Historia Contemporánea de España

Las constituciones españolas V: confesionalidad

La confesión del Estado, la relación de la Iglesia con este, y la consagración, ausencia o negación de la libertad de culto son cuestiones que todas las constituciones españolas han tratado.

La gaditana determinaba que la católica era la religión del Estado, tal cual reza el artículo 12: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera»; en el mismo, se «prohíbe el ejercicio de cualquiera otra». Curiosamente, el Estatuto de Bayona había establecido regulación similar en el mismísimo artículo primero: «La religión Católica, Apostólica y Romana, en España y en todas las posesiones españolas, será la religión del Rey y de la Nación, y no se permitirá ninguna otra». En cualquier caso, la religión impregna la carta de Cádiz: los diputados a Cortes debían jurar defender el catolicismo (art. 117), mismo requerimiento que se hacía a los cargos electos de ayuntamientos y diputaciones (art.337); el rey tenía tratamiento de majestad católica (art. 169) y realizaba juramento similar (art. 173); las escuelas debían, entre otras cosas, enseñar el catecismo católico (art. 366). En el proceso de elección de diputados se estipula, entre los actos, varias misas (art. 71 y 86).

La constitución progresista de 1837 elimina el tono taxativo de la gaditana. El artículo 11 indica que “la Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la religión católica que profesan los españoles”. No existe en tal redacción una declaración de que el Estado posee una religión oficial; tan solo se sobreentiende en tanto que la profesan sus habitantes y se obliga el Estado a mantener a la Iglesia. Ese mismo artículo es modificado en la de 1845 para adecuarlo al pensamiento moderado y defensa del catolicismo: «la religión de la Nación española es la católica, apostólica y romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus ministros». En este caso, se vuelve a indicar de forma expresa cuál es la confesión del Estado. No obstante, en ninguna de las redacciones se niega o se permite profesar otras religiones a diferencia de la de Cádiz. Tal carencia parece que pretendió ser subsanada en la non nata del 56, pues además de volver a la redacción de la del 37, ampliaba el artículo con la siguiente frase: «ningún español ni extranjero podrá ser perseguido por sus opiniones o creencias religiosas, mientras no las manifieste por actos públicos contrarios a la religión». De tal afirmación se desprende que se permiten otros cultos siempre que no atente contra el catolicismo, que se menciona únicamente como «la religión».

El artículo 20 de la Constitución del 69 vuelve a la fórmula de la del 37 al mantener la financiación eclesiástica, pero no vincular el catolicismo con el Estado: «La Nación se obliga a mantener el culto y los Ministros de la religión católica.» Además, se declaraba la libertad de cultos, aunque de una forma un tanto enrevesada: por una parte, el artículo 21 reza que «el ejercicio público o privado de cualquiera otro culto queda garantizado a todos los extranjeros residentes en España, sin más limitaciones que las reglas universales de la moral y del derecho». Por otro lado, tal derecho se le da a los españoles con la oración que sigue a la anterior: «Si algunos españoles profesaren otra religión que la católica, es aplicable a los mismos todo lo dispuesto en el párrafo anterior». Como dijo el republicano Figueras parecía querer indicar «si hay en España algún perdido que profesare otra religión».

El proyecto de constitución republicana del 73 recogió las aspiraciones de los republicanos que se habían visto arrinconadas en las constituyentes del 69. El artículo 34 establecía sin tapujo alguno la libertad de cultos: «El ejercicio de todos los cultos es libre en España». El artículo siguiente separaba Iglesia y Estado sin duda alguna: «Queda separada la Iglesia del Estado». El que le continuaba prohibía taxativamente la financiación pública de cualquier religión: «Queda prohibido a la Nación o Estado federal, a los Estados regionales y a los Municipios subvencionar directa ni indirectamente ningún culto».

Tras el Sexenio Democrático, los Borbones fueron restablecidos en el trono y con ellos la oficialidad del catolicismo y su financiación, según quedaba redactado, de nuevo, en el artículo 11 de la Constitución de 1876: «La religión Católica, Apostólica, Romana, es la del Estado. La Nación se obliga a mantener el culto y sus ministros». Pese a ello, establecía la libertad de culto siempre que no fuera público ni atentara contra la moral cristiana: «Nadie será molestado en territorio español por sus opiniones religiosas, ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado». Básicamente era lo mismo que volvió a recogerse en el proyecto del 29.

El gran cambio se produjo en la constitución de la Segunda República. Dos artículos, el 26 y el 27, que encontraron apasionados y encendidos debates en las Cortes, declaraban al Estado laico por primera vez, se separaba Estado e Iglesia y se impedía la financiación de cualquier religión por parte del Estado, región, provincia o municipio. En cualquier caso, los artículos regulaban las religiones de una forma mucho más extensa y, de hecho, tal cual exigía la constitución, se completó con la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas aprobada en el año 33. Lo primero, «todas las confesiones serán consideradas como asociaciones» y solo podían realizar su culto de manera privada, es decir, en los templos; se requería autorización para llevarlo a cabo fuera de los mismos. Además, las órdenes religiosas que debieran obediencia a autoridades que no fueran las del Estado quedaban disueltas. Las que quedaran, se les prohibía «ejercer la industria, el comercio o la enseñanza»; de hecho, en el artículo 48 se establecía que la enseñanza debía ser laica. Estas asociaciones religiosas debían aceptar las «leyes tributarias del país», es decir, pagar impuestos, así como «rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la asociación». Además, la constitución permitía que «los bienes de las órdenes religiosas podrán ser nacionalizados»; así fue, la Ley de Congregaciones convirtió todo el patrimonio de la Iglesia en público según el artículo once: «Pertenecen a la propiedad pública nacional los templos de toda clase y sus edificios anexos, los palacios episcopales y casas rectorales, con sus huertas anexas o no, seminarios, monasterios y demás edificaciones destinadas al servicio del culto católico o de sus ministros. La misma condición tendrán los muebles, ornamentos, imágenes, cuadros, vasos, joyas, telas y demás objetos de esta clase instalados en aquéllos y destinados expresa y permanentemente al culto católico, a su esplendor o a las necesidades relacionadas directamente con él». No obstante, el siguiente artículo disponía que tales bienes «seguirán destinados al mismo fin religioso del culto católico, a cuyo efecto continuarán en poder de la Iglesia católica para su conservación, administración y utilización, según su naturaleza y destino».

La dictadura franquista devolvió a la Iglesia su poder y España recobró el catolicismo como religión oficial: «la reserva espiritual de occidente», según manifestaba el régimen. En el artículo 6 del Fuero de los Españoles se menciona: «La profesión y práctica de la Religión Católica, que es la del Estado español, gozará de la protección oficial». En la ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, el artículo uno vuelve a repetir que «España, como unidad política, es un Estado católico» y se exigía que el jefe de tal debía ser católico (art. 9). De nuevo aparece en la ley de Principios del Movimiento Nacional de 1958: «La Nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional, que inspirará su legislación». En el Fuero de los Españoles y en el mismo artículo arriba mencionado, también se expresaba que se permitía la libertad de culto siempre dentro de los límites privados y de la moral, por supuesto, la católica: «El Estado asumirá la protección de la libertad religiosa, que será garantizada por una eficaz tutela jurídica que, a la vez, salvaguarde la moral y el orden público». No obstante, hasta 1945, año en que finaliza la guerra mundial y se aprueba tal ley, los pocos judíos que había en España, así como protestantes y testigos de Jehová fueron perseguidos. Victoriosos los Aliados, el régimen de Franco pretendió darse un nuevo barniz de tolerancia.

La Constitución del 78 estableció un país aconfesional, lo que significa que si bien el Estado se declara sin religión oficial, puede tener relaciones con alguna de estas, en concreto la católica, según se establece el artículo 16: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». Esto no limita, en ningún sentido, el presupuesto público para la Iglesia católica. En cualquier caso, ese mismo artículo establece la libertad religiosa: «Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley». La libertad de cultos queda regulada, en cualquier caso, en la Ley Orgánica 7/1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa.

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