El marco teórico del profesor
Para fijar el marco teórico de la profesión docente, se debería partir de la pregunta: ¿qué es un profesor? Dice el Diccionario de la Real Academia Española que este es la “persona que ejerce o enseña una ciencia o arte”. Se trata de una definición tradicional y totalmente correcta. La idea básica es que el profesor –vocablo utilizado por la propia legislación– es aquel docente que tiene como inexorable misión enseñar una serie de contenidos dentro de una determinada área.
Pero tomemos la frase que precede a la segunda en esta definición, en donde dice que es aquella persona que también ejerce dicha ciencia. ¿Sería compatible que un historiador, en ejercicio de tal cosa, enseñe historia a alumnos de secundaria? La respuesta debería ser una rotunda afirmación. Es más, es recomendable, puesto que, para reducir los contenidos de cualquier tema al mínimo, se debe tener prolijos conocimientos. Únicamente una persona con tal bagaje es capaz de tomar y reducir los conceptos básicos para que lo realmente importante siga siendo transmitido.
Acudamos a la legislación educativa española para corroborar la dicha afirmación –y al mismo tiempo nos servirá para comentar otra serie de ideas–. Concretamente hagamos alusión al preámbulo de la Ley Orgánica de Educación –espíritu de cualquier ley que, sin ser vinculante, sí es interpretativo del articulado–. Uno de sus párrafos reza:
“El protagonismo que debe adquirir el profesorado se desarrolla en el título III de la Ley. En él se presta una atención prioritaria a su formación inicial y permanente, cuya reforma debe llevarse a cabo en los próximos años, en el contexto del nuevo espacio europeo de educación superior y con el fin de dar respuesta a las necesidades y a las nuevas demandas que recibe el sistema educativo. La formación inicial debe incluir, además de la adecuada preparación científica, una formación pedagógica y didáctica que se completará con la tutoría y asesoramiento a los nuevos profesores por parte de compañeros experimentados. Por otra parte, el título aborda la mejora de las condiciones en que el profesorado realiza su trabajo, así como el reconocimiento, apoyo y valoración social de la función docente”.
La formación inicial del profesorado se entiende como una adquisición y preparación científica, y no únicamente didáctica. Esta última, en todo caso, es también necesaria, del tal forma que este sea, además de un profesional en su ciencia, también pedagogo en el término que nos da, de nuevo, el ilustre Diccionario: “persona que tiene como profesión educar a los niños”. En una segunda acepción se nos dice que se trata de una persona “de grandes cualidades como maestro”. A su vez, maestro vuelve a vincularse con la idea de profesor: “Persona que enseña una ciencia, arte u oficio”. Y si hacemos mención a su etimología latina, magister –de donde procede la palabra– proviene de la palabra magis –más–. Dicho de otra manera, el que está por encima dentro de su campo y, por ello mismo, está capacitado para enseñar aquello que domina.
Para que esto último no quede tampoco sin una base legal, el curriculum aragonés en su artículo 12 –lo mismo que recoge la LOE y el resto de legislación autonómica– expresa, al tratar de los principios metodológicos, que es necesaria: “la adaptación de los principios básicos del método científico en las diferentes materias”. Conocerlo, saber aplicarlo y saber adaptarlo no corresponde a alguien que tenga una mera formación en eso que llaman pedagogía y didáctica, ni a alguien que meramente haya realizado una licenciatura –cualquiera que esta sea–, sino a alguien que por propia experiencia haya aplicado el método científico. Dice PLATS (2000): “Con ello se advierte que la didáctica de las Ciencias Sociales posee un compromiso previo: es fundamental que el profesorado conozca las rutinas y las disciplinas propias de todas o algunas de las ciencias que debe enseñar”. Yo añado: debe estar inmerso, en al menos, una de esas disciplinas. Como mínimo, el profesor no puede estar totalmente desvinculado de su ciencia.
Desterrada debe quedar la idea, que es enarbolada por muchos “didactas”, por la cual sin saber nada se puede enseñar con el mero estudio de la didáctica.
No quiero decir con ello, en absoluto, que la didáctica no sea ni importante ni necesaria. Nadie quede confundido. La transmisión de esos conocimientos requiere de una adecuada mecánica para que se produzca tal trasvase de información. Más complejos, si cabe, cuanto menor sea la edad del alumno –entre otra serie de factores que, en conjunto, influirán en su entendimiento–. Así, es tarea también del profesor conocer dichos mecanismos, al igual que buscar día a día, de acuerdo a su experiencia y a la de otros, estos.
Claramente, el profesor va a enseñar una serie de conceptos no con el único fin –que también– de que los alumnos aprendan estos sin mayor pena ni gloria, sino porque mediante ellos el profesor va a educar. Y debemos entender que educar es “desarrollar o perfeccionar las facultades intelectuales y morales del niño o del joven por medio de preceptos, ejercicios, ejemplos, etc.”. No estamos hablando, por tanto, de adultos –omitiendo, en este caso, que existe una educación para adultos regulada–, sino que estamos hablando de personas a las que hay que formar para ser tales en el futuro.
Parece lógico pensar, por tanto, que la didáctica se debe encargar de buscar la mejor manera para hacer comprender una serie de conceptos claves (BENEJAM, P. 1999) –en ello coinciden una multitud de autores–, a los alumnos, es decir, de trasladar los conocimientos y, en especial, sus relaciones de una forma que estos puedan, no solo adquirir el conocimiento, sino la capacidad para entender y reproducir esas relaciones. Sería, por tanto, evitar la mera memorística –aunque esta sea siempre necesaria– para que el aprendizaje sea realmente significativo. De hecho, posiblemente las Ciencias Sociales –entrando ya en el campo que me toca–, por ser disciplinariamente teóricas, tienden, ante todo, a lo primero –ello no sucede en otras áreas en donde la relación de la teoría y la práctica es más tangible para el alumno–. X. HERNÁNDEZ (2000) menciona esto al tratar sobre el paradigma tecnológico, es decir, acerca del carácter práctico con el que se puede entender esta didáctica.
Como dice PLATS (2000), mediante la didáctica y, concretamente mediante la didáctica de las Ciencias Sociales, se trata de buscar los mecanismos para la relación de esos conceptos. Estoy totalmente de acuerdo, puesto que sin dicha relación estos quedan, en su mayoría, sin sentido.
Dicen los que se dedican a la investigación didáctica que los profesores son reticentes a adaptar sus clases a las “nuevas corrientes didácticas” y prefieren seguir con clases magistrales (PORLAN ARIZA, R.; RIVERO GARCÍA, A. y MARTÍN DEL POZO, R. 1997: 159-160). Esto, quizás, ocurra en algunos casos, pero la realidad es que mucha de esa innovación didáctica no tiene sentido alguno, es absurda e inaplicable –de hecho, es común que ellos mismos den clases “tradicionales” al margen de lo que predican-. Esto se debe, ante todo, al aislamiento de estos “didactas” respecto a la realidad de las aulas.
En la mayoría de las ocasiones, las propuestas “didácticas” se basan en las TICs bajo la creencia de que estas son la mayor de las panaceas. De hecho, se obliga al profesor al uso de estas, que vienen señaladas en la legislación tanto como competencias, objetivos y metodología (SALES ARASA, 2009). Las llamadas Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación, que se resumen básicamente en un indiscriminado uso del powerpoint, no van a permitir que la educación de este país mejore. Por mucho que cambiemos el soporte, ya sea la tradicional pizarra –más funcional que la digital–, el ebook, el papel, la tablilla de cera o la mera arena del desierto, lo importante es sobre lo que se escriba y cómo se haga.
Por otra parte, muchos profesores consideran que lo más fácil es seguir el libro de texto –o en su caso el ebook correspondiente proyectado en la pizarra digital-, que tampoco tendría ningún problema si tan solo sirviera como guía. La realidad es que en muchas ocasiones acaba convirtiéndose en una especie de Biblia que es leída por el profesor como sacerdote en día dominical.
El profesor debe ser consciente de que se encuentra día tras día con una amplia gama de problemas que no van a estar dentro de sus ciencias específicas –como suele pasar incluso entre aquellos que únicamente se dedican a estas–, a los que tienen que dar respuesta, al igual que ocurre en otros tantos trabajos. Y es por ello que deben estar preparados para ello. Habrá ocasiones en las que evidentemente se tendrá que echar mano de la psicología –a veces, de la propia compresión y humanidad–. No quiere decir que tengan que ser psicólogos, pero si tener la capacidad de detectar problemas y, en consecuencia, buscar la ayuda pertinente y colaborar con los especialistas en dicho campo cuando sea necesario –colaborar con el departamento de orientación que todo centro posee y con el resto de compañeros–. No obstante, para muchos pedagogos parece que el trabajo se debe reducir únicamente a esta cuestión con el fin de que el profesor se convierta en una especie de ayuda espiritual del alumno.
Una vez más hay que recalcar que la principal tarea del profesor es la enseñanza de conocimientos. No solo esto, esos conocimientos deben capacitar al alumno para adquirir habilidades –imposible mediante el sistema de lectura del manual– que en el futuro se van a requerir para los distintos ámbitos de la vida adulta, ya sea por la mera continuación de estudios, ya sea por la propia vida laboral, por el propio ocio o por la participación en la vida ciudadana y política. Muchos profesores no están considerando que su materia vale para algo más que la propia disciplina que la inspira.
Refiriéndome a esto último, la educación en valores democráticos –discutible también qué es lo democrático y si realmente vivimos en tal cosa, algo que muchos dudamos– debe ser lo primordial. Pero aquí hay un gran reto para el profesor, puesto que las autoridades educativas no están solicitando al profesor que enseñen que es la democracia –que implicaría reflexión y, ante todo, la adquisición de una amplia cultura–, sino que están solicitando que se enseñe a los alumnos a vivir en el sistema actual. En otras palabras, a reproducir el orden social, político y económico (C. BAUDELOT y R. ESTABLET, 1972).
Todo esto, en cualquier caso, que más bien estaría dentro de lo que se viene a llamar conocimiento actitudinal, va a ser inculcado por el profesor, no por el discurso, sino por la propia manera de ser de este. Haciendo alusión a un artículo de P. MORALES VALLEJO (2002) –el cual da algunas ideas, aunque expresada en demasiado espacio– todo profesor se relaciona con sus alumnos –tiene un estilo de relación–, que es, como no, un estilo educador. Este estilo debe entenderse, no como una persona que enseña conocimientos, sino como el que “ayuda a sus alumnos a crecer y a madurar” –en palabras del autor– más allá del propio conocimiento de la materia, pero dentro de la propia materia; si bien, también en ámbitos más personales. Este modelo de relación, en cualquier caso, varía de acuerdo a la edad de los alumnos.
Siguiendo con algunas ideas del mencionado autor, este indica tres razones fundamentales por las que el profesor debe ser educador. La primera de ellas, y más importante, es que la relación que el profesor tiene con sus alumnos implica inevitablemente que el primero se convierta en educador en cuanto que establecemos una serie de normas en el aula, reprendiendo cuando son incumplidas. Así, indirectamente todo profesor es educador sin habérselo planteado. En todo caso, la realidad es que el profesor carece en muchos casos de los mecanismos que serían necesarios para establecer la disciplina de una forma adecuada –España es un claro ejemplo de la poca autoridad que tienen los profesores frente a sus alumnos–. Y otros, en nombres de las normas y la autoridad, sobrepasan lo que sería el castigo ante el incumplimiento de las normas para establecer castigos de una forma indiscriminada que, al final de cuentas, solo provocan en el alumno una pérdida de valores y una irritación hacia profesores, estudio y escuela.
En segundo lugar, los propios objetivos de los centros docentes implican esto mismo –el de educar personas–. Esto es lo que permite la excelencia, que requiere de actitudes y valores solo enseñables si el profesor es educador.
A este respecto, y relacionado con todo esto, se encuentra la calidad de la enseñanza –de la que tanto se está hablando últimamente–, en la que según el autor se debe medir por la calidad del aprendizaje o de los enseñados, dicho de otro modo, es una calidad humana –la calidad de los alumnos– y no una medida por bienes materiales –algo que últimamente están imponiendo ciertos gobiernos autonómicos–, como las últimas tecnologías que posea el centro. Así, propone que se deje de hablar de la calidad de la enseñanza para hablar de la calidad del aprendizaje.
Finalmente, afirma que el aprendizaje es por necesidad, no únicamente un proceso cognitivo, sino un proceso emocional. Por tanto, si ello es así, de nuevo es necesario que el profesor sea educador, el cual cuidará la relación con sus alumnos.
Esta relación, por otra parte, no es una relación humana tal y como se suele entender. No se tratar de que el profesor lo pase bien con sus alumnos o viceversa –ello no implica que deba pasarse mal–, pero el término buena relación suele llevar a confusión. Claramente existirá un influjo mutuo entre profesor y alumnos como en toda relación interpersonal, y es aquí donde el profesor educa, pero también puede deseducar, o mantenerse neutro –perdería la oportunidad para educar–. La realidad de los centros españoles suele ser más bien esta última.
Así, el profesor puede o debe elegir ser educador para que sus alumnos lleguen a más que la mera adquisición de conocimientos. El profesor, por tanto, tiene muchas oportunidades en el aula para educar. Pero son siempre situaciones concretas, que deben ser aprovechas, de lo contrario se pierde la oportunidad.
El profesor-educador debería destacar por considerar que su profesión es una oportunidad de ayudar y servir a los demás. Sería algo así como ser conscientes de que estamos ayudando a nuestros alumnos y no a nosotros mismos, siempre dentro del ámbito académico, claro está. El alumno sería así un cliente y, como tal, este invierte en nosotros tiempo, energías y recursos económicos y quiere recibir la máxima calidad de nosotros, un buen servicio. Y esa es la misión por la que nos van a pagar, por la de educar de forma eficaz al alumnado. Sería un mal profesor aquel que solo ve la profesión como una forma de tener un puesto de trabajo –algo que, lamentablemente, ocurre muy a menudo–.
En segundo lugar, el profesor debe ser consciente de la responsabilidad ética y moral, es decir, el profesor causa un impacto sobre sus alumnos. El profesor debe tener en su mente que está allí delante de una serie de alumnos a los que va a influenciar para bien o para mal. Y por ello tiene esa responsabilidad ética, y por tanto debemos aprovechar para hacer el mayor bien y el menor mal. De un mal profesor se aprende poco, pese a que algo se aprende como bien decía el escritor libanés Khalil Gibran: “Del hablador he aprendido a callar; del intolerante, a ser indulgente, y del malévolo a tratar a los demás con amabilidad. Y por curioso que parezca, no siento ninguna gratitud hacia esos maestros”.
En una breve conclusión, el profesor debe tener sólidos conocimientos de su respectiva ciencia y conocer el método científico de la misma. Debe tener una base didáctica con el fin de que dichos conocimientos puedan ser transmitidos al mismo tiempo que permitan el desarrollo de habilidades del alumno. Debe estar preparado para afrontar una multitud de problemas, los cuales los tendrá que resolver con otros especialistas, y, ante todo, debe pensar que, a través de su enseñanza, está formando buenos o malos ciudadanos. En resumidas cuentas, la clave parece la vocación.
BIBLIOGRAFÍA
BAUDELOT, C. y ESTABLET, R. (1972): L’école capitaliste en France, Maspero, París
BENEJAM, P. (1999): “La oportunidad de identificar conceptos clave que guíen la propuesta curricular de ciencias sociales”, Iber 21
HERNÁNDEZ, F.X. (2000): “Epistemología y diversidad estratégica en la didáctica de las ciencias sociales”, Iber 24
MORALES VALLEJO, P. (2009): “El profesor educador”, en MORALES VALLEJO, P., Ser profesor, una mirada al alumno. Universidad Rafael Landívar, Guatemala, pp. 99-158.
PLATS, J. (2000): “Disciplinas e interdisciplinariedad: el espacio relacional y polivalente de los contenidos de la didáctica de las ciencias sociales”, Iber 24
PORLAN ARIZA, R.; RIVERO GARCÍA, A. y MARTÍN DEL POZO, R. (1997): “Conocimiento profesional y epistemología de los profesores I: teoría, métodos e instrumentos”, Enseñanza de las Ciencias Sociales, 15 (2), pp. 155-171
SALES ARASA, C. (2009): El método didáctico a través de las TIC, Nau Llibres