La dictadura de Primo de Rivera (I): la caída del régimen parlamentario
Hacia la una y media de la mañana del 13 de septiembre de 1923, los teléfonos de los principales periódicos de Barcelona comenzaron a sonar. Desde la Capitanía General de Cataluña, pese a las horas intempestivas, se invitaba a tales medios a acudir, una hora después, al edificio de la misma. Allí, a los periodistas que se habían congregado, Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella y capitán general de la región, les hizo entrega de un manifiesto, dirigido «al país y al ejército españoles», para que fuera incluido en los periódicos de aquel día. Se erigía en el cirujano de hierro que extirparía, en «nombre de España y el rey», los males que afligían a la nación. Mientras las rotativas paraban para acomodar el texto en las ediciones de la mañana, unidades del ejército tomaban en la ciudad condal telégrafos y teléfonos; se declaraba en el Principado el Estado de guerra.
En Madrid, el presidente del Consejo de Ministros, García Prieto, ya conocedor de las turbulencias que acontecían en Barcelona desde las primeras horas de la noche, informaba de los hechos en la misma madrugada a Alfonso XIII, en aquel momento de vacaciones en San Sebastián. El monarca restó importancia a lo que sucedía y recomendó no cesar a Primo de Rivera; toda una declaración de intenciones. Alfonso colgó el teléfono y no se volvió a poner al aparato pese a las insistentes llamadas que por la mañana y a lo largo del día le hizo el presidente. A las cinco de la madrugada, el Gobierno, reunido desde hacía horas en Consejo permanente, emitió un comunicado de prensa con lo que acontecía y afirmaba que el gabinete «cumple el deber de mantenerse en su puesto, que solo abandonará ante la fuerza si los promotores de la sedición se decidieran a arrostrar todas las consecuencias de sus actos». Concluían los ministros que ese mismo día el rey llegaría a Madrid.
Alfonso no volvió en tal fecha, lo que sumó todavía más incertidumbre a la situación. Las comunicaciones con Cataluña estaban interrumpidas. Las noticias, que publicaban los periódicos de forma apresurada el día 13, de lo que sucedía eran confusas y contradictorias: informantes, ministros y militares hacían continuas declaraciones en diversos sentidos. El Heraldo de Madrid ya anunciaba ese mismo día que en la capital del reino se constituiría un Directorio Inspector Militar para mantener el orden y consideraban que García Prieto ya había recogido sus bártulos. Del rey, nada se sabía. Aquel día 13, el Gobierno y el propio Miguel Primo de Rivera esperaban alguna reacción del jefe del Estado. Este tan solo envió a Primo un telegrama en donde le encomendaba mantener el orden en Cataluña; la balanza parecía inclinarse hacia los militares. El país tornó sus miradas hacia Palacio y Alfonso XIII saboreaba aquel momento al saber que en sus manos reposaba el futuro del país.
A las nueve y cuarto de la mañana del día 14, el tren que transportaba al monarca llegó a Atocha. En el mismo andén le esperaba el Gobierno, todavía presidido por García Prieto, marqués de Alhucemas, y otras autoridades. El rey bajó ataviado con uniforme de capitán general y, hechos los saludos oportunos, se subió junto al presidente a un automóvil que les condujo hasta el Palacio Real. Cuando llegaron al alcázar, una multitud de curiosos ya estaba congregada para intentar conocer de primera mano alguna novedad sobre los acontecimientos. Durante la conversación que monarca y político tuvieron, este último le expuso que el Consejo de Ministros había decidido destituir a los mandos sublevados y abrir las Cortes. El rey le contestó que debía reflexionar sobre el asunto. Era el eufemismo, en aquella España todavía de apariencias decimonónicas, para indicar sin hacerlo que abría consultas y que quizás el presidente debía presentar su dimisión. No se hizo esperar, en ese mismo momento García Prieto se apresuró «a devolverle respetuosamente los poderes con que me había honrado, presentándole la dimisión de todo el Gobierno». Así lo explicó el ya expresidente a los periodistas a las once menos veinte de la mañana en la Puerta del Príncipe.
Pocos minutos después, el capitán general de Madrid, Muñoz Cobos, entraba en Palacio. El rey le había citado tras bajar del tren. Este salió de la residencia real poco después para dirigirse a Capitanía y de allí de nuevo al alcázar. Cuando Cobos salió por segunda vez antes de la hora de la comida, el Estado de guerra había sido establecido y presidía un Directorio Militar interino, en donde estaban los miembros del cuadrilátero que le habían acompañado en su reunión con su majestad. Se disolverían en cuanto Miguel Primo de Rivera llegara a Madrid, pues había sido llamado para formar Gobierno.
El día 15, pocos minutos después del mediodía, Alfonso recibió a Primo de Rivera en Palacio, y allí tuvieron una primera charla. A las ocho de la tarde, tuvieron un segundo encuentro, en esta ocasión para que este jurara el cargo de jefe de Gobierno. Lo hizo ante el dimisionado ministro de Justicia y Gracia, el conde de López Muñoz. En apariencia, parecía un relevo constitucional más; en realidad, era el primer acto del montaje de la dictadura que puso fin a casi un siglo de parlamentarismo.
EL RUIDO DE SABLES
Aquel movimiento del ejército tampoco tomó por sorpresa al país. Generales juntistas ya habían intentado un golpe de Estado en 1920 al compás del locaut de la patronal en Barcelona. Desde principios de 1923, los rumores de golpe de Estado fueron habituales. En el verano de aquel año el ruido de sables era ensordecedor y se entremezclaron varias tramas en torno a militares juntitas y africanistas. En aquel entonces, se posicionaba para encabezar una reacción del ejército el teniente general más antiguo del país, tras el general Weyler, Franscisco Aguilera, presidente del Consejo Supremo de Guerra y Marina. Este gozaba en 1923 de bastante prestigio entre el sector juntista e incluso entre sectores de izquierda y ateneo, pues era partidario de la investigación sobre los responsables en el Desastre de Annual; sin embargo, la posición de Aguilera se esfumó tan rápido como recibió, literalmente, una bofetada en el despacho del presidente del Senado por parte del ministro de justicia, Sánchez Guerra. Aquel hecho estuvo pronto en conocimiento de la opinión pública, en concreto que ante tamaña ofensa Aguilar no había reaccionado, así que el ejército puso su hombría en tela de juicio. Había perdido la carrera por el puesto de dictador.
Fue entonces cuando la estrella de otro general empezó a brillar, la de Miguel Primo de Rivera. Este fue puesto en escena por la conspiración tramada por cuatro oficiales del sector africanista que reciben el nombre del cuadrilátero: José Calvalcanti, general de caballería; y tres de infantería: Leopoldo de Saro Martín, Antonio Dabán Vallejo y Federico Berenguer Fusté. Todos ellos tenían la pretensión de enterrar la investigación de Annual. Sin embargo, Primo de Rivera no era un militar africanista y, de hecho, defendía el abandono del protectorado marroquí. La elección de este se debió a las buenas relaciones que guardaban entre los dos sectores del ejército y, sobre todo, a su gran popularidad entre la burguesía catalana, proclive a que alguien acabara con el movimiento obrero. En 1923 el Gobierno ya sospechaba de Primo, pues estaba acumulando en Barcelona gran poder. Precisamente el requerimiento que hicieron a Primo para que se mantuviera en la capital del reino aquel verano permitió a este entrar en contacto con el cuadrilátero.
EL APOYO DEL REY
Las Cortes constituyentes de 1931, cuando ya el rey se hallaba exiliado y la República proclamada, dictaminó que «El ex rey, en el instante critico en que pudo colocar la fuerza que la Nación había puesto en sus manos al lado de la defensa de la Constitución y de los sagrados derechos del pueblo o frente a estos, prefirió rasgar sus juramentos, reemplazando al Gobierno constitucional por un arbitrario Gobierno absoluto» y le declaraban «culpable de alta traición», pues había ejercido «los poderes de su magistratura contra la Constitución del Estado». Aquel pronunciamiento de Primo de Rivera no hubiera tenido más recorrido si no hubiera sido porque Alfonso XIII lo alimentó.
El Conde de Romanones, convertido en una suerte de abogado defensor, pretendió exculpar a Alfonso desde la tribuna de las Cortes republicanas. El viejo político leyó un telegrama de Primo de Rivera que había enviado el día 14 a su homólogo en Madrid, Muñoz Cobos, en el que advertía que tenía la fuerza «que hemos empleado con moderación hasta ahora» y que en caso de que se les intentara frenar «le daríamos carácter sangriento». Determinaba el que había sido presidente que Alfonso, conocedor de tales amenazas, se vio presionado por la situación y había entregado el poder a los militares para evitar males mayores. De hecho, en la sección de rumores del Heraldo de Madrid se publicó que los «elementos directivos del movimiento estaban decididos a plantear al rey el dilema de que o caía del lado de ellos, o se llegaría a la proclamación del príncipe de Asturias como soberano de España». El Sol, el mismo día 13, entrevistó a uno de los miembros del cuadrilátero, a los que consideraba los directores del golpe en Madrid, quien declaró que el Gobierno mentía cuando había dicho que aquella reacción era solo en Cataluña y apoyado de forma aislada: «puede usted asegurar que están acordes, unánimes y perfectamente compenetradas absolutamente todas las guarniciones de España». Ante la pregunta del periodista si también la de Madrid, el anónimo miembro del cuadrilátero aseguraba que sí.
Lejos de lo que publicara la prensa y dijeran algunos de los militares, Primo de Rivera tan solo contaba con las unidades que él dirigía en Cataluña; no consiguió el apoyo explícito del resto del ejército más allá de evasivas. Así lo reconoce el propio Conde de Romanones y del mismo modo lo expresaba el propio telegrama que leyó. Tan solo el gobernador militar de Zaragoza, José Sanjurjo -protagonista de diversas intentonas golpistas en el futuro-, declaró también el Estado de guerra en la capital del Ebro. En declaraciones a El Sol, el capital general de Madrid, Muñoz Cobos, comunicaba que había indicado al Gobierno que el ejército «está en sus cuarteles dispuesto a garantizar el orden y que, por tanto, no hay temor alguno”. El resto de capitanes generales, y así lo confirmaron estos a Palacio, mantenían su adhesión al rey y esperaron a que el comandante en jefe, el rey de España, se pronunciara al respecto: «Nosotros -el ejército- no hemos hecho otra cosa que encauzar el movimiento que estaba a punto de estallar en forma perturbadora. España, identificada con nuestros anhelos, secundará esta acción, y el rey, que es la suprema encarnación de la Patria, decidirá» manifestaba uno de los conspiradores a La Acción. Al fin y al cabo el ejército había jurado lealtad al rey y así se lo recordaba el propio Alfonso el año anterior en un discurso en Las Planas: «Yo os ruego que os acordéis siempre que no tenéis más compromiso que el juramento prestado a vuestra patria y a vuestro Rey». Por tanto, por mucho que Romanones considerara que el ejército no se pronunció en contra de Primo y que aquello era una afirmación silenciosa, la realidad es que Alfonso tenía en ese momento la capacidad de volver contra Primo de Rivera al resto del ejército. El monarca era consciente, como manifestó en una entrevista en 1924 en el Daily Mail que: «la acción era en sí anticonstitucional y yo era el único que tenía poder de regularizarla si la juzgaba conforme a los intereses del país». Lo que hizo el rey fue desoír al Gobierno de García Prieto y decidió —porque interpretó que lo hacía por el bien de España— entregar a Primo de Rivera el poder y entonces el ejército cerró filas en torno a Alfonso.
¿Estuvo el rey implicado en tal trama? No lo sabemos. Ante García Prieto, el rey lo negó nada menos que tres veces como San Pedro. Según declaró él mismo a los embajadores francés y británico, él no había tenido nada que ver con el golpe. Primo de Rivera exclamó que el rey «fue el primer sorprendido y esto ¿quién mejor que yo puede saberlo?». A la salida de palacio del día 14, uno de los miembros del cuadrilátero, el general Cavalcanti, al ser preguntada la comitiva militar si el rey había nombrado el directorio, este expuso que «lo que ha hecho es aceptarlo porque el Directorio estaba ya formado». Quizás le tomó por sorpresa, pero el monarca tuvo que ser conocedor de que algo se tramaba en el seno del ejército, al menos desde el verano de aquel año 1923. Da la casualidad de que todos los miembros del cuadrilátero tenían, de una manera u otra, relación con el entorno de Palacio. No solo eso, sino que el propio soberano había advertido a García Prieto de la que se avecinaba en aquella madrugada del día 13 de septiembre, lo que demuestra que para aquel entonces tenía más información que el propio Gobierno.
Estuviera implicado o no, lo cierto es que Alfonso había confiado siempre más en el ejército que en los políticos. En todas las crisis en que los diversos Gobiernos tuvieron que enfrentarse con el estamento castrense, el rey siempre mostró estar de lado de este. Hacía ya tiempo que desde el ejército se le había sugerido que encabezara un gobierno militar, de hecho así se lo pedía en diversas cartas Fernando Primo de Rivera, tío de Miguel, con el que tenía una estrecha amistad: «apartar temporalmente, o mejor aún permanente, a estos hombres —los políticos— de toda función directiva». Lo que le proponía era un Gobierno «formado por técnicos, bajo la presidencia de un hombre de entereza y carácter, que acometiera la obra de encauzar todo lo que está fuera del cauce, por medio de decretos que tuvieran fuerza de leyes».
Había muchos hombres de “entereza” como hemos indicado antes, entre ellos el propio Alfonso que en 1923 también empezó a urdir su propia trama para barrer a los políticos de la Restauración. Confesó a Antonio Maura sus pretensiones de hacerse cargo directamente de los asuntos del país, pues pretendía que el ejecutivo lo asumiera la Junta de Defensa Nacional que estaría encabeza por él mismo. Por si aquel golpe de fuerza no salía bien, incluso había planeado que se le adelantara al principie de Asturias la mayoría de edad para que asumiera el trono y que la monarquía continuara como si nada hubiera pasado.
La personalidad del rey y sus constante intromisiones en el Gobierno ya eran conocidas. Dejó de manifiesto antes de llegar al trono que de él dependería si era «un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros» o la de tomar las riendas de la regeneración del país. Pretendió tomar esta última vía y acusó en más de un momento a los políticos de su incapacidad para tomar medidas ante los acuciantes problemas del país. Sin embargo, a diferencia de lo que las Cortes de 1931 declararon, no parece que hubiera tendido hacia el poder absoluto desde los primeros instantes de su reinado. Todavía en un discurso en Córdoba en 1921, en el que se quejaba de que «el rey no es absoluto y no puede hacer otra cosa que autorizar con su firma que los proyectos vayan al parlamento, pero no puede hacer nada para que salgan de allí aprobados», Alfonso hacía un llamamiento a las provincias para «comenzar un movimiento de apoyo a su Rey y a los proyectos que sean beneficiosos, y entonces el parlamento se acordará que es mandatario del pueblo, porque eso significa el voto que dais en las urnas». Precisamente, lo que estaba haciendo era animar a la ciudadanía a que presionara para que el parlamento comenzara a hacer su trabajo. Como decía en ese mismo discurso, «no me han de coger en una falta constitucional». Paradójicamente, cuando ese parlamento empezó a hacer su labor y abrió la investigación sobre Annual fue cuando quedó clausurado y eliminado.
En efecto, a la altura de 1923, Alfonso ya no solo puso en duda a los políticos, sino también al sistema parlamentario y a esa constitución que el decía respetar: «el gran problema es saber si el gobierno parlamentario tiene poder suficiente para defender el actual orden de cosas contra la idea soviética», espetaba en 1925 en plena dictadura. Cuando tuvo la oportunidad, lo barrio; y en 1933 se justificaba afirmando que «acepté la Dictadura militar porque España y el Ejército la quisieron para acabar con la anarquía, con el desenfreno parlamentario y la debilidad claudicante de los hombres políticos. La acepté como Italia tuvo que acogerse al fascismo porque el comunismo era su inmediata amenaza…». Ese mismo año afirmó que «el marxismo, el sindicalismo y el anarquismo, que constituían fuerzas larvadas, se transformaron en potencias organizadas para la acción directa contra el capitalismo y el Estado burgués, que constituían la sustancia del sistema liberal y democrático»; se preguntaba entonces «¿qué podía hacer un Rey al que obligaba la lay fundamental a mantenerse en silencia y a estar pendiente de las votaciones del Parlamento?» Dos años antes de estas declaraciones afirmó que «sería necesario ser muy inocente para imaginarse que un simple rey constitucional puede batirse contra las fuerzas de la destrucción…». En cualquier caso, parecía más bien que estaba contra la lentitud parlamentaria: «yo afirmo que no me pronuncio contra el sistema parlamentario -no se trata ahora de un principio que no respeto-, sino solamente de las lentitudes de la máquina parlamentaria», espetó en una entrevista en Le Temps en 1924. Por ello, aunque parezca un ejercicio de total cinismo, llegó a declarar ante el embajador francés: «Si yo soy en estos momentos un dictador, en realidad soy uno muy constitucional y demócrata». En cualquier caso, la voluntad del pueblo no se interpretaba por medio de unas elecciones tal y como manifestó en aquella misma entrevista en el diario galo: «No siempre hay que recurrir a votos para conocer lo que quiere un pueblo. Sábese por las variadas manifestaciones de sus tendencias, de sus sentimientos, lo que piensa y desea. Las elecciones, además, no son siempre la expresión neta del sufragio universal. Esa expresión es […] preparada, retocad a por el ministro de la Gobernación».
EL APOYO Y EL SILENCIO DE LA SOCIEDAD
El rey, de una cosa estamos seguros, no asumió nada que la opinión pública no pensara: que el cirujano de hierro se encontraba en el ejército. Diversos sectores sociales asimilaron que sería el ejército y el cirujano que estos pusieran quienes resolverían los problemas del país. El diario católico El debate pedía una dictadura, aunque sorprendentemente proponían al liberal Conde de Romanes a su cabeza. Desde el reformismo progresista y su diario El Sol se porfiaba en que «sobre el Ejército caería el honor de haber dado el empellón definitivo” de crear “una España más noble y fértil que la vieja y ruinosa en que nacimos». Como sostenía Antonio Maura, dar paso al ejército era un mal menor. No se esperaba, en ningún caso, que la operación quirúrgica durara más de unos meses; el propio Primo de Rivera anunció a la prensa, una vez que asumió el gobierno, que no estaría más de noventa días y que su etapa al frente del ejecutivo sería un paréntesis en la historia de España.
Desde La Acción se defendía el día 13 que «El ejército interpreta el sentir de España» y asumía que el país recibe a esta reacción con «simpatía porque tiene la esperanza de verse libre de los políticos profesionales». Precisamente, esa pretensión de librarse de los políticos, que es decir lo mismo que acabar con el corrompido sistema de la Restauración, era lo que unía a todos los sectores sociales. No obstante, cada uno asimiló que aquel golpe asumía sus propios intereses de una forma u otra. Al fin y al cabo, al cirujano no se le atribuía ninguna orientación política concreta. El propio manifiesto que Primo emitió aquella madrugada del 13 de septiembre estaba lleno de ambigüedades: se posicionaba contra los partidos del turno, contra la corrupción del sistema y la conflictividad social; de igual modo, buscaba alguna resolución del conflicto de Marruecos; así pues, iba asumir el gobierno hombres «que representen nuestra moral y doctrina», aunque no se aclara cual era esta.
Los primeros que manifestaron su adhesión al golpe fue la patronal: «A los patronos españoles: En estos graves momentos de saludable planteamiento del noble afán de dar fin a la pesadilla, de nuestro desgobierno, la Confederación Patronal Española requiere el concurso de todos los intereses y Empresas industriales, agrícolas y comerciales, para lograr el definitivo triunfo del interés nacional, frente a la inmoralidad administrativa y a las concupiscencias de los gremios y clientelas políticas». Cínicamente, proseguía «Nos sumamos al movimiento iniciado por los elementos militares porque no se aspira a un predominio de clase, sino a la implantación del verdadero derecho y de la libertad legítima (…)». En realidad, lo que asumían es que el ejército pondría coto al movimiento obrero.
El auge del movimiento obrero y en concreto de la CNT (sindicado anarquista, debemos recordar) no era aceptado por la patronal y mucho menos los pocos derechos que los obreros habían conseguido en los primeros años del siglo XX. Para estos, al igual que para el ejército, las huelgas y manifestaciones eran vistas como una subversión del orden. No hace falta recordar que, desde la huelga de La Canadiense —que consiguió la jornada laboral de ocho horas—, la patronal fomentó el pistolerismo para acabar con los principales líderes de la CNT, algo que el propio ejército y, en concreto, Miguel Primo de Rivera apoyó. De hecho, en una carta que este envió a Eduardo Dato, por aquel entonces presidente del Gobierno, le recomendaba utilizar la Ley de Fugas de la siguiente manera: «una redada, un traslado, un intento de fuga y unos tiros». Mientras aquello acontecía en las ciudades, el campo andaluz vivió el llamado Trienio Bolchevique (1918-1921): sublevaciones agitadas por el anarquismo que ponían a los terratenientes en alerta. También preocupación levantaba la existencia del Partido Comunista de España creado en 1921. Aunque insignificante, amenazaba con la revolución de corte soviético. Como sostenía Alfonso XIII, el golpe era necesario porque «si el ejército no hubiera tomado la iniciativa, lo hubieran hecho los sindicalistas y los comunistas».
Comunismo, socialismo, anarquismo, liberalismo y democracia empezó a ser visto por las altas clases como amenazas a sus privilegios. Todo esto se convirtió, siguiendo las corrientes europeas de la ultraderecha, en la abstracta conspiración judeomasónica que amenazaba al cristianismo y los Estados. Daba igual que en España apenas hubiera masones y mucho menos judíos -ya se habían encargado de esto último los Reyes Católicos en los albores de la Edad Moderna-, para los conspiranoicos era algo tan real como el amanecer. Además, la guerra en Marruecos sumaba un supuesto complot islámico para acabar con la España católica, que el propio Alfonso XIII también creía: «La ofensiva rifeña actual no es más que el comienzo de una sublevación general de todo el mundo musulmán por instigación de Moscú y del judaismo internacional, y susceptible de engendra en España —debido a la intensa propaganda comunista que se desarrolla— la más grave perturbaciones», alegó ante el agregado militar francés en 1925. Según sostenía un propagandista del régimen de Primo de Rivera, José Pemartín, había que protegerse de los «dogmaticos alucinados por lo que ellos creen ser las ideas modernas, democráticas y europeas: sufragio universal, Parlamento soberano…» y los tildaba de «enfermos mentales».
La idea no era nueva en España, ya las había esgrimido el carlismo, y así lo expresaron en diferentes artículos publicados en el diario tradicionalista El Siglo Futuro. Ahora la conspiración sionista y masónica tan solo se extendió hacia sectores sociales más amplios. Así pues, los carlistas veían en aquel movimiento militar el logro de sus postulados autoritarios, aunque fuera bajo la rama alfonsina de la dinastía borbónica.
La Iglesia católica, ante el creciente anticlericalismo, se sumó a esta tendencia: 22 obispos españoles respaldaron la creación de la Liga Nacional Antimasónica y Antisemita en 1912. Era una batalla entre «Cristo y Belial» como sostenía el de Almería. Para estos, todo estaba abocado a una lucha entre la verdadera España y la Anti-España, entre las alianzas nacionales y las alianzas soviéticas, entre el cristianismo y el anarquismo. Por supuesto, vieron en Primo de Rivera al redentor; una obra de la providencia declaraban desde los obispados. El Partido Social Popular, creado en 1922 para defender el catolicismo participó activamente en el régimen primorriverista.
Para sectores del ejército, además de la conspiración judeomasónica, existía otra cuestión más tangible por la que debían asumir el poder: el desastre de Annual. La estrepitosa campaña del general Fernández Silvestre en Marruecos en 1921, que había acabado con la vida de 13.000 soldado españoles, era un descrédito para el ya maltrecho ejército español que en el último cuarto del siglo no había obtenido ninguna victoria: el Desastre del 98 o Barranco del Lobo en 1909 eran otras derrotas que se sumaban en el haber de los militares. Pero el ejército encontraba a los partidos de turno los únicos culpables: un presupuesto insuficiente que impedía modernizar el ejército al nivel del resto de potencias europeas. En nada contribuía que las Juntas de Defensa, que habían sido permitidas en 1917, fueran finalmente disueltas en 1922. Pero por mucho que el ejército pretendiera culpar al Gobierno, la realidad era que las responsabilidades, según se reflejaban en el Expediente Picasso, llegaban hasta altas esferas del ejército, de los negocios y al propio rey, íntimo amigo de Silvestre. El ejército, por tanto, estaba ansioso por dar carpetazo al expediente, sobre todo cuando a instancias del PSOE y los republicanos se había abierto una comisión parlamentaria que pretendía depurar todas las responsabilidades. Solo un cambio de régimen podía acabar con la investigación. El golpe se perpetró pocos días antes de que la comisión que investigaba fuera a presentar por segunda vez sus informes. Lo primero que hicieron los militares una vez que llegaron al poder fue acudir al Congreso para recoger el expediente Picasso y mantenerlo en secreto hasta la década de los ochenta.
El ejército no solo pretendía salvar sus propias vergüenzas, sino que veían el rumbo de la política española con estupor. Así, el ascenso del nacionalismo catalán o vasco causaba un gran temor en el ejército, especialmente el primero, pues en Cataluña se había creado la Mancomunidad Catalana. Para el ejército, aquello suponía un peligro para la unidad de España. Lo curioso es que entraba en contradicción con el apoyo que la Lliga Regionalista dio al golpe de Primo de Rivera, pues esta asumió que el ejército tan solo acabaría con la corrupción y no con la propia Mancomunidad como luego pasó.
Incluso un sector del republicanismo recibió con buen ánimo el pronunciamiento de los militares, en concreto el populista Alejandro Lerroux, quien, al volver a Málaga desde Canarias, declaró que «No me sorprende lo ocurrido, pues el grano había de reventar por algún lado». Por supuesto, no dudo en acoger el movimiento con alegría: «Siempre veo con agrado toda manifestación de orden, sea cual fuere.» Debía creer que aquel pronunciamiento pretendía echar abajo a la monarquía, pues se le preguntó si presidiría el gobierno, a lo que contestó que «Por mi patria, por su salvación, soy capaz de todos los sacrificios del mundo». De hecho, el diputado Galarza, en la ya mencionada sesión que juzgo a Alfonso, llegó a decir al conde de Romanones que en Santander llegó a escuchar la Marsellesa al creerse que aquel golpe era contra la monarquía.
El golpe militar no encontró tanto apoyo como indiferencia. Como decía Arturo Barea «el hombre de la calle se quedó mirando atónito lo que pasaba». Se trataba de un “pronunciamiento negativo” como lo calificó Cavalcanti. No hubo nadie que defendiera el régimen parlamentario porque al fin y al cabo no representaba la voluntad nacional. Ni siquiera los partidos de turno pusieron gran resistencia, pese a que no pretendían colaborar con el nuevo régimen. García Prieto se lo tomó como un alivio el ser apartado de las responsabilidades de Gobierno gracias a «San Miguel Primo de Rivera». El maurismo consideró que aquel golpe permitiría la revolución desde arriba, al igual que el reformismo progresista tal y como hemos citado antes. Tan solo algunos políticos o militares como Portela Valladares, el almirante Aznar, Weyler y Santiago Alba se opusieron frontalmente al pronunciamiento de Primo. Tampoco los militares encontraron oposición en el seno del Movimiento Obrero. La huelga anunciada por los anarquistas y comunistas no tuvo incidencia, aunque evidentemente no pretendía defender tal sistema político. La UGT anunció una huelga general, aunque más tarde esta organización y el PSOE pidió a sus afiliados ser cautos y que esperaran instrucciones.
El contexto internacional, además, era propicio para que el ejército actuase. La ultraderecha estaba ascendiendo rápidamente por todos los países europeos y en muchos ya se habían implantado dictaduras. En el este europeo, tan solo checoslovaquia mantuvo en los años veinte el sistema parlamentario. Incluso en países de larga tradición parlamentaria, se instauraron regímenes autoritarios, como en Grecia, Portugal e Italia. En este último, Mussolini había llegado al poder en 1922 de una manera muy parecida a como lo hizo Primo de Rivera en España.
BIBLIOGRAFÍA
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