La crisis del Antiguo Régimen (II): guerra y revolución

Bajo el atroz ruido del cañón francés, los diputados reunidos en Cádiz proclaman la Constitución. ¡Viva la Pepa!, grita la muchedumbre por las calles de la ciudad andaluza pese a la lluvia de aquel 19 de marzo del año de nuestro Señor Jesucristo de 1812, día de San José. “Amaneció por fin la hermosa aurora que tanto ansiábamos; el glorioso nombre de la Constitución española resuena en las Cortes, y se difunde por todos los ámbitos de las Españas. Hoy acaba la tiranía que por tantos siglos con su cetro de hierro nos abrumó; hoy empieza la época fausta en que la justicia levanta sobre las ruinas del despotismo su trono liberal…”, recogía en el diario de sesiones el presidente de las Cortes aquel día de júbilo. El periodo que transcurre entre 1808 y que culmina en 1814 estuvo marcado por una guerra, llamada de la Independencia, por una revolución de carácter liberal, y por un reinado, el de José I, que pretendía la reforma del Antiguo Régimen.

 

4. El inicio del conflicto. El levantamiento de 2 de mayo

Cuando el ahora ya Fernando VII, tras la abdicación de su padre en Aranjuez, llegó a Madrid, la capital estaba controlada por las tropas francesas dirigidas por el mariscal Murat, quien aspiraba a convertirse nada menos que en el futuro rey de España. ¡Altas aspiraciones para el hijo de un posadero! Pero la Revolución había dado nuevas oportunidades y el destino podía deparar lo impensable. ¿Acaso Napoleón no estaba destinado a ser un mero teniente de artillería y acabó por rendir Europa a sus pies? Sea como fuere, para aquel entonces, los ánimos del pueblo llano ya estaban caldeados debido a la presencia, desde hacía meses, de las tropas francesas que se alimentaban sobre el terreno y habían dejado a un lado todo tipo de cortesía. Fernando, que parece que confiaba en el emperador, hizo emitir un bando en el que el reyno puede menos de advertir y asegurar por última vez a sus vasallos que deben vivir libres de todo rezelo…”. Sin embargo, el emperador hacía tiempo que ya tenía sus propios planes para el reino español: sustituir a los Borbones. Fue Murat quien se encargo de que Fernando aceptara reunirse con el emperador, pues su padre, Carlos IV, había solicitado a Napoleón que mediara entre él y su hijo. Fernando aceptó la reunión, aunque no parece que en aquel momento conociera el motivo del encuentro. En abril de 808 salió de Madrid, no sin antes dejar al mando a una Junta de Gobierno.

El punto de reunión fue cambiando y Fernando acabó cruzando la frontera con Francia hasta llegar a la localidad de Bayona. Allí ya estaba su padre. También llegaron en los días siguientes el resto de la familia real, pues Murat se había encargado de enviarlos a todos desde Madrid, incluido a Godoy, quien hasta ese momento se encontraba prisionero. En aquel municipio francés, nos dice Miguel de José de Azanza, Fernando por “respeto filial le hizo de devolverla [la corona], y poco después el Rey su padre, la renunció, en su nombre y en el de toda su dinastía a favor del Emperador de los Franceses, para que éste, atendiendo al bien de la nación, eligiese la persona y dinastía que hubiesen de ocuparla en adelante”. El elegido, por inesperado que fuera para Murat, fue el hermano de Napoleón, José, que por aquel entonces era rey de Nápoles. Nuestro observador, Azanza, considera que la cesión del reino en las llamadas abdicaciones de Bayona se hizo por el bien de este y de quienes lo habitaban, garantizándose “conservar la absoluta independencia y la integridad de la monarquía española, como de todas sus colonias, ultramarinas, sin reservarse ni desmembrar la menor parte de sus dominios”. Parece olvidar que en realidad fue una compra venta y que tanto padre como hijo se garantizaron un retiro dorado en el país galo.

Las flores de lis fueron borradas del blasón real y sustituidas por el águila imperial. Sobre las Españas e Indias reinaba desde aquel momento José I Bonaparte. No aspiraba este a gobernar de forma absoluta o al menos de acuerdo al Antiguo Régimen, sino al modo en que lo hacía su hermano en Francia. Trató de llevar una política reformista donde se combinara la tradición con las ideas más moderadas del liberalismo. Por ello inició un amplio programa de reformas, cuya base era el Estatuto de Bayona, en realidad una carta otorgada que el propio Napoleón entregó al reino tras convocar una junta de notables españoles. En esta “constitución” apenas se esbozaba una tímida división de poderes, y en poco alteraba la estructura social. En cualquier caso, la legislación de José se encaminó a la expropiación de los bienes de la Iglesia e, incluso, de los Grandes de España; y también estableció una nueva administración territorial. Además de ello, su hermano –y esto era una injerencia que José I tuvo que soportar cada día de su reinado- realizó una serie de decretos con el mismo objetivo: abolición de la Inquisición, disolución del Consejo de Castilla, reducción de conventos, abolición de señoríos y abolición de aduanas interiores.

José jamás pudo gobernar en realidad. Antes de que la corona recayera en él y mientras las abdicaciones tenían lugar, en Madrid el pueblo sospecha que la familia real y el propio rey estaban cautivos por el pérfido Napoleón. Que Godoy también hubiera sido puesto en libertad, tampoco presagiaba para estos nada bueno. El 2 de mayo de 1808, en un Madrid con tropas francesas controlando la capital, los últimos miembros de la familia real partían hacia Bayona, y precisamente el berrinche del más pequeño, Francisco de Paula, acabó por hacer que el pueblo de Madrid y, en concreto, las clases bajas se apresuraran a levantarse contra el francés. Un testigo presencial, José Mor de Fuentes, indica que apareció “una mujer de veinticinco a treinta años, alta, bien parecida, tremolando un pañuelo blanco; se pone a gritar descompasadamente: armas, armas, y todo el pueblo repitió la voz, yendo continuamente a más el furecimiengo general”. Murat, que tenía ordenes del propio Napoleón de no amilanarse ante lo que sucediera, emprendió una dura represión tal y como representó el aragonés Francisco de Goya en conocidas pinturas como la Carga de los Mamelucos y los Fusilamientos del 3 de mayo. Era la venganza por la sangre francesa vertida, según el mariscal francés.

De nada sirvió tal represión. Mientras “en Madrid está corriendo a estas horas mucha sangre”, el alcalde de Móstoles, Andrés Torrejón, emite un bando en el que llama a las autoridades del reino a levantarse contra el francés, afirmando que Fernando VII se encuentra en cautiverio, quien a partir de aquel momento será apodado como “el Deseado”. Nunca llegaron a conocer que por aquel entonces Fernando se dedicaba a escribir cartas a Napoleón solicitándole que le adoptara como hijo. Sea como fuere, el bando llegó a diversos puntos del reino. Ciudades y pueblos empezaron a levantarse contra los franceses. Comenzaba la llamada Guerra de Independencia.

¿Por qué el pueblo llano quería con gran insistía a Fernando como rey? ¿Por qué no se podía aceptar a José I cuando cien años antes llegó al trono otro francés, Felipe V? La idea del pueblo de que Fernando es el legítimo monarca se debe a que se había depositado en este la solución a la crisis, en concreto de hambre, que había en el reino y de la que se había culpado a Godoy. Ahora Godoy estaba en libertad, mientra que Fernando, se decía, estaba en cautiverio.

Pero más allá de rumores, las abdicaciones eran legítimas, y así se apresuraron a reconocerlo el Consejo de Castilla, la Junta de Gobierno y una multitud de autoridades civiles y militares. En efecto, desde la óptica tradicional del Antiguo Régimen, la soberanía provenía de dios, que la depositaba en los monarcas; por tanto, el pueblo nada debía reprochar sobre lo que hacían o deshacían los príncipes. Sin embargo, inconscientemente el pueblo llano había tomado, y aquí está el significado de los levantamientos, el principio liberal de la Soberanía Nacional, y se había arrogado el derecho a elegir a la persona que les debía gobernar. Precisamente el pueblo llano fue el que hizo que la mayoría de los dubitativos nobles y oficiales del ejército, ante tal panorama, decidieron coger el bando de los patriotas. José I, al que entre diversos insultos le llamaban Pepe Botella, quedaba solo, más allá de un grupo de ilustrados que fueron peyorativamente conocidos como los afrancesados.

Se iniciaba de esta manera, entre 1808 y 1814, dos hechos en paralelo. Por una parte, un conflicto armado de lucha contra el francés, pero por otro lado una revolución de carácter liberal que pretendía desmontar el Antiguo Régimen.

 

5. El conflicto armado: la guerra contra el francés

Unos cincuenta años después del conflicto, la historiografía nacionalista llamó al acontecimiento “Guerra de la Independencia”. Pero la guerra jamás tuvo como objeto tal cosa. Los contemporáneos del acontecimiento bélico aludían a este como la guerra contra el francés; el lema ¡muera el francés! estaba en boca de aquellos españoles que combatían. No puede ser una guerra por la independencia en tanto que el país seguía siendo un Estado soberano. El reino seguía existiendo, pues no estaba anexionado a Francia y, de hecho, seguía teniendo una monarquía, en este caso en manos de José I. Las abdicaciones de Bayona habían sido totalmente legales como ya hemos aludido antes. El país nunca fue en realidad conquistado; las tropas francesas tenían permiso para estar en el suelo español, primero con la monarquía de los Borbones y luego con la de José I. Se podría alegar, ¡cómo no!, que en realidad se trataba de un Estado títere de Francia; sí, así era, pero no podemos olvidar que desde que Godoy firmó el primer tratado de San Ildefonso, España interpretaba este papel.

En definitiva, el conflicto fue una lucha contra los ejércitos franceses y por el retorno de Fernando. Además, se la puede considerar una guerra civil en tanto que una pequeña parte del ejército y de la sociedad española aceptaron a José como rey. La guerra rozó, por tanto, tintes xenófobos hasta el punto que del odio al francés surgió la identidad española. Como rezaba un catecismo popular de la época, español quiere decir “hombre de bien” y tenía tres tareas que cumplir: “ser cristiano católico apostólico romano, defender su religión, su patria y su rey, y morir antes de ser vencido”; los franceses, en cambio, eran “los antiguos cristianos, y los herejes nuevos”.

Sea como fuere, los franceses llegaron a tener hasta 300.000 soldados desplegados por España, aunque tal cifra fue tan solo en un momento puntual. En otras palabras, los soldados desplegados en la Península fueron menos la mayor parte del tiempo y, además, fueron tropas de segundo orden. Por otro lado, el ejército español, que en su mayor parte no aceptó a José I, disponía a lo mucho de 100.000 hombres. Una fuerza muy inferior a la francesa, pero que contó siempre con la colaboración del pueblo. No solo eso, sino que se formaron guerrillas, cuyos integrantes procedían de los estratos más bajos de la sociedad, y que acabaron por convertirse en auténticos regimientos al final de la guerra. Debemos sumar, además, los efectivos ingleses. No obstante, las tropas inglesas, más que el apoyo a los patriotas contra el francés, llevaron su propia guerra contra Napoleón al suelo portugués y español.

El conflicto bélico, que fue cruento tal y como Goya lo representó en la colección de grabados conocida como los Desastres de la Guerra, lo podemos dividir en tres fases. La primera de ellas abarca el año 1808, desde el acontecimiento del dos de mayo. Se caracteriza por levantamientos de la población en diversas ciudades y pueblos del territorio español que tuvieron que ser sofocados por los franceses, existiendo algunas ciudades que lograron resistir y que fueron sitiadas. Es el caso de Gerona y, especialmente, Zaragoza, en cuyo primer sitio los franceses tuvieron, incluso, que retirarse. Plasmaría esta lucha de la inmortal Zaragoza, con gran genio, el prolífico Benito Pérez Galdós en sus Episodios Nacionales: “Los generales franceses se llevaban las manos a la cabeza diciendo: esto no se parece en nada a lo que hemos visto. En los gloriosos anales del imperio se encuentran muchas partes como esta: hemos entrado en Spandau; mañana estaremos en Berlín. Lo que no se había escrito es: después de dos días y dos noches de combate hemos tomado la casa número uno de la calle Pabostre. Ignoramos cuándo se podrá tomar la número dos.” Era la primera vez que el ejército francés no podía tomar una ciudad, lo que suponía una primera victoria moral no solo en España sino para el resto de Europa. A esta se le sumó la victoria del ejercito español comandado por Castaños en la Batalla de Bailén (Jaén). Por primera vez un ejército francés era derrotado en el campo de batalla. Independientemente de que las tropas francesas, en muchos casos, no estaban curtidas en el combate, la victoria fue un balón de oxígeno para todos los enemigos del emperador francés: el Gran Ejército podía ser derrotado.

La segunda de las fases de la guerra abarca desde finales de 1808 hasta abril de 1812. Podemos calificarla como una guerra de conquista. El propio emperador de los franceses, Napoleón, llegó con su ejército para auxiliar a su hermano. Realizó una campaña acabando con los núcleos de resistencia del norte peninsular, aunque el levantamiento que se produce en Austria provocó que saliera precipitadamente sin poder poner Andalucía bajo la soberanía de su hermano. En cualquier caso, gran parte del ejercito napoleónico se quedó en suelo peninsular y logró en los meses siguientes el dominio de la mayor parte del territorio, exceptuando lugares concretos como Cádiz, en donde se refugió la Junta Central. También es cierto que el dominio francés era siempre precario, pues en gran parte del reino tiene lugar una guerra de guerrillas en la que se hostiga continuamente al ejército francés, sin que se produzca combate en campo abierto.

La tercera fase se inicia en abril de 1812. El zar de Rusia, Alejandro I, declaró la guerra a Napoleón. Este tuvo que hacerle frente, para lo cual comenzó a sacar tropas de España. Ello se acentuó cuando el invierno ruso se le echó encima y sus tropas comenzaron a morir de inanición y frio. La retirada del frente ruso y las declaraciones de guerras por parte de Prusia y Austria llevó a Napoleón paulatinamente a sacar más y más tropas de España, lo que fue aprovechado para que el duque Wellington desde Portugal –que ya había perdido Napoleón- entrara en suelo español y derrotara a las tropas francesas en los Arapiles, expulsando a los franceses hacia la frontera pirenáica. El ejército español, entonces, avanzó por todos los frentes recobrando la soberanía del territorio.

A finales de 1813, Napoleón firmó el tratado de Valençay con Fernando VII: el emperador le devolvía el trono español. El Borbín pisó suelo español a principios de 1814, dando por concluida la guerra. Pero para sorpresa del monarca, el Antiguo Régimen había sido abolido por aquellos que habían luchado por su retorno.

 

6. La revolución liberal

El levantamiento del 2 de mayo en Madrid y, en general, de gran parte del país contra el francés se interpreta, y así se ha comentado anteriormente, como la toma de la Soberanía Nacional por el pueblo. Esa soberanía debía ser institucionalizada, pues el aparato administrativo del reino estaba controlado por parte José I, ya que muchos de los miembros pertenecientes a la aristocracia que ocupaban diferentes cargos dentro de esa administración, en concreto el Consejo de Castilla y la Junta de Gobierno, habían reconocido al Bonaparte como legítimo monarca o estaban observando la situación para posicionarse de uno u otro lado.

El pueblo llano fue el que se encargó de articular las juntas locales, eligiendo en la mayoría de las veces a miembros tanto de la nobleza como del clero, así como de la burguesía, y en menor medida personas de las clases más bajas. De esta manera, no solo seguían en el poder los dos antiguos estamentos, sino que entraba por primera vez el tercero. No pasó mucho tiempo para que estas juntas locales se pusieran en contacto entre ellas y formaran un total de dieciocho juntas provinciales con el fin sobre todo de coordinar una resistencia y lucha más eficaz. En ella existían representantes de las diversas juntas locales y de nuevo había presencia de miembros procedentes de los tres estamentos. Antes de acabar 1808, algunas de las juntas provinciales pretendieron convertirse en un Gobierno del país, denominándose como supremas. Es el caso de la Junta de Sevilla, que pasó a ser la Junta Suprema de España e Indias.

Sin embargo, en septiembre de 1808, las diversas juntas provinciales enviaron representantes para formar en Aranjuez la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino. Tenía 35 miembros y estaba presidida por el ya anciano Conde de Floridablanca, quien falleció poco después. La Junta Central, tras intensos debates, no llegó nunca a definir su naturaleza: ¿quizás una Regencia, como defendían los absolutistas? ¿un Gobierno? ¿Una Jefatura de Estado? Pero todavía mayor debate levantó las funciones que debían asumir. Para los absolutistas, no podían tomar grandes decisiones, sino solo aquellas encaminadas a resistir contra el francés y devolver al trono al que consideraban legítimo monarca, Fernando VII. En cambio, para los liberales, la junta debía ir mucho más allá y emprender reformas para establecer un sistema liberal. Al final se impuso esta última lógica tal y como comunicaba la Junta en el manifiesto de 26 de octubre de 1808: “Conocimiento y dilucidación de nuestras antiguas leyes constitutivas; alteraciones que deban sufrir en su restablecimiento por la diferencia de las circunstancias; reformas que hayan de hacerse en los códigos civil, criminal y mercantil; proyectos para mejorar la educación pública tan atrasada entre nosotros; arreglos económicos para la mejor distribución de las rentas del estado y su recaudación”. Pero otra cuestión se puso sobre la mesa: ¿estas reformas las debía emprender la Junta o las Cortes? En este último caso, ¿qué naturaleza deberían tener esas Cortes? Para los absolutistas, las Cortes debían ser estamentales como marcaba la tradición y sin apenas poder. Para los liberales, debían ser representativas, constituyentes y con poder legislativo. Se decantaron por convocar Cortes por estamentos, aunque otras cuestiones sobre la naturaleza y funciones de estas Cortes quedaron en el aire.

El desplazamiento de la Junta Central hasta Cádiz en 1810, único territorio que no estaba controlado por los franceses, hizo que este organismo se disolviera, no sin antes pasar su poder a un Consejo de Regencia con un menor número de personas, en concreto, cinco.

La Regencia, compuesta por elementos absolutistas, pretendió no reunir las Cortes, aunque esta ya habían sido convocadas por la Junta Central previamente a su disolución. Este Consejo, que no organizó la elección de los representantes de nobleza y clero, observó con estupor cómo a finales de año llegaban a la capital gaditana los diputados por el Tercer Estado elegidos en las diversas provincias. Estos presionaron a la Regencia para que abrieran las Cortes. En tanto que entre los representantes del Tercer Estado habían sido elegidos nobles y, sobre todo, clérigos, las Cortes quedaron constituidas antes de acabar el año. Los diputados electos que no pudieron llegar a Cádiz fueron sustituidos por personas de la misma procedencia que estaban en la ciudad, incluyendo a representantes de América. Este hecho provocó que la nueva cámara tuviera una tendencia claramente liberal, incluso cuando la mayor parte de los diputados eran sacerdotes, pero pertenecientes a las clases medias y, por tanto, partidarios de las ideas liberales. La minoría eran los absolutistas y los reformistas.

Nada más abrirse y una vez que los diputados juraron ante las sagradas escrituras sus cargos, las Cortes emitieron su primer decreto. En él, además de proclamar a Fernando VII rey y considerar que las abdicaciones eran ilegitimas en tanto que no habían contado con la aprobación de la nación, se proclamaron a sí mismas legislativas y soberanas. No solo eso, sino que la Regencia, al que se entregaba el poder ejecutivo, debía rendir cuentas ante la nueva Cámara, que se puso inmediatamente a legislar.

Los decretos se publicaban uno tras otro, pero entre ellos debemos destacar el que abolía los señoríos, en concreto los jurisdiccionales, retornando toda autoridad a la nación. Tal medida era el principio para abolir el Antiguo Régimen. También era un mazazo para la nobleza, que debería demostrar si aquellos señoríos que disfrutaban eran solariegos y, por tanto, mantener la propiedad de la tierra, de tal forma que las relacionados de carácter feudal con el campesinado pasaran a ser contratos privados. Se entiende que la mayor parte de este estamento se posicionara contra el sistema liberal.

En cualquier caso, la gran obra de las Cortes fue la Constitución de 1812, llamada también de Cádiz o más popularmente la Pepa (por haberse aprobado el día de San José). Declaraba la Soberanía Nacional y establecía la división de poderes. El poder ejecutivo recaía en el monarca, quien nombraba a sus secretarios de despacho, siendo estos últimos los que debían autorizar cualquier decisión del rey y respondían de ellas ante las Cortes. El poder legislativo lo compartían las Cortes y el rey, aunque en realidad a este último tan solo se le da el derecho al veto de la legislación durante dos años. Las Cortes se componían de una única cámara y eran elegidas por sufragio universal masculino, pero indirecto. Se establecía, en cualquier caso, una renta mínima para ser diputado. No existía una declaración de derechos, ni tampoco se había hecho un documento previo a la Constitución, pero los derechos de los ciudadanos, en concreto los llamados derechos naturales, se extendían a lo largo del texto. España tenía ahora un régimen liberal y las Cortes siguieron legislando dos años más.

Durante el periodo de la Guerra de la Independencia, hubo por tanto tres legitimidades distintas que aspiran a gobernar el Estado: liberalismo, absolutismo y el reformismo de José I. La primera, que acabamos de ver, pretendía devolver a Fernando VII al trono como rey constitucional. Pero no todos los que luchaban contra el francés pretendían este sistema de gobierno, pues muchos únicamente querían volver a sentar a Fernando en el trono absoluto. La revolución liberal la hizo, ante todo, la burguesía, pero el pueblo llano que la había iniciado en realidad, tan solo pretendía el retorno del rey. De hecho, en aquel catecismo que hemos mencionado antes, se condena a los franceses por “la falsa filosofía y la libertad de sus perversas costumbres”, es decir, el liberalismo. Por su parte, la política reformista de José I apenas era apoyada por unos pocos ilustrados.

Autor: D. Gilmart, publicado el 26 de noviembre de 2020

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