Historia de Japón en el siglo XIX
Al igual que lo era China a principios del siglo XIX, Japón era un país conservador y cerrado en sí mismo, que tuvo finalmente que abrirse como resultado de la presión de las potencias occidentales, aunque, a diferencia del país vecino, Japón reaccionó de una forma muy distinta. De esta manera, mientras que China fue un títere de dichas potencias, Japón se convirtió en un Estado moderno e independiente que se acabó codeando con estas como un igual.
Nos debemos remontar varios siglos atrás para comprender la situación del país nipón a comienzos del siglo XIX. Los primeros contactos de Europa con Japón se produjeron en el siglo XVI, en concreto por parte de los portugueses. En aquel entonces, Japón carecía de un verdadero poder central, pese a la existencia de un emperador –el cual básicamente tenía una función ceremonial-, y la situación era más bien la de una tierra feudal en la que cada señor dirigía sus propios dominios de forma independiente. A diferencia de China, parece que los japoneses fueron más receptivos a los objetos que traían los europeos, lo que mostraba ya tempranamente que estaban dispuestos a tomar de los nuevos visitantes todas las innovaciones que fueran útiles. Así, por ejemplo, prontamente los mosquetes fueron utilizados y fabricados por los japoneses. Sea como fuere, este arma fue uno de los elementos que permitió poner fin a la constante guerra entre los distintos señores, en concreto cuando uno de ellos logró adquirir un poder predominante, que finalmente dio lugar a que el clan Tokugawa se apoderara del poder bajo el título militar de shogun, aunque ejerciéndolo supuestamente en nombre del emperador.
La unidad política de Japón bajo el shogunato inauguró una nueva época conocida como la Gran Paz, que se extiende hasta bien entrado el siglo XIX –de hecho hasta la Restauración Meiji en 1868-. Durante este periodo, los distintos mandatarios Tokugawa mantuvieron su poder sobre la base militar, pero ello no impedía que siguiera existiendo una serie de señores que ejercían el poder, entre los cuales formaban una amplia red de vasallaje mediante vínculos de distinto tipo. De la misma manera, se intentó el mantenimiento de la estratificación social de acuerdo a la tradición. A lo largo del siglo XVII, Japón evitó por todos los medios dinamitar la influencia europea, por lo que no se tuvo reparo en perseguir el cristianismo cuando se observó el peligro que este suponía. Del mismo modo, se expulsó a los extranjeros, se prohibió la salida de población japonesa, e incluso se impidió la construcción de grandes barcos. Únicamente a los holandeses, al comprometerse a no intentar ejercer ningún tipo de influencia relacionada con el cristianismo, se les permitió tener un establecimiento comercial.
La prolongada situación de paz permitió un crecimiento económico al crearse un mercado nacional que enriqueció a los mercaderes, mientras que las ciudades, en donde había más oportunidades que en el campo, aumentaron su población. Así, la población fue cada vez más diversificada, lo que venía a romper, en cierta medida, con la mencionada estratigrafía social. La paradoja que se produjo fue que, si bien se creó una economía casi capitalista, se siguieron manteniendo la estructura feudal. Al mismo tiempo, los nobles japoneses se empobrecieron al no entrar en las dinámicas del mercado e incluso solicitaron préstamos a los enriquecidos mercaderes. Especialmente un estorbo fueron los samuráis, cuyo papel en tiempos de paz únicamente era el de residir en las fortalezas de sus señores, a los cuales ocasionaban, como no, amplios gastos. Esto sin contar con que conforme pasaba el tiempo, de poco valía un ejército compuesto por estas tradicionales figuras en un mundo en donde el arma de fuego se había convertido en un elemento esencial del soldado.
Ante esta situación económica de la clase gobernante, el shogunato únicamente se mantuvo gracias a que no existió ningún tipo de intromisión exterior que acabara con él como sucedió finalmente.
También, durante este periodo, muchos intelectuales japoneses se empezaron a interesar por los libros occidentales que entraban en Japón, y, a diferencia que en China, la tradición fue dejada a un lado. En los principales feudos se crearon escuelas y centros de investigación, e incluso el shogunato autorizó en un momento dado la traducción de libros extranjeros. Debemos también hacer mención a que era una sociedad altamente letrada, lo que propicio que se entrara en el siglo XIX con una población que tenía ya unas ideas de carácter occidental. Pero esto primó en beneficio de Japón, puesto que cuando los occidentales empezaron a presionar sobre el país, este pudo responder como lo haría cualquier país occidental.
A partir de la década de los cuarenta del siglo XIX, la presión exterior se dejó sentir en Japón. No faltaron misivas que exigían la apertura del país al comercio exterior. Así, por ejemplo, el rey de Holanda consideraba que esta situación estaba ya fuera de toda realidad. Pese a todo, fueron los jóvenes Estados Unidos de América los que mayormente presionaron. En 1851 enviaron al comodoro Perry para iniciar relaciones diplomáticas y, dos años después, este mismo comandaba una escuadra, que penetró en la bahía de Tokio. El shogunato se vio en la obligación de firmar una serie de tratados por los cuales se debían abrir varios puertos al comercio exterior, aunque Japón intentó posteriormente la expulsión por la fuerza de los extranjeros.
Pocos años después, los occidentales consiguieron la firma de lo que se ha llamado Tratados Desiguales, que otorgaba privilegios comerciales y la presencia de representes diplomáticos, así como restricciones de las exportaciones de opio japonesas con el fin de que el mercado de este producto, tan demandado por China, quedara únicamente en manos occidentales.
Fue la propia aristocracia, al menos una parte de ella, la que consideró oportuno derribar el régimen del shogunato. Así, desde 1866 varias miembros de esta, entre los que están Satsuma y Chōshū, se aliaron para este menester, y pese a los esfuerzos del shogunato por hacerles frente, se encontraron con que los ejércitos de estos se habían modernizado. Al año siguiente, el propio emperador apoyaba a los primeros y conspiró para eliminar al shogun, el cual acabó por dejar el poder. Pese a ello, los Tokogawa seguían siendo poderosos y su administración seguía intacta. Finalmente, estos últimos tras asaltar el palacio imperial de Tokyo en 1868 lograron que el emperador Meiji, que acababa de ascender al trono, proclamara su poder absoluto. Se producía así la Restauración Meiji. El emperador volvía a salir de su clausura de siglos y se ponía al frente del poder. La resistencia que todavía intentaba la vuelta del shogunato fue derrotada en la llamada Guerra Boshin que se mantuvo hasta el año siguiente.
A partir de entonces, se inició una fase de regeneración de Japón, en el que se creó un nacionalismo conservador que, a su vez, se alejaba de la tradición. Era un fenómeno, en cualquier caso, que se había producido en otros nacionalismos europeos. De esta manera, se realizaron toda una serie de reformas que permitieron mantener la independencia, a diferencia de lo que estaba ocurriendo en el resto de países asiáticos. Para ello, se enviaron a Europa misiones con el fin de estudiar la política, la economía y la cultura de los países europeos. El fin último era reproducir en Japón aquello que mejor funcionaba en cada país. Fue común desde entonces que muchos jóvenes japoneses completaran sus estudios en el extranjero.
Políticamente, el feudalismo quedó abolido y los grandes señores entregaron sus tierras de forma voluntaria al emperador, considerando que únicamente estaban devolviendo lo que en origen era de este. Enarbolaban también la bandera de un patriotismo en el que se ponía a la nación y la supervivencia de la misma por encima de todo. Desde luego, los japoneses no estaban dispuestos a permitir que, lo que estaba sucediendo en China, les sucediera a ellos también.
Las instituciones de gobierno occidentales fueron rápidamente establecidas en los cinco años siguientes a la Restauración Meiji. Se creó una administración prefectorial eficaz con cargos definidos, y un gobierno dividido en ministerios. Al mismo tiempo, se comenzó la construcción del ferrocarril, se permitió la tolerancia religiosa y se introdujo el calendario gregoriano. En 1879 se estableció un gobierno local representativo, y diez años después se realizó una constitución. Según esta, que copiaba el modelo inglés, se creaba un parlamento con doble cámara, una de ellas nobiliaria –también se había creado una nueva nobleza-. Pese a todo, a esto se unía elementos tradicionales como una educación basada en los deberes confucianos en el que la obediencia, el respeto y el Estado por encima del individuo eran pilares fundamentales.
El sistema de clases también fue abolido, especialmente los privilegios de los samuráis, que acabaron incorporándose a la burocracia o, en su caso, a un ejército o marina modernizados. De hecho, se copió la estructura del ejército alemán y se buscaron instructores que hubieran servido en este, especialmente tras la guerra franco-prusiana. De la misma forma, la marina japonesa se inspiró en la armada británica.
Estas reformas, con una estructura económica preparada para entrar en las dinámicas capitalistas, permitieron un amplio desarrollo de la economía del país desde aquel momento. Se incrementó la producción agrícola, pese a que a que los campesinos no observaron este beneficio, lo que le permitía alimentar a una población en constante crecimiento. Se creó una industria armamentística nacional, aunque se siguieron manteniendo manufacturas tradicionales en otros casos. Todo ello se financió además con recursos propios gracias a un alto índice de ahorro. Esto evitaba el tener que solicitar préstamos en el exterior.
Pese a toda esta apertura, se evitaron las influencias religiosas extranjeras y se defendió el culto sintoísta estatal. La figura del emperador fue reforzada bajo su personificación divina, al cual se le debía fidelidad. De hecho, este poseía un amplio poder que le confería un cariz de autoritarismo, que por otra parte permitió vencer a la presión más conservadora de la sociedad japonesa que se sublevo en la rebelión de Satsuma en 1877.
Este autoritarismo en torno al emperador, y el espíritu nacionalista y patriótico llevaron también a la idea imperialista, algo que no parece extraño en un panorama mundial en donde las principales potencias se estaban apoderando de la mayor parte del planeta. Su gran víctima fue China, a la cual trataron mucho peor de lo que lo había hecho cualquier potencia occidental. De esta forma, prontamente intervinieron en Corea, país bajo el dominio chino. En 1876, una acción militar japonesa obligó a Corea a abrir tres de sus puertos, así como al intercambio de representantes. China, desde luego, se quejó, no sin razón, puesto que Japón no podía negociar con Corea al no ser esta independiente. Ya por aquel entonces muchas voces en el interior del propio Japón clamaban por la conquista de la península coreana.
La guerra con China no vino hasta 1890, y Japón mostró por primera vez su poderío militar ante una China que languidecía. Pese a todo, Japón todavía no se apoderó de Corea, pero obligó al Gobierno chino a firmar un tratado por el cual reconocía la independencia de Corea. Pero Corea también estaba en el punto de mira de Rusia, al igual que Manchuria. Los zares ya habían conseguido incorporar algunas plazas chinas e incluso habían establecido una base naval en Port Arthur, lo que desencadenó entre 1904 y 1905 una guerra entre Rusia y Japón que fue perdida estrepitosamente por la primera. Las repercusiones de esta guerra en San Petersburgo, en donde estalló la revolución, hicieron que finalmente Japón lograse incorporar Corea a su territorio en 1910. Dos décadas más tardes harían lo mismo con Manchuria.
Japón se había propuesto convertirse en una auténtica potencia en Asia, así como la expulsión de los occidentales del continente, para lo que no tuvo reparo en apoyar la revolución china que dio como resultado la proclamación de una república en 1912. No es de extrañar que prontamente las potencias occidentales se dieran cuenta de que Japón no era un Estado como el resto, era un igual –un país «civilizado» que había derrotado incluso a un país europeo como Rusia-, y por ello los ingleses no tuvieron ningún inconveniente en realizar en 1902 una alianza anglo-japonesa que se renovó varias veces en la década siguiente.
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