Historia de Roma

El gobierno de la República romana

En el 133 a.C., un tribuno de la plebe que respondía al nombre de Tiberio Sempronio Graco, hijo del victorioso Cayo Graco y de la afamada Cornelia, presentó ante los Comicios por Tribus —comitia tributa— un proyecto de ley —rogatio— que, entre otras cuestiones, limitaba la extensión de tierra que podía poseerse. Obvió el paso de comunicar la propuesta ante el Senado para que autorizara su tramitación —auctoritas patrum—. Un colega suyo en la magistratura, Marco Octavio, vetó en aquella asamblea la propuesta, lo que implicaba la paralización de la votación. Tiberio, entonces, hizo que esa misma asamblea destituyera por primera vez en la historia a un magistrado, el mencionado Octavio, anulando así tal veto; la votación prosiguió. La ley quedó aprobada y Tiberio pretendió financiarla, de nuevo sin consultar con el Senado, con la herencia de Atalo III. Al año siguiente, pretendió ser reelegido como tribuno, pese a la imposibilidad legal. El orden constitucional estaba siendo alterado: el Senado podía mantenerlo recurriendo a la violencia, en concreto al Senatus Consultum Ultimum. No lo hizo porque el cónsul presente en la ciudad, Escévola, indicó «que no se tomaría ninguna iniciativa por la fuerza ni se ejecutaría a ningún ciudadano sin juicio». Un grupo de senadores, liderados por Nasica, actuaron entonces por cuenta propia: tras una lucha entre partidarios de estos y los de Tiberio, el cadáver de este último fue presa de los peces del Tíber.

Este hecho bien puede servir de ejemplo de la compleja y particular forma de gobierno durante la República romana. Un constitucionalismo que se movía, a partes iguales, entre la ley escrita y la tradición; la continua modificación y la improvisación; el debate y la violencia.

 

Las instituciones romanas

El sistema político de la República era un claro heredero de los de las polis griegas, pues se sostenía sobre tres instituciones: asambleas (comitia), Senado (senatus) y magistrados (magistrati). Por supuesto, sería un error pretender identificar en esta trilogía institucional los tres poderes que rigen los sistemas democráticos actuales: ni tenían algún poder que pueda delimitarse con el legislativo, el ejecutivo y el judicial, ni el sistema romano era una democracia. Respecto a esto último, el griego Polibio escribía «nunca nadie, ni tan siquiera los nativos, hubieran podido afirmar con seguridad si el régimen era totalmente aristocrático, o democrático, o monárquico». Afirmaba este erudito griego que Roma poseía una constitución mixta: «si nos fijáramos en la potestad de los cónsules, nos parecería una constitución perfectamente monárquica y real, si atendiéramos a la del senado, aristocrática, y si consideráramos el poder del pueblo, nos daría la impresión de encontrarnos, sin ambages, ante una democracia» (Polibio, Historias VI. 11.10-11). No obstante, no entraremos a discutir la naturaleza del sistema, tan solo describirlo someramente, debiéndose tener en cuenta que la religión formaba parte de cualquier esfera de la vida y, por tanto, de la propia actividad política. Los cargos religiosos, como los pontífices y los augures eran ocupados por los mismos políticos que desempeñaban las diversas magistraturas. Las funciones que debían realizar como sacerdotes estaban ligadas en muchos casos al propio funcionamiento político.

 

El Senado

En el foro romano se alza un edificio de ladrillo y planta rectangular. Desprovisto de suntuosidad, la grandeza del mismo parece residir en haber sobrevivido al paso del tiempo entre los cimientos de lo que en su día fue el centro de Roma. En realidad, se trata de una reconstrucción de época de Mussolini sobre los cimientos de la Curia Julia, antes Hostilia. Era el lugar de reunión del Senado romano o, al menos, uno de los emplazamientos en donde se llevaban a cabo las sesiones de esta cámara, que solía reunirse también en templos: la famosa primera catilinaria de Cicerón ante el Senado tiene lugar en el templo de Júpiter Estator. Por supuesto, siempre dentro del Pomerium: la sagrada frontera de Roma.

Sea como fuere, podemos considerar al Senado como la institución más antigua de Roma. Su existencia se remonta hasta los tiempos de la monarquía: era el consejo asesor del rey formado por los cabezas de las familias patricias, los patres. El órgano sobrevivió a la monarquía y se convirtió durante la República en la principal institución del sistema político romano. Aunque con sus funciones mermadas, permaneció hasta el fin de los días del Imperio romano de occidente.

Durante la República, el Senado estaba compuesto por unos trescientos senadores (el número es orientativo). No obstante, en la Tardorrepública, los clarísimos miembros de este órgano fueron aumentado: Sila los multiplicó por dos y con César se llegó hasta los novecientos. No está del todo clara la forma en que los senadores obtenían su asiento en esta vetusta cámara. En los primeros siglos de la República, posiblemente el Senado era elegido por los cónsules entre los exmagistrados para su asesoramiento, lo que nos hace pensar que no era una institución permanente. Sin embargo, la anualidad del consulado provocaría que simplemente los cónsules mantuvieran a esos exmagistrados entre las filas del Senado, lo que convirtió a esta cámara en permanente de forma constitudinaria. La lex Ovinia, a finales del siglo IV a.C., le dio carta de naturaleza al establecer la forma de elección: se transfirió esta —lectio senatus— a los censores, lo que lo convirtió en un organismo estable e independiente del consulado. La cuestión es que no estamos seguros de quiénes cumplían la dignitas para sentarse en el Senado, pues, según se nos dice, la ley establecía la elección entre optimum quenque ex omni ordine (los mejores entre todos los órdenes). La ley debía detallarlo, pero nuestras fuentes no. Esto nos obliga a suponer que al menos los censores elegían a quienes hubieran desempeñado magistraturas curules, es decir, entre cónsules y pretores al menos. Así, cada cinco años, los censores elaboraban el album senatorial borrando a los fallecidos e, incluso, indignos de ostentar el cargo —nota censoria—, e inscribiendo a quienes cumplieran los requisitos. Durante la dictadura de Sila, este volvió a cambiar el procedimiento de elección: a partir de entonces ocupar la cuestura aseguraba un lugar entre los senadores; ya no se requería la intervención de los censores. Sea como fuere, desde la mentada lex Ovinia la dignidad de senador acabó siendo vitalicia, por lo que muchos de sus miembros, debido a incapacidad física o cognitiva propias de la edad, no acudirían a las reuniones.

De esta manera, esta augusta cámara era una institución de exmagistrados y, por tanto, formada por hombres con una gran experiencia política. Su etimología, de hecho, proviene de senes (anciano), pues si era una cámara que asesoraba al monarca en origen, sus consejeros se reclutaban entre los patricios más veteranos. Igualmente, durante la República, los que tenían ya dilatadas carreras políticas no eran precisamente los más jóvenes: como diremos después, las magistraturas superiores solo se podían ocupar cuando se poseía básicamente una edad cercana a los cuarenta años. Por otro lado, era también un órgano aristocrático y conservador, pues evidentemente solo los miembros de las principales familias de Roma, es decir, la nobilitas, podían costearse la carrera política necesaria.

En cuanto a las funciones del Senado republicano, estas no estaban definidas, lo que en sí le confería poder involucrarse en cualquier asunto. Como muchos aspectos de la constitución romana, se seguía simplemente la tradición: el mos maiorum. Mommsem, ese ínclito romanista al que siempre se debe mencionar, consideraba que el Senado siguió siendo una cámara de asesoramiento de los magistrados, pues eran estos quienes lo reunían, tal y como aclararemos más tarde. En el extremo opuesto, los que consideran al Senado el gobierno real de Roma. Quizás, lo que debamos suponer, al igual que ya hemos apuntado en la elección de los senadores, es que el Senado transitó desde una función meramente consultiva a la asunción de un amplio poder. En el propio lema de Roma, esta institución aparece: Senatus PopulusQue Romanorum; el Senado y el pueblo de Roma; no los cónsules ni ningún otro magistrado. Así pues, hacia el siglo II a.C. el Senado poseía auctoritas, es decir, orientaba a los magistrados sobre la forma en que se debía proceder en cualquier cuestión; la autoridad o el prestigio que rodeaba al Senado implicaba que los magistrados se plegaban a su voluntad en muchos casos. En concreto, el Senado actuaba, por un lado, mediante la auctoritas patrum; por otro, mediante los senatus consulta.

La auctoritas patrum era la autorización que el Senado debía dar a los proyectos de ley, rogatio, para que los magistrados pudieran presentarlos ante las asambleas y conferirles el rango de ley. Tal requisito lo estableció una de las leges Publiliae Philonis de finales del siglo IV a.C. Hasta ese momento, el Senado parece que podía haber vetado las leyes aprobadas. El cambio parece lógico: era más sencillo no aceptar la tramitación del proyecto que vetar una ley aprobada por los ciudadanos. Además, en tanto que en las asambleas no existía debate, parece menester entender que los proyectos se debatían previamente en esta cámara, al mismo tiempo que los aristocráticos senadores se garantizaban que las propuestas no atentaran contra sus intereses. En cualquier caso, este requisito es debatible, pues, en época de Sila, las fuentes nos indican que se propuso que no se llevara nada ante estas asambleas sin la consideración del Senado como era la costumbre. ¿Cuándo fue abandonada tal costumbre? Tiberio Graco presentó la norma directamente en los comicios por tribus, a los que la Ley Hortensia del 284 a.C. había dado la capacidad de que los proyectos que se aprobaran en ella tuvieran rango de ley. ¿Implica entonces que esto eliminaba tal requisito para tramitar la ley? De ser así, ¿solo en la asamblea por tribus? Esta pregunta viene a colación ante la noticia de que un pretor, unos años antes de Tiberio, había pretendido presentar ante los comitia centuriata otro proyecto de reforma agraria sin consultar con el Senado. Cabe preguntarse, ¿era la auctoritas patrum, en definitiva, una costumbre más que un requisito? Al fin y al cabo, no seguir el procedimiento supondría en sí que el proyecto no puede convertirse en ley al no seguir la tramitación correcta. Así pues, podemos concluir que se trataba más bien de una costumbre: los magistrados buscaban el consilium de las poderosas familias que se sentaban en esta cámara; de lo contrario, como el ocurrió a Tiberio Graco, las consecuencias podían ser catastróficas.

En cuanto al senatus consultum, este era, por así decirlo, un mandato del Senado que debían ejecutar los magistrados, quienes emitían los correspondientes decreta para su cumplimiento. Como observaremos al tratar sobre los magistrados, la cuestión radica hasta qué punto estos debían obedecer, lo que nos pone de nuevo en la cuestión del encaje constitucional del Senado.

Más allá de que el Senado pudiera debatir sobre cualquier tema, este se encargaba explícitamente de tres ámbitos: finanzas del Estado, política exterior y ciertas cuestiones religiosas. En cuanto a las finanzas —aerarium—, los senadores decidían sobre el gasto, el ager publicus y la acuñación de moneda. Respecto a la política exterior, cualquier tratado con un pueblo extranjero exigía la ratificación del Senado; era este, además, el que se encargaba de recibir a las embajadas. De igual modo, era el Senado quien disponía qué provincias serían gobernadas por los cónsules y, en general, todos los aspectos relacionadas con estas. El mencionado Tiberio Graco, aprobada la ley agraria, pretendió financiarla con el testamento de Atalo III, quien dejaba a Roma el reino de Pérgamo. El tribuno de la plebe claramente estaba atentando contra dos competencias del Senado. Finalmente, el Senado también decidía sobre cuestiones religiosas: construcción de templos y admisión de dioses en la ciudad, es decir, nuevos cultos.

El Senado se reunía cuando era convocado por un magistrado que tuviera ius referendi ad senatum, es decir, derecho de convocatoria. Tal magna prerrogativa la poseían exclusivamente cónsules y pretores; más tarde se les entregó también a los tribunos de la plebe. El convocante actuaba como presidente de aquella sesión y exponía el motivo de la reunión y las posibles soluciones. Después, el resto de miembros allí presentes, ataviados con la toga virilis, debía dar su opinión, sententia, en orden de dignidad —magistratura más alta ocupada y número de veces, así como edad—, siendo el que revestía la mayor de esta el princeps senatus, el primero del Senado, lo que le confería la capacidad de hablar en primer lugar y condicionar al resto de miembros. Al Senado acudían también los candidatos, es decir, quienes todavía no habían sido incluidos en el album, pero estaban en disposición de ser adscritos a la cámara por los censores. Estos no votaban, pero podían dar su opinión. Tras esto se realizaba una votación en la que se separaban en dos grupos según fueran de una u otra opinión, e incluso se podía redactar llegando así al ya mencionado senatus consultum.

 

Las magistraturas

Un pilar fundamental del sistema político romano eran las magistraturas: Cuestura, Edilidad, Tribunado de la Plebe, Pretura, Consulado, Censura eran las magistraturas ordinarias. Estas, se pueden agrupar en inferiores —minores—, las tres primeras; y en superiores —maiores—, las últimas. A la pretura y consulado, junto con dos ediles, se las designaba curules, por tener el privilegio el magistrado de sentarse en la silla curul, antiguo atributo del rey. Existen también las magistraturas extraordinarias: la Dictadura y las promagistraturas: propretura y proconsulado. No podemos olvidar el Interregnum.

¿Qué funciones poseían? Magistratus proviene del término magis, “el que puede más”, lo que evidencia que se encontraban en una situación de superioridad. Los magistrados poseían potestas, esto es el legítimo poder que le confería el pueblo romano, pues todos los magistrados eran elegidos en las diversas asambleas. Esta se expresaba, de forma simbólica, por medio de la toga praetexta, que estaba orlada con una banda púrpura, y se les confería el privilegio de poseer asiento preferente en teatros y espectáculos. Entre las prerrogativas, estaba el ius agendi cum populo y el ius agendi cum senatu, la convocatoria del pueblo y del Senado respectivamente. Podían publicar edictos, es decir, órdenes por escrito, así como impartir justicia en su ámbito o jurisdicción. Respecto esto último, los magistrados cum imperio podían actuar como jueces en sus respectivas provincias o tan solo realizar la investigación y designar uno o varios jueces —iuris dictio—. Esto último era obligatorio en la ciudad de Roma. Sin embargo, no siempre se requería un juicio para imponer una pena en tanto que los magistrados podían ejercer la coercitio, es decir, podían actuar directamente contra aquellos que, desde su punto de vista, hubieran quebrantado la ley u obstruían el ejercicio de sus funciones. Entre los castigos que podían imponer se encuentra la flagelacion, prisión, multas, venta como esclavos por desobedecer la leva, destrucción de la casa, exilio o incluso la ejecución. Contra esto existía el derecho de provocatio o apelación ante los tribunos de la plebe y ante el pueblo. Cualquier ciudadano condenado por un magistrado podía solicitar ser juzgado por sus propios conciudadanos.

Cuando esa potestas conllevaba poder militar se hablaba de imperium, el cual lo poseían las magistraturas mayores: pretura y consulado, así como la dictadura. Estos magistrados, como símbolo de tal poder, llevaban lictores —seis en el caso de los cónsules— que portaban las fasces —la representación del poder— y se sentaban, como ya hemos comentado, en la silla curul. Este poder no se confería por medio de la propia elección del magistrado por parte de la asamblea, sino que se lo otorgaba la arcaica comitia curiata —más adelante hablaremos de ella— por medio de la lex curiata de Imperio. En realidad, se trataba de un mero trámite, una encorchetada y arcaica ceremonia. El imperium encontraba su límite en el pomerium, el recinto sagrado de Roma, en donde no se podía ejercer la violencia. Los ejércitos siempre debían acampar fuera del mismo y tan solo en la ceremonia del triunfo, por supuesto sin armar, las legiones podían desfilar a través de este.

Más allá de esas prerrogativas, ¿los magistrados eran ejecutores del Senado, tal y como hemos dicho anteriormente? Es cierto que recibían instrucciones concretas del Senado y la mayoría de los magistrados siguieron tales requerimientos. Sin embargo, como vimos al principio, el cónsul Escévola negó a los senadores tomar medidas violentas contra Tiberio Graco. No sabemos si el Senado emitió el senatus consultum ultimum (disposición que daba a los magistrados la capacidad para usar cualquier medida para restablecer el orden) y el cónsul se negó a usarlo o si este directamente impidió la votación. Otros ejemplos similares se rastrean a lo largo de la historia republicana, los cuales evidencian que los magistrados, al menos los más osados, podían prescindir de la opinión y deseos del Senado. Cámara, no lo debemos olvidar, a la que pertenecían la mayor parte de estos magistrados.

Sea como fuere, observemos las características generales del conjunto de magistraturas, las cuales no formaban una suerte de Consejo de Ministros. Los magistrados no se reunían para conciliar una línea política de actuación, sino que cada magistratura tenía su propia competencia y jurisdicción. Dichas magistraturas se caracterizaban por la colegialidad, es decir, nunca una magistratura era ocupada por un único individuo —a excepción de la dictadura—. Al menos debían ser ocupadas por dos personas, como es el caso de la magistratura máxima, el Consulado, que siempre mantuvo una pareja frente al resto que multiplicó el número de puestos. Esta colegialidad era debido al miedo a la tiranía que se da cuando el poder recae en un único individuo; la amarga experiencia de los romanos con sus últimos reyes empujaba a evitar de nuevo esta situación. No obstante, la colegialidad no debemos entenderla en el sentido de que las decisiones las tuvieran que tomar en conjunto los magistrados que ostentaban el mismo cargo. La realidad es que cada magistrado podía operar libremente, pero existía la posibilidad de que uno de los colegas —que tenía par potestas, es decir, semejante potestad— vetara una determinada acción —intercessio—, un derecho, por otro lado, que poseían las magistraturas de mayor potestas frente a las de menos, así como los tribunos de la plebe frente a cualquier magistrado. La posibilidad de que las magistraturas más numerosas se convirtieran en inoperantes ante la intromisión de cualquier miembro provocó que los magistrados acordaran rotarse en el desempeño de las funciones de la magistratura o repartirse las funciones que esta entrañaba, especialmente con carácter geográfico: la provincia; un término que acabó por designar a cada una de las divisiones administrativas en que se dividía el Imperio romano. Así, era común que pretores y cónsules recibieran al inicio de su mandato una provincia determinada por parte del Senado.

Las magistraturas eran electivas; de otro modo, el cuerpo de ciudadanos romanos —por supuesto, solo hombres— elegía a quienes las ocupaban: la asamblea por centurias elegía a los magistrados superiores y la asamblea por tribus a los inferiores. Quienes quisieran desempeñarlas debían llevar a cabo una campaña electoral para convencer a sus conciudadanos. Para poder presentarse, la persona debía haber nacido libre, lo que imposibilitaba directamente a los libertos. Por supuesto, debía contar con la ciudadanía romana. De igual modo, no podía tener un trabajo remunerado, sino que se debía mantener con las rentas generadas por sus posesiones, lo que provocaba que solo la aristocracia romana, la nobilitas, pudiera desempeñarlas. En tanto que la magistratura no tenía ninguna remuneración —más allá de lo que se derivara de las corruptelas—, era imposible que cualquier romano de baja condición pudiera ostentar alguna de estas. Es más, primero el candidato debía desembolsar una fuerte suma de dinero a lo largo de la campaña para comprar voluntades; más tarde, en el desempeño del cargo, era el magistrado quien corría con muchos de los gastos de los proyectos que presentara. En definitiva, el desempeño de la magistratura era un honor —honos—. Sea como fuere, lo que no existía era un procedimiento de destitución, como llevó a cabo Tiberio Graco con su colega en el tribunado; al fin y al cabo, los magistrados estaban en el cargo un año y gozaban de inmunidad. Una vez abandonada tal dignidad, debían responder de sus acto ante un tribunal creado ex profeso cuando existía una acusación de cohecho, extorsión y malversación. Durante Tardorrepública estos tribunales acabaron por ser permanentes.

De acuerdo a la lex Villia Annalis del 180 a. C, la cual reguló definitivamente el Cursus Honorum —la carrera política—, las magistraturas tenían una duración de un año, exceptuando la dictadura —máximo de seis meses— y la censura —año y medio—. No solo eso, si no que la misma persona no podía volver a ocupar de nuevo esa magistratura —iteratio— ni otra —continuatio— hasta que no hubieran pasado un mínimo de dos años —biennium—. De igual modo, el Cursus Honorum tenía un orden determinado en la ocupación de los cargos de tal forma que no se podía desempeñar la magistratura superior sin pasar antes por la inferior: se comenzaba por ser elegido quaestor, posteriormente el político podía optar entre ser elegido aedil o tribunus plebi. Normalmente, la gran mayoría se decantaba por el tribunado, aunque los patricios no podían desempeñar esta magistratura plebeya, por lo que obligatoriamente debían presentarse a la edilidad curul. Tras ello, se pasaba a las magistraturas superiores, primero praetor; finalmente, consul y censor. Además, se añadió una edad mínima para ocupar la pretura, 39 años, y el consulado, 42. En época de Sila, se necesitaba una edad mínima de 30 años para la Cuestura. Al final de la República fue usual que generales de gran prestigio se les permitiera presentarse al consulado de forma continuada, como sucedió con Mario, quien ocupó el consulado siete veces, cinco de ellas en años consecutivos. Y fue normal que se permitiera también, como el caso de Pompeyo, ocupar el consulado sin haber desempeñado las anteriores magistraturas. Incluso este consiguió en un momento dado ser cónsul sine collega.

En cualquier caso, la edad de treinta años para la Cuestura parece cuadrar con una noticia de que para iniciar el Cursus Honorum había que servir como tribuno militar durante diez años. Posiblemente, este periodo se podía completar desempeñando otras magistraturas inferiores a la cuestura que en época del Principado recibían el nombre de vigintisexviratus, ya que componían un total de 26: tresviri monetales (acuñación de moneda de cobre), quattuor viri viarum curandarum, duumviri viis purgandis, tresviri capitales (ejecuciones capitales), decemviri stlitibus iudicandis (estado civil de los ciudadanos), quattuorviri praefecti Capuam Cumas (auxiliaban al praetor urbanus y le representaban en Capua y Cumas).

Esta carrera política bien nos la muestra la siguiente inscripción hallada en Arretio (CIL XI 1832) y datada hacia la última parte del siglo primero antes de Cristo:

L(ucius) Licinius L(uci) f(ilius) / Lucullus / co(n)s(ul) pr(aetor) aed(ilis) cur(ulis) q(uaestor) / tr(ibunus) mil(itum) aug(ur) / triumphavit de rege Ponti Mithridate / et de rege Armeniae {E} Tigrane magnis / utriusque regis copiis conpluribus pro/eli(i)s terra marique superatis co<l=N>le/gam suum pulsum a rege Mithridat[e] / cum se is Calchadona contulisset / o<b=P>sidione liberavit.

El personaje es Lucio Licinio Luculo, hijo de Lucio, del que se nos dice que fue —en orden inverso a la inscripción, tribuno militar, cuestor, edil curul, pretor y cónsul. También era augur, y consiguió un triunfo sobre los reyes del Ponto, Mitriades, y Armenia, Tigranes el Grande. Enormes logros para este compañero de Sila.

Explicada la normativa que regía al Cursus Honorum, hagamos un somero repaso de cada una de las magistraturas con el fin de observar sus competencias.

Respecto a la Cuestura, esta tenía como función administrar el tesoro público, así como, por extensión, tareas de tipo administrativas en las campañas militares. También debían proteger el archivo del Estado. En principio solo existían dos cuestores, pero su número se fue ampliando hasta llegar a ser veinte en el siglo primero a.C.

La Edilidad la conformaban cuatro miembros, dos plebeyos y dos patricios —estos últimos llamados ediles curules—. Sus funciones principales eran policiales, entre ellas la vigilancia de calles, así como la construcción de obras públicas y su mantenimiento, la organización de los juegos públicos y el abastecimiento de Roma. Ello conllevaba que ocupar estas magistraturas fuera caro, pues una parte del desembolso de todo eso lo hacía el magistrado con sus propios recursos, especialmente la construcción de obras públicas, que por otro lado era una forma de adquirir prestigio. No es de extrañar que la gran mayoría de los políticos eligieran el Tribunado de la Plebe.

El Tribunado de la Plebe nació en el siglo V a.C. en el contexto de la lucha patricio-plebeya. Los plebeyos consiguieron dos magistrados, los tribunos de la plebe, que emulaban a la pareja consular. En cualquier caso, el número de tribunos creció con el tiempo hasta situarse en diez. Su principal función era proteger a la plebe y, por extensión, a la propia res publica ante casos de traición o perduellio. Para realizar estas tareas, la tribunitia potestas incluía el ius intersecciones, es decir, la capacidad de vetar la decisión de cualquier magistrado, y el ius auxilii, derecho a auxiliar a cualquier ciudadano ante la condena impuesta por un magistrado. Quienes ocupaban esta magistratura tenían sacrosanctitas, es decir, que no solo gozaban de inmunidad, sino que se les reforzaba esta en el ámbito religioso, puesto que quien causara daño a un tribuno se convertía en maldito por los dioses y podía ser perseguido y ajusticiado por cualquier ciudadano. El Tribunado de la Plebe era una magistratura muy activa legislativamente, puesto que eran estos los que normalmente presentaban la mayoría de los proyectos de ley. Como el caso de Tiberio Graco y luego su hermano Cayo, esta magistratura fue de gran importancia para el sector de los populares para atraerse al pueblo de su lado.

La Pretura era la primera magistratura cum imperio que se podía ocupar. Esto les confería el derecho a llevar seis lictores. Principalmente sus funciones eran judiciales. Había en principio dos pretores: el praetor urbi, que se encargaba de administrar justicia entre los ciudadanos, y se hacía cargo de las funciones de los cónsules cuando estos no estaban en Roma; y el praetor peregrini, que administraba justicia entre los que no eran ciudadanos romanos. Cuando Roma empezó a conquistar territorios fuera de la península itálica en la Primera Guerra Púnica (264 – 241 a.C.), el número de pretores se fue aumentando al mismo ritmo en que se creaban nuevas provincias hasta situarse en ocho.

En cuanto al Consulado, esta era la magistratura más importante. Todo aristócrata aspiraba con culminar su carrera política ocupando esta; aunque no era sencillo, pues mientras las otras magistraturas eran más o menos numerosas, el Consulado siempre se mantuvo en dos miembros. Era un cuello de botella. El Consulado, como magistratura superior de la República, era epónima, es decir, el año se designaba con el nombre de ambos cónsules. Los cónsules tenía un gran imperium, pues debían dirigir las guerras quedando bajo su mando los propios pretores. Era típico que el Senado les otorgara al inicio del mandato una provincia o conjunto de estas, en concreta aquellas que había que pacificar o que se encontraban en las fronteras del Imperio. No obstante, pese a que ha pasado desapercibido, en tanto que los cónsules solían pasar la mayor parte de su mandato fuera de Roma, estos tenían también importantes funciones civiles: eran los agentes de la diplomacia romana, actuaban como legisladores y promotores de obras públicas, se encargaban de la colonización y distribución de tierras, llevaban a cabo investigaciones o quaestiones cuando existía un crimen contra el Estado y tenían importantes funciones dentro de la esfera religiosa de la ciudad de Roma.

Como hemos visto, pretores y cónsules se encargaban de gobernar las provincias. El amplio territorio conquistado, cada vez más alejado de Roma, implicó que la anualidad de estas magistraturas fuera ineficaz. Entre la elección y entrada en el cargo del magistrado, la leva de legiones y el posterior traslado hasta la provincia consumía básicamente el año. Desde la Tardorrepública se optó por la prorrogatio, es decir, la continuidad del magistrado en sus funciones, aunque no en el cargo, durante al menos un año más bajo la denominación de propraetores y proconsules. No solo eso, sino que ante las necesidades de nombrar gobernadores para las provincias sin aumentar el número de pretores, fue común nombrar propraetores y proconsules entre personas que no estaban ocupando entonces ninguna magistratura y que incluso no habían desempañado todavía ni la pretura ni el consulado.

Existía una magistratura más, la Censura, formada por dos censores. No estaba exactamente por encima del Consulado, aunque la dignidad del cargo hizo que por lo general fueran excónsules quienes la ocuparan. Pese a que era una magistratura ordinaria, tenía una serie de peculiaridades: eran elegidos cada cinco años y estaban en el cargo un máximo de año y medio. No podían vetar las decisiones de ningún magistrados y estos tampoco podían vetar las suyas. Su principal función era hacer el censo de ciudadanos y la de renovar el álbum senatorial. También revisaban el tesoro público y podían iniciar obras públicas de gran importancia.

Ante los momentos de necesidad, en especial cuando Roma estaba en peligro, se activaba una magistratura extraordinaria, la Dictadura. Ante una grave situación y para dar una respuesta inmediata, los cónsules, a propuesta del Senado, podían designar un dictador o dictator. A este se le entregaba todo el poder para salvar la res publica, que simbólicamente se observa en que llevaba 24 lictores, la suma de los de ambos cónsules. Además, el dictador elegía un magister equitum, un jefe de la caballería. La Dictadura solo se podía extender durante seis meses e, incluso, el dictator debía deponer su poder si el peligro se había extinguido.

Finalmente, el Senado, en caso de la muerte de los dos cónsules —la más alta magistratura—, declaraba el interregnum, es decir, un vacío de poder cuyo nombre retrocede al periodo monárquico. Declarado este, los senadores debían elegir un interrex de condición patricia entre los miembros de la cámara, quien debía guardar los auspicia y los atributos de los magistrados. Este solo ocuparía el cargo durante cinco días, debiéndose elegir otro interrex por el mismo espacio de tiempo. Tal situación se producía hasta que el interrey convocara los comitia centuriata y se eligieran a los nuevos cónsules.

 

Asambleas

Tratemos, para acabar las instituciones romanas, las asambleas, que están formadas por los ciudadanos romanos. Existían tres: los Comicios por Curias o comitia curiata, los Comicios Centuriados o comitia centuriata, y los Comicios por Tribus o comitia tributa. Las tres tenían una disparidad de competencias: por una parte, legislan al aprobar los proyectos de ley que presentan los magistrados, aunque no existía debate más allá de reuniones informativas llamadas contiones; por otro lado, eligen a los magistrados; de igual manera, imparten justicia al convertirse en tribunales de apelación, ya que los ciudadanos tenían tal derecho: provocatio ad populum.

La asamblea de más antigüedad eran los comitia curiata. Esta asamblea reunía a las treinta curias en que se dividía Roma en origen y que se agrupaban en tres tribus: Tities, Ramnes, Luceres. División que tenía la intención de que cada una aportara cien soldados de infantería y diez de caballería. En origen, con competencias como las mencionadas anteriormente, quedó reducida a funciones de carácter ritual, como la de otorgar a los magistrados superiores —y en orígenes al rey— el imperium por medio de la votación de la lex curiata de Imperio. Ante esta función meramente protocolaria, durante la República tan solo se reunían treinta lictores que representaba a sus respectivas curias. El resto de funciones eran de la misma índole: arcaicos procedimientos anquilosados relacionados muchas veces con la esfera religiosa.

Por su parte, los comitia centuriata estaba compuesta desde el siglo IV a.C. por 193 centurias, que, como la anterior división, servían como base del reclutamiento. Los ciudadanos se adscribían a una determinada centuria en función de la riqueza que poseyeren. Existían 18 centurias que formaban la supra classem, cuyos miembros servían en la caballería. Por debajo había 170 centurias que componían la classis, los cuales podían costearse su propio armamento de infantería. Estas centurias se dividían, a su vez, en cinco grupos distintos, de acuerdo a riqueza, estando el primer grupo compuesto por 80 centurias. Finalmente, cinco centurias pertenecían a los proletarii, los cuales eran el elemento auxiliar del ejercito al no poder costearse el equipo. Cuando se realizaba la votación, cada centuria votaba en orden de riqueza, de tal forma que votando las 18 centurias de la clase y las 80 centurias del primer grupo de la classis a favor quedaba aprobada una ley o un magistrado era elegido. Evidentemente, que la mitad de las centurias estuvieran compuestas por grandes y mediados propietarios implicaba que se imponían los intereses de estos.

La asamblea por centurias elegía a los censores, cónsules y pretores. Estos, a su vez, podían presentar los proyectos de ley ante esta asamblea. También era responsable de las declaraciones de guerra y paz. De igual manera, ante una pena capital, el reo debía presentar la apelación ante estos comicios.

En cuanto a los comitia tributa, esta asamblea estaba compuesta por 35 tribus. Todo ciudadano romano debía estar adscrito a una de estas tribus y, de hecho, formaba parte de la propia nomenclatura del nombre personal como bien suele aparecer en las inscripciones epigráficas. A la hora de votar, se llamaba a los ciudadanos por tribus y el recuento de votos se realizaba dentro de cada una de estas, es decir, cada tribu acababa emitiendo un único voto independientemente del número de censados en cada una. Se daba la circunstancia de que las cuatro tribus urbanas —en donde mayor número de proletariados existía— estaban censados mucha más población que en el resto de tribus rurales, en las cuales estaban inscritos la nobilitas y parte de sus clientelas.

Los comicios por tribus elegía a los magistrados menores: cuestores, ediles y tribunos de la plebe. Estos últimos tenían el derecho de convocarla para aprobar proyectos de ley, tal y como se estableció en la lex Hortensia. De igual manera, servía como tribunal de apelación para delitos de pequeña índole y cuyas condenas no entrañara la pena capital.

 

La religión y la política

Todo este entramado político tiene también una dimensión religiosa que no puede ser desdeñada. Roma debía mantener la pax deorum y, por tanto, cualquier empresa que se realizara debía contar con el beneplácito de los dioses y, en concreto, de Júpiter. Por medio de la auspicatio, que implicaba la observación del vuelo de las aves en origen, pero también el trueno, el rayo o la manera en que los pollos sagrados comían se determinaba si los dioses daban su beneplácito al inicio de las asambleas —al igual que para iniciar la guerra o una batalla—. El derecho de tomar los auspicia lo tenían en la vida pública los augures, pero los magistrados cum imperio lo poseían igualmente.

Los cónsules, una vez que entraban en la oficina debían tomar los auspicios en su investidura. Además, estos magistrados, que eran curatores pacis deorum, debían realizar los votos prometidos el año anterior, solutio votorum, en el Capitolio y realizar los pertinentes sacrificios a la Triada Júpiter, Juno y Minerva. Por supuesto debían realizar nuevos votos. Presidían, por otro lado, el sacrificio a Iuppiter Laitaris y los juegos romanos o, en su caso, los pretores. También debían llevar la expiación de los prodigios ocurridos en Roma de los meses anteriores a la entrada en el cargo. Otros magistrados tenían funciones que implicaban la participación en las ceremonias religiosas, como el pretor urbano que realizaba el sacrificio a Hércules en el Ara Máxima y participa en la ceremonia de los Argeos.

En general, el sistema político romano es inseparable, como en otras tantas cuestiones, de la esfera religiosa, lo que viene a complicar todavía más el complejo funcionamiento institucional de la República romana.

 

BIBLIOGRAFÍA

Resúmenes sobre el entramado institucional romano pueden encontrarse en cualquier manual dedicado a la Historia de Roma, como el de ROLDAN, J.M. (2007): Historia de Roma I, Cátedra Madrid. Podemos encontrar en el mismo una profunda recomendación bibliográfica.

Un libro dedicado únicamente a las instituciones republicanas es el de LINTOTT, A. (2004): The Constitution of the Roman Republic, Oxford University Press, Nueva York.

En cuanto a las asambleas, TAYLOR, L.R. (2003): Roman Voting Assemblies, University of Michigan Press, Michigan. En concreto sobre las contiones, MARCO POLO (1989): Las contiones civiles y militares en Roma, Zaragoza.

Respecto al Senado, aunque ya centenario, WILLEAMS, G.P.H. (1878-1885): Le sénat de la république romaine. Sa composition et ses attributions, 2 vols. París.

Sobre las magistraturas, BROUGHTON, T.R.S. (1951-1952): The magistrates of the Roman Repúblic, Nueva York. Podemos añadir el artículo de ASTIN, A.E. (1958): “The Lex Annalis before Sulla, Latomus 32.

Por magistraturas:

SUOLAHTI, J. (1963): The Roman Censors, Helsinki

PINA POLO, F. (2014): The Consul at Rome. The Civil Functions of the Consuls in the Roman Republic, Cambridge University Press, Cambridge

BRENNAN, T.C. (2000): The praetorship in the Roman Republic, Oxford University Press

SABATUCCI, D. (1954): L’edilità romana, Memorie della Accademia Nationale dei Lincei, Roma

NICCOLINI, G. (1932): Il tribunato della plebe, U. Hoepli, Milán

PINA POLO, F. y DÍAZ FERNÁNDEZ, A. (2019): The Quaestorship in the Roman Republic, De Gruyter, Berlín y Boston

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