Leyendas del último rey godo (III): La penitencia

He aquí a don Rodrigo, rey de Hispania, a lomos de su caballo, en los campos de Sidonia. Los ejércitos preparados. A un lado, feroces moros bien armados. Al otro, temerosos cristianos. En cualquier momento la encarnizada batalla que decidirá el destino de todo un reino dará comienzo.  Pero sabe el rey, que guarda silencio, que todo está perdido. El destino ha sido profetizado en la Cueva de Hércules, y su vil violación a la hija de don Julián, la Caba, la desencadenó, puesto que el que fuera antes fiel vasallo ha abierto a los musulmanes, por venganza, las puertas de la Cristiandad.  

Comienza la lucha y el destino, que no se hace esperar lo más mínimo, se vuelve contra los cristianos. Los viles señores que han acompañado a don Rodrigo, y que componen su real séquito, precipitadamente abandonan al monarca y dejan el campo de batalla. Lo comprende el ahora impasible rey, que no deja de mirar a su frente, que los grandes magnates solo deseaban recoger su herencia y no salvar el reino. Por tal cobardía, cunde el pánico entre la mesnada. Las huestes de don Rodrigo  arrojan  a la tierra y pisotean sus armas, escudos y reales insignias.

Se arrepiente don Rodrigo de todos sus malos actos. Morir es ya la única salida. Viste su armadura y, mientras el ejército huye apresuradamente, él se dirige espada en mano contra el enemigo. Al menos, piensa el rey, quiere dar su sangre y vida por tamaña causa. Dicen algunos, que allí presentes estaban, que le vieron luchar bravamente contra don Julián, quien le dio muerte. Otros, que su contrincante era el bereber y caudillo Tariq.  Cualquier cosa pudo haber sido entre tanto caos, incluso que un vulgar moro le hubiera cortado la cabeza con ánimo de cobrar abultada recompensa, como merece la testa de un rey. Algunas malas lenguas le acusan de cobardía, pues viendo peligrar su vida huyó, pero al intentar cruzar a nado el río Guadalete o esconderse entre los juncos, se ahogó en lo profundo de este por la pesadez de la armadura.

Acabada la batalla y habiendo vencido las tropas invasoras, se apresuran a buscar el cadáver del monarca visigodo. Alguien dice haber encontrado en la ciénaga del río una rica bota de don Rodrigo. Otro, sus regias vestiduras. También, la aurea corona, e incluso su caballo tordo, embarrado, que conservaba la empedrada montura. Pero del cuerpo del rey no queda rastro. Se le da por muerto y comido su cadáver por las bestias. Daba igual, Hispania estaba tomada.

No murió en realidad. Puesto el sol y llegada la noche, se alía con el rey la oscuridad. Un pensamiento viene a su cabeza, la muerte no es, ni mucho menos, gran penitencia para un reinado de tanta vileza. Se retira, sin ser visto, de la batalla. Ensangrentado entre su propia sangre y la de los enemigos a los que ha dado muerte, sin ya fuerzas para sostenerse y todas sus armas ya inservibles de los golpes recibidos, el rey decide morir en vida. Tira su corona, armas y vestimentas; deja su caballo, y ya no siendo don Rodrigo, sino un desconocido y vulgar sin nombre, sigue a pie, errante, camino del oeste del que había sido su reino y donde, siglos más tarde, existirá otro llamado Portugal.

Junto al mar, encuentra una ermita con una única cruz por decoración. Ante ella reza. Estando ocupado entre oraciones, le interrumpe un viejo ermitaño. A él confiesa don Rodrigo quién es, y este, que jura llevarse el secreto a la tumba –cosa que ocurriría en tres días según profetizó-, le puso como primera penitencia, y no sería la última de su vida –pues era imposible incluso que Dios olvidara tantos pecados-, permanecer allí un año  orando todas las horas que hubiese sol y viviendo de acuerdo a una férrea regla de vida para salvar su oscura alma.

Cumple lo dicho aquel hombre que había dejado atrás su pasado, pero el demonio, en cuantiosas ocasiones, intenta apartarle del recto camino para apoderarse de un alma que ya casi había palpado. Usa para ello, y como es sabido, engaños y mil artimañas. Se le aparece al rey como figura de hombre viejo, y le ofrece ricos manjares, como los disfrutados cuando sentaba en regio trono. El rey no los acepta. Acude el demonio, ahora, como ermitaño mozo, que deja una hostia consagrada para que la adore, aunque encierra engaño, pues se trata en realidad de un diablo. No lo hace. Otro día, una joven, que dice ser el Espíritu Santo, le ordena adorar aquella sagrada forma. No la cree. Se le aparece el traidor don Julián en la noche, que arrepentido, le azuza para recobrar el reino y le muestra pertrechado ejército. No le sigue. Por último, la imagen de la Caba, dispuesta a concebir un hijo con don Rodrigo, que deberá reinar el señorío de Hispania recuperado por su padre. No cae en la tentación.

Deja don Rodrigo aquella ermita y, guiado por la mano de Dios, que toma la forma de negra nube, llega a la buena villa de Viseo. Dispuesto allí a continuar según la regla dada por el difunto ermitaño. Debía, como cualquier hombre, ganarse la vida y, como nada sabía hacer por sus manos, entra como mozo de un hortelano. Así pasa años cultivando la tierra.

Cae don Rodrigo, un buen día, enfermo. La muerte le es próxima y le acecha. Solicita a su amo que  busque al obispo de la dicha ciudad, pues requiere confesarse antes de abandonar el mundo mortal. Pese a la extrañeza del buen hombre de que alguien de tan baja condición necesitara un clérigo de tan elevado rango, este corre a realizar la solicitud. Como cabría esperar, el obispo, que no iba a molestarse en perder su tiempo con un cualquiera, le despacha apresuradamente, aunque con la benevolencia de enviar al enfermo un vicario suyo.  Llega el vicario a la cabaña en donde don Rodrigo descansa. Al verle este, se niega a ser confesado y le envía de vuelta con una amenaza para el obispo: si muere aquel enfermo sin ser confesado, Dios se lo demandará en este o en el otro mundo. El obispo, temeroso de aquellas palabras, se apresura a visitar a aquel desconocido personaje. Ambos quedan en soledad y el moribundo le confiesa haber sido antaño rey de Hispania. Le reconoce entonces el obispo, cuyo nombre desconocemos, e intenta hacerle reverencia. La rechaza don Rodrigo alegando que solo quiere confesarse y morir como buen cristiano. Le cuenta el rey todos sus pecados, sin olvidar como ha perdido el reino por su osadía al entrar en la Cuerva de Hércules y por cómo forzó a la hija de don Julián. Ante tal confesión, el obispo duda acerca de la penitencia a imponerle. Acuerda con don Rodrigo que se la hará saber pasados unos días.

Vuelve el obispo a su residencia. Allí, a lo largo de la noche, ora y, de repente, obtiene una revelación del altísimo. Como acostumbra el Señor, le da precisas instrucciones acerca de la penitencia: debe hacer fabricar para el rey un sepulcro, depositarlo en su interior, junto con una pequeña culebra. Luego, solo esperar.

Comunica al día siguiente la divina revelación al monarca, aceptando este la cruel penitencia. En el interior de aquel sepulcro, la que será su última residencia, el rey pasa días. Cada uno de ellos aquel anónimo obispo le visita y le pregunta su estado.  El rey, en cambio, no parece morir ni por su enfermedad ni de inanición e, incluso, tiene fuerzas de comunicar al buen clérigo que la culebra, que ha crecido y ya es de gran tamaño, ha comenzado a comerle vivo. Primero, su viril miembro, luego, sus entrañas y, finalmente, su corazón. Así, el último rey godo, abandona la tierra perdonado como buen cristiano.

En el mismo instante en el que don Rodrigo expira, las campañas de la villa replicaron por si solas. Oídos por todos los habitantes, el obispo comunica a sus buenas gentes que aquel maltrecho hombre era don Rodrigo, antaño su rey, y como no parece que llevara bien el secreto de confesión o porque era un secreto a voces, contó a todos ellos las tropelías del monarca.

Ninguna de aquellas gentes volvería a ver un rey cristiano. Pasaron siglos para que a la villa de Visao llegara un rey cristiano, Alfonso el Magno, que era rey de Asturias. Este rey, que entró en la iglesia de San Miguel do Fetal, extramuros de la ciudad, encuentra allí una sepultura que reza en capitales letras y en latín: HIC REQUIESCIT RUDERICUS ULTIMUS REX GOTHORUM  (Aquí yace Rodrigo, último rey godo). También un libro, escrito por un desconocido obispo, que narra como el rey murió en vida.

BIBLIOGRAFÍA

MENENDEZ PIDAL, J. (1905): “Leyendas del último rey godo (III): La penitencia”, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, año IX, número 9 y 10, pp. 163-179

MENENDEZ PIDAL, J. (1906): “Leyendas del último rey godo (III): La penitencia (continuación)”, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, año X, número 4 y 5, pp. 353-370

MENENDEZ PIDAL, J. (1906): “Leyendas del último rey godo (III): La penitencia (conclusión)”, Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, año X, número 9 y 10, pp. 232-242

 

Autor: D. Gilmart, publicado el 10 de octubre de 2014

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