La columna de hierro – Taylor Caldwell
Taylor Candwell, La columna de Hierro, Embolsillo, Madrid, 2013
He leído varias reseñas sobre La columna de hierro (publicada originalmente en 1965, pero reeditada en la actualidad), de Taylor Caldwell, en donde se suele resaltar la excelencia, en la mayor parte de los casos, del estilo literario y narrativo de la misma. En esos aspectos no tenemos nada que objetar, pero desde luego hay que hacer una dura crítica acerca del contenido «histórico» de la misma. Entrecomillo lo de histórico porque, en realidad, poco tiene que ver con la vida real de Cicerón, en torno a la cual gira esta novela, ni mucho menos con el momento histórico en el que vivió este personaje.
Uno puede considerar, evidentemente, que, en una novela histórica, la imaginación juega un gran papel, puesto que esta debe cubrir todo aquello que la Historia nos oculta, pero otra muy distinta es inventar todos y cada uno de los hechos, a excepción de los nombres de los personajes y su parentesco. Sin contar, desde luego, los nefastos errores que se cometen en diversos aspectos, especialmente en lo que concierne al sistema político romano, que ya era bien conocido en la fecha en la que se publicó la obra.
Parece ya sospechoso cuando, en el prólogo, empieza a realizar una comparación de Roma con Estados Unidos, afirmando que los cónsules eran como los presidentes de este país. Típica comparación errónea. Cualquier parecido se debe a la casualidad y, desde luego, el consulado siempre estuvo compuesto por dos miembros. De esta forma, a lo largo de la novela nos encontramos un consulado unipersonal –como dirían los romanos, sine collega-, con verdaderos malabares para intentar encajar en la historia al cónsul sobrante. A la comparación americana, podemos sumar, en un intento por añadir un nuevo capítulo a las Vidas paralelas de Plutarco, la equiparación de, nada menos, J.F. Kennedy con Cicerón o viceversa.
Cabe decir que, evidentemente, el que nos haga tan desafortunada equiparación se debe a un intento por realizar un encomio del presidente asesinado –quizás único parecido con Cicerón- por medio del orador romano, para lo cual debe también falsificar en su totalidad la biografía de este. Se nos presenta a este último como un virtuoso de las leyes, defensor acérrimo de las mismas, un patriota y, ante todo, incorruptible y modesto. Posiblemente para Cicerón las leyes eran un elemento fundamental, pero desde luego que fuera modesto no lo puede creer absolutamente nadie. Más bien deberíamos calificarle de narcisista o egocentrista. Buena cuenta da de ello su prolija obra literaria, en donde el mismo se otorgó el título de mejor orador. Ensalzó, además, su consulado hasta la saciedad y prácticamente se presentó como el salvador de Roma –un nuevo Camilo expulsando a los galos de la Ciudad- en la conocida conjuración de Catilina.
De igual manera, la ambición de Cicerón era la de todo romano de buena posición, alcanzar el consulado. Que se nos presente como alguien que no quiere realizar carrera política y, que finalmente, deba encargarse del consulado como si este hubiera caído en sus manos por el azar es, nuevamente, un despropósito en un individuo como Cicerón que buscó desde el primer momento, pese a que su familia nunca había ocupado asiento en el Senado, llegar a lo más alto. Él mismo se jactó de haber realizado el Cursus honorum –del cual no hay rastro en la novela- con la edad mínima para ocupar cada magistratura de este.
No es menos llamativa la obsesión de ficticio Cicerón por la venida del Mesías de los judíos, dando la sensación de una profunda devoción cristiana antes del cristianismo.
Respecto al propio acontecer histórico, una y otra vez nos encontramos con un auténtico caos. Se omiten multitud de hechos y, aquellos que se utilizan, aparecen descontextualizados, desordenados y utilizados al antojo de la autora. De esta manera, podemos encontrarnos el Triunvirato de Craso, Cesar y Pompeyo desde antes de que el propio Cicerón fuera cónsul –esto fue en el 63 a.C.-, cuando en realidad esta triple alianza únicamente tuvo lugar a partir del año 59 a.C. Esto sin contar con un supuesto complot de todos ellos para hacerse con el poder desde la más tierna infancia.
En definitiva, parece más bien que la intención de la autora era criticar la corrupción de los gobernantes y la manipulación que hacen de las leyes, frente a los que respetan estas últimas y buscan, por encima de todo, el bien de la nación. De esta manera, a lo largo de la obra podemos encontrar largas reflexiones filosóficas en esta materia, inspiradas en la voluminosa obra el propio Cicerón. Si la leemos desde este punto de vista, desde luego es recomendable, pero siempre teniendo en cuenta que el fondo histórico es totalmente erróneo.