisló un Código de Comercio para el mercado interno,  así como la creación de la Bolsa, el Banco de San Fernando y el Tribunal Mayor de Cuentas, que debía estudiar y aprobar las cuentas de la administración. Una obra que en buena medida, en lo tocante a la economía, fue creada por López Ballesteros. Cabe decir que la principal emergencia era superar la crisis económica mediante la modernización de la economía del país, así como superar los problemas  de la deuda y el gasto administrativo.

Pero ninguna de estas medidas podía vencer la coyuntura económica si no se tocaba el problema real: el sistema político. Difícilmente se podía pretender crear un mercado nacional o establecer una economía moderna si  se seguía manteniendo el régimen señorial. Ni tampoco se podía superar los problemas de la deuda si las clases privilegiadas seguían sin pagar impuestos y, por si fuera poco, eran perceptores de estos en sus respectivos señoríos.

 

Los realistas. El núcleo del carlismo

Los absolutistas más reaccionarios consideraban que el Estado no atravesaba ningún tipo de crisis. Para estos, todo era una conjura liberal. No debemos entender, por otra parte, que se trataba únicamente de miembros de la más alta nobleza y clero. Esta postura poseía un nutrido grupo de clases populares en las zonas rurales, en su mayor parte religiosos que clamaban por el restablecimiento de la Inquisición –institución no respuesta tras ser abolida por el Trienio Liberal-, y antiguos combatientes realistas que se habían descolgado del ejército y que continuamente reivindicaban las promesas que se les habían realizado, en especial las de carácter económico. Del mismo modo, solicitaban la regulación de los voluntarios realistas y que se expulsara de la administración a personajes liberales. También los miembros de los gremios de oficios en declive o incluso clases vinculadas al campesinado se alineaban con el absolutismo al considerar desventajoso cualquier atisbo de liberalismo.  

Esta base popular, en especial entre antiguos combatientes o miembros del ejército, permitió a los realistas intentar alcanzar sus pretensiones por la vía de la insurrección –al mismo tiempo que presionaban en Palacio-. Se pueden mencionar la conspiración del brigadier Capapé en Aragón en 1824 o la intentona de Sigüenza por el general Bessières. La única forma de poner fin a esta situación fue cediendo ante las pretensiones de los realistas. Así  se destituyó a Cea Bermúdez  del Ministerio de Estado –al que volverá posteriormente- y la entrada en el mismo del duque del Infantado. También se restablecimiento el Consejo de Estado a finales de 1825, que acabó poco después por asumir las competencias del Consejo de Ministros al ser suspendido este.

El giro hacia el grupo realista se completó en 1826, cuando se abrió la crisis portuguesa que actuó como detonante para definir los grupos políticos en España. La muerte del rey portugués hizo que su hijo, el emperador de Brasil, reclamara el trono para su hija, prometiendo, además, la creación de una constitución, lo que claramente era una forma de atraer el apoyo de los grupos liberales. Por su parte, el hermano del monarca, Miguel, lo reclamaba para sí, apoyándose en la élite absolutista. Era el prolegómeno de lo que más tarde sucedería a la muerte de Fernando VII. Sea como fuere, los realistas españoles con Fernando VII a la cabeza apoyaron a Miguel e incluso se preparó junto con los absolutistas portugueses exiliados una intervención militar. También los grupos liberales españoles comenzaron a preparar acciones militares para apoyar a los liberales del país vecino. Esto último provocó que oficialmente Fernando VII hiciera romper los contactos que los absolutistas moderados españoles tenían con algunos grupos liberales. 

En cualquier caso, en 1927, el realismo vuelve a una reivindicación armada, lo que acabaría provocando la vuelta de los reformistas como principal línea de actuación en la política fernandina. En ese año se produce la llamada revuelta de los agraviados. Comienza como varios levantamientos populares en Cataluña, cuyos participantes consideran a Fernando VII preso del liberalismo. Estos se acaban instalando en Manresa donde crean la Junta Superior Provincial de Gobierno del Principado, desde donde los levantamientos se extienden por buena parte de Cataluña, Aragón, Valencia, País Vasco y la zona de la Mancha.

Desde Palacio, el rey manifiesta su discurso de Estado absoluto, pero sus consejeros le recomiendan la represión de la sublevación, que se encarga al conde de España. Al mismo tiempo, instan al monarca a un viaje por todas esas zonas para que depongan las armas.  En la Corte y el Gobierno, de igual modo, se tomaron las medidas oportunas para comenzar a apartar a los realistas, puesto que se sospecha que muchas personalidades han apoyado estos levantamientos.

La represión, en cualquier caso, provocó que los realistas comenzaran a  desconfiar del rey y, por tanto, buscaron una alternativa en el infante Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando. Hasta 1927, los realistas no habían entredicho al monarca, pero, a partir de esta fecha, estos van a comenzar a poner en duda la continuidad de este en el trono. Se conformaba el núcleo de lo que años después sería el carlismo.

 

La cuestión de la sucesión

En 1830, Fernando VII se encontraba en una encrucijada entre las distintas posturas políticas. En esa fecha, sin duda alguna, Fernando VII únicamente se puede apoyar en los reformistas, también llamado fernandistas. Por una parte, los carlistas-realistas siguen presionando en Palacio, pero se sabe que conspiran para establecer a su hermano en el trono. Por otro lado, los liberales son cada vez más fuertes, especialmente después del triunfo en Francia de la Revolución de 1830, lo que dejaba  a España sin su principal aliado. De hecho, si hasta 1926 las intentonas liberales habían sido meramente espontaneas e individuales, a partir de entonces   los liberales comenzaron a coordinar estrategias en el exilio  en torno a figuras como Espoz y Mina y Torrijos, quienes llegaron a crear incluso organizaciones de tipo institucional para dirigir la insurrección.

Todas estas tendencias se van a ver implicadas en la cuestión dinástica. Los realistas consideraban que podían retornar al absolutismo más acérrimo en el momento en el que Fernando VII falleciera. Este no poseía descendencia –de hecho, la reina, Amalia de Sajonia, tercera esposa del rey, había fallecido en mayo de 1829-, así que el sucesor era, en efecto, el infante Carlos. Fernando VII, sin embargo, volvió a contraer nupcias, esta vez con María Cristina de Borbón, y, poco después, en marzo de 1830, publicó la Pragmática Sanción que derogaba la Ley Sálica establecida por Felipe V en España por la cual impedía a las mujeres entrar en la línea de sucesión.  

Esto, en cualquier caso, tampoco era un gran problema para los carlistas, al menos hasta que pocos meses después se anuncia que María Cristina está embarazada. Esto provocaba que el infante Carlos quedara inmediatamente apartado del primer puesto en la línea de sucesión, puesto que fuera niña o niño, heredaría de igual modo el trono. Para desgracia de los fernandistas, en octubre nacía Isabel, lo que implicaba que el hermano del monarca todavía pudiera reclamar su derecho al trono amparándose en la legitimidad de la tradición.

Entre 1830 y 1833, la ruptura entre absolutistas fue total. El Palacio se convirtió en un campo de conspiración, en donde los carlistas intentaron presionar por todos los medios para que se repusiera la Ley Sálica, algo que consiguieron por un corto periodo de tiempo. Mientras tanto, el Gobierno de índole reformista, presidido por Cea Bermúdez como ministro de Estado, de hecho acabó por esta compuesto únicamente por estos desde 1832, seguía reprimiendo los levantamientos liberales y carlistas.

A estas alturas, los reformistas observaban que ni las reformas técnicas surtirían efecto, a no ser que se implantaran algunas de mayor alcance y, sobre todo, que permitieran ampliar los apoyos para la causa isabelina una vez que el monarca muriera. Estos apoyos debían venir, claramente, de los liberales moderados. Por ello se hizo un indulto general, se reabrieron las universidades y se permitió el regreso de los exiliados.

La idea que el Gobierno de Cea Bermúdez planteó, ante un inminente fallecimiento del monarca, era la de preparar una transición sin ruptura y desde arriba en donde se daría cabida al liberalismo moderado. No se trataba de crear un Estado liberal, pero sí una especie de hibrido entre el absolutismo y el liberalismo. Un pacto que se va consolidando, no sin problemas, entre 1832 y 1833. Este se hizo visible, tras el fallecimiento del monarca, en la Carta Otorgada o Estatuto Real de 1832, ya cuando Isabel II se sentaba a una corta edad en el trono de España. El Gobierno tomó también toda una serie de decisiones para facilitar esta transición, sobre todo la eliminación de los mandos del ejército proclives al carlismo. De hecho, el ejército se acabó convirtiendo en el principal motor para empujar los cambios políticos a lo largo del siglo XIX y principios del XX.

 

La muerte del monarca y el Estatuto Real

El 29 de septiembre de 1833 moría Fernando VII. Isabel II era proclamada reina bajo la regencia de su madre María Cristina de Borbón –la reina gobernadora-. Esto significaba para los carlistas que su influencia en Palacio se disipaba. Tan solo quedaba la insurrección armada para reclamar los derechos del infante Carlos. A lo largo de octubre hubo toda una serie de sublevaciones carlistas que acabaron convirtiéndose en la primera de las Guerras Carlistas, la cual duraría nada menos que siete años.

Por su parte, María Cristina y los reformistas debían buscar todavía más apoyos para la causa isabelina. El problema era que incluso los reformistas se habían dividido entre quienes, como Cea Bermúdez, no pretendían trastocar el sistema político y quienes, como Javier de Burgos, planteaban abiertamente la reforma política. Esta última opción extendida en buena medida por las élites militares, económicas y políticas del país. Para ello era necesario desmantelar jurídicamente el Antiguo Régimen, aunque sin entrar en conflicto con la propiedad privada, así como establecer algún tipo de sistema de carácter representativo.

Respecto a la administración, uno de los grandes artífices fue Javier de Burgos, especialmente en lo que se refiere a la actual división provincial española y el montaje de la administración territorial. Este creó también un gran programa para desarrollar una nueva política económica que mezclaba ideas ilustradas y del liberalismo económico. Entre ellas la eliminación de las organizaciones gremiales, puesto que era contrario al liberalismo que estas regularan los oficios, aunque no llegó a aplicarse hasta varios años después. También se siguió ahondado en la organización de un comercio interior. Todo ello encaminado a crear un proceso industrializador, que no podría levantarse sin un sistema económico  de corte liberal.

En cuanto a la reforma política, la regente o reina gobernadora fue proclive a las presiones de los reformistas, especialmente del Consejo de Gobierno que Fernando VII había nombrado para su asesoramiento, y que veían la apertura política como la única forma para no colapsar el régimen. Se trataba de un reformismo que diera cabida a sectores moderados como propietarios, comerciantes, ilustrados, clérigos, militares, etc.

Finalmente, Cea Bermúdez –a quien se le veía ahora como un obstáculo para la reforma política-  fue apartado del Gobierno en enero de 1834 y sustituido por Francisco Martínez de la Rosa, quien había estado en el Gobierno del Trienio en su vertiente moderada y que estaba muy alejado del liberalismo insurreccional. Fue quien diseño el Estatuto Real promulgado el 19 de abril de 1834.

No se trataba de una constitución, pero era un paso adelante que rompía con el Antiguo Régimen y que se inspiraba, en cierta medida, en el modelo británico. Era más bien un reglamente de Cortes, aunque de igual modo se alejaba del funcionamiento medieval de estas. Las Cortes se dividían en dos cámaras: Estamento de Próceres del Reino y Estamento de Procuradores del Reino.  El primero, con un número ilimitado de miembros, estaba compuesto por miembros vitalicios. Algunos miembros tenían el derecho de formar parte de la cámara, al igual que en las Cortes medievales, por el mero hecho de ostentar títulos nobiliarios, entre ellos los Grandes de España, así como obispados y arzobispados. Otros eran nombrados personalmente por el monarca entre los destacados miembros de la administración, el ejército, universidades, etc. Por su parte, el Estamento de Procuradores era una cámara electiva. Era la cámara que debía contentar a los liberales al verse representados en ella, pero para ser procurador se requerían treinta años y una amplia renta. Su elección se realizaba mediante un sufragio muy censitario que solo daba derecho a voto, de igual modo, a los individuos que poseyeran mayores fortunas. Las Cortes se convocaban o se disolvían por iniciativa del monarca, pues manaban del poder de este y no de la soberanía nacional. Las atribuciones de las cámaras eran muy limitadas. Básicamente tenían carácter consultivo y, por tanto, tampoco podían plantear debate. No poseía tampoco iniciativa legislativa, más allá de hacer peticiones al monarca.

Esta fórmula política, junto con la reforma administrativa y el establecimiento de una economía liberal permitieron acomodar a reformistas absolutos y liberales moderados. Pero todo ello se realizó mientras se libraba una guerra civil, la cual acabó provocando que el régimen del Estatuto Real únicamente durara dos años. La propia presión de la guerra hizo que finalmente se estableciera un nuevo régimen liberal en 1936, en el que se repuso la Constitución de 1812.

 

BIBLIOGRAFÍA

La bibliografía sobre el reinado de Fernando VII en su conjunto puede consultarse en https://historicodigital.com/el-sexenio-absolutista.html

BAHAMONDE, A. y MARTÍNEZ, J.A. (1994): “El Estado absoluto y la transición. Entre la resistencia, la reforma o la ruptura (1823-1834)”, en Historia de España siglo XIX, Cátedra, Madrid

CASTELLS, I. (1989): La utopía insurreccional del liberalismo: Torrijos y las conspiraciones liberales de la década ominosa, Crítica, Barcelona

ESCUDERO, J.A. (1979): Los orígenes del Consejo de Ministros en España, vol. II, Madrid

 

 

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