El culto romano: el sacrificio
Émile Durkheim definía el culto como un sistema de ritos, de fiestas y de ceremonias que presentan como principal característica su repetición periódica, los cuales responden a la necesidad de los fieles por renovar regularmente el lazo entre hombres y seres sagrados con la esperanza de conseguir de estos últimos la benevolencia divina hacia la comunidad. No solo a estos, también, al menos en el caso romano, a los difuntos, quienes recibían en su conjunto el nombre Manes.
De esta manera, en Roma, existía un antiguo calendario litúrgico que establecía toda una serie de fiestas con carácter público –feriae stativae, si tenían fecha fija, feriae conceptivae si no la tenían– en las que se debía celebrar unas determinadas ceremonias. Otros tantos rituales debían llevarse a cabo cuando existía un acontecimiento extraordinario que los requería, tales como la expiatio o expiación cuando se observaba un prodigio funesto. Otras veces se buscaba la propitiatio o propiciación, es decir, la búsqueda del favor de los dioses para que favorezcan algún tipo de empresa, típico en las guerras y batallas. Muy común, tanto en el ámbito privado o público, era el votum, que consistía en la petición de algo al dios, pero sin concederle nada a cambio hasta que este cumpliera con su parte. Y a ello podemos sumar toda una serie de fiestas privadas que eran celebradas en el seno familiar o personal.
Como bien podrá imaginar el lector, sería imposible describir en unos pocos párrafos todos y cada uno de los numerosísimos rituales existentes en la religión romana, algunos muy mal conocidos. Por tanto, en el presente escrito, realizamos una presentación general que los caracteriza en su conjunto, haciendo especial alusión a la institución del sacrificio.
Tiempo, lugar y oficiantes
En cualquier religión, el culto es extraordinariamente importante y, en especial, en el caso romano o, al menos, así se ha considerado tradicionalmente, aunque esta percepción tiene más que ver con la información fragmentaria que poseemos nosotros que con la antigua visión de que los rituales eran meramente gestos cuyos significados desconocían los propios romanos –hecho que en muchos casos era así–.
En cualquier caso, cada ritual posee una liturgia totalmente ordenada. Cada gesto debe ser realizado en un orden concreto –así como en un momento del año en particular y en un lugar determinado–. Cualquier alteración e incluso la interrupción del ritual –una voz, un ladrido, un trueno, etc. – implicaban la obligación de volver a realizarse de nuevo, puesto que, de no ser así, los dioses montarían en cólera.
Todo ritual o ceremonia comenzaba normalmente al alba o, al menos, durante las horas de luz. Muy pocas eran las ceremonias, al menos públicas, que se realizaban durante la noche. Las que se llevaban a cabo en la oscuridad –y, por lo general, bajo la luna llena- tenían que ver con dioses o seres del inframundo y, por tanto, tenían un carácter que hoy podríamos llamar mágico –tales como adivinación, necromancia o defixiones–. Por lo general, estaban apartadas de la religión pública y la mayoría estaban destinada a ser perjudiciales para un individuo en particular o la propia comunidad en su conjunto.
Respecto al lugar en el que se llevaban a cabo, siempre era un sitio abierto en donde pudiera concentrarse la comunidad. Buena parte tenían lugar frente a los templos –nunca dentro de ellos–, en donde podía existir un altar o, en su caso, se instalaba un uno portable. Las ceremonias privados, en cambio, se llevaban a cabo en un lugar comunal de la casa como podía ser el atrium o el peristilo, en donde únicamente participaban los miembros de la familia, incluidos los esclavos de la misma. Todo lo contrario de lo que sucedía en los rituales mágicos antes mencionados, que, por su carácter íntimo, eran escenificados en lugares apartados, muchas veces en las necrópolis en donde existía una conexión directa con el inframundo.
Quienes oficiaban las ceremonias eran los magistrados o los sacerdotes en el ámbito público. En la esfera privada era el pater familias o, en el caso de colegios –independientemente del tipo que fuera–, el máximo representante de los mismos, es decir, el magister. En cualquier caso, el oficiante requiere de pureza, pietas –piedad–. Uno no se puede dirigir a los dioses de cualquier forma, así, este debe primeramente realizar una serie de actos como el supplicium, que en origen era un gesto de sumisión del orante, el cual se inclinaba profundamente, pero que pasó a convertirse en un rito más por el que se eliminaba al ser impuro que contaminaba el cuerpo social. También la supplicatio o el peregrinaje a los santuarios de la ciudad por parte de la población era otra forma de presentarse ante los dioses.
Invocación y plegaria
Una ceremonia solía comenzar con la invocación –invocatio–. Consistía en solicitar mediante una orden, de forma respetuosa, la presencia del dios. Los romanos poseían una amplia gama de dioses a los que dirigirse y, al igual que los santos en la religión católica, cada uno poseía unas determinadas funciones y, por tanto, cada petición debía ser dirigida a un dios o dioses en particular. Era de gran importancia no equivocarse en dicho aspecto, puesto que de lo contrario el dios no atendería las peticiones. Por ello había que pronunciar el nombre exacto del dios. Así, que en caso de dudas, los romanos solían ser lo suficientemente ambiguos en las formulas, quizás con la intención de que el dios respectivo se diera por aludido. Era común que se nombrara a un mismo tiempo ambos géneros, dios y diosa, para evitar errar.
Una vez que el dios había sido invocado, se pasaba a realizar la plegaria, en la cual se solicita el deseo pertinente al dios. Esta plegaria lleva el nombre de adoratio, término que en las lenguas romances se cargó con la connotación que actualmente posee la palabra “adoración”, pero que en un primer momento únicamente designa la plegaria, la transmisión de la petición. Claramente, la plegaria no puede ser realizada de cualquier manera, hay unas formulas concretas para que el dios tenga buena disposición hacia ella –placare– para que surta efecto y pueda satisfacer al solicitante o solicitantes –placere-.
El sacrificio
En cualquier caso, al dios se le debe entregar algo a cambio como indica la expresión latina do ut des, te doy para que me des. Esta cuestión se resolvía mediante el sacrificium. Se debe advertir que nuestra actual palabra “sacrificio” parece denotar una ofrenda sangrienta a los dioses. Ni mucho menos, la victima animal es únicamente una de las cosas, aunque la más habitual, que se podía sacrificar u ofrendar a los dioses. Fruta, grano, líquidos como aceites y vino, incienso, entre otros, eran ofrendas características. Incluso panes, pescado seco, quesos, entre otros alimentos elaborados.
No todos los dioses quieren los mismos sacrificios. Así, en el caso de animales, la especie de estos, sexo, color e incluso edad no podía ser dejada al azar. Por ejemplo, Tellus o Ceres gustaban de vacas, Robigo quería perros y Asclepio requería de gallos. En las ceremonias de expiación y funerales, se solían usar cerdas, y en la fiesta de October Equus se sacrificaban caballos. Los dioses varones recibían animales machos, mientras que las dioses preferían hembras. Los animales de pelaje blanco estaban destinados a los dioses celestes, mientras que aquellos que lo tenían negro iban destinados a las divinidades ctónicas. Vulcano y Robigo, por su parte, necesitaban de animales con piel roja. Muy posiblemente, pese al cierto intento que durante mucho tiempo hicieron los historiadores por evitar comentarlo, existió una época muy arcaica en la que se sacrificaban víctimas humanas. De hecho, los combates gladiatorios fueron en origen eso mismo, un sacrificio funerario, puesto que la sangre, y más todavía humana, derramada por el suelo era el elemento con mayor fuerza regenerativa.
No conocemos, a diferencia del sacrificio griego, la forma exacta en la que este se llevaba a cabo. En cualquier caso, el sacrificio era la parte principal de una ceremonia y, de hecho, la propia palabra sacrificium designa llevar a cabo una ceremonia religiosa –sacrum facere–. No obstante, podemos distinguir cinco pasos: una previa al inicio del sacrificio, lustratio, seguida de la praefatio, inmmolatio, muerte del animal y, finalmente, el banquete.
En primer lugar, el animal u objeto que se iba a ofrendar debía ser purificado –lustratio–, para que pueda ser entregado al dios, puesto que nada de la esfera de lo profano puede entrar en la esfera sacra de la divinidad sin estar purificado. El ritual para llevarlo a cabo solía ser una procesión circular en torno al lugar con los animales u objetos que iban a ser entregados, acompañados de música, cantos y danzas.
Después de una procesión hacia el altar –ara-, se llevaba a cabo la praefactio, que consistía en ofrendar incienso y vino, el cual se arrojaba en un hogar, por lo general portable, –focus o foculus–. De esta manera se reconocía la superioridad de la divinidad.
Una vez realizado este paso, lo habitual era que la víctima animal fuera acercada al altar, en donde se producía la inmolatio, es decir, rociar una mezcla de trigo triturado y sal llamada mola salsa –que había sido preparada por las vírgenes vestales– sobre el lomo del animal, así como diversas libaciones líquidas, como verter vino por la frente del animal. Finalmente se pasaba el cuchillo, de sílex, por la columna vertebral de la víctima. El objetivo era transferir el animal de la posesión humana a la divina.
Realizado esto, el oficiante daba al verdugos –popae o victimarii– la orden matar a la víctima, la cual de desangraba en el caso del ganado. En el caso de animales pequeños se cortaba directamente su cuello. Curiosamente, para que el sacrificio estuviera bien realizado, al menos en teoría, la victima debía dar su consentimiento asintiendo con la cabeza. Para que hiciera tal cosa, su cabeza se sujetaba mediante un ronzal en la parte inferior del altar. Si mostraba la victima signo de miedo se consideraba un desfavorable omina.
Una vez que la víctima estaba sacralizada y muerta, su cuerpo –volcado sobre su lomo– era abierto para examinar –exticispina– sus órganos internos –exta– con el fin de conocer si el dios había aceptado –litatio– o no el sacrificio. Tarea esta que por lo general dependía del haruspex, quien podía llevar también a cabo una lectura del futuro –haruspicatio–. Los órganos a los que se prestaba atención eran cinco: vesícula biliar, corazón, hígado, pulmones, peritoneo.
En el caso de que se detectaran en estos órganos alguna anomalía, se anulaba el proceso y se comenzada de nuevo, sacrificándose otras víctimas –instaurare– hasta que se obtuviera el beneplácito del dios o dioses.
Por el contrario, si el dios daba su aceptación –el dios iba a ser propicio a la comunidad romana–, se seguía la ceremonia y se pasaba a la fase del banquete. El animal era dividido por partes. Los órganos vitales siempre pertenecían la divinidad, por lo que eran separados para ser cocidos en un recipiente llamado ollae extares –en el caso de los bóvidos– o asados en parrillas –caso de ovinos y cerdos–. Era común que en los templos hubiera un área para realizar esta tarea. Tras ello, se rociaban con mola salsa y vino y se arrojaban al fuego sagrado que ardía en al altar –o en un hoyo en el caso de las divinidades subterráneas–. En el caso de las divinidades acuáticas se arrojaban al agua. Diversas plegarias se entonaban durante todo este proceso.
Una vez que el fuego había consumido la parte de los dioses, el resto de la víctima, su carne, podía retornar a los humanos –profanare– para su consumo, excepto si el sacrifico había sido destinado a las divinidades del inframundo, en tal caso la carne se arrojaba igualmente al fuego. De hecho, una vez que ha comido el dios, los humanos celebran también un banquete –cena o visceratio–. Aunque en principio podían participar toda la comunidad, la realidad es que únicamente los principales actores que habían participado en el ritual debían tomar parte en él. No obstante, poco conocemos del desarrollo de estos banquetes.
BIBLIOGRAFÍA
RÜPKE, J. (2007): Religion of the Romans, Polity Press, Cambridge
SCHEID, J. (1996): “Sacrifice, Roman”, en HORNBLOWER, S. y SPAWFORTH, A. (eds.): The Oxford Classical Dictionary, Oxford University Press
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