Historia Contemporánea

El Congreso de Viena y la Restauración

Tras la derrota de Francia y la caída de Napoleón se abre un periodo conocido como la restauración, que va de 1815 hasta 1848, cuyo nombre se le da por el intento de las monarquías europeas por volver al Antiguo Régimen como si la Revolución Francesa nunca hubiera tenido lugar. Sin embargo las ideas liberales habían calado ya lo suficiente como para que la marcha atrás fuera tan solo una ilusión momentánea por parte de las monarquías.  Volver a la etapa anterior de 1789 era ya imposible, tal y como demostrarán las revoluciones de 1820, 1830 y 1848, en donde volverá a resurgir el movimiento revolucionario al frente  de los sectores burgueses, y de esos movimientos surgirán  modelos de organización económicos, políticos y sociales de carácter liberal. Sin embargo, estas revoluciones cuando triunfan no consiguen la igualdad para todos, porque quienes conquistan el poder es la gran burguesía y no la mediana y pequeña burguesía, de ahí que en 1848 se intentará la igualdad para todos, en donde las clases populares jugaran un papel mayor para alcanzar regímenes totalmente democráticos.

EL CONGRESO DE VIENA

Con el fin de restaurar la situación anterior a la Revolución Francesa, y de reestructurar el mapa europeo que se había visto alterado durante las conquistas napoleónicas, las potencias vencedoras se reunieron en un congreso, que tuvo lugar en la capital del Imperio Austriaco: Viena. El Congreso de Viena se inicia en octubre de 1814 y dura hasta junio de 1815. Estuvieron representados todos los países europeos, incluido Francia, pero quienes llevaron la batuta fueron las grandes potencias: Rusia, Prusia, Austria e Inglaterra, siendo el primer ministro austriaco, Metternich, el principal artífice de todo este proceso.

Tienen como función decidir la suerte de los territorios que ha abandonado Francia. La labor del Congreso de Viene se realizó bajo cuatro principios fundamentales: legitimidad, derecho patrimonial,  equilibrio e intervención. La legitimidad se entendía como el  derecho divino de las monarquías a gobernar sus territorios y a sus vasallos, rechazándose rotundamente el principio de soberanía nacional. El derecho patrimonial se refiere al derecho de las monarquías sobre sus propiedades, entendiéndose el  territorio del Estado como propiedad de la monarquía y no de los ciudadanos. En tercer lugar, y de gran importancia, el equilibrio europeo, es decir hay que crear un nuevo mapa y orden internacional,  en torno a las grandes potencias. Se pretende que las revoluciones no vuelvan a poder estallar, y para ello, era necesario el principio de intervención, es decir, en el caso que en algún país europeo estallara una revolución como la francesa, el resto de países europeos tenían el derecho de intervenir en dicho Estado.

Con el fin de que todos estos principios fueran cumplidos, así como todos los acuerdos a los que se llegó en el Congreso, las cuatro grandes potencias: Inglaterra, Austria, Prusia y Rusia crearon la cuádruple alianza, que a partir de 1918 sería quíntuple, al admitirse a Francia por creerse que ya no es un peligro.  Periódicamente, los representantes de la Alianza se reunían en congresos, en lo que se ha venido a llamar “la Europa de los congresos”: Aquisgrán (1818), Troppau (1820), Verona (1822), vigilando el buen orden del continente, y que no dudarían en actuar, por ejemplo, cuando en 1820 en España el pronunciamiento de Riego devuelve el régimen constitucional que había sido aprobado en Cádiz durante la Guerra de la Independencia. Francia envió los cien mil hijos de San Luis, con el fin de rescatar a Fernando VII del régimen liberal, reponiendo el absolutismo.

Se creó también la Santa Alianza, cuyo artífice era el Zar de Rusia, Alejandro I, en la que se integra Austria y Prusia, y otros países europeos en los años siguientes, a excepción de Inglaterra, cuyo régimen parlamentario chocaba con el principal objetivo de esta Alianza, el mantenimiento a toda costa del absolutismo.

Pero si algo destacó del Congreso de Viena fue el autentico reparto que se realizó de Europa entre las cuatro potencias vencedoras:

Francia debía volver a las fronteras de 1792, creándose además tres Estados “tapón” a su alrededor: Reino de los Países Bajos, que se creaba con Bélgica, Holanda y Luxemburgo; y la región de Westfalia impedían  una nueva expansión de Francia hacia el interior del continente. Y Piamonte que cortaba la entrada de Francia en la Península Itálica, recibiendo además este Estado, Cerdeña, Milán, Niza y Saboya.

Gran Bretaña obtenía Hannover, y se le reconocía el dominio de diversas islas y puntos clave alrededor del mundo: Malta, Ceilán, El Cabo, Heligoland, etc,   que serán la clave de su dominio marítimo y colonial durante el siglo XIX.

Rusia seguía manteniendo la mayor parte de Polinia, incluida Varsovia, recibiendo, además, Finlandia y  Besarabia.

Austria recuperaba Lombardía, el  Véneto y Dalmacia, convirtiéndose en hegemónica en la Península Itálica. Renuncia a Posnania y reconocía a Cracovia como republica independiente. Además en las regiones de Parma, Módena y Toscana se crearon archiducados austriacos.
Prusia obtenía el norte de Sajonia, la  parte sueca de Pomerania, así como Posnania, y se expansionaba por el Rin, destacando Westfalia, y la importante ciudad de Colonia. Por tanto Prusia se convertía en el principal Estado alemán, creándose además la Confederación Germánica en la que se integraron 39 Estados alemanes.

Suecia pierde Finlandia, que había pasado a Rusia, y recibe Noruega, sin Islandia ni Groenlandia, ni las  islas Feroe, posesiones que sigue manteniendo Dinamarca, que pierde Noruega, pero gana los ducados de Holstein y Schleswig.

Finalmente Suiza fue reconocida como un Estado independiente y neutral. El Reino de Nápoles volvía a manos de los Borbones, y el Papa recupera sus históricas posesiones.

LOS AÑOS SIGUIENTES A VIENA

En estos años se pueden distinguir tres grandes modelos de Estado en Europa. En primer lugar los regímenes absolutistas, como son el caso de España, Portugal Rusia y Austria, que intentaron volver a la situación anterior a 1789 por todos los medios, aunque la mayoría en los año siguientes realizaron algún tipo de reformas, como el caso de Prusia que abolió la servidumbre hereditaria y los monopolios señoriales, creándose un sistema fiscal moderno, pues tal como años después pensaba Bismark, era preferible llevar a cabo medidas reformistas desde arriba a que vinieran dadas por una revolución. Lo contrario haría Rusia, que se mantuvieron hasta 1917 en un sistema antiliberal.

En segundo lugar está el caso británico, que ya tenía un régimen parlamentario y a medida que iba  pasado el tiempo se introducían reformas políticas y sociales, lo que propició a que no  le afectaran los movimientos revolucionarios que se produjeron en Europa. Allí el rey estaba sometido al  parlamento, en donde dos partidos, el Tory y el Wigh, (conservador y liberal) se turnaban en el poder.

Y en tercer lugar, encontramos el caso francés, en el que se da una carta otorgada. Los borbones vuelven en la figura de Luis XVIII, dando pequeñas reformas, que suponía un intento de mínimo compromiso entre las clases de la revolución y las del absolutismo. Había una cámara de pares hereditarios, y una cámara de diputados, elegidos mediante un sufragio muy censitario. Ambas cámaras con unos poderes mínimos de actuación. Además de la Carta Otorgada, muchas de las medidas napoleónicas, como había sido la reforma de la educación, o el Código Civil se mantuvieron.

El motivo de estas medidas es evidente. El nuevo rey sabía que volver al Antiguo Régimen, tal y como lo preveía el Congreso de Viena, era algo que debía tomarse con precaución. Tras más de quince año en que los campesinos se habían librado de las cargas feudales, y con abundantes libertades, retornar a una situación como la de 1789 hubiera provocado una nueva revolución. De hecho, el intento de Carlos X, sucesor de Luis XVIII, de eliminar estas medidas, condujo a la revolución de 1830.

Con un proceso de industrialización,  una creciente burguesía,  y el surgimiento de una nueva clase: la obrera;  el absolutismo estaba más que perdido ante dos enemigos: el liberalismo y el nacionalismo. El primero como una ideología que afirma una serie de derechos del hombre, la libertad y la igualdad que son los derechos claves. En el caso del liberalismo político se trata de llevar estas ideas al marco político, fijando una normativa base que debe respetar todos los ciudadanos, es decir, una constitución que recoja la soberanía nacional, división de poderes, sufragio, derechos, etc. Teóricamente es así, pero en la práctica las diversas clases sociales, una vez que alcanzaban el poder, recelaban de compartir el poder con el resto de la población.  Surgirá, además, una división entre los liberales, con grupos con tendencias más moderadas, mientras otros serán participes de reformas de mayor calado. Sea como fuera, el liberalismo atacaba directamente al derecho divino de los monarcas.

Por su parte, el nacionalismo atacaba el derecho patrimonial de las monarquías. Pueblos que en el pasado habían sido independientes, que tienen una lengua común, costumbres y tradiciones propias, empiezan a propugnar su derecho a dirigirse por ellos mismos, es decir, de independizarse de los Estados a los que consideran dominantes.

Tan solo cinco años después del congreso de Viena, entre 1820  y 1821 se produjeron, ya no solo en Francia, revoluciones a favor de regímenes liberales, en una primera oleada revolucionaria que abarcó el Mediterráneo. El caso de España, ya comentado, en 1820 que estableció el llamado Trienio Liberal. Nápoles en 1820, que llegó a adoptar provisionalmente la Constitución española, Grecia en 1821, así como en Portugal y Piamonte. El sistema de Congresos entró en funcionamiento, con la Santa Alianza como garante del absolutismo. Los austriacos fueron autorizados a intervenir en Nápoles, mientras los cien mil hijos de San Luis, enviados por Francia, lo hacían en España. Sin embargo, estas revoluciones fueron solamente el preludio de las de 1830 que darían al traste definitivamente con el absolutismo.

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