El periodo de entreguerras: los años veinte
La Conferencia de Paz de 1919 fue, como ya comentaron algunos coetáneos a ella, un auténtico fracaso. Se basó, ante todo, en la humillación del vencido –que tuvo grandes y fatales consecuencias para el futuro de la política alemana y del resto de países– para regocijo de los franceses, que veían como su principal enemigo se arrodillaba en aquel palacio de Versalles. Se establecieron una reparaciones de guerra que difícilmente se podían pagar en un contexto de crisis económica, política y, por qué no decirlo, también social. A los nuevos países que se crearon, se les dejó sin la asistencia necesaria para poder, no solo hacer frente a la destrucción de los años de guerra, sino también para poder organizar sus respectivos Estados. Y si por una parte se atendía a la voluntad irrefrenable de los nacionalismos, por otro lado se creaba un Estado de retales nacionales, Yugoslavia, únicamente para satisfacer las exigencias de Serbia, que había estado del lado de los vencedores.
En definitiva, aquella reunión de altos mandatarios sentó las bases para una futura guerra mundial, aunque para esta hay que buscar también otro tipo de causas que se dieron más adelante, durante la Gran Depresión.
En cualquier caso, parece que los más optimistas pudieron ver como se establecieron por Europa regímenes democráticos, otro triunfo de los Aliados sobre el autoritarismo alemán. Incluso la propia Francia y Gran Bretaña abrieron todavía más sus sistemas políticos y otorgaron mayores libertades a sus ciudadanos. Pero los europeos no podían sobrevivir únicamente con el voto. Los años de la guerra habían provocado hambre y pobreza que persistían en la postguerra. Esto hizo que muy pronto aparecieran grupos de extrema derecha e izquierda que usaron la violencia sin pudor alguno, los cuales se presentaban como la solución. Era síntoma de que las cosas no iban, ni mucho menos, bien. Pese a todo, a partir de 1925 hubo un reflote económico y el optimismo llenó el espíritu de los europeos.
Veamos, en una panorámica general, como transcurrieron política y económicamente los años veinte para los principales Estados.
Los Estados Unidos
El presidente Wilson, uno de los líderes de la Conferencia, había sido uno de los impulsores de la Sociedad de Naciones, pero, paradójicamente, el Congreso de Estados Unidos no ratificó la entrada del país en tal organismo al igual que tampoco lo hizo con el Tratado de Versalles. Así, el país se retiraba de la diplomacia europea –tan solo aparecerá por ella de forma ocasional y con ánimo económico- y comenzaba a vivir sus «felices años 20», expresión que suele ser usada para definir esta época de prosperidad americana, que fue truncada por el crack de 1929 y la consiguiente Gran Depresión.
Sea como fuere, Estados Unidos, poco desgastada por la guerra, se convirtió en la principal potencia económica del mundo. Sus industrias prosperaron y sus habitantes, subidos al carro de la buena marcha económica, hicieron del consumismo un auténtico modo de vida.
Políticamente, el conservadurismo y la exaltación patriótica fue la ideología de los norteamericanos. Se persiguió al movimiento obrero y se marginó a las organizaciones de izquierda, ahora con mayor razón, pues Rusia había sentado un peligroso precedente que no podía volverse a repetir. El conservadurismo llevó a tal grado que entre 1919 y 1933 se promulgó la conocida Ley Seca, por la cual se prohibía la ingesta de bebidas alcohólicas, lo que benefició a los contrabandistas, que gestaron grandes fortunas. Nunca se bebió tanto en Estados Unidos como en aquellos años de prohibición. Pese a todo, la democracia seguía abriéndose camino y la mujer obtuvo el voto en 1920.
Gran Bretaña y Francia
Francia y Gran Bretaña había sido las grandes triunfantes, pero la victoria no tuvo el buen sabor de boca que se esperaba. Los años de guerra habían pasado factura: también debían pagar las deudas que habían contraído, especialmente con Estados Unidos.
En el caso de Gran Bretaña, esta también se fue poco a poco alejando de la diplomacia europea. Se centró en sus propios problemas internos y el inmenso imperio colonial. Respecto a este último, ante el debilitamiento económico tras la guerra, se creó la Commonwealth. Mediante esta, aquellos dominios de población blanca, Australia y Canadá, pasaron a ser básicamente Estados independientes bajo la jefatura de la monarquía inglesa. De esta forma, se liberaba de la gestión de estos dos territorios, puesto que además tuvo que hacerse cargo de amplias zonas de Oriente Próximo y África, que anteriormente habían sido colonias alemanas, en el caso de África, o eran territorios del Imperio otomano, que salió mal parado de la Gran Guerra y quedó reducido a la actual Turquía. En cualquier caso, pese a que se mantuvo el orden colonial del Imperio británico, la realidad fue que la mentalidad hacia las colonias se fue transformando. Se estableció la idea de responsabilidad, de tal forma que dichos territorios no podían ser únicamente explotados sin que se produjera cierto desarrollo y prosperidad en los mismos. También Francia siguió una política parecida en este ámbito, a quien también le tocó gestionar territorios del Oriente Próximo.
Gran Bretaña, además, tuvo que ver como Irlanda, que había formado un parlamento propio en 1919, declaraba la independencia e intentaba el reconocimiento internacional en París. Se entraba en una nueva y dificultosa fase de las relaciones angloirlandesas, y, por mucho que Gran Bretaña lo negara, la realidad es que se abrió una guerra civil entre ambas naciones. Las fuerzas republicanas irlandesas hicieron frente a los cada vez mayores efectivos militares que tuvo que desplazar Inglaterra. Por si todo era complicado, Irlanda del Norte, de mayoría protestante, se desprendía de Irlanda y manifestaron su fidelidad al Reino Unido. Finalmente, en 1922, el gobierno republicado de Dublín consiguió concesiones por parte del británico, por lo que la guerra civil finalizó, aunque no así la violencia, la cual permaneció entre los independentista irlandeses y los que apoyaban la lealtad a la Corona.
Francia, por su parte, se mantuvo en una oposición irracional hacia Alemania. Parece que los franceses no podían dormir tranquilos mientras aquel Estado siguiera existiendo, por muy hundido en el fango que estuviera. Tal temor seguía provocándoles, que iniciaron por su cuenta y riesgo toda una serie de alianzas –la pequeña Entente como se la conoció– con los países que acaban de surgir y que rodeaban a Alemania con el fin de protegerse por si en algún momento a los alemanes se le ocurría hacer algún movimiento en falso. En cuanto tuvieron la oportunidad, invadieron la cuenca del Ruhr para seguir metiendo el dedo en la sangrante yaga alemana.
Las democracias, de cualquier modo, se consolidaron en Francia e Inglaterra. Gran Bretaña extendió el voto primero a todos los hombres y luego a las mujeres. Pero al igual que vamos a ver en el resto de Europa, Inglaterra –que ni siquiera con el primer gobierno de los laboristas dejó de ser extremadamente conservadora– no estuvo libre de las quejas de la población por la situación económica. Francia, por su parte, tuvo una inflación galopante al igual que sufrían todos los países europeos, que fue frenada en 1926, lo que le permitió durante los siguientes años volver a la estabilidad de antes de 1914.
Tras la guerra: hambre, inflación, paro y revolución
El final de la guerra provocó una oleada de revoluciones de izquierda, a las que siguieron otras de derecha, en Alemania y Hungría. Las primeras seguían la senda de la recién revolución bolchevique. Las segundas como oposición y freno al comunismo.
Entre la firma del armisticio y la Conferencia de París, Alemania vivió una auténtica revolución en noviembre de 1918. El káiser, Guillermo II, cayó del trono y se formó una Asamblea constituyente con carácter democrático, que venía a materializar las peticiones que se estaban realizando a lo largo de todo el país en populares y multitudinarias manifestaciones, que si bien en principio los comunistas creyeron que acabaría en una revolución marxista, la realidad fue que el capitalismo salió reforzado. En cualquier caso, las cosas cambiaron mucho. La nueva Asamblea contaba con un alto porcentaje de miembros del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), que formó un gobierno presidido por Frederich Ebert, apoyado incluso por los conservadores, puesto que era una forma de garantizarse que no se produjera una revolución como en aquel entonces vivía Rusia. De hecho, eso mismo era lo que perseguían los espartaquistas comunistas, donde destacaron Liebknecht y Rosa Luxemburg. De esta manera, a imagen de los sóviets rusos, se formaron asambleas revolucionarias en las fábricas a lo largo del país con el fin de tomar el poder. No obstante, esta revolución acabó en un fracaso. En Berlín la violencia se disparó hasta que acabó en un baño de sangre y la muerte de los cabecillas.
También en Baviera, y auspiciada por Rusia, se produjo una revolución en donde se creó un Estado ultrademocrático, de muy corta duración, presidido por Kurt Einesr, quien también acabó muerto.
Todo esto se producía mientras los nuevos políticos alemanes debían intentar salir lo mejor parado de la Conferencia parisina. Pese a todas estas dificultades, unos pocos meses después de firmar el Tratado de Versalles, se aprobaba la Constitución alemana en noviembre. Había nacido la llamada República de Weimar –por la localidad en donde la Carta Magna fue aprobada– en el peor de los panoramas. La joven democracia alemana tenía que tragarse amplias pérdidas territoriales y, lo que era peor, unas reparaciones de guerra y la propia deuda que dejaban al país en la más absoluta de las bancarrotas.
No se tardó mucho antes de que la derecha intentara destruir la recién creada democracia en marzo de 1920, en donde se demostró que el ejército, que había dejado claro que apoyaría a la república al principio, simpatizaba con la derecha. El ejército se sentía traicionado. Como más de una vez alegaron: ellos no habían perdido la guerra, nadie había entrado en su territorio, pero fueron los políticos de la democracia los que habían dado una puñalada por la espalda al país en la Conferencia parisina. Lo peor de todo es que el tiempo pasaba y la crisis económica en la que se estaba viviendo solo empeoraba, sin que los políticos liberales realizaran nada.
Sea como fuere, que el ejército apoyara los golpes de Estado de la derecha implicaba, en parte, que las autoridades de la república fueran siempre indulgentes, algo que no sucedió con las represiones de la izquierda. Así se entiende que aquel desconocido Adolf Hitler únicamente fuera encarcelado tras el Putsch de la Cervecería en Münich en 1923.
Por otra parte, el Imperio Austro-Húngaro, que había perdido al emperador, se desfragmentó, y vivieron situaciones revolucionarias de izquierda, al igual que Alemania, entre el invierno de 1918 y 1919, como una extensión de la revolución vivida en Rusia. También en un contexto económico de paro y hambre. Así, en febrero de 1919, en Hungría, que se encontraba totalmente desorganizada, el poder pasó a manos de Béla Kun, que había sido prisionero de guerra en Rusia y que ahora era enviado con fondos soviéticos para establecer un gobierno a imagen y semejanza del ruso, aunque posteriormente se desentendieron de la cuestión. Es por ello que, pocos meses después, este cayó tras el uso constante del terror y de la violencia. Y de un gobierno comunista se pasó a un gobierno de derechas, presidido por el almirante Horthy. Incluso el ex emperador austrohúngaro, Carlos I, intentó en esta situación recuperar el trono en 1921.
La realidad era que el comunismo no poseía un apoyo real para llevar a cabo revoluciones de ese calibre. Los ciudadanos querían salir de la crisis, evidentemente, pero no llegaron a simpatizar del todo con esta ideología. Y pese a que las experiencias comunistas fueron siempre muy breves, la realidad es que infundieron un amplio temor, especialmente entre la clase media, que identificaron al comunismo y a la democracia como una misma cosa. De esta manera, aparecieron los grupos de derecha que intentaron acabar con los intentos para la creación de Estados democráticos, y la violencia entre 1920 y 1922 se disparó. Destacados políticos del momento murieron asesinados como consecuencia de estos dos grupos extremos.
Violencia y terror
La fractura política se repetía en cada uno de los países: por una parte partidos que se enmarcaban en el contexto democrático –más preocupados por el sistema político que por los ciudadanos-, independientemente del signo de estos, incluyendo a los de corte socialista. Por otra parte, la extrema izquierda que deseaban seguir el ejemplo ruso, y finalmente la extrema derecha, que combatía a estos últimos y a la democracia –a esta la consideraban el primer síntoma para acabar siendo victimas de los bolcheviques–. Todo ello sazonado por unos partidos liberales que no sabían como dar salida al paro, a las protestas del campo y una clase media empobrecida.
Italia fue la primera en caer. El nivel de violencia tras la guerra se disparó entre la izquierda y la derecha. El Partido Liberal, dirigido por el primer ministro Giovanni Giolitti, se desfragmento y no logró dominar el parlamento, ahora elegido por sufragio universal masculino, en donde ganaron votos la izquierda radical y el Partido Popolare Italiano (PPI). Este último de católicos, conservadores, y con el apoyo de minifundistas del norte y centro del país. Así, en las dos elecciones, 1919 y 1921, los liberales perdieron terreno, debido ante todo a que eran incapaces de hacer frente a graves problemas: el paro urbano –la masa obrera apoyó al Partido Comunista Italiano–, las necesidades de tierra de los campesinos del sur –que se apoyaron en el PPI–, mientras que la industria iba de mal en peor, y la infracción se disparaba. A esto debemos unir que en la Conferencia de París no habían conseguido los territorios que se habían acordado en el Tratado de Londres, lo que irritó al ejército y a los nacionalistas.
Pronto la población observó que el sistema político estaba acabado, así como el liberalismo. Es aquí donde apareció Mussolini, por aquel entonces un ex miembro del Partido Socialista Italiano que había logrado fama por el periódico Avanti!. Tras romper con el partido al inicio de la guerra, se convirtió en un nacionalista y formó los Fasci di Combattimento que ofrecían a los campesinos una reforma agraria y la formación de una Asamblea constituyente. Una multitud de bandas armadas bajo el signo de este grupo recorrió los campos italianos. En 1921 se presentaban como el remedio a todos los males, especialmente al desorden público.
En 1922, tras la marcha sobre Roma, el rey invitó a Mussolini a entrar dentro del Gobierno de coalición como primer ministro, al fin y al cabo el resto de partidos habían fracasado en el intento por sacar a Italia de la crisis. El parlamento, en cualquier caso, se mantuvo. De hecho, en 1924, el socialista Giacomo Matteotti le increpó en él por unas elecciones que habían sido fraudulentas. Poco tiempo después el socialista desapareció físicamente. Desde aquel entonces, las libertades empezaron a ser eliminadas de Italia, el Duce se presentaba como un líder fuerte.
Y la realidad fue que, tras la llegada de Mussolini al poder, Italia comenzó a salir de la crisis en la que estaba sumergida. El fascismo obtuvo por ello un amplio apoyo por parte del pueblo.
En otros Estados se vivió algo similar. En España, Primo de Rivera, que fue llamado también por el rey, Alfonso XIII, a formar gobierno, tuvo cierta inspiración en Mussolini –así se lo presentó Alfonso a su colega italiano–. De nuevo, la llegada de Primo de Rivera era la traducción de los numerosos problemas: protestas en el campo y en la industria, y bandas de pistoleros de uno y otro color.
Lo mismo sucedió en Portugal, la mala situación económica dio lugar a una oleada de huelgas a mediados de los años veinte, y esto provocó el surgimiento de la derecha. A esto debemos sumar una situación política desconcertante: entre 1910 y 1926 se sucedieron 25 gobiernos distintos. La república proclamada en 1910 no acaba de cuajar. El ejército acabó por involucrarse en política e, imitando a Primo de Rivera, al final actuó. En 1926 se estableció una dictadura militar, que en este caso solo vino a emporar las cosas, hasta que se incorporó al gobierno Oliveira Salazar, quien logró frenar el déficit. Este acabó por convertirse en presidente del gobierno en 1932 y se instauró el llamado Estado Novo.
En Alemania, la República de Weimar no acababa de consolidarse. Allí, por la hiperinflación bestial de 1923, apareció la derecha como hemos visto, a veces extremista. Era la primera vez que un país tan industrializado como Alemania iniciaba una destrucción del valor del dinero de ese calibre. En noviembre de 1923, para comprar un dólar se requería la cantidad de 4.200 millones de marcos. Este fenómeno se producía por la deuda alemana, sus intereses, y las reparaciones de guerra. Pero la realidad era que los gobiernos alemanes toleraron la inflación, porque así el valor de las deudas disminuía. Los franceses, de hecho, pensaban que lo hacían a propósito para no pagar las reparaciones de guerra, así que fue el momento en que ocuparon el Ruhr, pese a que Gran Bretaña y Estados Unidos expresaron su indignación sin hacer absolutamente nada.
La maltrecha economía alemana hizo que todos los alemanes se empobrecieran, especialmente la clase media, a lo que se sumó un descenso de los salarios. Los partidos liberales, democráticos y de centro perdieron su apoyo. Si Alemania se salvó aquel año fue porque en aquel entonces Gustav Stresemann, canciller entre 1923 y 1924 y miembro del Partido del Pueblo Alemán (DVP), logró que los dólares americanos llegaran hasta Alemania. Gracias a la ocupación del Ruhr por Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña simpatizaban con los alemanes, así que estas potencias realizaron el llamado plan Dawes, que otorgó una amplia cantidad de millones de dólares americanos a Alemania. Esto permitió a la República de Weimar hacer tachón y cuenta nueva. Con este dinero, los alemanes podían hacer frente a las reparaciones de guerra de acuerdo a la forma acordada en el Tratado de Versalles, que debieron ser reducidas por la Gran Depresión de acuerdo al Plan Young.
Stresemánn, que pasó a ser ministros de exteriores, logró también establecer «buenas» relaciones con Francia, así, firmó el Tratado de Locarno en 1925, que fueron varios acuerdos entre Bélgica, Checoslovaquia, Francia, Alemania, Reino Unido, Reino de Italia y Polonia, con el fin de revisar las indemnizaciones de guerra y acabar con los diversos rencores, especialmente entre Alemania y Francia. De hecho, el Gobierno francés de aquel momento, de izquierda, se dio cuenta que era más ventajoso una Alemania recuperada, puesto que ello daba estabilidad a Europa y, al mismo tiempo, su admisión en la Sociedad de Naciones. En cualquier caso, Gran Bretaña desconfiaba de las intenciones francesas –al igual que de los alemanes-, tanto que en 1928 Inglaterra tenía preparado un ataque a Francia por si violaban el Tratado de Locarno. En cualquier caso, Locarno parecía sentar las bases de cooperación de los países de Europa. Fue de nuevo potenciado en 1928 por el Pacto Kellogg-Briand, entre Francia y Estados Unidos por el que se proscribía la guerra como instrumento político, aunque los Estados Unidos hicieron que lo firmaran 65 países más, con el fin de que no parecieran comprometidos con la seguridad francesa. No se invitó a Rusia a firmarlo, lo que era paradójico si lo que se pretendía era la reconciliación.
La URSS, de hecho, únicamente comenzó a ser reconocida por algunos Estados como Francia, Inglaterra e Italia a partir de 1924, y, de hecho, se la estuvo aislando del contexto internacional hasta prácticamente la Segunda Guerra Mundial. No era de extrañar que esta y Alemania –que también se encontraba aislada– firmaran en 1922 el Tratado de Rapallo por el que se instauraban relaciones comerciales.
Por su parte, los Estados de Europa Central y Oriental luchaban en un caos constante por levantarse. Las elecciones democráticas de Finlandia, las repúblicas bálticas, Polonia, Checoslovaquia, Austria, Hungría, Yugoslavia, Bulgaria y Rumania, no era síntoma de implantación democrática, sino de todo lo contrario. Aquí la estructura social de nobleza y campesinado tuvo que ver mucho en la marcha de los nuevos estados, así como la propia herencia histórica que les habían dejado los antiguos imperios a los que habían pertenecido. Es por ello que el nacionalismo primó mucho en la política, aunque de forma distinta entre los tres grandes grupos de ideología política que surgieron. Primero, los partidos y personajes que se habían criado al amparo de los viejos movimientos nacionales, solían ser conservadores y de claro signo burgués. En general, partidarios del liberalismo y la democracia. De hecho eran los que se habían encargado de los primeros gobiernos en sus respectivos países. Y al mismo tiempo, en unas sociedades muy rurales, surgieron partidos campesinos que pretendía gobernar para la mayoría.
Pero frente a estos apareció la ultraderecha con tintes de un nuevo nacionalismo que lo exaltaban por encima de la democracia. Y no nos podemos olvidar, del mismo modo, del comunismo.
Si observamos los modelos de Estado que se instauraron, la mayoría siguieron la vía francesa de la Tercera República, es decir, parlamentos que tenían un amplio poder y los ejecutivos poseían una atribución de poder muy débil, incluso en aquellos en los que se optó por el mantenimiento de las monarquías. Pero eran países que no habían tenido prácticamente experiencias liberales hasta el final de la guerra, y que seguían contado en sus senos con diferentes etnias y lenguas. Unido con la situación económica, la inestabilidad política fue usual, a lo que se unía los grupos de ultraderecha que crearon un clima de violencia. Pronto la democracia se asocio a todos estos problemas y, por tanto, había que comenzar a eliminarla. En Polonia, que estuvo a punto de una guerra civil, Pilsudski, un nacionalista de nuevo cuño, dio un golpe de Estado en 1926. En la recién creada Yugoslavia, el rey Alejandro anunció en 1828 que la democracia no funcionaba e instauró una dictadura monárquica. Al igual que hizo Rumania el rey Carol en 1930. Solo Checoslovaquia se salvó, gracias a la reforma agraria y a un ejecutivo fuerte que permitió estabilidad política.
A partir de 1929, y a lo largo de los años 30, las dictaduras se multiplicaron y se endurecieron en todo el este europeo.
Una falsa estabilidad
A partir de 1925 parecía que las bases de la reconstrucción estaban sentadas. Francia y Gran Bretaña gozaban ya de buena salud económica. Alemania, Bélgica, Italia, Checoslovaquia y Hungría recuperaban el vigor económico anterior a 1914. Es cierto que era desigual, que algunos países del Este tenían serias dificultades políticas o caían en estos años en dictaduras, pero el optimismo vitalizaba a los pobres espíritus europeos. Al fin y al cabo, se estaba dando un amplio progreso material al amparo del nuevo impulso de la Segunda Revolución industrial. Así, el automóvil empezó a llenar las calles de las ciudades –gracias a los créditos, una amplia capa de la población podía comprarse uno–, especialmente en Estados Unidos, en donde se producía el 75% de los vehículos mundiales. Y con ello, las industrias siderúrgica, petrolífera, petroquímica, etc. levantaban el vuelo.
La industria aeronáutica comenzaba a realizar sus primeros logros en la aviación civil. La industria eléctrica se beneficiaba de la extensión de las redes eléctricas a cada uno de los hogares. Y la industria química fabricaba todo tipo de compuestos, especialmente abonos, que permitían mejores cosechas. La tecnología pisaba fuerte: fogones eléctricos, tostadoras, el cine, alimentos en lata y congelados. Se construían casas por parte de los gobiernos –pese a que, en realidad, fueron insuficientes–, la radio se introducía en los hogares y los periódicos se multiplicaban. Para muchos la máxima preocupación era vestir a la moda e ir a los locales en donde bailar al ritmo de la nueva música de los años veinte.
La prosperidad, en cualquier caso, era un espejismo en el desierto. Se estaban cubriendo las tensiones diplomáticas, económicas y políticas. Francia seguía desconfiando de Alemania, de hecho parece que en el único que contaba con el beneplácito francés fue Stresemann, que murió en octubre de 1929. Al igual que desconfiaban de Italia y sus intenciones expansionistas por Centro Europa. La diplomacia entre británicos y franceses era difícil. Y a la URSS, aunque reconocida por varios países, se la mantenía aislada de la diplomacia.
Mucho peor era la economía. Pese a la recuperación, el paro en Europa era altísimo. El Reino Unido seguía manteniendo un millón de desempleados. Los trabajadores sentían que no habían ganado nada en derechos laborales y se desencantaban con la democracia. No nos puede sorprender que una amplia mayoría comenzara a militar en los partidos comunistas, al igual que latifundistas y gran parte de las clases medias lo hicieron en la ultraderecha.
En 1929 el sueño de la prosperidad se rompió y comenzó una pesadilla que culminó en una nueva guerra mundial.
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