La Conferencia de París, 1919

En noviembre de 1918, los alemanes, el último de los Imperios Centrales que seguían todavía en guerra, firmaron un armisticio con los Aliados, quienes les prometieron una paz llevadera, de acuerdo a los Catorce Puntos fijados por el presidente estadounidense, Thomas Woodrow Wilson. Única promesa que podían aceptar los alemanes, pues aunque la población clamaba ya por la paz –representada ahora por la República de Weimar, tras la abdicación del Kaiser-, el ejército consideraba que todavía podían ganar la guerra. Pero la promesa no fue cumplida, la Conferencia de paz, que se abrió en Paris en enero de 1919, se convirtió en el escenario para que los Aliados se cobraran cuantas venganzas consideraron oportunas. Si alguien dijo que la Conferencia lograría una paz estable y permanente, en realidad esa «paz» se convirtió rápidamente en un problema mayor que la propia guerra, que acabaría desembocando en una segunda. El mariscal de campo británico, y que más tarde se convirtió en Conde, Archibald Wavell, calificó las decisiones de la Conferencia de esta manera: «Después de la guerra destinada a acabar con la guerra, parece que en París han tenido bastante éxito formulando la paz que va a acabar con la paz». Y un secretario de Estado de los Estados Unidos, Robert Lansing, formulaba, pocos días después de empezar la Conferencia: «La Gran Guerra da la impresión de haberse fragmentado en un montón de guerras diminutas».

Gestionar la paz: el Congreso de París

Tal y como titula Margaret MacMillana su obra: París 1919. Los seis meses que cambiaron el mundo (2005), la Conferencia supuso un nuevo orden para Europa y gran parte del planeta, que se plasmó, ante todo, en un cambio de mapa mucho más intenso de lo que había sido, hacía 100 años, el Congreso de Viena. Y a diferencia de éste, no todos los Estados implicados tuvieron el derecho a participar, ya que a las potencias perdedoras se les impidió la asistencia –recuérdese que en Viena, incluso la derrotada Francia, estuvo representada por Talleyrand -. Cuando el Tratado de Versalles –el más duro de todos- ya estaba listo, se lo entregaron a los alemanes por si querían realizar algún tipo enmienda en quince días, que claramente no fueron aceptadas. El Tratado se quedó tal cual, y los franceses, recordando cómo Guillermo I se había coronado emperador en el Salón de los Espejos de Versalles, tras la humillante derrota francesa en 1870, intentaron devolverles el agravio, haciendo que en ese mismo salón, los representantes alemanes, Hermann Müller y Johannes Bell, firmaran el tratado el 28 de junio de 1919, el mismo día en que hacía cinco años de la muerte del heredero austriaco en Sarajevo.

El de Versalles no fue el único, todos los cambios territoriales, así como las reparaciones de guerra que se pusieron a las potencias perdedoras, quedaron plasmados en varios tratados con cada uno de los Estados: el de Neuilly con Bulgaria, el de Sèvres con Turquía. Y con el Imperio Austro-Húngaro, en cuanto que estaba formado oficialmente por dos Estados, se firmaron dos tratados; el de Saint-German con Austria, y el Trianon con Hungría.

No vale la pena mencionar las clausulas que cada uno recogió, sino el conjunto de las decisiones más transcendentales de una Conferencia que se abrió oficialmente el 18 de enero de 1919, aunque para aquel entonces los distintos líderes aliados ya habían llegado a París con sus diplomacias, iniciando las discusiones informales. La batuta la llevaron los Estados Unidos –y su presidente Wilson-, Inglaterra – y el primer ministro Lloyd George- y Francia –con el presidente Clemenceau-, sin saber muy bien cómo iban a gestionar la paz.

Ni un bando ni otro habían realizado planes para después de la guerra. ¿Qué hacer con los perdedores? Solo el presidente Wilson había preparado una especie de hoja de ruta para gestionar la paz, que se basaba en catorce propuestas que expuso en un discurso dado al Congreso de los Estados Unidos el 8 de enero de 1918. Estos pasaron a ser conocidos, precisamente, como los Catorce Puntos, a partir de los cuales quería el presidente estadounidenses sentar las bases de una nueva Europa. Entre los principios se encontraba: la autodeterminación, es decir, que fuera los pueblos quienes determinaran su futuro. La diplomacia para redimir cualquier conflicto, la apertura económica mundial, y un punto muy importante era la de crear una comunidad internacional, para acabar con alianzas bilaterales, que se plasmará en la Sociedad de Naciones. En cualquier caso, se exponen a continuación:

1. Prohibición de la diplomacia secreta en el futuro.

2. Absoluta libertad de navegación en la paz y en la guerra fuera de las aguas jurisdiccionales.

3. Desaparición de las barreras económicas.

4. Garantía de la reducción de los armamentos nacionales.

5. Reajuste, absolutamente imparcial, de las reclamaciones coloniales (…).

6. Evacuación de todo el territorio ruso, dándose a Rusia la oportunidad para su desarrollo.

7. Restauración de Bélgica en su completa y libre soberanía.

8. Liberación de todo el territorio francés y reparación de los perjuicios causados por Prusia en 1871.

9. Reajuste de las fronteras italianas de acuerdo con el principio de nacionalidad.

10. Desarrollo autónomo de los pueblos de Austria- Hungría.

11. Evacuación de Rumania, Serbia y Montenegro, concesión de un acceso al mar a Serbia y arreglo de las relaciones entre los Estados balcánicos de acuerdo con sus sentimientos y el principio de la nacionalidad.

12. Seguridad de desarrollo autónomo de las nacionalidades no turcas del Imperio Otomano.

13. Polonia, Estado independiente, con acceso al mar.

14. Asociación general de naciones, a constituir mediante pactos específicos con el propósito de garantizar mutuamente la independencia política y la integración territorial, tanto de los Estados grandes como e los pequeños.

Si pensaba que su propuesta iba a ser la piedra angular de la Conferencia, se equivocaba. Los líderes ingleses y franceses, y en especialmente estos últimos, se presentaron con un único objetivo: hacer pagar a las potencias perdedoras. Apoyados además por sus respectivas democracias, cuyos ciudadanos pedían la sangre de sus enemigos, al igual que lo hacían los propios americanos, a excepción de su presidente, quien fue quizás el que mantuvo los pies en el suelo durante más tiempo, y el que desde luego moderó muchas de las decisiones.

Pero lo que impidió, ante todo, la aplicación de los Catorce Puntos, concretamente la autodeterminación de los pueblos, fue otro. ¿A qué se debía la imposibilidad? Sencillamente a que durante la guerra, franceses e ingleses firmaron multitud de tratados con diversos Estados con el fin de recibir ayudas, entregando a cambio territorios enemigos. Así, mediante el Tratado de Londres se había conseguido que Italia entrara en la guerra del bando Aliado, y a cambio se le había prometido la costa de Dalmacia, Albania y el Tirol. Con los japoneses, Francia e Inglaterra habían prometido aceptar sus reclamaciones sobre China. En el Acuerdo de Sykes-Picot, franceses e ingleses se habían repartido ya territorios pertenecientes a Turquía. Francia quedaría con Siria, y el Reino Unido con Palestina. Y estos últimos además habían realizado la Declaración de Balfour en 1917, por la cual se aceptaba la creación de una patria sionista en Palestina. Ambos países también habían acordado múltiples acuerdos con Rumanía –el Tratado de Bucarest entregaba Transilvania, Banata y Bucovina a ésta – y con Grecia –que esperaba ampliar su territorio en el área tracia-.

Todo ellos fueron reclamados por sus respectivas diplomacias en la Conferencia, así como los enviados de otras tantas nacionalidades europeas que esperaban independizarse y adueñarse de todo lo que fuera posible. Todos ellos tuvieron voz en la Conferencia, y tras ser escuchadas las reivindicaciones, se pasaban a una junta de especialistas que determinaba la concesión, o no, de las peticiones.

La cuestión bolchevique

De todas formas, el primer punto que ataño a los líderes mundiales no fue precisamente castigar a los perdedores, sino el de valorar la situación del que había sido el aliado oriental: Rusia. Tras la revolución de noviembre de 1917, el partido bolchevique se había hecho dueño del poder –tras el cual habían abandonado la Gran Guerra-, y el temor a un contagio del comunismo se hizo ya patente. Sin embargo, el partido bolchevique tenía un problema para gobernar efectivamente en la antigua patria de los zares, ya que un grupo de opositores –llamados Blancos- se levantaron en armas desde el primer momento, con la intención de reponer al Zar en su trono. Cuando la Conferencia estaba reunida en París, Rusia estaba bajo una guerra civil, y muchos fueron los que propusieron una intervención aliada para apoyar a los Blancos –a quienes se les permitió estar en la Conferencia de oyentes, ya que no se reconocía al gobierno encabezado por Lenin-. Franceses, ingleses y americanos estuvieron de acuerdo en ello, aunque no se acabó de llegar a una decisión final, así que los Blancos se tuvieron que contentar con un mero apoyo moral.

El resurgir de Polonia

Tras ese punto, se pasó a tratar sobre los primeros cambios de mapa en el Este europeo, concretamente la cuestión polaca. Estado dividido entre las tres grandes potencias del siglo XVIII -Prusia, Rusia, y el Imperio Austriaco-, ahora veía la oportunidad para lograr su independencia, especialmente después de que la Rusia de Lenin entregara Polonia y otros territorios a Alemania para comprar la paz. Los franceses apoyaron en todo momento la independencia de Polonia, y querían hacer de ésta un Estado fuerte en el Este, quizás con el fin de proporcionarse un aliado poderoso ante un posible resurgir alemán. Por su parte, los ingleses temían que el nuevo Estado polaco quisiera acaparar el mayor territorio posible, lo que llevaría a convertirla en un Estado con demasiadas nacionalidades, lo que crearía más problemas que soluciones en el futuro. Wilson, pese a ser el pionero en reivindicar la autodeterminación de los pueblos, no intervino en del debate.

El ambiente sobre el tema polaco se caldeó aún más cuando estos solicitaron una salida al mar mediante la ciudad portuaria de Danzig, que además iba acompañado por un corredor, que se le conoció por el mismo nombre, que atravesaba Prusia –el principal Estado alemán, y precursor de la Alemania unificada-, dividiéndola en dos. Los ingleses, pese a su idea de humillar a Alemania, pensaban que ello lo superaba con creces. Pero, sorprendentemente, Wilson alegó que se les había prometido un acceso al mar –estaba incluido dentro de los Catorce Puntos-. Al final se acordó que Danzing sería una ciudad libre bajo los auspicios de la Sociedad de Naciones. En todo caso, supuso una humillación para los alemanes, quienes vieron dividido el principal territorio alemán.

Los polacos no quedaron allí en sus reivindicaciones. Consideraban que también se les debía entregar la Galitzia oriental, alegando que era una pieza clave para oponerse a la expansión bolchevique. Británicos y americanos estuvieron de acuerdo que sería un agravio para Rusia, si los Blancos ganaban la guerra finalmente. Opinaban que esta región debía estar momentáneamente bajo control de la Sociedad de Naciones, pero la realidad fue que poco después quedó integrada en Polonia.

La última gran petición fue el ducado de Teschen, que estaba dividido de muto acuerdo entre checoslovacos y polacos. Sin embargo, en noviembre de 1918 los checos habían expulsado a estos últimos de la zona. Se lanzó la idea de realizar un plebiscito, algo que nunca se hizo. El tema no se solucionó hasta 1923, momento en que se les permitió a Polonia la anexión de dicho ducado. Ello hizo también que se rompieran las relaciones entre ambos países, y lo que podría haber supuesto una poderosa alianza centroeuropea.

Frente a una Polonia demasiado cercana a los franceses, los ingleses decidieron proponer la creación de Estados bálticos como contrapeso a Polonia. Esta zona estaba en ese momento dividida entre los bolcheviques, que ocuparon Estonia y Letonia, y las tropas alemanas que estaban apoyando a los Blancos. La delegación de estos en París opinaba que dichos Estados bálticos eran parte integrante de Rusia. Los polacos lograron echar a los bolcheviques de Lituania, pero estos no quisieron retirarse del territorio. Al final, una comisión báltica consiguió que alemanes y polacos abandonaran este territorio, creándose ejércitos locales bajo la Misión Militar británica, y, a principios de 1920, Estonia, Letonia y Lituania eran reconocidas como países independientes por el gobierno bolchevique.

Checoslovaquia

Checoslovaquia nacía del ya inexistente Imperio Austro-Húngaro. Tras la muerte de su emperador, y los continuos reveses que recibió durante la guerra, éste desapareció como unidad, pues Austria y Hungría solo estaban unidas por una misma monarquía –la de los Habsburgo-. Y las nacionalidades de ambos Estados aprovecharan de igual modo para librarse de lo que consideraban un yugo. Así, Checoslovaquia se desgrano de Austria mucho antes de que la Gran Guerra diera a su fin. Cundo los rusos firmaron el Tratado de Brest-Litowsk, ya existía un Comité Nacional Checoslovaco, que fue aceptado en ese momento por los franceses como un gobierno provisional, siendo ratificada su independencia en la Conferencia de París.

El nuevo Estado exigió que se le entregaran los Sudetes, cuya población era alemana –un ejemplo más del omiso caso de la autodeterminación de los pueblos-, pero consideraban que era necesario para una defensa contra Alemania, aunque más bien era un tema económico. Se les concedió porque la delegación encabezada por Benes supo manejar los hilos y cayó bien a las principales potencias, mucho más que la delegación polaca, cuyas reivindicaciones tuvieron un tono de cierta prepotencia.

Los Balcanes

Croatas, bosnios y eslovenos, que dependían del gobierno húngaro, pasaron, junto con Serbia, a conformar Yugoslavia, que satisfacía las reivindicaciones serbias. Yugoslavia fue aceptada para gratificar el apoyo de Serbia a los Aliados, pero sobre todo para crear un Estado fuerte en los Balcanes, que frenaría futuras intenciones territoriales de uno de los Estados perdedores, Bulgaria, a la que ingleses y franceses consideraban una de las causantes de la guerra, y por tanto debían pagarlo caro. Los americanos pensaban que había que ser más clementes, mientras que los Italianos, que se ponían al Estado yugoslavo, pues a ellos se les había prometido la costa dálmata, pensaron que cuanto menos castigada fuera Bulgaria, más débil sería Yugoslavia. Por su parte, Rumania y Grecia querían ver acabada a Bulgaria.

La Tracia Occidental fue un tema álgido, la cual estaba en manos búlgaras después de que ésta fuera arrebatada a los turcos. Los griegos la querían para sí, pero los italianos y los americanos consideraban que debía siguiera siendo búlgara por cuestiones étnicas, y porque era un castigo demasiado duro. Pero los británicos y franceses de nuevo deseaban castigos sin límites, y se entregó a Grecia en 1920 después de ser ocupada por los Aliados. Quizás por ello se intento que Dobrudja del Sur, que había pertenecido a Bulgaria hasta 1913 –momento en que pasó a ser territorio rumano-, pasara de nuevo al país búlgaro, ya que según alegaban los americanos la zona estaba poblado por población de éste último país. Francia e Inglaterra pusieron el grito en el cielo ante tal proposición. Era inaceptable que se devolvieran territorios a países vencidos, y por ello ni siquiera se reflejo tal cuestión en el Tratado de Neuilly, que se firmó el 27 de noviembre de 1919. Este incluía, como en todos los tratados, indemnizaciones de guerra desproporcionadas para un país que había perdido su salía directa al Mediterráneo, así como una drástica disminución de su ejército.

Italia –bajo el gobierno de Vittorio Orlando- empeñada en las promesas recibidas, ocuparon militarmente distintos puntos de Albania. Tras no concedérseles la costa dálmata, se les entregó Fiume, pero estos se apoderaron de buena parte de Albania, algo que en cierto modo apoyaba el gobierno británico, que no sus oficiales, que consideraron que Italia no merecía nada, pues su esfuerzo bélico en la guerra había sido ridículo. Al final, los ingleses y el resto de Estados estuvieron de acuerdo en que Fiume y otra serie de plazas no estaba acordadas en el Tratado de Londres, así que se envió a la Armada Real para controlar los movimientos italianos, en especial cuando intentaron restaurar en el trono de Montenegro al rey Nikia, que había pasado a ser parte de Yugoslavia. No se llegó a solucionar nada sobre Albania, más allá de convertirla en un protectorado Italiano, así como Fiume, y otras plazas. En general Italia se comportó, según el ministro británico de Exteriores, Sir Charles Hardinge, «con lloriqueos alternados con agresividad» a lo largo de la Conferencia.

Otra de las cuestiones balcánicas que tampoco llegó a dilucidarse fue la cuestión de Macedonia. Grecia y el nuevo Estado Yugoslavo se la disputaban, alegando los primeros una motivación histórica que se remontaba a la Antigüedad. La frontera quedó tal cual se había fijado en 1913.

Hungría y Rumanía

En el momento en que los líderes mundiales estaban reunidos en París, Hungría estaba en manos comunistas, fenómeno que se estaba extendiendo desde Rusia. La presión rumana para conseguir el territorio de Transilvania en manos húngaras –e incluso mucho más de lo que el Tratado de Bucarest les proporcionaba-, acabó por ser la puntilla de una crisis estatal que llevó a Béla Kun, líder comunista, a hacerse con el poder. El castigo por haber participado en la guerra se mezclaba ahora con un gobierno de corte bolchevique, y el problema de frenar la expansión del comunismo. Ingleses y americanos consideraron la expulsión de Rumania de la Conferencia –al fin y al cabo había desencadenado la situación húngara- pero en cambio se bloqueo a Hungría, y se acordó que los ejércitos rumanos entraran en el país para derrocar a Béla Kun, y así lo hicieron. Pero entonces, el primer ministro rumano, Bratianu, se negó a mover las tropas de Hungría hasta que no se le concedieran los territorios prometidos en el Tratado de Bucarest, algo que solo hicieron cuando se les amenazó con romper toda relación diplomática. Los rumanos, presionados, se retiraron tras el rio Tisza.

El Tratado con Hungría no se firmó hasta junio de 1920, después de que en el país se creara un gobierno de coalición, que consiguió suavizar ligeramente las primeras decisiones que se habían tomado en París sobre su futuro, ya que se consideraba que Hungría había recibido las condiciones más severas, especialmente monetarias, algo que era imposible pagar cuando habían perdido gran parte de su población y recursos naturales.

De todas formas, todos estos Estados del Este europeo, especialmente los nuevos, no eran muy bien visto por americanos e ingleses –especialmente porque habían englobado en estos a minorías étnicas-, que incluso sospechaban que los franceses pretendían crearse una especie de gran Imperio a costa de estos. Se llegó incluso a proponer, por parte de los primeros, la creación de una especie de federación del Danubio, con el fin de que las tres grandes potencias pudieran intervenir en estos económicamente, aunque la idea no fraguó. Y las luchas entre estos Estados nuevos, que carecían de estructuras militares y económicas, ocasionaron finalmente demasiados problemas pese a las advertencias que se les realizó.

Prohibición del Anschluss, y las reparaciones de guerra a Austria y Alemania

Por su parte, los austriacos, que habían perdido la gran parte de su territorio, decidieron que lo mejor era una unión con Alemania – Anschluss-. Británicos y americanos lo vieron con buenos ojos, pues, al fin y al cabo, Austria podría ser un Estado fuerte dentro de Alemania, haciendo perder influencia al de Prusia. Pero Francia e Italia no estaban dispuestas a ello, ya que pensaban que esto solo provocaría que Alemania fuera mucho más peligrosa en el futuro. Así que una de las clausulas que se incluyeron, tanto en el tratado con Austria como en el de Alemania, era la imposibilidad de unión, aunque era un punto revisable. E incluso a los austriacos se le devolvieron territorios, más adelante, como Klagenfurt, tras un plebiscito.

En todos los tratados se había incluido una clausula por las que se le culpaba de la guerra. Pero en el caso de Austria, se especificó que solo se hacía responsable de ella a la población de habla alemana. El Tratado con Austria fue aprobado el 10 de septiembre de 1919, y en 1921 se tuvieron que rebajar considerablemente las reparaciones de guerra que Austria debía pagar, pues estas eran surrealistas.

En cuanto Alemania, que ya hemos visto las pérdidas que sufrió en Este, las discusiones fueron mayores sobre el Oeste, y en general no hubo cambios trascendentales. Primeramente se obligó a la devolución de Alsacia y Lorena a Francia, dos territorios que los franceses siempre tuvieron en mente recuperar tras 1871. Además, la obsesión de Francia giró siempre en su propia protección ante Alemania, para lo que quería debilitarla lo mayor posible, y de paso humillarla. De acuerdo a ello, propuso que Renania se independizara para crear un Estado tapón que protegiera a Francia. Pero los ingleses, en ese caso, consideraron que ello era ir demasiado lejos de nuevo. Wilson propuso consultar a Renania mediante un plebiscito sobre su mantenimiento en Alemania, pero la población optó por continuar dentro –plebiscitos similares se hicieron en otras regiones alemanas, como en Prusia Oriental, con igual resultado-. Ante ello, se propuso que el Rin fuera desmilitarizado totalmente, y que los puentes sobre el rio fueran controlados por tropas Aliadas.

El ejército alemán quedó reducido a 100.000 hombres, que además serían voluntarios que servirían durante doce años. Y se les exigió que entregaran la gran mayoría de la flota, algo que los alemanes no llegaron a hacer, pues prefirieron hundirla antes de verla en manos extranjeras.

Además de los aspectos territoriales, el Tratado de Versalles responsabilizó a Alemania del inicio de la guerra en mayor grado que al resto, ya que se entendía que si Alemania no hubiera intervenido, la guerra nunca habría tenido lugar. Francia e Inglaterra impusieron grandes sumas de indemnización para costear sus propios gastos militares. Los británicos echaron cuentas, y consideraron que habían gastado en la guerra 24.000 millones de libras, y lo mismo hizo Francia. El total sumaba una cifra desorbitada -320 billones de dólares-, y así lo expresaron los americanos. En aquel momento, las dos potencias europeas propusieron que si había que rebajar la cifra a Alemania, los Estados Unidos deberían conmutar la deuda que Francia e Inglaterra habían contraído con Estados Unidos –algo que claramente tampoco hicieron-. Finalmente se estipuló una cifra inferior, 1.000 millones de libras en oro, en el Tratado, y se formó una comisión que realizaría el cálculo posteriormente.

De todas formas, la disputa fue mucho mayor. Mientras los franceses consideraban que se les podría exigir lo que se quisiera, ya que pensaban que Alemania debería hacer frente a la deuda tardaran lo que tardaran; los americanos propusieron que el pago se realizara durante treinta años, de acuerdo a la capacidad real de Alemania para pagar. Al final los franceses solo aceptaron esto último después de que Wilson diera evidencias de que estaba dispuesto a abandonar la Conferencia. Y además se entregó a Francia las minas de Carbón de Sarre para que se cobraran en especie durante quince años.

Si no se podía hacer justicia con dinero, quizás se pudiera hacer condenando a los dirigentes de los gobiernos que habían llevado a sus países a la guerra, especialmente a Guillermo II, que se encontraba ahora exiliado en Holanda. Wilson creyó que ello solo serviría para convertirlo en mártir, aunque poco después aceptó la posibilidad. Pero tampoco se pusieron de acuerdo en la forma en que se debía hacer el juicio, ni que pruebas aportar para la acusación. Al final solo se hizo una denuncia formal al Kaiser en el Tratado, pero no se llegó a juzgar a éste –pues Holanda se negó a entregarlo-, ni a nadie.

En cuanto a las colonias alemanes, Wilson propuso que pasaran a ser gestionadas por la Sociedad de Naciones –ya que los EE.UU no iban a aceptar una división del mundo-, pero Lloyd George –quien quería expandir aún más el Imperio colonial británico- amenazo con no firmar ningún Tratado si no se aceptaba un reparto colonial. Al final se acordó que las colonias alemanes pasaran a ser mandatos de aquellos países que tuvieran colonias adyacentes a las alemanas. Dicho de otra manera, los británicos salieron beneficiados, pues se hicieron con el control de prácticamente la mitad sur de África, consiguiendo un antiguo sueño: unir territorialmente Egipto con Sudáfrica –independientemente de la formula que se usara para su gestión-.

Turquía

El tratado con el Imperio turco fue uno de los más duro, país que no lo reconoció hasta 1923. Se les permitió un ejército de solo 50.000 hombres, y sus pérdidas territoriales fueron las mayores. Perdió Tracia, a excepción de Estambul, pero el Bósforo dejó de estar controlado por Turquía para convertirse en aguas internacionales. Esmirna, en la costa turca, pasó a Grecia; y las islas del Dodecaneso a Italia. En el Próximo Oriente perdió la gran mayoría del territorio. Siria, Irak, Líbano, Palestina y Transjordania pasaron a Francia e Inglaterra bajo la fórmula de mandatos, que ya se las habían repartido previamente. Armenia se independizó, y quedó prevista la creación del Estado del Kurdistán que no llegó a cuajar.

Al igual que habían desaparecido tres imperios Europeos -el ruso, el austrohúngaro, y el alemán-, el Sultán y el Imperio turco desaparecieron, y pasó a convertirse en una República, la actual Turquía, dirigida por Mustafa Kemal Atatürk, que comenzó la democratización y europeización del país.

La Sociedad de Naciones

La Sociedad de Naciones, propuesta de Wilson, y que ya ha sido nombrada en múltiples ocasiones, no estuvo tampoco libre de disputas y de desacuerdos. La idea trataba de crear una organización que reuniera a todas las naciones para salvaguardar la paz, e impedir un nuevo conflicto. Era una especie de organismo, como las antiguas conferencias, pero que contaría con un reglamento de actuación, y una estabilidad permanente.

La Sociedad de Naciones o SDN se compuso de una Asamblea en donde todos los países estaban representados, una Secretariado, y un Consejo –órgano que debía hacerse cargo de indagar y proponer soluciones sobre los asuntos internacionales-.

El verdadero problema vino de éste último, el Consejo. ¿Quién debía componerlo? A excepción de Alemania, que quedó fuera por mutuo acuerdo de todos, el resto de líderes tenían sus propias ideas. Los americanos y los ingleses pensaban que el Consejo debía ser un pequeño comité, con los países más poderosos, pues consideraban que no era lógico dejar las grandes decisiones a pequeños países. Los franceses, en cambio, querían que el órgano tuviera un tamaño mayor, ya que pensaban que cuanto más miembros, más posibilidad existía de que hubiera más castigos hacia Alemania en el futuro. Se acordó, finalmente, que estaría compuesto cinco miembros permanentes: Francia, Reino Unido, Italia, Japón –que solicitaron que no existiera motivos raciales para su exclusión- y los Estados Unidos. Además habría cuatro miembros electos, aunque la forma de elegirlos quedó en el aire, y a lo largo de la existencia de la SDN el número aumentó. Además, los Estados Unidos nunca llegaron a ocupar su puesto, ya que, cuando Wilson volvió a los EE.UU, el Congreso consideró que Europa era algo ajeno a ellos, que no se iban a supeditar a ningún organismo, y ni siquiera ratificaron el tratado de Versalles, dejando a un lado los problemas europeos para vivir en su propio territorio «los felices años veinte».

¿Y cómo se harían cumplir las decisiones de la SDN? Los franceses querían crear una fuerza internacional para ello, mientras que Wilson consideraba que si existía una fuerza internacional, ello daba potestad a la SDN para declarar la guerra, por lo que entraban en incompatibilidad con la constitución americana, pues la guerra solo la puede declarar el Congreso norteamericano.

¿Y qué funciones tendría? Supuestamente debía dar soluciones a disputas internacionales, pero, para las grandes potencias, las disputas internacionales entre pequeños países eran más peligrosas que las suyas propias. Que todos los Estados se opusieran en conjunto contra aquel Estado que transgrediera la independencia de otro no era visto con buenos ojos. El ministro inglés no estaba dispuesto a permitir que las disputas de los Estados del Este hicieran que el Reino Unido volviera a entrar en cualquier otra guerra.

La verdad es que la gran mayoría creía poco en este organismo, y tal y como demostraron los franceses, pensaban que la única forma de mantener la paz era mediante la armada. Y de hecho, estos últimos ni siquiera quería una Sociedad para solucionar conflictos, sino más bien para mantener su propia seguridad, por ello insistieron –sin conseguirlo- en que en el pacto de la Sociedad se incluyera la culpabilidad alemana, algo insólito en una Sociedad que debía velar por la paz y las buenas relaciones.

Al final, para no alargar más la Conferencia, se dejó todos los temas de discusión a un lado, y el Pacto de fundación de la Sociedad de Naciones fue un documento insípidos, y carente de contenido, que ni siquiera llegó a convencer a todos.

Las consecuencias de la paz

Poco tiempo después se observó que, como muchos dijeron, las decisiones de la paz habían sido equivocadas, quizás porque los estadistas reunidos en París, pese a su capacidad, no observaron con detenimiento que la Gran Guerra había acabado con el mundo decimonónico, y que el futuro sería distinto.

Entre aquellos que vieron el error que se estaba cometiendo estuvo el economista Keynes, quien estuvo en la delegación británica, y que acabaría por dimitir de ésta, al considerar que las decisiones que se estaban tomando acabarían por perjudicar económicamente a todos, y que lo plasmó en su escrito «Las consecuencias económicas de la paz». Y ello llevó también a que en los años veinte se comenzara a gestar la época de las dictaduras que alcanzó su máximo exponente en los años treinta, que dieron al traste con todo lo decidido en París. Y ello pese a que los años posteriores a la Conferencia, el mapa europeo se llenó de democracias.

Pero incluso las propias democracias se centrarán en su política interior, prefiriendo dejar disputas internacionales ajenas a un lado, mientras no les perjudicaran en demasía. Estados Unidos directamente se desentendió de cualquier decisión tomada en París, y Gran Bretaña fue alejándose de Europa conforme pasaron los años. Y Francia, temerosa siempre de Alemania, realizó una red de alianzas –la Pequeña Entente- con los nuevos Estados surgidos en 1919 – Polonia, Checoslovaquia, Rumania y Yugoslavia-.

Y tampoco la Sociedad de Naciones lograría lo que era su cometido. Fue un fiasco desde el primer año de su creación, cuyas decisiones no fueron respetadas por aquellos Estados que se consideraban agraviados por los tratados –y ni siquiera por Francia, que como hemos visto, creó alianzas por cuenta propia-. Y tampoco tuvo asistencia económica para apoyar a los recién creados nuevos Estados. Además, de poco valía una Sociedad de Naciones en donde dos de los Estados más importantes no se les permitía la entrada: Rusia y Alemania. Así, que el sueño de que en el futuro las guerras acabarían, y todo conflicto sería resuelto democráticamente, solo quedó en los ideales de unas democracias que se fueron reduciendo a lo largo del tiempo, y que acabaron por plantearse si los acuerdos de París habían sido los mejores.

Desde el principio, los alemanes calificaron al Tratado de Versalles de Diktat. La República de Weimar -la joven democracia alemana- tuvo que hacerse cargo de multitud de deudas –las propias de la guerra, las reparaciones que se le impusieron, y el endeudamiento posterior-. Ello no contribuyó a estabilizar la República, que acabó deteriorándose hasta que finalmente el Partido Nazi llegó al poder, y que fomentó la humillación del Tratado para ganarse a la población alemana. Pero de hecho, los alemanes no se podían sentir de otra forma. Se consideraban totalmente engañados, puesto que se les trató como una potencia derrotada, cuando en realidad ningún ejército Aliado llegó a penetrar en territorio alemán, sino todo lo contrario. El ejército, que aún era optimista en ganar la guerra, se sintió vilipendiado por los nuevos políticos de Weimar, al considerar que se rindieron.

Pero la verdad era que Alemania tampoco quedó tan mal parada, al menos desde un punto de vista estratégico. Mientras Rusia, Polonia, Checoslovaquia estaban luchando por organizar sus nuevos Estados, Alemania seguía siendo el Estado mayor de Europa central, y desde luego en ningún caso podrían frenar a Alemania en una nueva guerra. Ni siquiera Francia podía ser rival –quizás por ello Clemenceau presionó en todo momento por acabar con Alemania-.

¿Y el resto de Estados europeos? Todos los países, incluida Alemania, tuvieron problemas económicos –y Austria incluso una crisis de hambre, al ver reducida sus cosechas-. Volver a reconstruir las economías dañadas durante la guerra no era fácil, en especial, los mercados internacionales. A ello se le sumaba que las únicas industrias en pleno funcionamiento, las de guerra, ya no eran necesarias, y, por tanto, también cerraron. Y en muchos casos, como Francia, debieron de reconstruir infraestructuras destruidas durante el conflicto –algo que Alemania no tuvo que hacer-. Ello ocasionó una inflación monetaria –dejándose ahora el patrón oro-, que fue especialmente dura en Alemania.

Solo Japón y Estados Unidos sacaron beneficios de todo esto, que aunque ligeramente perjudicados por la guerra, se recuperaron velozmente. Estados Unidos comenzó a vivir una década de esplendor que solo acabaría en 1929.

¿Hasta qué punto las reparaciones de guerra ocasionaron una crisis económica en Alemania? Las reparaciones aumentaron a 6.600 millones de libras, una cifra muy superior a la capacidad de pago alemana, pero se les permitió que una gran parte se pagara una vez que Alemania diera señas de recuperación. Así, que solo moralmente lo podían considerar intolerable, pues la realidad fue que el pago podía ser más o menos llevadero. Solo los primeros años Alemania encontró problemas para hacer frente a las cuotas, debido a la inflación, y pese a que se solicitaron varias moratorias para equilibrar el marco, los franceses se negaron a aceptarlo, y por ello en 1923 Francia y Bélgica ocuparan la cuenca del Ruhr para garantizarse el pago.

El comité de reparaciones, a instancias de Charles C. Dawes, más tarde vicepresidente americano, creó el Plan Dawes, que reducía las cuotas anuales a pagar. Sin embargo, Alemania hizo los pagos con dinero prestado. En total se llegaron a solicitar 28 billones de marcos, de los que solo 10,3 fueron para pagar reparaciones. De esta manera, Alemania comenzó a vivir de un dinero que no era suyo, sino en su mayor parte de los Estados Unidos. Cuando en 1929 el crack se produjo, el dinero dejó de fluir a Alemania, y ocasionó una crisis que no se debía del todo a las reparaciones de guerra. Y de hecho, en mayor o menor medida, todos los países estaban endeudados, y se vieron afectados por el crack.

Autor: D. Gilmart, publicado el 13 de julio de 2011

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