Historia de China en el siglo XIX
China tenía una cultura milenaria que había sobrevivido a toda clase de amenazas extranjeras. De una forma u otra, por mucho que cambiara la persona, la dinastía y la etnia que ejercía el poder, la cultura china había salido airosa de las influencias extranjeras. De hecho, los conquistadores siempre habían acabado por someterse a la tradición china.
Nada podía hacer sospechar, a principio del siglo XIX, que China sufriera una transformación que acabaría con esta cultura guardada durante siglos y, que además, acabaría siendo dominada por las potencias europeas bajo la impotente mirada de la dinastía Qing. A finales del siglo XVIII, los contactos con Europa no dejaban de ser meras anécdotas para los chinos. Ni siquiera los jesuitas que habían empezado a llegar a las tierras asiáticas parecían suponer un problema. Bien recibidos por el entonces emperador Kangxi, los jesuitas parecieron olvidar su principal cometido, las enseñanzas cristianas, e iniciaron una labor de estudio de la propia cultura china. No es de extrañar que emisarios papales fueran enviados a poner fin a la actividad de estos.
Tampoco los productos que traían los europeos causaban sensación entre la población china, ni siquiera entre sus clases más altas. Es más, sucedía todo lo contrario, los europeos se encontraban mucho más interesados por las manufacturas chinas.
Claramente, esta situación no era síntoma de que en el interior del propio país no existieran serias dificultades. Así, ante una dinastía extranjera como era la de los Qing, existía todavía un importante recelo que hacía aflorar sociedades y cultos secretos. A ello debemos sumar un crecimiento incontrolado de la población que se duplicó en solo un siglo de tal forma que, en 1850, China contaba con 430 millones de habitantes, lo que ocasionó una presión sobre la tierra y la imposibilidad de alimentar a tan amplia masa poblacional. Igualmente, una inflación del precio de la plata hizo que la carga fiscal de los más pobres aumentara. Ya entre 1770 y 1780, el país había vivido grandes revoluciones, aunque esto no significaba, como hemos dicho antes, que se estuviera poniendo en duda la cultura y tradición de esta china milenaria. Las grandes familias del país estaban seguras de que si la dinastía entraba en crisis, como ya había pasado otras muchas veces, otra la sustituiría, y la vida del país seguiría igual. Estaban muy equivocados.
A principios del siglo XIX, los comerciantes británicos encontraron un producto que por fin los chinos deseaban, el opio, una droga que empezó a ser consumida por parte de la población china y que además creaba adición. De esta manera, si anteriormente la diplomacia inglesa solo había conseguido arrancar promesas del emperador, ahora sería el elemento militar el que conseguiría la apertura de los puertos para la entrada de esta droga. Los intentos por parte del Gobierno chino para frenar el consumo de la misma desembocaron en la llamada Guerra del Opio, que duró entre 1839 y 1842, y que finalizó con la derrota china y la firma de un tratado con los ingleses por el cual se abrieran nuevos puertos. Esto cambió también las relaciones comerciales diplomáticas con el resto de países europeos que vieron ahora la oportunidad de penetrar en el país de la misma forma.
El Gobierno imperial admitió también las actividades misioneras, aunque estas fueran limitadas, pero atentaban contra la tradición china, lo que propició la ira de la escuela confuciana, la cual estuvo detrás de muchos de los disturbios en las dos décadas siguientes. Ante estos, los cónsules extranjeros actuaban mediante las armas, y exigían responsabilidades al Gobierno chino.
Los medios militares y navales de las potencias, en concreto de Gran Bretaña, aumentaron considerablemente y, a partir de entonces, cualquier concesión que no se conseguía mediante la diplomacia se tomaba mediante la fuerza. Las clases acomodadas, por su parte, no solían poner resistencia, especialmente en las zonas afectadas, e incluso el Gobierno de Pekín –que veía cada vez más peligrar el mantenimiento en el trono de la dinastía- creyó que los soldados extranjeros podían ayudar en las continuas agitaciones sociales y rebeliones que, además de estar contra los extranjeros, apuntaban al Gobierno chino como auténtico responsable de la situación.
Entre las rebeliones más importantes y que puso en jaque la permanencia de la dinastía estuvo la de Taiping, que se prolongó de 1850 a 1864, y causó un mayor número de muertos que los de la Primera Guerra Mundial. Fue una rebelión campesina ante la falta de tierras y los altos impuestos, así como –aunque este punto es de difícil interpretación- contra los manchúes, etnia a la que pertenecía la dinastía reinante. Lo más extraño de esta rebelión es que su líder, Hung Hsiu-chuan, tenía contacto con la religión cristiana, lo que le confería una ideología que iba al mismo tiempo contra la cultura y el estado tradicional, algo que hasta ese momento no se había producido, lo que muestra la influencia occidental. Sea como fuere, se inició en el sur del país y se convirtió en una auténtica guerra civil.
Los éxitos del ejército de Taiping fueron numerosos al principio, lo que permitió a su líder, Hung Hsiu-chuan, proclamarse rey del Reino Celestial de la Gran Paz –esto último significa Taiping-, cuya capital fue Nankin. Pese a los logros, prontamente se estancó el avance por otros territorios y se pasó a la defensiva. No obstante, este emperador realizó importantes cambios sociales basados en la propiedad comunal y las necesidades generales del pueblo. Se proclamó la igualdad social y la educación de las mujeres, y se prohibieron elementos tan tradicionales como el vendado de los pies de las mujeres. No es de extrañar que, un siglo después, el Partido Comunista de China alabó estas medidas.
Los logros de Hung Hsiu-chuan en el campo de batalla se debieron ante todo a la debilidad del ejército imperial, especialmente desmoralizado por las sucesivas derrotas ante los europeos. No es de extrañar que prontamente estos últimos, que veían peligrar su permanencia comercial en el país, enviaran comandantes competentes para que entrenaran y dirigieran a las tropas imperiales chinas. Claramente, el apoyo no le salió gratis al Gobierno chino. A cambio de la ayuda, este tuvo que firmar sendos tratados con Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña. Mediante estos, China debía tolerar las misiones cristianas, así como el derecho de estas a comprar tierra y levantar edificios propios, e incluso la capacidad para implicarse en asuntos internos de orden público cuando estuvieran implicados conversos. También tuvo que ceder la jurisdicción sobre extranjeros y casos mixtos a tribunales consulares, y el control por personal extranjero de las aduanas. Debía permitir que un embajador inglés estuviera permanentemente en Pekín, abrir un mayor número de puertos al comercio exterior, legalizar la venta de opio y ceder a los rusos la provincia en donde se levantó Vladivostok. China se vio incluso en la necesidad de crear un ministerio de asuntos exteriores. Esto, que parece algo normal, fue para la China tradicional una ruptura de un mundo bajo el mandato del cielo, el cual era representado por el emperador.
Tras la muerte de Hung en 1864, el movimiento Taiping se debilitó mucho, y la unión extranjera contra él acabó por sofocarlo, pero no puso final al malestar interior, y hasta la década de los setenta se siguieron produciendo levantamientos.
De cualquier forma, esta guerra civil y la devastación de amplias zonas del país llevaron finalmente a una pérdida prácticamente total de la credibilidad y la autoridad de la dinastía gobernante. China, que oficialmente no era una colonia, se encontraba en una situación de progresiva colonización gracias al control que las potencias europeas ejercían sobre el Gobierno, el cual era básicamente un títere. De hecho, buena parte del territorio chino fue desgajado de una u otra forma a partir de 1870. Rusia se apoderó del valle del Ili y, tras la guerra con Japón entre 1895-1896, perdió las islas de Formosa y Pescadores. En estas mismas fechas, tuvo que reconocer la independencia de Corea, la cual estaba en poder de China desde el siglo XVII. También los rusos ocuparon Port Arthur, mientras que Inglaterra, Francia y Alemania obtuvieron arrendamientos prolongados de los puertos chinos, entre los que cabe destacar Hong Kong, que fue cedida por noventa y nueve años a Inglaterra.
A todo esto debemos sumar que los Estados vecinos más próximos acabaron directamente en manos europeas. Francia estableció un protectorado sobre Annam y absorbió Indochina, mientras Inglaterra hacía lo mismo con Birmania.
Para funcionarios e intelectuales chinos, era evidente que el orden tradicional estaba prácticamente finiquitado, aunque intentaron estudiar reformas, como las que había hecho Japón, que permitieran la adopción de elementos europeos para ser adaptados a la cultura china y tradición confuciana. De hecho, consiguieron ser escuchados por el emperador y, por tanto, trabajar dentro de la administración. Incluso llegaron a implantarse reformas en lo que se llamó la Reforma de los Cien Días en 1898, pero como indica su nombre duro poco por las propias luchas internas de la Corte, especialmente por la rivalidad entre el emperador y la emperatriz viuda. Es más, esta última dio un golpe de Estado que llevó al encarcelamiento del primero.
Inmediatamente, la emperatriz recuperó los viejos métodos para hacer frente a la amenaza exterior. Desde las instancias oficiales se organizó el levantamiento de los bóxers, que se convirtió en un movimiento popular retrógrado y xenófobo. No hubo ningún tipo de duda a la hora de pasar a cuchillo a conversos y misioneros, así como asediar las delegaciones extranjeras en Pekín. Las potencias europeas, como parecía de esperar, no iban a abandonar el país y, por primera vez en la historia, todas ellas agruparon sus fuerzas bajo un único comandante para poner fin a este levantamiento. Seguidamente, se impuso una indemnización al Gobierno chino la cual fue pagada mediante la concesión de las aduanas.
A partir de entonces, los oficiales del ejército chino, instruidos por las potencias europeas, se empezaron a plantear la revolución, la cual también era apoyada por estudiantes exiliados. Muchos de estos últimos se reunieron en Tokyo, en donde se empezó a fraguar esta con el apoyo japonés, que intentaba dinamizar todavía más a su rival. Más allá de esto, Japón era un modelo a seguir, puesto que había sido capaz de establecer sendas reformas para hacer frente a las pretensiones de dominio extranjero. Sea como fuere, se creó la Unión Cultural del Este Asiático que tenía como principal lema «Asia para los asiáticos».
A partir de 1905, se empezaron los movimientos para la revolución. Destacó en su empeño el joven estudiante Sun Yat-sen, que buscó el apoyo de comerciantes chinos en el exterior. El objetivo era expulsar a los manchúes del Gobierno, establecer una constitución republicana, introducir reformas para modernizar el país e intentar buscar acuerdos con potencias que estaban controlando en aquel momento China.
Sun Yat-sen, así como otros, iniciaron revoluciones en diversos lugares, que no triunfaron. No obstante, la emperatriz y su hijo murieron en días sucesivos en 1908. El Imperio quedaba en manos de un niño de corta edad, lo que dio esperanza para que el Gobierno manchú iniciara reformas, que finalmente no llegaron, más allá de una serie de concesiones al principio. De esta manera, hacia 1911, la situación estaba totalmente deteriorada, e incluso las clases acomodadas que habían estado durante siglos cohesionadas en torno al poder imperial acabaron por dar la espalda a este. En definitiva, el infantil emperador y su Gobierno únicamente controlaban una parte del país. Progresivamente los comandantes del ejército imperial iban desertando y pasaron a formar parte de la revolución, entre ellos Yuan Shih-kai. El 12 de febrero de 1912, el emperador, que contaba ahora con seis años de edad, abdicó. Se proclamó una república presidida inicialmente por Sun Yat-sen, el cual dimitió prontamente en favor de Yuan Shih-kai, de tal forma que se reconocía que el poder estaba ahora en manos de señores de la guerra, mientras el Gobierno constitucional se convertía en un elemento ineficaz.
BIBLIOGRAFÍA
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