Historia de Roma

Comentario «sobre el orador» de Cicerón

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Antes de comentar «sobre el orador» parece de justicia repasar, brevemente, la vida de su autor, Marco Tulio Cicerón, aquel homo novus que en una carrera política brillante logrará alcanzar el consulado, y, tal y como gustaba decir a él, sería aquel año en el que salvaría a la república. La salvara o no, desde luego Cicerón es el protagonista indiscutible de una República que finalizaba, el protagonista de todos aquellos acontecimientos que daría finalmente a su caída, no solo la de la República, sino la propia suya.

Comenzar, por tanto, con la biografía del autor, no es en este caso un medio para aumentar cuantitativamente el comentario de la obra, sino el objeto de entenderla. Al fin y al cabo, Cicerón es de esos hombres que gustan de hablar de sí mismos, y en la mayor parte de sus obras –incluida ésta- se observa, entre líneas, que nos está hablando de su propia vida, sus propios pensamientos, en momentos concretos.

Cicerón nació en Arpino, cercana a Roma, en el 106 a.C. Aunque de familia acomodada, no pertenecía a la élite senatorial, y será Cicerón el primero de su familia en llegar al Senado. Era por lo tanto un homo novus.

 

Desde su infancia fue educado en la retórica, la jurisprudencia y la filosofía, por los mejores maestros, campos en los que luego destacaría y le convertirían en el mejor de los oradores de Roma –no es de extrañar, por tanto, una obra que trate sobre el orador-. A los 16 años, tras tomar la toga virilis participó en la guerra social a las ordenes de Pompeyo Estrabón, y quizá también en la campaña contra los marsos bajo el mando de Sila. Pero Cicerón nunca destaco en las armas, sino que lo haría en las palabras, y el foro como campo de batalla. Como abogado, a los 25 años, pronunció el primer discurso que se ha conservado, Pro Quinctio, un asunto relacionado con una herencia. Al año siguiente, en el 82 a.C en un caso de parricidio con connotaciones políticas.

 

En los años siguientes viajó por diversas ciudades griegas: Atenas, Rodas, Esmirna, etc, donde perfecciono la retórica y profundizó en la filosofía –veremos a lo largo de esta obra muchas referencias al pensamiento aristotélico-. Cuando regresó se encontró con una Roma distinta. Sila había dejado la dictadura y ya había muerto. Empezó entonces, a los 30 años, el cursus honorum, siendo elegido quaestor en el 75 a.C y enviado como tal a Sicilia donde alcanzó gran prestigio entre los provinciales. Tras ocupar esta magistratura entró a formar parte del Senado, al mismo tiempo que continuó su carrera como abogado.

En el 71 participó en el proceso contra Verres, con el cual ganaría la fama como gran orador. Tras recibir Cicerón una delegación de sicilianos que acusaban a Verres de vejaciones e injurias hacia ellos, Cicerón abrió las vías para el juicio, que se convirtió en algo largo y costoso, mientras el cual fue elegido aedil. Cicerón ganó el juicio y Verres fue condenado a pagar tres millones de sestercios a los sicilianos. Los discursos que Cicerón uso son conocidos como las Verrinas, que una vez publicadas, corrieron de mano en mano dándole gran fama.

A los 39 años de edad fue elegido praetor, aunque en el sorteo no consiguió la pretura urbana, la más codiciada. En el 63 a.C llegaría a ocupar la magistratura máxima, el consulado, junto a Cayo Antonio Hybrida. Como opositor de los populares, reprimiría la conjura de Catilina, contra quien compuso las Catilinarias.

Pocos años después de su consulado, marchó al destierro, para volver un año después, momento en que escribió esta obra. Serán comentadas estas circunstancias cuando el propio Cicerón, en esta obra, haga referencia a ellas al comenzar el libro primero.

En el año 51 a.C tuvo finalmente que marchar como procónsul a Cilicia. Cuando volvió a Roma, y se iniciaron las guerras civiles en el 49 a.C, tomó partido por Pompeyo. Con la victoria de Cesar, éste perdonó a Cicerón, aunque se retiró de la vida política y se dedicó a escribir, pero tras el asesinado de Cesar, Cicerón volvió a la política, arremetiendo contra Marco Antonio en las famosas Filípicas. En el 43 a.C fue asesinado por partidarios de Marco Antonio.

Ahora sí, comencemos con el comentario «sobre el orador», el cual esta dividida en tres libros. En él se dirige a su hermano Quinto, en donde le va a narrar, con su peculiar estilo, un supuesto dialogo que tuvo lugar en el 98 a.C, entre distintos personajes de la Roma del momento, en donde precisamente tratarán sobre la oratoria. Quizás podría haber optado por realizar un manual de oratoria, al fin y al cabo, lo que contiene son sobre todo consejos y teorías básicas sobre la retórica. Sin embargo, el ya dice que no lo es, y por ello a lo largo de éste evita dar tecnicismo que serían propios de un manual.

Comienza el ilustre orador dando las circunstancias personales en las que se encontraba el mismo cuando emprendió esta obra. «…o mantenerse en activo sin correr riesgo, o en un digno retiro«, nos dice Cicerón, frase que quizás ilustre bien sus circunstancias, pues después de su vuelta del destierro, Cicerón, pese a su fama, ya no pudo recuperar aquel poder del que había gozado en aquel año, el año en que salvo a la República, tantas veces repetido por Cicerón, y tal como dice «ni aún deseándolo o ansiándolo se nos ha dado el poder gozar de tiempo libre«. Y es que efectivamente Cicerón tuvo que retirarse de la vida pública, tiempo en el que se dedicó a escribir obras de carácter filosófico, o como ésta, que se convertía, al fin y al cabo, en un manual, aunque no lo quisiera, de su propia experiencia en la oratoria.

Comienza el libro primero dirigiéndose a su hermano, alega que con ese otium –obligado- del que goza ahora, puede dedicarse a otras nobles artes. En este primer libro trae al escenario un dialogo que habría tenido lugar en el año 91 entre tres grandes ilustres hombres del momento, típico recurso de Cicerón de traer al momento presente la voz de los hombres del pasado para dar su propia visión de los hechos, quizás en un intento de reforzar con autoridad sus propios argumentos.

Estos hombres son Lucio Craso, propietario de la villa en la que están reunidos, Marco Antonio, Sulpicio Rufo, Aurielio Cota, Quinto Mucio Escévola. Todos ellos comienzan un debate sobre la oratoria y los oradores. Así craso, que toma el primero la palabra, pues era el anfitrión, expone que la elocuencia, con un carácter de encomio sobre ésta, es un rasgo civilizador en las sociedades, pero en cambio ha sido un arte que se ha desarrollado tarde, tanto en Grecia como en Roma, y, aún entonces, pocos eran los que habían alcanzado un gran desarrollo en la elocuencia. Ese encomio de la elocuencia le lleva casi a insinuar que la oratoria es el arte culmen, pues en ella se engloba todas las demás artes, sin las cuales el orador no podría alcanzar tan gran dignidad, y, es más, considera que cualquier arte acompañada de la oratoria permite al especialista explicar dichos temas de una forma más ágil, clara y atractiva: «Por lo tanto, si se ha expresado con elegancia –según se dice y a mí me lo parece –aquel ilustre filósofo de la Naturaleza, Demócrito, la materia fue propia de un filósofo de la naturaleza, más la manera de decirlo ha de considerarse propia del orador; y si Platón ha hablado como los ángeles –punto en el que estoy de acuerdo-acerca de asuntos muy alejados de las controversias políticas, y de igual modo si Aristóteles, si Teofrasto, si Carnéades fueron elocuentes y en su estilo agradables y elegantes en los asuntos de los que trataron, asígnese los temas de los que traten a otras disciplinas, mas la expresión misma es propia de esta específica metodología de la que estamos hablando e indagando». Por tanto, la oratoria no es tan solo algo del foro y de los juicios.

Sin embargo, Escevola, que toma la palabra después, le replica, no con ánimo de llevarle la contraria, pero sí que trayendo a colación que la prudencia había sido más importante que la elocuencia, poniendo como ejemplo a grandes personajes del pasado – Rómulo, Numa, Solón, Licurgo – que habían creado sociedades o habían legislado, sin que ninguno de ellos conociera el arte de la oratoria. Efectivamente, en la República arcaica la situación política de un individuo venía dado por su cuna, a diferencia que en la tardorepública, en la que por medio de la palabra un individuo podía forjarse una posición de poder. Cabe destacar al propio Cicerón, quien así mismo se consideraba como la cúspide de la evolución de la oratoria en Roma

Por su parte, volviendo al dialogo, Marco Antonio está de acuerdo con Craso, aunque considera que lo expuesto por Craso es más bien algo ideal, pues el orador que habla en el foro, lo hace por causas de justicia y de política, y por tanto no tiene tiempo suficiente como para cultivar todas las artes que Craso comentaba. Además saca una vivencia personal, de su estancia de Atenas, en la que los filósofos alegaban que la oratoria no era un arte, sino algo innato, que unos tenían mayor capacidad que otros, y que con la práctica se podía mejorar: «Necesitamos de un hombre agudo y hábil tanto por naturaleza como por experiencia, que con buen olfato sea capaz de seguir la pista de lo que sus propios conciudadanos y los hombres a los que pretenden convencer mediante su discurso piensan, sienten, opinan, esperan». Acaba Marco Antonio diciendo que en realidad hombres con facilidad de palabras existen, pero que realmente elocuentes nunca ha conocido a ninguno.

Craso hará más tarde un comentario sobre lo que considera el orador ideal –una de las partes más interesantes, a mi juicio-, a petición de Escevola, y este a su vez, por parte de Sulpicio y Cota, que no se atrevían a pedírselo a Craso de una forma tan directa. Tras una captatio benevolentiae, Craso da en cierto modo la razón a Marco Antonio, al decir que sí, que previamente hay que tener unas dotes de la naturaleza, es decir, una soltura de palabra, la cual puede ser mejorada por la técnica, el entrenamiento y la práctica, pero estas, sin tener esa dote, no lleva a ningún sitio. Así dice Craso: «es mi opinión que la naturaleza y el talento, en primer lugar, son los que aportan más posibilidades a la oratoria». Dirá del aprendizaje, que más allá de esa forma de aprendizaje imitando y memorizando discursos ajenos, también es necesario escribir: «Una pluma es la mejor y más excelente hacedora y maestra de oradores, y con razón». Evidentemente es un consejo de Cicerón que está dando por boca de Craso, y no es algo de extrañar, pues Cicerón había sido el primero en escribir y publicar sus discursos.

Tras ello comienza con las bases, lo que debe conocer todo orador. Cosas tales como los tipos de causas, los tipos de discursos, la búsqueda de argumentos favorables a la causa, la organización de éstos, el uso del lenguaje para que los argumentos sean claros, al tiempo que elegantes. Importante también la memoria, pero que parezca que las palabras fluyen de forma natural, al mismo tiempo en que esas palabras son acompañadas de gestos, voz y miradas estudiadas, que alcen esos argumentos ante el público. Pues a este público es al que hay que demostrar que lo que se dice es lo más verosímil, y para ello hay que ganarse al auditorio, llegar a sus sentimientos. En cuanto a la forma del discurso, este siempre debe empezar con un proemio donde se expone la causa, pasando posteriormente a dar los argumentos, y finalmente, para dar más fuerza a estos argumentos, hay que intentar minimizar los del contrario.

Sin embargo, los contertulios de Craso quieren que entre en temas más profundos, y este iniciará un dialogo sobre el derecho. De nuevo, el tema no es casual, es algo que conocía muy bien Cicerón, así era como había logrado convertirse en uno de los grandes hombres de Roma, y desde luego fundamental era la oratoria en un juicio.

Comienza Craso a tratar sobre la facilidad con que se puede perder un pleito cuando el defensor desconoce las leyes, dando algunos ejemplos de mala actuación por los patroni, algo que es muy usual en Cicerón, el uso de la historia como ejemplificadora. De él es aquella famosa frase: Historia magistra vitae est. Les hace así una dura crítica a este tipo de abogados que tienen falta de pudor y descuidan su obligación. Y es que según afirma Craso –quien personifica a Cicerón-, las leyes muy a menudo se mantienen en secreto, pues son un gran poder, teoría en la que Escévola no está de acuerdo, que cree que por todos son conocidas, replicándole Craso, de nuevo,  que sin embargo estas leyes no tienen ningún tipo de orden, afirmando que sería algo a lo que le gustaría dedicarse en el final de su vida. ¿Quizás fuera algo que el propio Cicerón tenía pensado?

Pasará Marco Antonio a tomar la palabra, tras petición de Craso, quien dará su opinión de lo expuesto hasta ahora por Craso. Marco Antonio, en relación a las cualidades del orador, no cree que se requiera destacar en tantos campos como enumeraba Craso, sino que el orador tiene como objetivo el convencer al público ante el que habla, y para ello es necesario un lenguaje eficaz que sea capaz de presentar las pruebas, atraerse las simpáticas y crear sentimientos en el auditorio: «El orador, por su parte, con sus palabras convierte en mucho mayores y amargas todas estas cosas que en la práctica común de la visa se consideran malas, inoportunas y vitandas». Continua diciendo más adelante: «necesitamos de un hombre agudo y hábil tanto por naturaleza como por experiencia, que con buen olfato sea capaz de seguir la pista de lo que sus propios conciudadanos y los hombres a los que pretenden convencer mediante su discurso piensan, sienten, opinan, esperan. Conviene que conozca el pulso de todo tipo de gente, edad y clase social el pulso de todo tipo de gente, edad y clase social y que sepa captar el modo de pensar y sensibilidad de aquellos ante los que actúa o van a actuar. Y que reserve los libros de los filósofos para sí mismo…». Y de igual modo cree innecesario que el orador sea conocedor de filosofía, de hecho, incluso puede ser perjudicial: «Un romano y exconsul imitó al famoso y viejo Sócrates, quien, siendo el más sabio de los hombres y tras haber llevado una vida irreprochable, de tal modo se expresó en su propia defensa en un juicio en el que le iba la vida que no parecía ser suplicante o acusado, sino el superior o dueño de sus jueces. […] En consecuencia, fue condenado; y no sólo en la primera votación, mediante la cual los jueces tan sólo decidían si condenaban o absolvían, sino incluso en aquella que por segunda vez debían aplicar la ley.». Lo mismo piensa Marco Antonio de la necesidad de conocer el derecho, no es algo fundamental para el orador, y en caso de que necesite conocer en algún caso concreto alguna ley, para ello existen jurisconsultos: «Pues, de esas complejísimas causas centunvirales que, planteadas en términos jurídicos, has presentado, ¿cuál de ellas, a la postre, no ha podido ser expuesta con suma elegancia por varones elocuentes, más inexpertos en derecho?»

Tras este discurso, brevemente le dirá Craso que considera que realmente Marco Antonio no piensa lo que ha dicho, sino que le está llevando la contraria. Le dice también, que el orador en su aprendizaje, y también en muchas escuelas filosóficas, se lleva a cabo el de dar argumentos tanto a favor como en contra de un determinado tema.

Acaba aquí el primer libro, y comienza el segundo, de nuevo con una introducción de Cicerón dirigiéndose a su hermano, Quinto, en donde hace una valoración tanto de Marco Antonio como de Craso, dando así su opinión general de cómo la oratoria había cambiado desde que ellos mismos, Quinto y Marco Tulio Cicerón, eran pequeños. También le comenta los rumores que corrían de que Craso y Marco Antonio apenas habían recibido aprendizaje, algo que Cicerón considera que no es cierto.

En este aspecto de obra de teatro, en el segundo libro abandona el escenario Escevola, que se ha despedido al final del primer libro, y entran en escena otros dos personajes, Cesar Estrabón y Lutacio Cátulo, los cuales son invitados a la disertación que se está produciendo, en donde Marco Antonio vuelve a retomar la palabra, que ocupa la mayoría de este segundo libro.

Comienza Antonio con una captatio benevolentiae, en donde con un tono cómico dice «… queridos alumnos, lo que yo mismo no he aprendido, es decir, mi opinión acerca de todos los tipos de discursos». Algo que hay que poner en relación con lo que anteriormente nos ha contado Cicerón sobre la formación que había tenido Marco Antonio.

Como ya había expuesto, Antonio cree que la oratoria es algo con lo que se nace, y duda mucho que mediante manuales se pueda aprender. Pero más importante es cuando reclama la historia para el orador, algo que el propio Cicerón siempre defendió, y tan dado a ejemplificar el presente con el pasado. Si Cicerón no escribió una historia de Roma fue porque, como él decía, estaba involucrado en asuntos públicos como para poder escribir una historia objetiva. Se hablará en esta parte ampliamente sobre la historia, aunque poco tenga que ver con la retórica. Dice Antonio: «Y en cuanto a la historia, testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, heraldo del pasado, ¿con qué otra voz sino es la del orador se la encomienda a la inmortalidad?». El propio Antonio le pregunta más adelante a Catulo el tipo de orador y de hombre necesario para escribir la historia, a lo que éste le responderá: «De los cimeros si se escribe como los griegos; si como los nuestros, no hay que recurrir al orador; basta con ser veraz». Catulo está defendiendo la pobreza de la historiografía romana, algo en lo que no está de acuerdo Antonio, quien alega, o al menos así se puede entender, que la historiografía romana estaba en sus comienzos, así historiadores como Catón, Pictor y Pisón también habían existido en sus comienzos en Grecia. Realiza así una larga extensión en donde se narra el proceso del nacimiento de la historiografía en Grecia, aunque antes ha realizado un breve comentario de los tres tipos de discurso, considerando que el género epidíctico, menos importante, estaba mucho menos cultivado en Roma que los otros dos, el judicial y el deliberativo.

A partir de aquí Antonio, aunque de diferente manera, dirá algo muy parecido a lo ya expuesto por Craso en el libro primero: las dotes naturales, el ejercicio y el ingenio que debe poseer el buen orador. Y se vuelven a comentar las partes del discurso. Se vuelve a hablar de la inventio, no tanto como la búsqueda de argumentos como la forma de buscar la mejor persuasión del auditorio.

Más interesante es la división que hace entra las causas generales y las concretas, considerando que en las segundas siempre aparecerán las primeras, y por tanto el orador necesita conocer los tópicos. De nuevo se produce una digresión entre Antonio y Catulo para tratar sobre la dialéctica estoica y la aplicación que esta se puede hacer a la retórica, para volver de nuevo a tratar el asunto del argumento general, hablando de las plantillas existentes para preparar la argumentación. Y dentro de la inventio nos habla del ethos y del pathos, en donde ejemplifica su argumento con el proceso que hubo contra Norbano, quien sin ningún tipo de posibilidad de salir impugne, fue usando estas dos herramientas con la que puedo dar la vuelta al argumento de la acusación. Y antes de acabar con la inventio hablará del humor, algo que desde luego uso en muchas ocasiones Cicerón, pues hay que recordar la gran ironía usada por el orador en muchos de sus discursos. Antonio le deja paso a Cesar, para que trate este tema, quien nos dice: «Habiendo, pues, dos tipos de humor, el uno que impregna por igual todo el discurso y el otro breve y punzante, al primero los antiguos le llamaron tener gracia y a este otro ser agudo».

Después de este inciso sobre el humor -recordemos que se estaba tratando en el discurso de Antonio la inventio-, ahora se abarca la segunda parte de todo discurso, la dispositio, la cual debe caracterizarse, según Antonio: «Y puesto que –como ya he dicho más de una vez-, tratamos de conducir al auditorio a nuestra opinión por tres caminos –informándolo, conciliándonoslo e influyendo en sus sentimientos-, de éstos tan sólo uno hemos de presentar, dando así la impresión de que no hacemos otra cosa sino informar«.

Se refiere también al tono que se debe mostrar en cada una de las partes del discurso, así el conciliatio se realizara en el xordio, el movere en la peroratio, el docere en la narratio, y el probare en la argumentatio. Sin embargo, esto no son reglas fijas, y se puede alterar este orden cuando las circunstancias del discurso así lo requieran.

Acaba el discurso, y con ello el libro segundo hablando sobre la memoria, de gran importancia al orador, pues debe conocer todo aquello que dijeron sus contrincantes. «Pues solo quienes tienen una memoria vigorosa saben qué es lo que tienen que decir y hasta dónde y cómo, y lo que ha han respondido y lo que les falta: al mismo tiempo, recuerdan muchos puntos de causas por ellos defendidas en el pasado, muchas que les oyeron a otros«.

El libro tercero comienza de nuevo con la voz de Cicerón dirigiéndose a su hermano, en donde esta vez trata sobre la muerte de Craso, y con ello toda una serie de reflexiones sobre la muerte, y especialmente sobre la muerte de los grandes hombres. Parece que Cicerón, con la muerte de Craso, intenta demostrar también que murió también esa Roma tradicional, refiriéndose a que Craso incluso habría recibido la muerte como un regalo, para evitar que viera aberrantes casos como la guerra itálica, la marcha de Sila sobre Roma y la guerra civil, y la muerte de mucho de sus amigos, alguno de los cuales sentados ahora en su mesa. No deja de ser aquella pasión de Cicerón por la historia, una historia que nunca escribió.

El hilo del discurso lo vuelve a tomar Craso, que en esta ocasión trata, en primer lugar, sobre la lengua, sobre el uso correcto del latín, y, por otra parte, la capacidad para decir lo que realmente se quiere expresar, para que las ideas se transmitan al público tal y como quiere el orador que éste lo entienda: «Y, para hablar en latín, no solo hay que procurar usar palabras que nadie con razón critique y del tal modo que respetando los casos, tiempos, género y número, nada resulte confuso y disonante o en orden invertido, sino hay que cuidad de la pronunciación, de la respiración y del mismo tono de voz. Ni me gusta que las leras se pronuncien con afectación ni que por descuido se difuminen; ni que las palabras salgan sin fuerza como sin aliento, ni hinchadas y casi entrecortadas».

Pero el tema que va a protagonizar el discurso de Craso va a ser la ornato –especialmente en relación con el discurso demostrativo-, que la relaciona junto al aptum, y tratará de retornar a la idea del buen orador que ya había comenzado a esbozar en el libro primero. Una buena ornato y aptum es lo que hace al buen orador, es decir, el hablar bien el latín es algo que se le supone al orador, pero la distinción entre el buen orador capaz de sorprender al público, y el malo que no despierta pasiones, es esa ornato: «Quienes se expresan artísticamente, con una buena exposición, con abundancia, con expresiones y pensamientos luminosos, quienes al tiempo que hablan en cierto modo consiguen ritmo y recurrencia, eso es lo que yo llamo hablar con ornato. Y los mismos que tienen tal maestría que presentan lo adecuado a las personas y a las cosas, han de ser alabados en esa categoría de lo loable que yo llamo adecuación y congruencia«. Dando un salto en su discurso, más adelante, aconseja que esta ornato tampoco debe ser muy sofisticada.

También como había dicho anteriormente, Craso considera que el orador debe tener amplios saberes, y rememora la antigua Grecia en la que se daba esto hasta Sócrates, tras el cual filosofía y oratoria son a veces separadas, dejando al orador tan solo inmerso en pleitos y al filósofo desposeído de la retórica. Habla también que el orador debe tener tres tipos de conocimiento: conjetura, definición y consecuencias. Estas afirmaciones hacen que Catulo le diga que su pensamiento se parece al de los sofistas. Craso, como ya había dicho, lamenta la división de saberes: «No tan solo en este campo, Cátulo, sino también en otros muchos la presencia de las artes ha disminuido con su división y distribución por partes». Como es tan habitual en Cicerón, de nuevo se ilustra las afirmaciones con ejemplos del pasado: «…a menudo le he oído a mi padre y a mi suegro que nuestros compatriotas que pretendían destacar por la fama de su saber, dominaban por lo general todo lo que por entonces esta ciudad sabía». Hablará especialmente de Aristóteles en esta disciplina, ya que al fin y al cabo Cicerón lo que está haciendo ver, con todo lo que se ha comentado sobre el buen orador, es presentarse como el mejor de todos, pues ha logrado cumplir todos estos requisitos comentados.

Craso hasta el momento no ha entrado a hablar concretamente sobre el ornato, por lo que Sulpicio y Cota se lo reclaman. Craso trata así sobre la palabra, primeramente suelta y luego en conexión con otras. Existen, así, tres tipos de palabras, los arcaísmos, los neologismos y la metáfora, siendo esta última a la que más atención presta. En cuanto a las palabras en conexión dice que hay que colocarlas «de tal manera que ni su contacto resulte áspero ni con hiatos sino ligero y en cierto modo fluido». Habla también sobre el equilibro verbal y el ritmo de pronunciación del que se extiende a lo largo de varios párrafos, comparando ciertos aspectos con la poesía, e incluso con la música. Finalmente trata, también largamente, sobre la dicción y el pensamiento: «…del mismo modo que los que se dedican a las armas o a la palestra piensan que no solo hay que dominar la técnica de evitar al adversario o herirlo, sino también la de moverse con gracia, use de este modo las figuras de dicción teniendo en cuenta una disposición de las partes adecuada y un aspecto agradable, y las figuras de pensamiento, atendiendo a la seriedad del discurso». Difícil de entender todo lo que dice Craso en esta última parte, pero sin duda algo hecho a propósito por Cicerón –quizás para que no parezca un manual como dice al principio de la obra-, pues a continuación Sulpicio y Cota dicen no haberse enterado, pues los términos no son explicados.

De todo ello, creo que es reseñable la conclusión con la que acaba Craso la parte dedicada al ornatio: «…no existe un único tipo de discurso que cuadre con cualquier causa, público, personas o circunstancias; pues las causas capitales exigen un cierto tipo de palabras y otro las que afectan a los particulares y las de menor entidad; y un estilo se espera del género deliberativo, otro del encomiástico, otro de la exposición llana, otro de la consolaciones, otro de los denuestos, otro de la exposición doctrinal y otro de la historia. Importa además quienes son los oyentes, si el senado o el pueblo o los jueces; si son muchos, o pocos o uno solo y de qué condición; y en cuanto al propio orador, debe tenerse en cuenta cuál es su edad, su trayectoria pública, su prestigio; en cuanto a las circunstancias, si son de paz o de guerra, de premura o de bonanza.»

Para acabar su intervención, tratará sobre la ejecución, es decir, la forma en que el discurso se debe pronunciar, y pese a que en el orden de cosas que ha ido comentada, el mismo reconoce que la ejecución es lo más importante en un discurso. En la ejecución, desde los tonos de voz hasta las formas en que el orador se mueve, son de importancia: «… toda emoción tiene naturalmente su propio rostro, gesto y voz; y todas las partes del cuerpo humano y todas las expresiones y todos sus tonos de voz, como las cuerdas de una lira…». Así es de gran importancia mostrar las emociones, acompañado siempre del gesto, del cual nos dice como deben ser. Todo debe estar estudiado, desde la pose a la mirada, y a la voz.

Tras esto, Craso pone fin a su intervención y al dialogo, deseando al yerno de Cátulo, Hortensio, el cual no está presente, un provenir excepcional en la oratoria.

Sobre el orador es, así, una de las principales obras de Cicerón, de gran importancia para el estudio de la oratoria en la República romana, que pese a no ser un manual o un tratado de retorica, aporta datos de gran importancia, así como el pensamiento de Cicerón sobre el tema, el cual conoció de primera mano.

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