Proximo Oriente Antiguo

El firmamento, guía del tiempo en la Antigüedad

Los calendarios han sido de gran importancia para la humanidad, al menos desde la Antigüedad, para regular distintos tipos de actividades a lo largo del año. Pero en realidad, estos –ya sean lunares o solares-, caracterizados por su división en meses, no son la única manera de especificar el “cuándo” se debe realizar una determinada actividad o “cuándo” ocurrió un hecho. En otras palabras, yo puedo decir que comenzaré a realizar algo en el 21 de marzo, pero también que lo haré en el equinoccio de primavera. Se podría alegar que se trata de lo mismo, pero pensemos que en la Antigüedad la mayor parte de los calendarios eran lunares –por tanto, años de 353 o 354 días con meses intercalares determinados años-, es decir, que, pese a que estuvieran bien regulados a largo plazo, el solsticio –siguiendo el ejemplo que hemos puesto- ocurría en diferentes fechas del calendario –si bien próximas- según el año. De cualquier forma, los calendarios no abundaban como hoy en día, es decir, las personas no disponían de uno a la vista en donde incluso pudieran tachar los días que pasaban. El uso de estos estaba más bien restringido a unas determinadas cuestiones que tenían que ver con la religión, la economía y la política, pero el agricultor o el navegante, por ejemplo, no se guiaba por estos. Así, se asociaron determinados movimientos de cuerpos celestes –además de movimientos y fases de la luna, base del calendario- como señal para el inicio o fin de algo.

El firmamento, en cualquier caso, fue realizado  por los benévolos dioses para que los hombres supieran en qué momento debían realizar los trabajos. De esta forma, Arato, en su obra Fenómenos decía: “Él (Zeus), bondadoso con los hombres, les envía señales favorables; estimulaba a los pueblos al trabajo recordándoles que hay que ganarse el sustento; les dice cuándo el labrantío está en mejores condiciones para los bueyes y para el arado, y cuándo tienen lugar las estaciones propicias tanto para plantar las plantas como para sembrar toda clase de semillas. Pues él mismo estableció las señales en el cielo tras distinguir las constelaciones, y ha previsto para el curso del año estrellas que señalen con exactitud a los humanos la sucesión de las estaciones, para que todo crezca a un ritmo continuo” (Arato 5-15).

Observemos algunos ejemplos de cómo ciertos acontecimientos repetitivos astronómicos eran usados. Varrón, en su tratado de agricultura, especifica el inicio y fin de las estaciones del año sin hacer referencia a las fechas del calendario (lo hace más tarde, en tanto que el calendario lunar romano había sustituido en aquella época por el calendario juliano de carácter solar). Así nos dice el romano: “La primera (estación) llega con el viento del oeste hasta el equinoccio invernal, 45 días. Desde este a la llegada de la Pléyades, 45 días. Desde esta hasta el solsticio, 48 días; De aquí al surgimiento de la estrella Sirius, 37 días; al equinoccio de invierno, 67 días; desde este a la desaparición de las Pléyades, 32 días; desde esta al solsticio de invierno, 57 días; de aquí a los vientos del oeste, 45 días” (Varrón, Rust 1.28). No se trata, en ningún caso, de algo novedoso. En el texto de MUL.APIN (1. Iii 43-5) –composición que es datada alrededor del 1000 a.C. – se usan igualmente acontecimientos astronómicos:

35 days pass from the rising of the fish to the rising of the Crook

10 days pass from the rising of the crook to the rising of the Stars

20 days pass from the rising of the Star to the rising of the Bull of Heaven.

Muchas veces, estos fenómenos son los usados para datar, incluso con la existencia de unos calendarios organizados. Polibio, al comienzo de su libro quinto hace por ejemplo esta referencia: “Se dejaban ya ver las Pléyades, cuando concluyó el año de la pretura de Arato el joven, tal es el modo de computar los tiempos entre los aqueos” (Polibio 5.1).

Entre las multitud de constelaciones y estrellas que los antiguos manejaban –un buen resumen de cómo vieron el cielo en la Antigüedad lo dan las obras del ya mencionado Arato, así como Gémino– cabrían destacar algunas que son reiteradas en multitud de obras, tales como las Pléyades y Orión –de hecho ya hemos visto algunos ejemplos-.

Las Pléyades, según Arato: “Las siete (se trata de un conjunto de estrellas- son llamadas por un nombre distinto: Alcíone, Mérope, Celeno, Electra, Estérope, Taígete y la venerable Maya. Son igualmente débiles y oscuras, pero son célebres por dar vueltas tanto por la mañana como por la tarde, gracias a Zeus, que las hizo señalar el comienzo del verano y del invierno y la llegada de la labranza” (Arato 254-267). Así, Hesíodo en los Trabajos y los Días –que debemos pensar recoge por escrito el saber popular– nos dice que su surgimiento indican el comienzo de la recolección y su ocultamiento el momento de la labranza: “Al surgir las Pléyades descendientes de Atlas, empieza la siega; y la labranza, cuando se oculten. Desde ese momento están escondidas durante cuarentas noches y cuarenta días y de nuevo al completarse el año empiezan a aparecer cuando se afila la hoz” (Hesíodo, Los Trabajos y los Días,  384-9).

En cuanto a Orión, esta constelación es sin duda una de las más conocidas. Sólo se ve por la noche en invierno y primavera (Arato 322-338), coincidiendo su aparición, por tanto, con el momento en que se debe aventar el grano: “Manda a tus criados aventar el sagrado grano de Deméter cuando por primera vez aparezca el forzudo Orión, en una era redonda y un lugar aireado” (Hesíodo, Los Trabajos y los Días, 598-601). Y en “Helena” también es mencionada, en este caso no por cuestiones temporales, sino como guía espacial: “Aves de largo cuello, rivales en carera de las nubes, pasad bajo las Pléyades en el centro del día, en ruta hacia el nocturno Orión, y, teniéndolos en los márgenes del Eurotas, anunciad la noticia de que Menelao vuelve a casa, pues de haber tomado la ciudad de Dárdano” (Eurípides, Helena 1487).

Aunque, volviendo a citar a Homero, la estrella también trae ciertos males, y que tienen que ver, por otra parte, con las enfermedades características del invierno: “El anciano Príamo fue el primero en verlo con sus ojos lanzado por la llanura, resplandeciente como el astro que sale en otoño y cuyos deslumbrantes destellos resultan patentes entre las muchas estrellas en la oscuridad de la noche y al que denominan con el nombre de Perro de Orión. Es el más brillante, pero constituye un siniestro signo y trae muchas fiebres a los míseros mortales;…” (Homero, Iliada 22.26-31).

La estrella Perro de Orión, actualmente Sirio, es la estrella más luminosa de la constelación del Can Mayor, que sigue a Orión. La observación de esta estrella permitía en el Egipto faraónico del momento en el que se produciría el desbordamiento del Nilo que, por lo general, se producía en una misma y puntual fecha todos los años. Desde luego, esto era conocido mucho antes de que las pirámides, y el propio Estado faraónico, existieran, y muy seguramente desde el momento en que había que tener especial cuidado con el desbordamiento,  teniendo los campos de cultivo listos para el esperado acontecimiento.

Tanto las Pléyades como Orión tienen una gran carga mitológica, aunque por lo general todas las constelaciones, cuyos nombres fueron dados por los griegos, poseen sus propios mitos. Orión, especialmente, se ha convertido en una obsesión por los modernos historiadores, quienes intentan observarla en representaciones prehistóricas, en la mayoría de las ocasiones sin base para ello. Sin salir de la Península Ibérica, en el yacimiento de la Osera se interpretó que la necrópolis estaba situada en un cerro en donde se podía observar el solsticio de verano, y de igual modo, la línea de unión de tres estelas se interpretó como nada menos que el cinturón de Orión (BAQUEDANO y ESCORZA (1998)). Aunque tales interpretaciones deben ser tomadas con mucho cuidado.

No sólo estas estrellas poseían un interés práctico, sino también otras tantas, que también eran utilizadas por los marineros para determinar los momentos en los que se podía navegar, otra de las actividades de la Antigüedad que requería conocer los momentos adecuados. Así, la estrella Arturo anunciaba la llegada del invierno: “Y uno, encima de su nave, podría prever el invierno, estación de la mar gruesa, con sólo prestar atención al formidable Arturo o cualquiera de las otras estrellas que surgen del Océano […]” (Arato 744-7).

Polibio nos cuenta como 284 naves –una exageración por su parte– comandadas por Marco Emilio y Servio Fulvio fueron perdidas en una tormenta en el 255 a.C., durante la Primera Guerra Púnica: “Los pilotos, en efecto, habían aducido muchas pruebas de que no se debe navegar a lo largo de la costa de Sicilia bañada por el mar africano […]. Además, la navegación se efectuaba entre las subidas de Orión y del Perro, es decir, todavía no había desaparecido una constelación y ya se elevaba la siguiente” (Polibio 1.37 4-7). Estos eran los peligros por no tener la cautela que las estrellas indican. Y entre los muchos datos que nos da Plinio en su Historia Natural, podemos destacar esta otra, encaminada a pautar la actividad de la navegación: “La primavera, pues, abre los mares a la navegantes; a su inicio los favonios suavizan la atmósfera invernal cuando el sol alcanza los 25 grados de Acuario, el día sexto antes de los idus de febrero. Esto vale prácticamente también para todos los vientos que voy a exponer, aunque se anticipan un día durante cada bisiesto y vuelven a mantener su ritmo en lo que resta de lustro” (Plinio 2.122).

De igual forma, el comportamiento de algunos animales a lo largo del año avisa, en un mismo sentido, sobre un cambio de estación. Hesíodo, en Los Trabajos y los Días, indica  que la labranza del campo debe realizarse en el momento en que empieza a oírse el canto de las grullas: “Estate al tanto cuando oigas la voz de la grulla que desde lo alto de las nubes lanza cada año su llamada; ella trae la señal de la labranza y marca la estación del invierno lluvioso” (Hesíodo, Los Trabajos y los Días, 448-451). También en algunas comedias de los famosos Eurípides y Aristófanes, por citar a los más conocidos, se mencionan hechos similares, como el canto del cuclillo –llamado “cucú” –, por el cual los agricultores se guiaban para podar las viñas, trabajo que debía de estar listo antes de su canto. De tal forma, en las Aves, en un momento dado, Pisetero dice “Por otra parte, el cuco era rey de Egipto y de toda Fenicia. Y cada vez que el cuco decía “cucú”, todos los fenicios iban al campo a cosechar el trigo y la evada” (Aristófanes, Aves 505-6). También Horacio menciona constelaciones y a este famoso cucú“…a éste le llaman Can, la constelación detestada por los agricultores. Se precipitaba como un torrente que arrasa los bosques donde apenas trabajará el hacha. A esta lluvia en tromba de sarcasmos responde el prenestino con insultos que parecían salir de la boca del viñador rudo e invencible, cuando, desde el árbol que sostiene la viña, republica y hacer huir a los viajeros mientras trigan “¡Cucú!” (Horacio, Sátiras, 1.7.28-31).

Todas estas indicaciones, ya sean astronómicas o hechos de la naturaleza, no estaban por escrito, sino que era un saber popular, que permitía organizar las actividades a realizar a lo largo del año. Sin embargo se fueron realizando apuntes de todo esto con el fin de controlar y predecir estos acontecimientos en artilugios conocidos como parapegmata (parapegma en singular).

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