Historia Moderna

El aparato de gobierno de los Austrias: los consejos

Gobernar un territorio no es meramente dar órdenes desde un trono. Para tal oficio se requiere de dos elementos fundamentales. Por un lado, una administración central y, por otro, una red territorial de oficiales que permita que las órdenes sean transmitidas y cumplidas. Todo ello acicalado con un cuerpo de burócratas. Por tanto, en las siguientes líneas vamos a ver cómo los Austrias españoles gobernaron sus vastos territorios, en concreto esa administración central cuyo embrión se gestó con los Reyes Católicos y que se mantuvo a lo largo de los siglos XVI y XVII.

En los últimos siglos de la Edad Media, las antiguas monarquías feudales se habían ido convirtiendo en monarquías nacionales. Quiere decir esto que mientras el poder de los señores feudales disminuía, los monarcas aumentaban el suyo. Esto implicó que los reyes tuvieron que crear un auténtico aparato de gobierno que, hasta aquel momento, se solía reducir a una mera corte señorial y a una serie de oficios palatinos. De esta manera, se fueron añadiendo nuevas instituciones, como cancillería, corte de justicia y tribunal de cuentas —independientemente del nombre que en cada reino adquirieran—, cada vez con mayor número de oficiales regios y mayor especialización de sus funciones.

En el caso de la monarquía de los Austrias, la complejidad de gobierno era mucho más amplia, pues estos eran monarcas de diferentes Estados, y cada uno de ellos poseía instituciones y leyes propias. Como indicaba el jurista Juan de Solozano: «los reinos han de ser gobernados como si el rey que está por encima de todos fuera el único rey de cada uno de ellos». Sin embargo, ese rey no era omnipresente. Bien lo sabían ya los monarcas de la Corona de Aragón, que solucionaron esto por medio de la figura del lugarteniente o virrey en cada uno de los reinos, figura que se extendió más tarde a otros territorios, en concreto a las Indias. En cualquier caso, los Reyes Católicos, cuya unión matrimonial no dio lugar a una supuesta “España”, sino a una política común de ambos monarcas en sus respectivos territorios, se encontraron precisamente con el problema de cómo tomar decisiones en tantas temáticas para tantos reinos, que además se incrementaron con los Austrias. Para ello crearon los llamados consejos que, con diversas temática y jurisdicción, permitió durante los dos siglos siguientes el gobierno de todo los territorios de la monarquía hispánica. No obstante, fue el Gran Canciller elegido por Carlos V, Gattinara, el que dio forma al aparato burocrático, pese a que su pretensión original fue la de crear un aparato imperial de gobierno que estuviera por encima de todos los reinos, como bien demostraba su cargo, que le daba potestad «sobre todos los dominios y reinos del monarca». Evidentemente, Castilla se opuso y el propio Carlos V abandonó tal idea, pues, a la muerte del Gran Canciller, el cargo desapareció. Lo que se acabó dando fue un sistema de gobierno con base castellana que lo podemos denominar como polisinodial, es decir, compuesto por una multitud de consejos que, como su nombre indica, aconsejan al rey, pero que también tenían capacidad administrativa. Tal aparato residió desde el reinado de Felipe II en la villa de Madrid. Porque Felipe II fue, ante todo, un príncipe burócrata que gobernó con el papel y la pluma. Atrás quedaban los días de su padre el conquistador, Carlos V, que comandaba ejércitos en persona. Además, para custodiar toda esa documentación se eligió la fortaleza de Simancas, cuya lejanía de Madrid tan solo se explica por haber albergado los consejos Valladolid antes.

Por lo general, en estos consejos abundaban los letrados y no había básicamente cabida para los miembros de la aristocracia. La burocracia estaba por encima de la capa y la espada. Estos consejos, que eran una suerte de ministerios, se pueden agrupar en dos bloques: por una parte, estaban los consejos temáticos, encargado de materias que afectaban a todos los territorios que componían el imperio de los Austrias. Es lógico, las políticas de un mismo monarca debían ser unánimes, especialmente en lo que a la guerra y la diplomacia se refiere. Por otro lado, los consejos territoriales, cuyas funciones tenían que ver con unos territorios concretos.


CONSEJOS TERRITORIALES

En cuanto a los consejos territoriales, estos no dejaban de ser un mecanismo que permitía que los distintos reinos siguieran manteniendo su maquinaria administrativa tradicional. Los Reyes Católicos habían creado los dos grandes consejos, el de Castilla y el de Aragón, ambos provenientes de los antiguos Consejos Reales, pero dándoles carácter permanente.

El Consejo de Castilla fue fundado en 1480 y era uno de los consejos con más miembros. Era la principal institución de gobierno para tal corona y, desde 1515, asumió también funciones sobre el reino de Navarra, pese a la existencia de un consejo propio al que haremos alusión más tarde. Actuaba también como tribunal supremo de las audiencias y chancillerías castellanas, pues gobierno y justicia eran dos caras de la misma moneda. Con Felipe II, el Consejo de Castilla se dividió en diversas salas: Gobierno, Provincia, Justicia y la de Mil y Quinientas (cantidad que debía abonar quienes apelaban sentencias). Sin embargo, esta reforma acaecida en el último año del reinado de Felipe, 1598, no persistió, pues al año siguiente su hijo Felipe III derogó la reforma, pero decretada de nuevo en 1608.

Las funciones de este consejo hacen entender que este consejo estuviera integrado por letrados, mientras que las grandes familias nobiliarias quedaban fuera. Lo mismo sucedía con el estamento clerical, aunque curiosamente muchos de los presidentes del Consejo de Castilla tuvieron esta condición y, en concreto, obispos, pero con estudios en leyes. Los letrados del Consejo de Castilla llegaban después de ocupar cargos en otros órganos con carreras que superaban los veinte años. No obstante, se les considera nobles y muchos de ellos lo eran en tanto que eran caballeros de órdenes militares.

En 1518 Carlos I creó dentro de este consejo un pequeño gabinete, la Cámara de Castilla —que en 1588 se convirtió en Consejo de la Cámara de Castilla—, compuesto por los más antiguos consejeros y su presidente, que se encargaba del Patronato Real: las funciones eclesiásticas que poseía el monarca, como nombramientos de cargos eclesiásticos. De ahí que se aludiera a esta cámara como los «hacedores de mitras». También la cámara proponía al rey los nombres para cubrir vacantes en la administración de justicia y gobierno, incluyendo la de nuevos consejeros y miembros de la propia cámara.

Por su parte, el Consejo de Aragón se redujo a los territorios peninsulares de la Corona de Aragón, así como Mallorca y Cerdeña, mientras que para las posesiones italianas se creo el Consejo de Italia en 1556. El consejo estaba presidido por un vicecanciller, que presidía el consejo, un tesorero, dos regentes por Cataluña, dos por Aragón y dos por Valencia, así como un abogado fiscal y cuatro secretarios. Ya en el siglo XVII se incorporó un regente que representaba a Cerdeña. Los regentes eran naturales de sus respectivos reinos. Como el caso del de Castilla, tenía funciones administrativas, justicia y gracia de los reinos de la Corona de Aragón, por lo que era el tribunal supremo en las Audiencias de Valencia, Mallorca y Cerdeña, y en algunos casos de las de Cataluña y Aragón. También eran letrados en muchos casos, aunque durante el siglo XVII apareció la figura del consejero de capa y espada, que si bien no tenía voto, sí voz. El Consejo contaba con la antigua Cancillería aragonesa, así como su propia tesorería.

El Consejo de Aragón fue visto siempre con recelo desde una doble óptica. En la Corte castellana parecía representar a un bando antiguamente conocido en aquellos lares: aquel que habían iniciado los conspicuos infantes de Aragón. Para Aragón, el Consejo representaba sin duda el autoritarismo regio, más cuando su presidencia fue ocupada en muchos casos por personajes castellanos.

El Consejo de Italia se fundó 1556 para los territorios de Nápoles, Sicilia y el ducado de Milán. Seguía una estructura similar al de Aragón, en concreto en lo referente a la procedencia de los dos consejeros de cada uno de los reinos o territorios, aunque en este caso uno de ellos era natural de la península, pero habiendo ocupado importantes cargos en alguno de aquellos reinos.

En 1515, tres años después de que Fernando el Católico conquistara Navarra, se instituyó el Consejo de Navarra, que al igual que los anteriores, procedía del antiguo Consejo Real. Fue el único de los Consejos que no residía en la Corte, pero también en gran medida subordinado al Consejo de Castilla. En cualquier caso, no se puede decir que fuera inoperante, pues junto con el virrey se llevó a cabo una amplia legislación y parece que el resto de consejos continuamente estuvieron pidiendo consejos sobre Navarra; igualmente, era el órgano de consejo del virrey.

Un enorme territorio en ultramar requería de otro consejo especializado: en 1524 Gattinara decidió crear el Consejo de Indias. Hasta ese año y desde 1511, los asuntos indianos los llevaba una Junta de Indias formada por unos pocos consejeros castellanos bajo la dirección de Fonseca. Ante la gran cantidad de trabajo se creó el nuevo consejo, que era el equivalente al Consejo de Castilla para América. Tenía una organización como el de Castilla, con presidente, consejeros y un fiscal. Entre los consejeros había nueve letrados y un número variable de miembros de capa y espada. El número de consejeros, en cualquier caso, se fue incrementado, algunos de ellos sin tener experiencia directa de gobierno en los territorios americanos.

Más allá de eso, era un poderoso consejo en tanto que tenía control sobre asuntos administrativos, judiciales y eclesiásticos. Para esta última función se creo en el seno de este consejo, siguiendo la analogía del Consejo de Castilla, la Cámara de Indias en 1600, integrada por el presidente del Consejo de Indias y tres consejeros, que si bien fue suprimida en 1609 se restableció en 1644. De este consejo dependía la Casa de Contratación fundada en 1503.

Existieron dos consejos territoriales más: en 1555 se creó el Consejo de Flandes; más tarde el Consejo de Portugal en 1580, cuando Felipe II se adueñó también de aquel reino. Es evidente que estos también son los primeros en desaparecer, una vez que la monarquía española perdió tales territorios. En 1588 el Consejo de Flandes se disolvió, ya que Felipe II cedió este territorio a los archiduques Alberto de Austria y su esposa la infanta Isabel Clara Eugenia con la pretensión de apaciguar los ánimos de aquellas tierras que acabaron saliendo de la corona en 1648, al acabar la Guerra de los Treinta Años. Durante esa misma guerra, tras la crisis de 1640, Portugal procedió a la elección de un nuevo monarca, por lo que el Consejo de Portugal, que en cualquier caso estaba compuesto por portugueses, quedó igualmente inservible.


CONSEJOS TEMÁTICOS

Respecto a los consejos temáticos, estos no tuvieron en realidad competencias en su respectiva materia sobre todos los reinos. En cualquier caso, se entiende que la tendencia de estos consejos era aconsejar al rey sobre temas que afectaban a todos sus territorios.

El Consejo de Estado se creó entre 1521 y 1526. Era un consejo generalista que aconsejaba en diversas cuestiones políticas con carácter general sin tener nunca funciones definidas; aunque nunca llegó a ser una coordinadora central del resto de consejos. No obstante, su función principal era aconsejar en política exterior, por aquel entonces una materia de primer orden. A diferencia de otros consejos en donde había ante todo letrados, aquí estaban grandes familias aristocráticas y prelados con cargos militares, diplomáticos y políticos en Europa y América, muchas veces antiguos virreyes. Resonaban entre sus paredes los títulos del duque de Medinaceli, Medinasidonia, Alburquerque, Alba, Feria, Alcalá, entre otros. Incluso el propio rey presidía este consejo, aunque no siempre acudía a tales reuniones.

Junto a este, y al parecer desde 1517, aunque reordenado en 1522, el Consejo de Guerra, que, evidentemente, se encargaba de los asuntos militares de la monarquía, que tenía tanta o más importancia que la diplomacia. Muchos consejeros de Estado estaban en este, pues los asuntos de exteriores y los de guerra eran, en muchos casos, una misma cosa. A finales del siglo XVI se pretendió profesionalizar también este consejo, pero Felipe III aumentó el número de consejeros, en especial los de procedencia nobiliaria.

En 1523, por iniciativa del ya mencionado Gattinara, se creó el Consejo de Hacienda. Mantener la política de la monarquía —o de sus guerras— era caro y se requería de una eficiente administración de los recursos monetales. Si bien en principio se trataba de organizar las finanzas de Castilla, lo que dejaba la Contaduría Mayor de Hacienda anulada, finalmente se hizo cargo de las finanzas de todos los territorios; aunque, en el caso de Portugal, este tenía su propio Consejo de Hacienda desde 1591. Dentro del Consejo de Hacienda se encontraba la Contaduría Mayor de Cuentas de Castilla, ya existente, pero ahora dependiente de esta, que se encargaba de consignar los gastos e ingresos, así como de conseguir mediante operaciones de créditos la solvencia de la monarquía. Sus miembros eran letrados, dadas las características de sus funciones. El consejo de hacienda siempre fue uno de los de mayor corrupción, además de afrontar problemas de jurisdicción con las contadurías mayores y con los otros consejos. Al final, en 1602 se creó el Consejo y la Contaduría de Hacienda como uno solo, compuesto por un presidente, ocho consejeros y dos secretarías.

El Consejo de Órdenes Militares data de 1495. Fernando de Aragón asumió la maestría de las tres órdenes militares más importantes: Santiago, Calatrava y Alcántara. Así, el Consejo de Órdenes debía administrar estas tres instituciones, en especial sus señoríos y determinar la entrada de nuevos miembros. Era un órgano aristocrático y sus presidentes fueron virreyes, embajadores y consejeros de Estado, en concreto dos familias ocuparon el cargo: los Toledo-Dávila y los Fernández de Córdoba. Los consejeros , que eran letrados, eran miembros de las órdenes. La Orden de Montesa, en cambio, fue gobernada por un Asesor General, aunque tal cargo lo ostentaba un consejero de Aragón.

El Consejo de Inquisición se creó en 1483, una vez que en Castilla y luego en Aragón se estableció la Inquisición. Por tanto, este consejo se encargaba de la administración del aparato inquisitorial, en especial del nombramiento de todos los funcionarios inquisitoriales. Era un organismo con un gran poder, pues tenía jurisdicción tanto en los territorios europeos como en los americanos de la monarquía hispánica, a excepción de Portugal, que tenía el suyo propio. Incluso su presidente, que era el Inquisidor General, tenía un mayor poder que el resto de presidentes de consejos y era nombrado directamente por el papado.

En cuanto al Consejo de Cruzada, este data de 1509. El consejo estaba formado por el Comisario General, que lo presidía, dos contadores, un fiscal togado, dos consejeros de Castilla, uno de Aragón, uno de Indias y varios subalternos. Su función era la administración de la Tres Gracias: la bula de Cruzada (las gracias e indultos que la Iglesia concedía a cambio de una aportación económica que se destinaba a la lucha contra herejes, paganos y, sobre todo, musulmanes); el subsidio (un impuesto sobre las rentas de propiedades de la Iglesia); el excusado (un impuesto que consistía en que el diezmo de una determinada casa pasaba directamente a cobrarlo la monarquía).

 

LOS SECRETARIOS

El monarca tenía diversos secretarios privados que se ocupaban de la gestión de su documentación. Por otra parte, cada consejo poseía su propio secretario que levantaba acta y preparaba las reuniones. Pero sobre todo tenían como cometido actuar como nexo de unión entre los consejos y el rey. Entre ellos destacó el secretario del Consejo de Estado, pues tenía una mayor relación con el monarca al presidir este el consejo. Nació así una figura de gran transcendencia, el Secretario de Estado, que actuaba como una especie de primer ministro. Destacaron Francisco de los Cobos, que se convirtió en secretario de todos los consejos, excepto de los de Aragón, Órdenes y Guerra, y que contaba con un amplio equipo para acometer tamaña función. Más tarde ocupó el cargo Gonzalo Pérez y, con el desdoblamiento de la Secretaría entre asuntos del norte y la de Italia y el Mediterráneo, destacan los nombres de Gabriel de Zayas y Antonio Pérez.

Con los validatos del duque de Lerma en el reinado de Felipe III y el conde duque de Olivares en el de Felipe IV, la figura de secretario de Estado quedó relegada a un segundo plano. Eran los validos los que se reunían con tales secretarios. Liberaban así al monarca de continuos despachos. No obstante, para lo relativo a la documentación, se creó la figura del Secretario de Despacho Universal, que fue el único secretario que despachaba directamente con e monarca para la firma de documentos. Este secretario solía ser a la vez el Secretario de Estado, así el cargo habitual fue el de Secretario de Estado y Despacho Universal.

 

FUNCIONAMIENTO Y REFORMAS

¿Cómo funcionaba toda esta maquinaria formada por consejos? Dejando a un lado las cuestiones administrativa (la mera tramitación de cuestiones ya regladas como hace cualquier funcionario en la actualidad y que evidentemente recaía en los burócratas de estos consejos), ante una cuestión sobre la que decidir, en ocasiones tras recibir el despacho de un virrey u otra autoridad, el consejo se reunía. Antes y a lo largo de las deliberaciones, se solicitaban los informes correspondientes a otros consejos u organismos, así como a los virreyes. Hechas las deliberaciones, se escribía un documento, llamado consulta, donde se establecía el punto de vista de los miembros del consejo. Tal consulta era enviada al rey. El monarca, a través de sus secretarios, podía aceptar la recomendación de la mayoría del consejo o, en caso de cuestiones importantes, podía consultar con otro consejo, por lo general el de Estado, o incluso crear un cuerpo especial para que estudiaran el asunto. Cuando el rey finalmente tomaba la decisión, emitía una losa escrita de su puño y letra, que recibía el consejo que tuviera tal competencia, cuyo secretario redactaba las cartas para que, una vez firmadas por el rey, fueran enviadas a los virreyes o autoridades pertinentes.

En cualquier caso, aunque al final la decisión final la tomaba el rey, los consejos tenían un amplio poder. Al fin y al cabo todos los asuntos se canalizaban por los consejos, por tanto estos eran los encargados de hacer saber o no al rey sobre los diversos asuntos, y allí radicaba la corrupción. Las peticiones que se realizaban al rey, sobre todo cuando se solicitaban mercedes por los servicios prestados a la corona, solo llegaban a este si los tramitaba el consejo de turno. Sobornar a sus miembros era eficaz para que las peticiones llegaran a su destino final.

¿Qué eficacia tenía esta administración? Según Elliot, la maquinaria, aunque extraña a nuestros modernos ojos, estaba tan afinada como lo permitía los medios y mentalidades de la época. Para este autor, no existía una administración tan engrasada en aquel momento como la de la monarquía española. En cualquier caso, hay que entender que la deliberación estaba por encima de la acción. Otros autores, como Lynch, la consideran más bien caótica, lenta en las deliberaciones, con competencias no bien delimitadas que se entrecruzaba, lo que provocaba continuas disputas de jurisdicción entre diversos conejos. Esto último llevó a constituir continuamente comisiones con miembros de diversos consejos.

Con Felipe III y Felipe IV, y en especial con este último y el validato del Conde Duque de Olivares, se realizaron bastantes cambios que podemos denominar como el gobierno por juntas. Por una parte, se justificaban estas alegando que se pretendía agilizar la toma de decisiones; por debajo de esto subyacía la pretensión de los validos por controlar las decisiones, algo que era difícil ante a gran cantidad de persona que formaba cada consejo.

Las juntas eran reuniones de unos pocos consejeros seleccionados por el valido entre sus adeptos; otras veces, cuando la temática de lo que se debía resolver afectaba a varios consejos, la junta tenía consejeros proveniente de todos ellos. Unas veces la junta pretendieron tener carácter permanente y, otras tantas, se creaban solo con el fin de resolver un determinado problema. Así pues, en la década de los años 30 la Junta de Ejecución tomó las funciones del Consejo de Estado. En 1625 se creó la junta de población, agricultura y comercio, con miembros los consejos de Estado, Castilla, Aragón, Flandes y Portugal, para garantizar los recursos para la guerra de los Treinta Años. Y antes, entre 1622 y 1625 existió ya una junta en materias de comercio para la guerra económica con las Provincias Unidas. Y el propio duque de Lerma creó y presidió la junta de desempeño para las cuestiones hacienda.

La caída de Olivares supuso volver al tradicional funcionamiento por medio de consejos; en cualquier caso, esta administración central se basaba más en la tradición que en un orden constitucional.

 

BIBLIOGRAFÍA

ELLIOT, J.H. (1965): La España Imperial (1469-1716), Vicens Vives, Barcelona

FERNÁNDEZ ALBALADEJO, P. (1992): Fragmentos de la monarquía. Trabajos de historia política, Alianza, Madrid

LYNCH, J. (1971): España bajo los Austrias, Edicions 62, Barcelona

MARTÍNEZ RUÍZ, E.; GIMÉNEZ, E.; ARMILLAS, J.A.; MAQUEDA, C. (1992): La España moderna, Istmo, Madrid

MOLAS RIBALTA, P. (1990): La monarquía española (siglos XVI-XVIII), Historia 16, Madrid

 

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