La política de becas en el siglo XIX (o XXI)

En el último año, el ingenioso ministro de educación, que, para adecuarlo más a su tiempo, debería ser de Instrucción Pública –aunque sustituyendo esta última palabra por privada-, mantiene como hilo conductor para justificar su política de “entrega” de “becas” el argumento de la excelencia. Una de esas palabras que, junto a otras muchas, quedan vacuas en labios de los más mediocres políticos.

Según la teoría que maneja este y otros paladines de la sabiduría, la entrega de ayudas a cargo del erario público únicamente debe ser para aquellos que logran sacar los mejores resultados en sus estudios, en este caso, universitarios. Al parecer, las ayudas a los alumnos que no sobresalen por encima de la media suponen un derroche de dinero para los ciudadanos, los cuales, como es sabido, prefieren el gasto de miles de millones de euros en salvar fortunas ajenas a usar unos cuantos en formar a sus conciudadanos. Pero el fácil y falso criterio de la excelencia, que parece provocar aplausos entre muchos, conlleva a las dos situaciones siguientes:

1. Usted, alumno sin recursos económicos, debe demostrar que no es capaz de sacar un mero cinco en cada una de las asignaturas, sino que es el más erudito. En tal caso, si a la autoridad pública le pareciera, quizás reciba algún tipo de miserable ayuda.  En caso de que, por la situación que sea, no lograra alcanzar tan magnos objetivos y  a duras penas superar las materias –pese a que el famoso cinco significa que se han adquirido los saberes mínimos necesarios-, en dicho caso, usted debe costearse sus estudios –los cuales, de paso, se encarecen año tras año- o, por el contrario, abandonarlos. Claramente, usted seguirá pagando todos sus impuestos, de los cuales, una parte financiará a las universidades, pero sin posibilidad a hacer uso de ellas.

2. Usted, alumno con recursos económicos suficientes, no debe demostrarnos nada. Nos da igual que apruebe o suspenda. Por supuesto, usted seguirá matriculándose año tras año, aunque su rendimiento sea nulo, hasta que según normativa académica deba abandonar la carrera, con la opción, claro está, de matricularse en alguna otra. Por consiguiente, no recibirá beca, pero le damos el derecho de malgastar el dinero público con el que se financia la universidad.

En definitiva, que las probabilidades de que un individuo acabe con estudios universitarios o con cualquier otro tipo de estudios no obligatorios es proporcional al grado de su riqueza. De esta manera, en el maravilloso país de la corrupción, se aplican dos varas de medir para acceder a los estudios superiores. Una, bajo el aspecto económico. Otra, de acuerdo al incierto criterio de la excelencia. Una u otra se utilizan, por supuesto, en función de la posición social que la suerte le ha blindado al desdichado o afortunado alumno. Así que uno puede preguntarse: ¿Qué nos diferencia del siglo XIX? En definitiva, el excelente dinero es el que rige la situación.

Parecería más que lógico que si el acceso o permanencia en unos determinados estudios estuviera en función del rendimiento, la situación sería la siguiente: usted, tenga recursos o no, le solicitamos que alcance unos determinados objetivos. En caso de que no logre estos, deberá abandonar sus estudios independientemente de lo que pese su bolsillo. Claramente, le garantizaremos que usted no deberá preocuparse por el tema económico, puesto que el Estado –todos- garantizará que tenga las mismas oportunidades, ya sea mediante becas, ya sea mediante políticas, tales como la creación de empleo, que garanticen que todas las familias obtienen los suficientes ingresos, evitando las extremas desigualdades.

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