Historia Contemporánea de España

Historia de la España de arriba

Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España; ese es el título de la principal obra de uno de los máximos exponentes del Regeneracionismo, el oscense Joaquín Costa. Denunciaba en ella a esas élites que gobernaban el país para sí mismas. En realidad, no era una situación nueva ni exclusiva del periodo de la Restauración (1874-1923); existía antes y, desde luego, ha llegado hasta nuestros días. La España de arriba, es decir, las clases pudientes y privilegiadas, dueñas de los medios de producción, nunca han dejado de merodear el poder, controlando sus resortes para legislar en su propio beneficio; cuando se han visto apartadas del mismo, han reaccionado para recobrarlo. La Historia de España lo evidencia, aunque no es exclusivo de tal país.

Esta oligarquía, gran burguesía o clases altas —da igual el nombre con el que queramos designar a este grupo— se ha visto siempre a sí misma como un grupo de orden. Para ellos, la realidad económica (el capitalismo), social (la desigualdad) y política (control del poder) es un orden natural que debe respetarse. Quienes se opongan contra este estado de cosas están cometiendo un delito contra natura y no dudan en descalificarlos con el término «revolucionario» o con otros más peyorativos y modernos como «antisistema».

Sin embargo, hubo un tiempo en el que el dinero no compraba privilegios. Los más pudientes —comerciantes en muchos casos— se veían relegado a la sombra de una nobleza que por nacimiento gozaba de sendas prerrogativas a las que este grupo de la burguesía aspiraba. Intentaron penetrar en este estamento mediante el matrimonio de sus hijos con vástagos de la nobleza para solucionar a estos sus problemas financieros y a ellos mismos los de estatus; más tarde, cambiando el sistema — lo que llamaron el Antiguo Régimen— enarbolando los ideales del liberalismo, la libertad y la igualdad (ante la ley), cuando se les presentó la oportunidad; en el siglo XVIII y principios del XIX estos burgueses eran antisistema y revolucionarios.

En Francia, en 1789, el hambre y el alza de los precios del pan sacó a la población a la calle y a este grupo burgués a dirigirlos primero y traicionarlos después cuando consiguieron sus pretensiones de clase. En España, la revolución se produjo como consecuencia de la llegada de una nueva monarquía, la de José Bonaparte, y el conflicto bélico que le siguió: la Guerra de la Independencia. Cuando en mayo de 1808 las tropas francesas campaban por el reino, Fernando VII había partido a Bayona para reunirse con Napoleón, y el impopular príncipe de la Paz, Godoy, había sido liberado por los franceses; el pueblo llano de Madrid y más tarde el del resto del país se lanzaron contra el francés. No lo hicieron por ningún ideal liberal ni de independencia, sino por la ilusa creencia de que Fernando, al que consideraban cautivo por el pérfido emperador de los franceses, resolvería sus problemas, entre los que se encontraba el hambre y la miseria. La muchedumbre pudo ser finalmente dirigida por esa burguesía que vio la oportunidad para acabar con los privilegios nobiliarios y eclesiásticos y acceder al poder. Burgueses en gran proporción eran los que componían las Cortes de Cádiz reunidas en 1810 y allí se redactó la primera constitución española en 1812, la Pepa. España no contaba con una cuantiosa gran burguesía que, como en el caso francés, aspiraran a limitar el derecho al voto. Quienes redactaron la constitución eran pequeños burgueses —curiosamente, muchos de ellos clérigos— que garantizaron en la carta magna el derecho al sufragio a todos los ciudadanos —por supuesto, no a las ciudadanas—, pero indirecto en cuatro grados, un filtro que permitía que nadie demasiado radical llegara a tener asiento en las Cortes. Para asegurar este principio, se estableció además un mínimo de riqueza para ser candidato. ¿Acaso tal requisito no convertía al régimen que hubiera salido de tal constitución en una oligarquía? En efecto, la burguesía, en su espectro más amplio, se garantizó el monopolio del poder.

Es evidente que la nobleza actuó rápido, como ya habían hecho en el Motín de Aranjuez de  marzo de 1808 para desembarazarse de Godoy, quien les había apartado del poder. En cuanto Fernando VII volvió al trono en 1814, aconsejaron a este que rechazara la constitución. El Antiguo Régimen, el único orden natural que para la nobleza debía mantenerse, se restableció. Dos grupos se enfrentaron a partir de entonces por el poder: la nobleza y la burguesía liberal. Estos últimos protagonizaron multitud de pronunciamientos, mientras que los entonces privilegiados los repelían una y otra vez. Mientras tanto, el pueblo se buscaba los garbanzos, más pendiente de encontrar los medios para pagar el menor número de impuestos o rentas a sus señores. Desde luego despreciaban a aquellos liberales que les traería más fatalidades que beneficios: impuestos al Estado, rentas a los propietarios de tierra, la venta de tierras comunales o la abolición de gremios en pro de la libertad de mercado. Apenas el pueblo llano se inmutó cuando el pronunciamiento de Riego restableció el Régimen Liberal en 1820 y, mucho menos, cuando el monarca y la nobleza conspiraron para que la Santa Alianza enviara un ejército, los Cien Mil Hijos de San Luis, en 1823 a restablecer en el trono absoluto a Fernando VII.

La muerte de Fernando VII abrió una guerra civil con dos candidatos al trono: Isabel II, hija del finado, y Carlos María Isidro, hermano del mismo. No era una guerra entre pretendientes, sino entre dos modelos políticos, económicos y sociales diversos. El carlismo, defensor del Antiguo Régimen, tenía un apoyo popular mucho mayor que el modelo liberal. No es que campesinos y artesanos defendieran que un rey tuviera poder absoluto, sino que los menestrales no querían que los gremios, que aseguraba su trabajo y condiciones del mismo, fueran abolidos, como propugnaba el liberalismo. Los campesinos no querían ver como las tierras comunales se privatizaban e incluso preferían pagar algo a sus señores que tener que hacer frente a rentas e impuestos al mismo tiempo. Sin embargo, el Antiguo Régimen era agua pasada en el occidente europeo; la gran nobleza y los liberales más moderados se dieron la mano para sostener a la joven reina, Isabel II, en el trono. Los primeros se mantendrían en el poder y cederían, en parte, sus privilegios, mientras que la gran burguesía accedía al gobierno. No pretendían llegar muy lejos, como nos demuestra el Estatuto Real de 1834: que las grandes fortunas se sentaran en una cámara consultiva elegida entre ellos mismos. No obstante, en 1836 los liberales progresistas, que habían llegado al gobierno el año anterior de la mano de Mendizábal y la Milicia Nacional, restablecieron la constitución con otro pronunciamiento: el de los Sargentos de la Granja. No estuvo mucho en vigor, pues rápidamente redactaron una nueva constitución, la del 37, que eliminaba el derecho al voto de aquellos que no tenían un patrimonio mínimo: el 95% de la población. Un régimen liberal y oligárquico basado en el sufragio censitario se levantaba.

Este nuevo grupo oligárquico, formado por la fusión de la antigua nobleza y la gran burguesía, legisló para sí mismo. Mendizábal realizó su famosa desamortización, que no fue otra cosa que convertir a una parte de esa burguesía en terratenientes a costa de las tierras de la Iglesia, al mismo tiempo que la nobleza vio con emoción cómo se les reconocía la propiedad de sus señoríos en el nuevo régimen liberal. El reparto de tierras hacia los más favorecidos siguió en 1855 con la desamortización de Madoz, que en este caso convirtió en propiedad privada los bienes comunales que completaban la economía de muchos campesinos. Estos y las clases bajas en general quedaron más expuestos a la pobreza que antes y se les exigió, además de las rentas, más impuestos, en concreto el de consumos. Curiosamente, los impuestos relacionados con la propiedad o la producción industrial apenas tuvieron repercusión, pues la España de arriba, desde los ayuntamientos y ministerios que controlaba, buscó toda triquiñuela posible para evitar pagar lo que le correspondía. Lo que les interesaba a las grandes fortunas era controlar el presupuesto del Estado —el turrón, tal y como lo denominaba la satírica revista La Flaca—, que, como hemos dicho, se nutría del sudor y sangre de la España de abajo. Bien lo muestra las sustanciosas subvenciones al ferrocarril que desaparecieron entre los intermediarios de la concesión y la construcción del tendido; nada limpio debía haber en aquellas empresas ferroviarias cuyas direcciones estaban llenas de exministros y futuros ministros. Recordado es el caso del banquero Salamanca, que construyó la línea Madrid-Aranjuez con dinero del Estado, al que luego vendió la línea, pero recibió el derecho de explotación de la misma a cambio de nada.

Precisamente el presupuesto estaba detrás de la lucha constante entre moderados y progresistas por alcanzar el poder; dos caras de una misma moneda en realidad: ambos defendían un régimen oligárquico con la sutil diferencia si el derecho al voto lo debía tener un 1% o un 5% de la población. Una vez en el poder se comportaron siempre de forma similar: el amaño electoral para controlar el poder legislativo y la alcancía. Los primeros fueron los favoritos de la reina y los segundos llegaron al poder mediante la presión del pronunciamiento.

El reinado de Isabel II llegó a su fin en 1868. No lo hizo por deceso de la reina, sino por un nuevo pronunciamiento que la obligó a exiliarse. Así lo habían acordado progresistas y demócratas —estos últimos representantes de las clases medias— en el Pacto de Ostende de 1866, al que se unió en 1868 la Unión Liberal —un engendro creado por miembros del moderado y el progresista en 1854 para aparentar algo nuevo—. Curiosamente, excepto el demócrata, los otros dos habían estado en el poder. Del partido progresista, excluido la mayor parte del tiempo del gobierno por la reina, se entiende que pretendieran acabar con la soberana y los Borbones. La participación de los segundos, que estuvieron en el poder buena parte del fin del reinado, tan solo se explica si pensamos que prefirieron apostar por el caballo vencedor en una inminente revolución ante la crisis económica y social que vivía el país. Ambos partidos burgueses parecían tener en mente que preferían controlar la revolución antes que el demócrata pudiera aspirar a llevarla más lejos. Pretendían abrir lo suficiente el régimen para calmar ánimos, pero manteniendo las riendas del reino con un nuevo monarca en el trono. La propia redacción del Pacto de Ostende en 1866 deja ver que los progresistas, y luego los unionistas, asumían el sufragio universal (por supuesto, masculino) más por atraerse a las clases medias que por un compromiso real con la democracia.

Así fue; triunfado el golpe, progresistas y unionistas apartaron a los demócratas del Gobierno Provisional que se formó. El Gobierno seguía representando a la élite económica. Las elecciones constituyentes, sorprendentemente como había ocurrido hasta ese momento, las ganó quien las convocó, los progresistas y los unionistas; aunque el espectro político y social en el Congreso se había abierto: las clases medias contaban con una abultada representación y, en muchos casos, con ideología republicana. Lo que salió mal del experimento democrático es que esta oligarquía no estaba políticamente unida: el número de partidos o subgrupos internos que salieron del partido progresista y los unionista era enorme. Se encontraron ademas con una fuerte oposición por parte de los republicanos en peliagudos temas que irritaban a poderosas fortunas, como el caso de la abolición de la esclavitud en Cuba, isla que además se encontraba en pie de guerra por la independencia. El recién elegido nuevo monarca, Amadeo de Saboya, que jamás contó con apoyo de nadie, ni siquiera de los mismos que lo eligieron por descarte, se vio incapaz de mantener un gabinete en el tiempo. En los dos años, nombró varios gabinetes recorriendo el espectro de las fuerzas monárquicas y tuvo que convocar hasta tres elecciones generales, que siempre ganó el gobierno de turno. Cuando abdicó en 1873, el país quedó en una difícil situación política: buscar un nuevo rey o proclamar la república. Quien en aquel momento presidía el gobierno, Ruíz Zorrilla, y su grupo parlamentario que dominaban las Cortes, el Partido Radical, proclamaron la república y cedieron el poder a los republicanos. El republicano y moderado Figueras se convirtió en una suerte de presidente de una república indefinida.

La oligarquía económica se retiró de la vida política como muestra que en las elecciones constituyentes de marzo de 1873 la mayoría de las candidaturas eran republicanas. Las nuevas Cortes dominadas, evidentemente, por los republicanos iniciaron un proyecto constitucional de carácter federal mucho más radical que la constitución del 69, en un momento en el que la oligarquía miraba con preocupación la extensión del movimiento obrero y sus dos ideologías que se estaban organizando en España, el marxismo y el anarquismo, que coincidían en una cosa: abolir la propiedad privada. Era evidente que la pequeña burguesía mantendría el orden social y económico establecido: los republicanos moderados que presidieron el gobierno, Salmerón y Castelar, no dudaron en utilizar la fuerza para acabar con las revueltas sociales que en aquel año de 1873 se produjeron, tanto como lo hicieron para acabar con el carlismo y el cantonismo. Cuando Castelar iba a ser destituido por las Cortes a principios de 1874 y posiblemente se eligiera a alguien mucho más radical, la oligarquía reaccionó: el ejército dio un golpe de Estado y el general Pavía disolvió el Congreso con la fuerza de las armas. Serrano —que había presidido el Gobierno Provisional y había sido regente— tomó el poder y los partidos de siempre, los de la oligarquía, le acompañaron en su gobierno. El poder reposaba de nuevo sobre los mismos.

Serrano gobernó sin Cortes ni constitución, pero tampoco se presentó una alternativa para institucionalizar un nuevo Estado. A finales de año, un adalid de la monarquía de los Borbones y del ala más conservadora de la alta burguesía había planeado el retorno de Alfonso de Borbón y el establecimiento de un régimen ecléctico entre lo que había sido la constitución moderada de 1845 y la democrática de 1869. El personaje era Cánovas del Castillo y el régimen era la Restauración. El gran logro es que dio estabilidad política hasta 1923, manteniendo un régimen oligárquico, pero ahora con dos partidos, Conservador y Liberal, que se turnaban en el gobierno, amañaban elecciones incluso con el sufragio universal y aumentaban los clientelismos entre elites de Madrid y provinciales, entre la gran burguesía y todos aquellos que quisieran medrar en el sistema con algún estipendio, puesto público e incluso cargo político.

El régimen de la Restauración perduró mientras monopolizaron el poder los mismos. Pero desde la llegada de Alfonso XIII al trono en 1902, el movimiento obrero tuvo de nuevo un gran auge como denota el número de afiliados de la CNT y la UGT. No solo eso, sino que el PSOE entró por primera vez en el parlamento de la mano de Pablo Iglesias y, de forma paralela, ganaban fuerza partidos republicanos y nacionalistas. Desde el principio de la centuria y hasta 1923, el parlamento estuvo la mayor parte del tiempo cerrado, no solo por el auge de estos grupos, sino porque los partidos del régimen estaban lo suficientemente divididos entre personalismos que aspiraban a presidir el Consejo de Ministros y algunos se plantaban incluso empezar a democratizar el régimen como estaban haciendo otros Estados. Las cuestiones sociales, en cualquier caso, estuvieron en la mesa de todos los gobiernos de uno y otro partido y se llegó a establecer la jornada de ocho horas pese a que para la élite económica todo aquello era una aberración que atentaba contra sus sacrosantos beneficios. No dudaron en contratar bandas de pistoleros para asesinar a los cabecillas sindicales con la concomitancia de fuerzas del orden y autoridades.

Los ánimos entre las clases bajas estaban cada vez más caldeados, no solo por la intrínseca pobreza que traía la industrialización y la violencia que se ejercía contra los obreros, sino por la obsesión de las clases altas por tomar el norte de Marruecos para explotar sus recursos desde 1909. Las clases bajas debían apoyar la empresa con la contribución de sangre, es decir, los quintos que cada año se sorteaban en las localidades y de los que únicamente se libraban los más interesados en las guerras: los hijos de las clases altas. El proletariado ya había vivido la muerte de sus seres queridos en la guerra de Cuba en 1898; la guerra de Marruecos fue otro matadero, sobre todo el Desastre de Annual de 1921 en donde murieron unos nueve mil soldados españoles pertenecientes a las clases más desfavorecidas. Republicanos y socialistas se movilizaron para pedir responsabilidades e incluso consiguieron que en 1923 se abriera una comisión en el parlamento para aclarar lo sucedido sobre la base de la investigación interna del ejército y no falta de trabas: el expediente Picasso. Los implicados eran grandes personalidades del mundo de la política, la economía y el ejército; e incluso se sospechaba que el propio rey había dado órdenes desde el palacio para llevar acabo aquella acción militar. El Congreso, por primera vez en la historia de España, comenzó a hacer su trabajo. Pero, ¡sorpresa!, pocos días antes de que la comisión se reuniera en septiembre de 1923, Miguel Primo de Rivera realizó un pronunciamiento militar y Alfonso XIII le dio de buena gana el Gobierno. El expediente Picasso, con todo tipo de pruebas sobre lo sucedido, fue declarado secreto de Estado, el parlamento disuelto y las garantías constituciones suspendidas. Los empresarios y terratenientes aplaudieron: no se libraban solo de las Cortes, pretendían también poner freno a las organizaciones obreras, la CNT y la UGT, y acabar con las pocas medidas sociales que los gobiernos del reinado de Alfonso XIII habían llevado a cabo.

El problema es que la dictadura de Primo de Rivera no contentó del todo a esta oligarquía, pues no se tomaron medidas muy duras contra el movimiento obrero e incluso se creó una institución, la Organización Corporativa Nacional, en la que patronos y obreros debían negociar. Cuando Primo perdió el apoyo de la gran burguesía fue cuando dimitió en enero de 1930. Y este acto dejó a Alfonso XIII sin ninguna alternativa para mantenerse en el trono y volver al sistema parlamentario que siete años atrás había desdeñado. Los que sí que tenían la alternativa era los partidos y organizaciones que representabas a las clases medias y bajas: la República democrática y social. Cuando el 12 de abril de 1931 se convocaron elecciones municipales, estas se convirtieron en un plebiscito sobre la república. En las ciudades, en donde la manipulación por parte de los caciques era imposible, las listas de la coalición de republicanos y socialistas ganaron. El 14 de ese mes, los ayuntamientos comenzaron a proclamar la república ante multitudes de hombres y mujeres que ese día salieron a la calle a recibirla. Alfonso XIII se exiliaba y la oligarquía económica perdía el control del país.

El Gobierno Provisional que aquel día se formó representaba a las clases medias y bajas. A excepción de su presidente, Alcalá Zamora, ninguno había desempeñado cargos ministeriales, y por primera vez un partido obrero, el PSOE, llegaba al poder en España. Las elecciones constituyentes que se celebraron en junio de ese mismo año dieron un amplio respaldo a la coalición de gobierno. Los que quedaban sin representación era la clase alta, terratenientes y empresarios. Los dos años siguientes tuvieron que observar como se establecía un régimen democrático y una constitución avanzada llena de derechos sociales, una legislación laboral que aspiraba a elevar las condiciones de vida de miles de trabajadores, al mismo tiempo que se realizó una reforma agraria que pretendía que los campesinos pudieran tener aceptables sueldos como jornaleros o convertirlos en los propietarios de sus propias tierras.

Ni empresarios ni terratenientes estaban dispuestos a tolerar todo aquello por muy poco radical y justo que fuera. Intentaron recobrar el poder primero por la vía parlamentaria y más tarde por medio de la violencia. En las elecciones de noviembre de 1933, la CEDA, que defendía los intereses de la élite y los católicos, consiguió ser la fuerza mayoritaria, pero no absoluta, de las Cortes; se marcaron como objetivo suspender primero y derogar después toda la legislación progresista con el beneplácito del Partido Radical de Lerroux al que apoyaron para formar gobierno antes de que ellos mismo entraran en el gabinete. Sin embargo, en las elecciones de febrero de 1936, el Frente Popular, formado por todos los republicanos de izquierda y las fuerzas obreras, consiguieron la mayoría absoluta y comenzaron a restablecer la legislación progresista. A la oligarquía tan solo le quedaba una salida: el golpe de Estado.
El golpe de Estado de julio del 36 no triunfó en la totalidad del país. La mitad del ejército era leal al legítimo gobierno de la República, mientras que obreros y campesinos se lanzaron a defender la República o incluso ir más allá y acabar definitivamente con la propiedad privada y la sociedad de clases. Entonces comenzó una guerra civil que finalizó en el 39 con los sublevados, apoyados durante toda la guerra por los fascistas alemanes e italianos, como vencedores. Durante la guerra y después, esta oligarquía económica defensora del orden y del cristianismo nunca se escandalizó de la salvaje represión que realizaron contra las clases más desfavorecidas. Como solían mencionar, estaban limpiado a España de indeseables. Para la España de arriba, el único obrero bueno era aquel que callaba y obedecía con cristiana abnegación. Estas altas clases de orden no dudaron en participar y asistir a las ejecuciones. Quizás muchos pudieran estar en desacuerdo e incluso aspiraran a restablecer la monarquía en la figura de Juan de Borbón y un régimen parlamentario que les permitiera seguir estando en el poder al estilo decimonónico. Sin embargo, era preferible el régimen de Franco en donde sus intereses estuvieron garantizados. España siguió siendo un cortijo en donde los señores campaban a sus anchas y el resto callaba ante el temor de la represión.

Cuando el dictador murió, muchos de los dueños del cortijo se reconvirtieron en demócratas, siempre y cuando el nuevo sistema se mantuviera bajo el manto de las clases altas y sus intereses económicos. Como habían hecho muchas veces, era mejor ceder un poco que terminar sin nada e incluso algunos condenados por crímenes contra la humanidad. Así pues, la Transición la llevó a cabo toda una serie de elementos que se habían sentado con Franco en el Consejo de Ministros o habían medrado en las instituciones franquistas: Alfonso Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo y Torcuato Fernández Miranda son los nombres de aquella transición de los que no se suele recordar su pasado. Construyeron una democracia garantizándose que el pasado no sería removido y las grandes fortunas mantendrían sus privilegios. El PSOE aceptó el juego marcado: cualquier medida social no podía perjudicar en demasía a los de arriba. Sus servicios fueron pagados, como los del PP, con puestos en las principales empresas del país a los exministros o exministras.

La crisis económica que se abrió en 2008, y de la que se beneficiaron las clases altas, provocó que los dos partidos que se habían turnado en el poder, PP y PSOE, perdieran apoyo ciudadano. Entonces, un nuevo partido político, Podemos, nacido en el candor de la calle, consiguió los suficientes apoyos ciudadanos no solo para entrar en el Congreso, sino para incluso desbancar al PSOE. La maquinaria de esa oligarquía económica se volvió a poner en marcha: la justicia culpaba y culpa sin prueba de todo tipo de delitos a tal partido y a sus miembros, mientras que la prensa intoxica el debate con todo tipo de burdas manipulaciones. Además, promocionaron a Ciudadanos, ambiguo y populista, para reemplazar al PP y atraerse a todo votante incauto, y, cuando el engaño fue descubierto, promocionaron a VOX, más populista y fascista. En las elecciones de 2015, el PSOE y la élite a la que representa se negó a formar gobierno con Podemos y seis meses después las elecciones generales se tuvieron que repetir al no haber sido elegido un nuevo presidente del Gobierno. En aquellas, celebradas en el 2016, la negativa siguió siendo tal que los diputados socialistas, que habían defenestrado a su líder, Pedro Sánchez, prefirieron abstenerse para que Rajoy y el corrupto PP siguieran al frente del gobierno. Este fue destituido dos años después cuando Podemos fomentó una moción de censura y Pedro Sánchez formó un gobierno socialista en solitario. En 2019, el PSOE no consiguió la mayoría para formar gobierno y Unidas Podemos consideró que la alternativa era un gobierno de coalición entre ellos y los socialistas. Pedro Sánchez prefirió hacer un pacto con Ciudadanos, con los que no sumaba, y disolver después las Cortes. Un resultado similar en las segundas elecciones generales de 2019 acabó con el PSOE aceptando a regañadientes la entrada de Unidas Podemos en el Gobierno. Desde entonces, los socialistas han tenido que aceptar toda una batería de medidas sociales propiciadas por sus socios.

La entrada de Unidas Podemos en el Gobierno ha provocado que la oligarquía pierda peso en el ejecutivo y rápidamente no han dudado ellos mismos en salir a la calle aprovechando la coyuntura de la pandemia mundial del Covid-19: cacerolada con palos de golf y descapotables en el barrio de Salamanca, ventilador mediático más grande de mierda contra Unidas Podemos, intoxicación de la opinión pública y torpedeo de todas las iniciativas que benefician a la España de abajo.

En definitiva, la historia de España demuestra que las clases pudientes tan solo toleraran aquel régimen político, sea cual sea, que les permita mantener sus privilegios de clase.

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