Historia Contemporánea de España

Las Cortes de Cádiz

La Guerra de la Independencia fue ante todo un proceso revolucionario, o al menos en parte. No se trataba únicamente de una oposición al francés, sino que muchos pensaron que se podría modernizar el sistema político, acabando con el Antiguo Régimen, y montar un sistema liberal, que fue precisamente la tarea que llevaron a cabo las Cortes de Cádiz. Aunque luego el proyecto fue abolido y enterrado, como si nunca hubiera existido, por Fernando VII a su regreso al trono.

Dicho de otra manera, la Guerra no solo es una confrontación bélica, es una lucha entre ideologías, en donde se dieron tres legitimidades. Por una parte, la del Antiguo Régimen, representada por una gran parte de la alta nobleza y de la Iglesia, que apoyaban la vuelta de Fernando VII y todo lo que ello suponía. Por otra parte, la legitimidad de las Cortes de Cádiz, que se constituyeron como soberanas y representativas del pueblo, pese a que de igual forma se solicitaba el regreso del monarca español. Y finalmente, la de José I, con un proyecto, en parte liberal, que venía también a desmontar el Antiguo Régimen.

 

Las Juntas Locales y Provinciales

El 2 de mayo supuso para el pueblo adueñarse de la soberanía –hasta entonces únicamente en manos del rey-, que por voluntad propia se levantó contra el francés, deslegitimando a la Junta de Gobierno y al Consejo de Castilla, y entregando el poder a Juntas Locales que se crearon por todo el país. Estaban compuestas por personajes de diversa procedencia, y en principio bajo la elección –de una forma o de otra- del pueblo. Es verdad que una gran parte fueron personajes que detentaban la autoridad anteriormente al levantamiento, especialmente puestos locales. Pero ante todo se hicieron hueco individuos que realizaban distintas profesiones liberales –médicos, abogados, profesores, escritores, etc.- que fueron los que dieron el espíritu liberal. Y no faltaron otros tantos provenientes de clases inferiores como labradores, o incluso mendigos. En todo caso, se entiende que existía una base popular que sostenía a estas Juntas, a partir de las cuales, de abajo a arriba, se construyó una nueva administración y forma de gobierno.

Era evidente que las Juntas Locales, por sí mismas, no podían organizar una resistencia efectiva. Había que crear organismos superiores que coordinaran la acción militar, así como las decisiones políticas necesarias. De esta manera, en relativamente poco tiempo, se crearon un total de dieciocho Juntas Provinciales, que fueron compuestas por representantes de las Juntas Locales. Por tanto, las Juntas Provinciales se pueden seguir considerando representativas del pueblo. De un modo u otro, quisieran o no sus miembros, las juntas estaban cambiando el modelo del Antiguo Régimen. El lema podía ser «Dios, patria y rey», pero el discurso liberal comenzó a estar cada vez más presente, en especial cuando la Junta Central afrontó el debate sobre su propia naturaleza.

 

La Junta Central

Las dieciocho Juntas Provinciales no podían ser eficaces sin una política de acción común. Era necesario un organismo superior a ellas –una especie de gobierno-, tal y como propuso la Junta de Murcia. Así, el 25 de septiembre de 1808, la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino quedó constituida en Aranjuez –presidida por el conde de Floridablanca-. La Junta acabó por estar compuesta por 35 miembros –sin contar a su presidente-, los cuales representaban a las Juntas Provinciales.

Al igual que ya sucedía con las Juntas Locales, los componentes de la Junta Central eran individuos de distinta ideología, pudiéndose observar tres grandes grupos: los partidarios del mantenimiento del Antiguo Régimen –en su mayoría nobles y clérigos, como los tres presidentes que se sucedieron: Floridablanca, el marqués de Astorga, y el arzobispo de Laodicea-, el de los ilustrados –representado por Jovellanos-, y los liberales. Ello hizo que la Junta tuviera muchos problemas en la toma de decisiones desde un principio, convirtiéndola en un organismo inestable que no acabó por decidir la naturaleza de la misma. No ayudó tampoco la continua huida de la Junta hacia el sur, que en poco más de un año pasó por Sevilla y por Cádiz.

A todos los efectos, podemos considerar que se trataba de una especie de Jefatura de Estado provisional, que se hacía cargo del poder en ausencia del legítimo monarca, al que se le consideraba prisionero de Napoleón, tal y como se evidencia el manifiesto de ésta a la Nación: «La junta Suprema Gubernativa, depositaria interina de la autoridad suprema, ha dedicado los primeros momentos que ha seguido a su formación a las medidas urgentes que su instituto y las circunstancias prescribían». De acuerdo a ello, organizar la Administración del Estado era algo prioritario, aunque usando una estructura que ya existía –y que denota la idea de mantener el Antiguo Régimen. Se nombraron los cinco Secretarios de Despacho que venían siendo habituales desde el reinado de Carlos IV: Pedro Caballos ocupó la Secretaría de Estado; el general Antonio Cornell, la de Guerra; Francisco Saavedra, Hacienda; Benito Ramón de Hermida, Gracia y Justicia; y Antonio Escaño, la de Marina. La gran mayoría habían sido ya ministros de Carlos IV.

Más allá de ello, los miembros de la Junta tuvieron un amplio debate sobre la legitimidad bajo la que se constituían, y la naturaleza del organismo. Para Floridablanca y los partidarios del absolutismo la Junta debía ser entendida como un consejo de Regencia, puesto que la causa de la formación de la Junta había sido la ausencia del monarca. Como consejo de Regencia, consideraban que el poder de la misma debía ser limitado, más allá de tomar las acciones oportunas para el mantenimiento del país, y lograr la vuelta de Fernando. Frente a esa postura, el sector liberal, encabezado por la burguesía –destacaron Quintana y Calvo de Rozas-, consideraba que la ausencia del monarca había ocasionado que la soberanía recayera en el pueblo, y la Junta representaba a éste. Reclamaban la soberanía nacional, y, por tanto, partidarios de cualquier tipo de actuación para la modificación del sistema político. La postura intermedia era de la de Jovellanos, quien creía que no se podía mantener el poder ilimitado del monarca, cuando este ni siquiera estaba, y la nación se encontraba en un momento límite. En ese caso, entendía que el pueblo había tenido un papel importante, y ante la ausencia del monarca, se debía respetar la supremacía del pueblo, aunque sin que la soberanía recayera en éste al modo liberal.

A la vista del ya mencionado manifiesto, que fue dado en Aranjuez el 26 de Octubre de 1808, se recogían expresiones que denotan la voluntad de un cambio –de una revolución-, ya que los liberales pusieron su punto de vista: «Era preciso dar una dirección a la fuerza pública, que correspondiese a la voluntad y a los sacrificios del pueblo. […] La Junta, en vez de repugnar vuestros consejos, los busca y los desea. Conocimiento y dilucidación de nuestras antiguas leyes constitutivas; alteraciones que deban sufrir en su restablecimiento por la diferencia de las circunstancias; reformas que hayan de hacerse en los códigos civil, criminal y mercantil; proyectos para mejorar la educación pública tan atrasada entre nosotros; arreglos económicos para la mejor distribución de las rentas del Estado y su recaudación. […]La revolución española tendrá de este modo caracteres enteramente diversos de los que se han visto en la francesa. Esta empezó en intrigas interiores y mezquinas de cortesanos; la nuestra en la necesidad de repeler un agresor injusto y poderoso: había en aquella tantas opiniones sobre formas de gobierno, cuantas eran las facciones, o por mejor decir, las personas; en la nuestra no hay más que una opinión, un voto general; Monarquía hereditaria, y Fernando Séptimo Rey».

A las posturas sobre la legitimidad, se le unía otra cuestión vital: ¿había que convocar Cortes? Para Floridablanca, si la Junta tenía poder limitado, la decisión de la convocatoria de Cortes no pertenecía a ésta, pues era función del monarca. Y en el caso en que se convocaran, éstas debían ser reunidas de acuerdo a la tradición, por estamentos, y sus funciones limitadas –un pacto de los estamentos con el monarca-. Por su parte, los liberales –donde destaca Calvo Rozas- creían que era totalmente necesario convocar las Cortes, y no solo ello, estas deberían ser soberanas y constituyentes. Dicho de igual modo, los diputados debían representar a los ciudadanos, y la misión de éstas sería la de realizar una constitución que establecería un nuevo orden.

Paradójicamente, estos últimos estaban usando los términos de la Revolución francesa, y se vieron inspirados por la propia administración de josefina. Pues muchos se dieron cuenta, como el propio Jovellanos, que eran los franceses los que iban a modernizar el país, y no los propios españoles, idea que ni siquiera se querían plantear los miembros de la élite, más allá de aquellos que mantenían su ideal de la ilustración. Es por ello que Jovellanos apoyaba la convocatoria de Cortes bajo el término del constitucionalismo histórico, dicho de otra manera, el país podía ser reformado, frente a la ruptura que suponía el liberalismo.

En todo caso, Floridablanca puso su punto de vista, y desde luego la idea de las Cortes fue desechada, tal y como se observa en el manifiesto del 26 de octubre. Pero, en diciembre de 1808, éste murió, y la idea se volvió a recuperar. En la primavera de 1809, la gran mayoría de los miembros de la junta, incluso el marqués de Astorga, eran propicios a la convocatoria de Cortes, aunque sin definir claramente cómo y de qué manera. Para resolver estas cuestiones se creó una Comisión de Cortes, formada por Jovellanos, el arzobispo de Laodicea, Francisco Javier Caro, Francisco Castañedo y Rodrigo Riquelme, que debía recopilar información sobre el proyecto. La tarea fue de tal magnitud que se formaron alrededor de la comisión nada menos que siente juntas que la auxiliaban: Ordenación y Redacción, Legislación, Medios y Recursos Extraordinarios, Ceremonial de Cortes, Hacienda Real, Instrucción Pública y Materias eclesiásticas.

A estas alturas, parecía patente que el Antiguo Régimen era apoyado por muy pocos. Uno de los informes presentado por la junta de Legislación determinaba que ayuntamientos, chancillerías, audiencias, y otras tantas instituciones eran partidarios de, al menos, una reforma del Antiguo Régimen. Y los más liberales, destacando Quinta, Argüelles y Calvo de Rozas, pusieron de manifiesto, sin tapujo alguno, que era necesaria una constitución. Y, además de ello, pusieron sobre la mesa cuestiones como la eliminación de los privilegios de la nobleza y del clero, la limitación del poder real, la división de poderes, la iniciativa legislativa de las Cortes, la diputación permanente de éstas –la cual garantizaba la existencia permanente del parlamento-, y la capacidad para que éstas se reunieran por sí misma, sin que se requiriera convocatoria previa por el monarca o gobierno. Pero el debate principal fue, ante todo, sobre si debían representar la soberanía nacional, la forma en que se debían convocar, y si éstas debían tener dos cámaras o solo una.

 

La Regencia

Pese a los debates y trabajos de la Junta, el proyecto quedó paralizado por un tiempo, ya que en enero de 1810 la Junta Central quedó disuelta al trasladarse a Cádiz, no sin antes crear una Regencia. La Regencia fue presida por el general Castaños, y compuesta por el obispo de Orense, Esteban Fernández de León, Lardizábal, Saavedra y Escaño

Parece que el sector absolutista vio la ocasión para acabar con un proyecto liberal que tomaba demasiada fuerza. El transferir el poder a una institución del Antiguo Régimen, como era la Regencia, era volver a lo que Floridablanca quería desde un momento, que la Junta fuera en realidad una Regencia con poderes limitados.

La Regencia intentó paralizar las Cortes, pero no lo lograron por una circunstancia, la Junta ya había realizado la convocatoria, y las ciudades comenzaron la elección de los diputados del tercer Estado, pues al final se había decidido que las Cortes fuera mediante estamentos, y que tendrían dos cámaras. Aunque se acordó que tendrían capacidad legislativa, existiría una diputación de Cortes, y la Regencia debía subordinarse a éstas.

Los diputados del tercer Estado comenzaron a llegar a Cádiz, ante el desespero de la Regencia, que se vio presionado por estos. Lo paradójico del tema es que la Regencia estaba tan segura de que no se convocarían, que no se organizó la elección de los diputados de la nobleza y del clero, lo que hizo que las Cortes estuvieran integradas por un mayor número de diputados liberales, de lo que habrían tenido.

Los diputados llegados a Cádiz, ciudad que se convirtió en un foco de liberalismo, enviaron un manifiesto a la Regencia para que se convocaran lo antes posible, y en agosto la Regencia se vio obligada a convocar la constitución de las Cortes el 24 de septiembre, aunque con una sola cámara, pues ante las circunstancias era imposible que se formara una segunda. Desbordados y presionados por una multitud que se declaraba liberal, la Regencia no tomó medida alguna sobre una multitud de cuestiones que habían quedado sin deliberar en la Junta. Así, al final se dejó que las Cortes, una vez constituidas, definieran su propia naturaleza, lo que permitió a éstas llevar un proyecto liberal, que seguramente habría sido mucho más moderado de haberse realizado de acuerdo a los planes de la Junta.

 

La apertura de las Cortes

«A las nueve y media de la mañana la regencia, en toda ceremonia, formando cuerpo con los diputados, se dirigió a pie a la iglesia parroquial entre las aclamaciones de ¡Viva la nación! ¡Viva las cortes! Después de celebrado el oficio divino y prestar juramento los diputados con el mismo orden se trasladaron al salón. Colocada en el trono la regencia el obispo de Orense que la presidía pronunció un discurso. Concluido este acto, se retiraron los regentes y con ellos los ministros que habían asistido a la ceremonia. De este modo quedaron éstas solas, abandonadas en sí mismas, sin dirección reglamento ni guía alguna, a la vista de un inmenso concurso de espectadores de todas clases que ocupaban los palcos, galerías y demás avenidas del teatro. Un simple recado de escribir con pocos cuadernillos de papel sobre una mesa, a cuya cabecera estaba una silla de brazos y a los lados algunos taburetes, eran todos los preparativos y aparato que se habían dispuesto para que volviesen a abrir sus sesiones». (Agustín de Argüelles, La reforma constitucional de Cádiz, Madrid, 1970)

Efectivamente, el 24 de septiembre los diputados realizaban el juramento por el cual se constituían oficialmente las Cortes. Un juramento que podía ser entendido de tantas formas como se quisiera, de tal forma, que ya se fuera ilustrado, noble, clérigo o liberal, no conllevaba ningún tipo de implicación.

En cuanto a la composición, la desconocemos, y fue variante a lo largo del tiempo. No todos los diputados habían llegado a Cádiz, y muchos lo hicieron una vez ya abiertas en los meses siguientes, y otros tantos fueron sustituidos por individuos de la misma procedencia que se encontraban ya en Cádiz. Se estima que había unos 97 eclesiásticos, 60 abogados, 55 empleos públicos, 37 militares, 16 catedráticos, 35 diputados entre médicos, comerciantes, escritores etc. y 8 nobles. En general, los liberales no poseían una mayoría clara, pero estos tenían una ventaja innegable: poseían el apoyo de una Cádiz liberal, que presionaba por un cambio de régimen.

El día en que los diputados juraron, nada había sido decidido aún. Y la noticia de su apertura, que se publicaría años después en la Gaceta de Madrid (el 25 de septiembre de 1813), fue solo ésta: «Cádiz, 24 de septiembre. Hoy por la mañana en la Real isla de León se ha dado principio a la celebración de las Cortes extraordinarias de todos los reynos y dominios de España. La salva general de los buques de guerra de la bahía y de los baluartes de la plaza ha solemnizado este plausible acontecimiento, que promete la más felices consecuencias para la victoria de la causa de la nación y sólido establecimiento de su independencia y prosperidad».

La sorpresa para la Regencia vendría al día siguiente, cuando las Cortes comenzaron su trabajo. Se presentó y debatió un primer decreto que se convirtió en la declaración de intenciones de las Cortes, y en la piedra angular de la futura constitución. De acuerdo al decreto, las Cortes se declaraban soberanas, legislativas, representativas y constituyentes. A ello le seguía otros artículos que venían a declarar invalidez la abdicación de Fernando –algo que ya había hecho el Consejo de Castilla meses después del 2 de mayo-, se establecía la división de poderes, entregándose al monarca el ejecutivo, que en teoría quedaba en manos de la Regencia, para cuyos miembros se establecía la responsabilidad ante las Cortes.

El decreto fue ampliamente debatido, en especial a lo que soberanía nacional se refería. Este acabó por ser aprobado, y ello hacía ahora que las Cortes fueran incompatibles con todo aquello que proviniera del Antiguo Régimen. Es por ello que muchos diputados propusieron que la tarea primordial de las Cortes, mientras se creaba la nueva constitución, era eliminar el ordenamiento jurídico del Antiguo Régimen.

 

La disolución del Régimen Señorial

El desmantelamiento de ese orden pasaba ante todo por la disolución del régimen señorial, que no se había visto alterado desde la Edad Media, y que se entendía crucial para la redacción de una constitución liberal. Se trataba de equiparar a todos los ciudadanos en la igualdad de derechos.

Hasta ese momento, ciudadanos solo podían ser considerados los habitantes de las ciudades, pues estas eran libres –no pertenecían a ninguna jurisdicción señorial-. De hecho, el brazo de universidades –ciudades- en las Cortes medievales estaba compuesto, evidentemente, por representantes de éstas. Por su parte, los habitantes de las zonas rurales, vasallos, poseían una categoría jurídica distinta, que variaba de unos señoríos a otros.

Había que acabar, por tanto, con los derechos señoriales, en donde el principal de ellos era la jurisdicción –por ejemplo, la capacidad para emitir justicia de acuerdo a su propia legislación, o la imposición de impuestos- del señor sobre sus tierras. Y cuando se dice derechos señoriales no se está hablando de propiedad de la tierra. Hay que tener en cuenta que, al menos en origen, la propiedad de la tierra de todo el señorío no recaía siempre sobre el señor. Cuando los señoríos fueron entregados por los reyes a lo largo de la Edad Media, se podía entregar la propiedad total del señorío junto con la jurisdicción sobre todos los que vivieran en él. Pero también se entregaron solo la jurisdicción –la capacidad para administrar esas tierras- sin que la propiedad recayera en el señor, sino que ésta podía ser de los propios campesinos. En ambos casos, tanto en los señoríos jurisdiccionales, como en los señoríos territoriales, el señor poseía la capacidad para fijar impuestos, que debían pagar todos los habitantes de dichas tierras. En cambio, en el señorío territorial se añadía otro tipo de pago que debían hacer los campesinos. Se trataba de una renta que estos debían hacer, ya que el señor arrendaba una parte de su propiedad a estos para que la cultivaran.

Pero todo esto es la teoría. El paso del tiempo provocó que los señores acabaran por olvidar qué tipo de señorío poseían, y del mismo modo, rentas e impuestos se confundían. Dicho mucho más sencillo, los señores aprovecharon la jurisdicción sobre un territorio para adueñarse de la propiedad de éste.

Esto se convirtió en un problema para el país, que ocasionó serios problemas tras la abolición de los señoríos –tema que surgirá en varias ocasiones a lo largo de la primera mitad del siglo XIX-. Las Cortes aprobaron un decreto que abolía estos el 6 de agosto de 1811. Este decía en su primer artículo: «Desde ahora quedan incorporados a la Nación todos los señoríos jurisdiccionales de cualquiera clase y condición que sean». Es decir, se eliminaban de golpe los derechos de la nobleza sobre sus territorios, y el quinto artículo rompió los lazos de vasallaje de estos con los habitantes de dichos territorios, que quedaban bajo la misma legislación que los habitantes de las ciudades: «Quedan abolidos los dictados de vasallo y vasallage, y las prestaciones así reales como personales, que deban su origen a título jurisdiccional, a excepción de las que procedan de contrato libre en uso del sagrado derecho de propiedad».

Pero lo que no se tocaban eran los derechos de propiedad, y así decía el quinto artículo: «Los señoríos territoriales y solariegos quedan desde ahora en la clase de los demás derechos de propiedad particular, si no son de aquellos que por su naturaleza deban incorporarse a la nación, o de los que no se hayan cumplido las condiciones con que se concedieron, lo que resultara de los títulos de adquisición». Ello quiere decir que las tierras del señorío que fueran propiedad del señor seguirían siendo de estos. El problema era que la nobleza no podía demostrar en calidad de qué poseían sus señoríos. Estos se apresuraron a decir que habían sido territoriales, mientras que los campesinos afirmaban que se trataban todos jurisdiccionales, de tal modo que el señor ya no tenía ningún tipo de derecho sobre la tierra, pues esta nunca había sido suya, pasando a ser propiedad de ayuntamientos y de campesinos. Multitud de litigios se dieron en el país, pero como volverá a pasar de nuevo al inicio del reinado de Isabel II, se permitió que los señoríos mantuvieran la propiedad, de tal modo que mantuvieron el cobro, ya no de impuestos, sino de rentas, que no vino a mejorar la situación de los campesinos.

Lo que si puede sorprender es que al considerarse la igualdad de todos los ciudadanos mediante la abolición de los señoríos, no se realizara previamente también una declaración de derechos de los ciudadanos, como habían hecho en la Asamblea constituyente francesa, o los Estados Unidos antes de iniciar el desarrollo de sus respectivas constituciones. Parece que los diputados de Cádiz creían que era la constitución la que daba esos derechos, y aunque la Carta Magna no recoge ningún apartado específico, el texto está salpicado de esos derechos, y su artículo cuarto así lo recogió «La nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen». Se completa con otros tantos en los que se garantizaba la igualdad jurídica, aunque se permitía a los eclesiásticos seguir gozando de su fuero, así como el de los militares. Les seguían: la inviolabilidad del domicilio, el derecho a la educación, garantías penales y procesales, y libertad de imprenta.

El único derecho que se legisló antes de la aprobación de la Constitución fue el de imprenta, según el decreto de 10 de noviembre de 1810, que más tarde fue recogido por la Carta Magna, y que ésta completaba, aunque se limitaba ciertos aspectos, sobre todo textos que trataran sobre la religión, en cuyo caso cabía la posibilidad de la censura.

 

Las Constitución de 1812

El trabajo de las Cortes giró en torno a la redacción de la Constitución, y con ello la creación de un nuevo Estado –España se convirtió, tras Francia y Estados Unidos, en el tercer país en tener una constitución escrita realizada por un parlamento-. Esta fue aprobada el 19 de marzo de 1812 –día de San José, por lo que fue conocida como la «Pepa»-, y fue tan extensa que ocupó 348 artículos. Un texto largo y complejo, que recoge cuestiones que no son propias de un texto constitucional –incluso hay artículos que determinan la fórmula para el juramento del monarca, secretarios y diputados -, lo que denota la preocupación de los legisladores por crear una norma que no dejara vacios legales.

Las bases sobre las que se hicieron la Constitución fueron tanto de la tradición española proveniente del Antiguo Régimen, la ilustración española y europea, y los preceptos del liberalismo de los primeros momentos de la Revolución francesa, en especial el texto de la Constitución francesa de 1791, el único modelo de una constitución en la que liberalismo y monarquía combinaban.

Como se puede apreciar, la Constitución, que recibía el nombre de «Constitución política de la monarquía española», creaba un Estado bajo la soberanía nacional que se reflejaba en una monarquía parlamentaria –que no constitucional, pues este último es usado cuando el poder es compartido entre el parlamento y el monarca-. Se recogía la división de poderes, la limitación del poder real, un parlamento con una única cámara, y un sufragio universal masculino e indirecto, y la equiparación del territorio peninsular al de las colonias, tal y como rezaba su primer artículo: «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios».

En cuanto a la división de poderes, se otorgaba el poder ejecutivo al rey y a sus secretarios de despacho, lo cuales respondían ante el poder legislativo. Éste recaía en las Cortes, que solo estarían compuesta por una cámara de representación. Y el poder judicial, independiente de los otros dos poderes, recaía en tribunales únicos para todo el Estado.

El poder del monarca ya no podía ser entendido como ilimitado y proveniente de la voluntad divina, sino de la soberanía nacional que aceptaba al monarca. Y se limitaban las funciones del rey. En primer lugar, el Estado no pertenecía al monarca «la nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona», rezaba el artículo segundo. Se consideraba al monarca sagrado e inviolable, y sin responsabilidad alguna, pues ésta la tenían sus ocho secretarios –quienes debían dar el visto bueno a cualquier decisión de gobierno-, a los cuales nombraba. El monarca debía sancionar las leyes, y poseía la capacidad de veto durante dos años. Pero lo que más destaca sobre las funciones del monarca, y que permite ver una preocupación por parte de las cortes, es el artículo en donde se determina lo que el monarca no puede hacer:

«Art. 172. Las restricciones de la autoridad del Rey son las siguientes:

Primera. No puede el Rey impedir, bajo ningún pretexto, la celebración de las Cortes en las épocas y casos señalados por la Constitución, ni suspenderlas ni disolverlas, ni en manera alguna embarazar sus sesiones y deliberaciones. Los que le aconsejasen o auxiliasen en cualquier tentativa para estos actos, son declarados traidores y serán perseguidos como tales.

Segunda. No puede el Rey ausentarse del Reino sin consentimiento de las

Cortes, y si lo hiciere, se entiende que ha abdicado la Corona.

Tercera. No puede el Rey enajenar, ceder, renunciar, o en cualquiera manera traspasar a otro la autoridad real, ni alguna de sus prerrogativas. Si por cualquiera causa quisiere abdicar el trono en el inmediato sucesor, no lo podrá hacer sin el consentimiento de las Cortes.

Cuarta. No puede el Rey enajenar, ceder o permutar provincia, ciudad, villa o lugar, ni parte alguna, por pequeña que sea, del territorio español.

Quinta. No puede el Rey hacer alianza ofensiva, ni tratado especial de comercio con ninguna potencia extranjera, sin el consentimiento de las Cortes.

Sexta. No puede tampoco obligarse por ningún tratado a dar subsidios a ninguna potencia extranjera sin el consentimiento de las Cortes.

Séptima. No puede el Rey ceder ni enajenar los bienes nacionales sin consentimiento de las Cortes.

Octava. No puede el Rey imponer por sí, directa ni indirectamente, contribuciones, ni hacer pedidos bajo cualquier nombre o para cualquier objeto que sea, sino que siempre los han de decretar las Cortes.

Novena. No puede el Rey conceder privilegio exclusivo a persona ni corporación alguna.

Décima. No puede el Rey tomar la propiedad de ningún particular ni corporación, ni turbarle en la posesión, uso y aprovechamiento de ella, y si en algún caso fuere necesario para un objeto de conocida utilidad común tomar la propiedad de un particular, no lo podrá hacer sin que al mismo tiempo sea indemnizado y se le dé el buen cambio a bien vista de hombres buenos.

Undécima. No puede el Rey privar a ningún individuo de su libertad, ni imponerle por sí pena alguna. El Secretario del Despacho que firme la orden, y el Juez que la ejecute, serán responsables a la Nación, y castigados como reos de atentado contra la libertad individual. Sólo en caso de que el bien y seguridad del Estado exijan el arresto de alguna persona, podrá el Rey expedir órdenes al efecto; pero con la condición de que dentro de cuarenta y ocho horas deberá hacerla entregar a disposición del tribunal o juez competente.

Duodécima. El Rey, antes de contraer matrimonio, dará parte a las Cortes, para obtener su consentimiento, y si no lo hiciere, entiéndese que abdica la Corona».

Por su parte, la Constitución asigna a las Cortes importantes funciones, así como obligaciones, haciendo del parlamento la principal institución del país. Las Cortes eran entendidas como la representación de la nación. Debían reunirse al menos una vez al año durante tres meses seguidos, existiendo una diputación permanente que debía velar por la existencia de éstas durante los periodos en que no estuvieran convocadas.

¿Cómo debían ser elegidos los diputados? Es la única de las constituciones que fijan la normativa del sistema electoral, el cual era indirecto y universal masculino, a diferencia de las futuras constituciones en donde la limitación de la participación se daba mediante el sufragio censitario. Todos los ciudadanos varones tenían derecho al voto a partir de los 25 años, pero al ser indirecto, estos no votaban directamente a los candidatos, sino que en varios filtros se iban eligiendo compromisarios, lo que lo convertía en un sistema complejo. Los ciudadanos elegían primero los compromisarios de parroquia, quienes a su vez elegían a los de partido, que a su vez nombraban a los de provincia, y estos últimos a los diputados. Pero para ser diputado se establecía un patrón censitario, pues como sucedió a lo largo del siglo XIX, se entendía que solo los propietarios tenían algo que defender. Los diputados se elegían cada dos años, y no podían serlo tampoco si desempeñaban una secretaría de Despacho.

Además de los órganos centrales del Estado, se preveía la organización territorial en dos escalones: la provincia y el municipio. Se preveía que los ayuntamientos estuvieran compuestos por alcaldes, regidores y el procurador síndico, elegidos por sufragio universal indirecto cada año, sin posibilidad de ser reelegido una misma persona hasta no haber pasado dos años desde que desempeñara el cargo, y tampoco se podía ser representante municipal si se ejercía empleo público de nombramiento real.

Entre el Estado y los municipios, se creaba el ente provincial, que vigilaba a los ayuntamientos, y al mismo tiempo ejecutaban las ordenes del Estado. La provincia era una mezcla de poderes en donde se cruzaban ayuntamientos y Estado, una forma de comunicación entre la administración central y la local. Por eso la gestión de la administración provincial era por una parte nombrada por el rey, que elegía al presidente, mientras que los diputados provinciales lo son entre los ciudadanos, a través de los electores de partido, al día siguiente de elegir los diputados a Cortes.

Ante la deuda que se había creado durante el reinado de Carlos IV, se creaba el presupuesto estatal, y la Haciendo pública se separaba por primera vez de la haciendo de la monarquía. Para la gestión, se creaba una Tesorería General, y una contaduría Mayor de Cuentas para su control. Anualmente, el Secretario de Despacho que tuviera esta función debía elaborar un presupuesto, que sería aprobado por las Cortes, momento en que la Tesorería General lo gestionaría, y la Contaduría lo controlaría. Lo que no especificaba la Constitución era la forma del presupuesto, así como los tipos de deuda que el Estado podía contraer, al igual que la fiscalidad que sería impuesta. Estos temas eran dejados para leyes posteriores, a excepción de las aduanas internas, que eran abolidas, creándose por primera vez un mercado nacional.

En cuanto al ejército, se definía éste como el cuerpo que debía velar por la soberanía nacional. A la cabeza de éste estaba el monarca, pero solo de forma honorífica. Pese a ello, se creaba la Milicia Nacional, un cuerpo formado por ciudadanos que debían tomar las armas para defender la nación en momentos de gran peligro. En general, se estaba tratando de dar legalidad y orden a la guerrilla.

La educación fue uno de los temas más importantes. Se consideraba fundamental la formación de los ciudadanos para el mantenimiento del liberalismo. De esta forma, el Estado se obligaba a otorgar formación a sus ciudadanos, al tiempo que la instrucción pública se entendía como una obligación civil. Se pretendía la creación de una ley estatal que homogeneizara la educación en todo el territorio, creándose escuelas de primeras letras en todos los pueblos del Reino.

En cuanto a la Iglesia, se definía al Estado como católico, según el artículo 14: «la religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra». No parece que hubiera gran discusión en este punto, aunque más adelante se pondría en debate la relación entre el Estado y la Iglesia, y la organización de ésta última, lo que motivaría que la Iglesia considera al régimen liberal y a las Cortes como anticlericales.

En general, la Constitución era una ley rígida, brindada y detallada, ante el temor de que futuras Cortes pudieran modificarla y anular el régimen liberal.

 

La legislación complementaria

Tras la aprobación de la «Pepa», se realizaron otras leyes que la complementaban. Un decreto de 22 de febrero de 1813 abolía la Inquisición, aunque se creaban tribuales protectores de la fe. Pero no se tuvo tiempo para reformar el clero, cuestión que solo llegó a discutir tanto durante la realización de la Constitución como después.

En el decreto de 23 de mayo de 1812 se desarrollaron las competencias y formación de ayuntamientos constitucionales y diputaciones provinciales. Y, el 7 de octubre de 1812, otro decreto transfería la jurisdicción señorial a los alcaldes. Y en otro, del 23 de junio de 1813, se fijaba las funciones políticas y económicas de las provincias.

En cuanto a fiscalidad, el decreto de 13 de septiembre de 1813 creaba un plan general de contribuciones, que además clasificaba la deuda así como su pago –entendiéndose que eran herederos de la deuda anterior a la guerra-, y se preveía la idea una desamortización de bienes de la Iglesia mucho mayor que la llevada a cabo años atrás por Godoy. Pero esta desamortización no estaba únicamente encaminada al pago de la deuda, sino que se pretendía también una reforma agraria en términos cuantitativos y cualitativos. La existencia de propiedad amortizada creaba un problema, el encarecimiento de la tierra, al existir muy poca que pudiera ser comprada. De tal modo que no había ningún tipo de inversión, ya que no resultaba rentable, pues era demasiado cara. Eliminando tierras amortizadas o de manos muertas se preveía una reducción del coste de la tierra, lo que ampliaría la inversión, aumentaría la producción y al mismo tiempo disminuiría el precio final de los productos, y con ello el problema del hambre.

Aunque no logró ponerse en marcha el decreto prácticamente, se pretendía la venta de bienes nacionales, propiedades de afrancesados, de jesuitas, de las Ordenes militares de Alcántara, Montesa, Calatrava y Santiago, Orden de San Juan de Jerusalén, conventos y monasterios suprimidos, o aquellos que hubieran sido destruidos durante la guerra, patrimonio real, y propiedades de realengo.

En cuanto al mercado nacional, además de la eliminación de las aduanas, existían derechos gremiales que impedían una libertad económica –pretendida por la burguesía de negocios-, lo que impedía una inversión de capitales para la puesta en marcha de industrias y fábricas, pues hay que recordar que se estaba comenzando la Revolución industrial.

Para el comercio exterior se aprobaba el decreto de 22 de marzo de 1811, que permitía introducir grano exterior. Otros tantos decretos daban forma al nuevo mercado y lo regulaban.

Uno de los últimos decretos que realizaron las Cortes, antes de ser abolidas, fue el reglamento de la Milicia Nacional, el 15 de abril de 1814.

 

Liberales y absolutistas. La relación entre las Cortes y la Regencia

La redacción de la Constitución, y de todos estos decretos, no estuvo libres de amplios debates entre liberales y absolutistas. La lucha entre el Consejo de Regencia –que representa el absolutismo más arraigado- y las Cortes fue de tal magnitud que el gobierno acabó recayendo en las propias Cortes. Las cuatro Regencias que hubo a lo largo de todo el periodo no supieron adaptarse al nuevo modelo de Estado.

Parece paradójico que unas Cortes que pudieron imponer su ideal liberal, pese a que no existía una mayoría de diputados contrarios al absolutismo, no pudieran nombrar una Regencia que tuviera un punto de vista más cercano a las Cortes. Pero precisamente por no contar con mayoría, la Regencia estuvo siempre compuesta por individuos más propensos al absolutismo. Además, los liberales prefirieron realizar pactos en los textos legislativos, que en los puestos del poder ejecutivo, y para los más conservadores el mantener la Regencia en sus manos era un logro, frente a la producción legislativa de Cádiz.

Así, el 28 de octubre de 1810, se nombró una nueva Regencia, con solo tres miembros, presidida por el general Blake, junto con Gabriel Ciscar y Pedro Puig. El 16 de enero de 1811, se creaba un reglamento del poder ejecutivo, limitando las funciones, con una presidencia rotativa. El 11 de enero de 1812, fue destituida de nuevo la segunda Regencia por las discrepancias que sus miembros tenían con las cortes, especialmente porque estas últimas opinaban que estaban llevando por mal camino la dirección de la guerra, y existía una lucha entre ambas instituciones por funciones que no se sabía muy bien en el órgano en que recaían.

Ante ello, se aprobó tras la destitución, un nuevo reglamento del pode ejecutivo, en el que se especificaba mucho más las funciones de la Regencia. En esta ocasión quedó reglamentando aspectos ya debatidos en la Constitución que sería aprobada poco después. Ahora se especificaba claramente que los regentes, que pasaron a ser cinco, y los Secretarios de Estado debían responder ante las Cortes, a título individual. Y estos últimos debían presentar una memoria de su gestión. La Regencia ahora estaba compuesta por dos miembros americanos, y una presidencia rotativa cada seis meses, que debía llevar la política exterior, ejecutar la legislación de las Cortes, y presentar propuestas, oído el Consejo de Estado.

Los nuevos componentes de la Regencia, nombrada marzo, fueron el duque del infantado, Joaquín de Mosquera, Juan María Villavicencio, Ignacio Rodríguez Rivas y Enrique O’Donnel, sustituido finalmente por Juan Pérez Villamil. De nuevo se trataba de personajes vinculados al régimen absolutista. Ello volvió a provocar que Regencia y Cortes mantuvieran una mala relación, y una vez aprobada la Constitución, los diputados liberales observaron que la Regencia era un problema político. Tras disputas, que de nuevo trataban sobre el proceso de la guerra, las Cortes reprobaron la gestión del Gobierno nombrado por la Regencia en junio. En febrero de 1813, los regentes fueron acusados de no cumplir la normativa por la que se abolía la Inquisición, que fue el motivo para nombrar una nueva Regencia, ahora con un talante más liberal. El 8 de marzo se nombraba la cuarta Regencia, presidida por Luis María de Borbón, arzobispo de Toledo, con Ciscar y Agar, los tres consejeros de Estado más antiguos. De nuevo un nuevo reglamento disminuía sus miembros a tres, así como fijar sus funciones.

Sin embargo, de poco iba a servir. Los éxitos militares, y la huida del ejército francés hicieron volver las aguas a su cauce. La alianza que absolutistas y liberales habían realizado para luchar contra el francés empezó a disiparse, pues una vez expulsados ya no existía ningún vínculo que los uniera. La nobleza, el clero, y las elites políticas del antiguo Régimen volvieron a tomar posiciones, y a intentar la vuelta del Antiguo Régimen.

La iglesia se vio frustrada por la abolición de la Inquisición, y lanzaron contra las Cortes una campaña de derribo, a las cuales acusaron de anticlericales. De hecho, la Iglesia española de la siguiente forma, de acuerdo a las palabras del vicario de Ciudad real en febrero de 1813: «El pueblo no piensa, sólo obedece, pues esa es la educación que ha recibido. Darle libertad es conducirle a la anarquía. Los principios que ha recibido son aceptados como dogmas y servirán de freno como hasta ahora lo han sido. Los triunfos de Cádiz están tan lejos de la realidad que serán victimas de sus propias ideas». Obispos y arzobispos se lanzaron a una campaña de desprestigio. A la altura de mayo de 1814 ya no solo había una lucha entre la Regencia y las Cortes, sino también con la Iglesia.

Mientras tanto, en las Cortes aparecía otra cuestión: ¿Cuál sería la sede de las Cortes? Los tendentes al absolutismo intentaron en todo momento que estas fueran trasladas de inmediato a Madrid, una forma de alejarlas de un ambiente hostil hacia ellos, pues Cádiz era un foco de liberalismo. Pese a todo, las Cortes ordinarias se volvieron a reunir en Cádiz, y el día 14 se nombraba una diputación permanente, suspendiéndose las Cortes generales y extraordinarias. Se decretó la reunión de unas nuevas el 23 de mayo. En el decreto se especificaba que no se permitía la reelección de diputados, lo que provocó, junto con el ambiente de hostilidad de la Iglesia, que las nuevas Cortes estuvieran compuestas por diputados no liberales en su mayoría. De tal forma que la primera decisión que tomaran las nuevas Cortes fue su traslado a Madrid en enero de 1814.

Las Cortes, reunidas ya en Madrid, intentaron un cambio de Regencia, la cual debía preparar el regreso del monarca, y la vuelta del absolutismo. Pero ni siquiera hizo falta, al final se optó por un golpe de Estado, en que el que disolvieron las Cortes.

 

Recursos:

Alojada en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes existe una página monográfica sobre la Constitución de Cádiz con documentación y bibliografía al respecto: La Constitución española de 1812.

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