Historia Contemporánea

La Gran Guerra

El inicio de la Gran Guerra en 1914 y los cuatros años de enfrentamientos bélicos entre los Estados europeos se convirtieron en la transición entre el mundo decimonónico y el siglo XX. La apacible vida de los europeos cambió tras el conflicto, así como la forma de ver la vida. Cabría destacar, para ejemplificar este cambio, algunos fragmentos de la insigne obra del austriaco Stefan Zweig, El mundo de ayer. Memorias de un europeo:

«Si busco una fórmula práctica para definir la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecía y me crié, confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la seguridad. Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía suprema de esta estabilidad. Los derechos que otorgaba a sus ciudadanos estaban garantizados por el Parlamento, representación del pueblo libremente elegida, y todos los deberes estaban exactamente delimitados. Nuestra moneda, la corona austríaca, circulaba en relucientes piezas de oro y garantizaba así su invariabilidad. Todo el mundo sabía cuánto tenía o cuánto le correspondía, qué le estaba permitido y qué prohibido. Todo tenía su norma, su medida y su peso determinados. Quien poseía una fortuna podía calcular exactamente el interés que le produciría al año; el funcionario el militar, por su lado, con toda seguridad podía encontrar en el calendario el año que se ascendería o se jubilaría. Cada familia tenía un presupuesto fijo […] En aquel vasto imperio todo ocupaba su lugar, firme e inmutable y en el más alto de todos estaba el anciano emperador; y si éste se moría, se sabía que vendría otro y que nada cambiaría en el bien calculado orden.

Dicho sentimiento de seguridad era la posesión más deseable de millones de personas, el ideal común de vida. […]

El siglo XIX, con su idealismo liberal, estaba convencido de ir por el camino recto e infalible hacia el mejor de los mundos. Se miraba con desprecio a las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como a un tiempo en que la humanidad aún era menor de edad y no lo bastante ilustrada. Ahora, en cambio, superar definitivamente los últimos restos de maldad y violencia sólo era cuestión de unas décadas […]»

Todo esto, seguirá diciendo el autor, acabó con la Gran Guerra, y la que le continuará.

Lo que motivo la guerra

Hacía tiempo, desde 1870, que las potencias europeas esperaban una guerra, aunque tampoco podemos decir que no las hubiera habido a lo largo del periodo conocido como la «paz armada» –entre 1870 y 1914–. Eran breves enfrentamientos, a veces en las zonas coloniales –lo que permitía ocultar que se tratara de una guerra entre Estados–, o en su caso habían sido entre potencias de segundo orden, como en los Balcanes, en las que habían estado las grandes potencias detrás de todo ello, pero siempre en la sombra. Pese a todo, la diplomacia siempre estuvo por encima, y los conflictos entre Estados, que fueron muchos, se resolvían de forma diplomática, y las resoluciones aceptadas en teoría.

Pero ¿por qué estalló entonces la Primera Guerra Mundial, o como se la llamaría en su época, la Gran Guerra? Precisamente porque todos esos conflictos fueron resueltos de forma puntual, aceptados a duras penas y sin que convencieran a casi nadie. Dieron lugar a un cúmulo de rencores que acabarían por aflorar en 1914. A este respecto, los rencorres fueron selectivos, puesto que entre los propios miembros de las alianzas existían motivos suficientes como para que la guerra hubiera sido un «todos contra todos». Austria-Hungría parece que había olvidado ya la derrota, a manos prusianas, de Sadowa –1866–, al igual que las derrotas sufridas a lo largo de la unificación italiana. Por su parte, Francia pareció olvidar la derrota de Fachoda –en 1898– a manos inglesas, a la vez que los ingleses no parecieron tener en cuenta que Francia era su principal rival en la carrera colonial –sin mencionar que eran enemigas desde siempre–. A Rusia no parece que le importara que sus principales aliados mantuvieran regímenes parlamentarios, mientras que el zarismo mantenía prácticamente un férreo absolutismo.

En cambio, otras rivalidades no estuvieron dispuestas a ser perdonadas. La principal de ellas era entre Alemania y Francia, puesto que hay que recordar que tras la derrota francesa en la guerra Franco-prusiana de 1870, Francia perdió los territorios de Alsacia y Lorena. Francia nunca lo olvidó, y la obsesión francesa, a partir de entonces, será la de recuperarlos. Mientras que Austria llevaba tiempo rivalizando con Rusia por el dominio de los Balcanes, que serán los que finalmente lleven al desencadenamiento de la guerra. Por su parte, Inglaterra, con el fin de mantener su amplio dominio colonial, debía intentar dejar a un lado a una Alemania que molestaba demasiado por su constante reivindicación de colonias, y por su creciente industrialización. Y es que al final, ante todo, se encontraba una causa económica, la se conseguir mercados y la preponderancia política y económico.

Pero eran cuestiones ante todo de prestigio. Gran Bretaña y Austria-Hungría querían conservar sus gloriosos imperios; Francia, Turquía y Rusia restaurar honores mancillados; y Alemania, Serbia e Italia buscaban victorias que reafirmasen la identidad de sus nuevos Estados. Se podría decir que, en general, el espíritu nacional de los países había crecido considerablemente, sobre todos en aquellos nuevos Estados que habían surgido no hacía mucho, como Alemania, o acababan de conseguir la independencia. A ello se le unió los nacionalismos que todavía esperaban su independencia, y que usaron la guerra para intentar conseguirla, como sucederá cuando ésta terminó.

El desencadenante

¿Por qué todo se desencadeno en 1914? Desde 1913, tras la Segunda Guerra Balcánica, Austria-Hungría había aceptado el tratado de Bucarest a regañadientes, y las malas relaciones con Serbia eran ahora ya totalmente patentes –recordemos que hacía décadas que Austria intentaba su predominio en la zona, al igual que Rusia–, que empeoraron, aún más, cuando Austria-Hungría inició en Bosnia maniobras militares, lo que hizo que el nacionalismo serbio se recrudeciera, apareciendo organizaciones serbias que no dudaron en usar la violencia contra todos los intereses austriacos. En ese contexto, el 28 de junio de 1914, el Archiduque Francisco Fernando, heredero al trono de los Habsburgo, se encontraba de visita oficial en la capital bosnia, Sarajevo, en donde un nacionalista serbio, Gavrilo Princip, le arrojó una bomba a su paso que le ocasionó la muerte.

Las diplomacias europeas se pusieron en marcha. En Viena, tras conocer el atentado, se sospechó que detrás de todo se encontraba el gobierno de Belgrado, así que se envió un ultimátum a Serbia en donde se les solicitaba que, en 48 horas, el gobierno condenara el atentando, iniciase una investigación para identificar a los terroristas, y se prohibiera toda actividad, por los grupos o asociaciones que radicaran en Serbia, en contra del Imperio Austro- Húngaro. Alguno de los términos del tratado eran los siguientes:

«La historia de estos últimos años, y especialmente los acontecimientos de 28 de junio, han demostrado la existencia en Serbia de un movimiento subversivo cuyo fin es separar de la monarquía austrohúngara algunas partes de su territorio (…). El gobierno real serbio debe comprometerse a:

1. Suprimir toda publicación que incite al odio y al menosprecio de la Monarquía (…).

3. Eliminar sin demora de la instrucción pública en Serbia (…) todo lo que sirva o pueda servir a fomentar la propaganda contra Austria-Hungría.

4. Separar del servicio militar y de la administración a todos los oficios y funcionarios culpables de la propaganda contra la monarquía austrohúngara (…).

3. Abrir una encuesta judicial contra los participantes en el complot del 28 de junio que se encuentran en territorio serbio (…).

El gobierno imperial y real espera la respuesta del Gobierno real lo más tarde hasta el sábado 25 de este mes, a las cinco de la tarde»

Del Gobierno de Austria-Hungría al Gobierno de Serbia, 23 de julio de 1914″

Evidentemente, se sabía –y ese fue el objetivo austriaco– que el ultimátum ocasionaría, probablemente, la justificación para una guerra, puesto que, difícilmente, Serbia –apoyada por Rusia- aceptaría tales exigencias. Era una intromisión extranjera en el funcionamiento político serbio. De igual manera, se ha de suponer, el ultimátum fue enviado con el beneplácito alemán, que estaba dispuesto a toda costar a apoyar a Austria-Hungría.

Pese a ello, Austria envió a Rusia una notificación en la que se aseguraba que de ninguna manera existía una voluntad de anexionar territorio serbio –se trataba únicamente de un castigo–, mientras que Rusia contestaba que se ampliara el plazo del ultimátum –quizás para ganar tiempo en la movilización de su ejército en una posible guerra–, algo que Austria no aceptó, al tiempo que Rusia, sin tapujo alguno, comunicaba el apoyo a Serbia. Ésta, por su parte, intentó que mediara la diplomática europea –como se había hecho antaño–, aceptando parte de los términos del ultimátum, mientras que el resto de las peticiones serían arbitradas por una conferencia integrada por los principales Estados europeos. Pronto, el canciller inglés, Sir Edward Grey, inició dicha misión, solicitando a ambos contendiente –Serbia y Austria-Hungría– que el problema fuera resulto por Gran Bretaña, Francia, Italia y Alemania, al considerarse que ninguna de estas potencias tenía intereses en los Balcanes. Rusia lo aceptó, pero no así Alemania, que propuso que Rusia se debía mantenerse neutral, y que se permitiera que Austria y Serbia resolvieran el conflicto entre ellas, lo que habría supuesto que Austria se impusiera a Serbia. Ni Francia, ni Inglaterra, ni Rusia lo validaron.

El 28 de julio de 1914, Austria-Hungría declaraba la guerra a Serbia, mientras que Guillermo II solicitaba al zar, Nicolás II, –al igual que a Inglaterra– que no entraran en el conflicto. El Zar le volvió a proponer el arbitraje de naciones, pero de poco sirvió. Ni tampoco la nueva proposición de Inglaterra, por la cual Austria penetraría en territorio serbio a modo de castigo punitivo, pero se detendría en un lugar acordado, para después someterse al arbitrio internacional. Ninguna fórmula agradó a Alemania –dispuesta para la guerra–, que envió un ultimátum a Rusia para que parara la movilización de su ejército iniciada días atrás.

A partir de aquí, fracasada la diplomacia, se pusieron en marcha las dos alianzas militares: la Entente y la Triple Alianza. El día antes de que las potencias se declararan la guerra las unas a los otras, La Tribuna –un periódico de la época–, publicaba lo que pensaba cada Estado:

«1. Rusia dice: si no se respeta la integridad territorial de Serbia, intervendré contra Austria.

2. Alemania dice: si Rusia pone un pie en Austria, apoyaré manu militari a esta.

3. Inglaterra y Francia dicen: secundaremos a Rusia en su acción si interviene Alemania

4. Japón dice: enviaré dos escuadras al Mediterráneo y al Atlántico para apoyar a Inglaterra si se ve envuelta en una guerra.

5. Rumania, Grecia y Montenegro dicen: apoyaremos a Serbia si se atenta contra su independencia.

6. Bulgaria dice: apoyaré a Austria si intervienen Rumania y Grecia

7. Austria ha declarado que respetará la nacionalidad de Serbia, a la que solo quiere castigar.

8. Italia secundará a sus aliados, Austria y Alemania, en caso de estallar el conflicto europeo.

9. España permanecerá en todo caso neutral.

10. Y mientras las naciones preparan sus ejércitos, se siguen celebrando en Viena, en San Petersburgo y en Berlín conferencias para que no se rompa la paz europea (…)

La Tribuna, 31 de julio de 1914″

El 1 de agosto, Alemania declaró la guerra a Rusia. A su vez, al día siguiente, lo hizo Francia a Alemania. Y ésta lanzó un ultimátum a Bélgica para pasar por su territorio. El día 4, Gran Bretaña declaraba la guerra a Alemania, justificando la defensa de la neutralidad de Bélgica y Luxemburgo. Gran Bretaña no tenía los suficientes motivos, o al menos no tan fuertes, para entrar en guerra como Francia y Rusia, pero, sin duda alguna, sabían que de ser derrotada Francia, Alemania obtendría el predominio sobre Europa, lo que no beneficiaría a Gran Bretaña, especialmente porque los alemanes presionarían para obtener mayor número de colonias, y dominarían el plano internacional –tanto político y económico–. Por otra parte, no entrar en la guerra, y permitir que fuera ganada por Francia, supondría el mismo peligro que una Alemania victoriosa. Era, por tanto, mejor entrar en el juego bélico, y que los posibles beneficios de la guerra fueran repartidos. De todas formas, los ingleses, que como todos esperaban una guerra corta, consideraron que no sufrirían ningún tipo de desastre, puesto que, en principio, su apoyo sería básicamente económico –su aportación militar fue muy reducida en los primeros días–, dando crédito a los francés por valor de 3.000 millones de dólares. Acabaría, sin embargo, en ser también deudora de Estados Unidos, con un valor de 4.700 millones de dólares.

Unos y otros fueron declarándose la guerra mutuamente. Lo que había comenzado hacía apenas un mes, como un conflicto localizado en los Balcanes, afloró en una guerra europea –civil, como muchos autores sostienen–. Era la primera gran guerra, desde la época napoleónica, que implicaba a la gran mayoría de Europa, divididos en dos bandos, la Triple Entente, que pasarán a denominarse como los Aliados, y la Triple Alianza, que se conocerá como los Imperios Centrales. A lo largo de la guerra entrarán en el conflicto Turquía –por su rivalidad con Rusia– y Bulgaria –por su rivalidad con Serbia– del lado de los Imperios Centrales, mientras que Japón –que comerciaba con Inglaterra– y Estados Unidos lo harán del lado Aliado. También una serie de Estados independientes latinoamericanos, al menos de forma teórica –anecdótica básicamente–, así como China y Siam lo hicieron del lado de estos últimos. Mientras que Italia, indecisa, acabo saliendo de la Triple Alianza –sin que hubiera declarado la guerra todavía a nadie– y entrando en los Aliados. Se trataba, por tanto, de una verdadera guerra mundial, aunque el escenario será principalmente europeo, pese a que hay que recordar que se darán batallas en las colonias, así como en el mar.

Pocos fueron los Estados europeos que se mantuvieron neutrales: España, los Estados nórdicos, Holanda y Suiza. Aunque desde ellos, como en el caso de España, se podía operar para vender armas –o cualquier tipo de productos– a los dos contendientes indistintamente. Se podría mencionar al español Juan March, que amasó una mayor riqueza en estos años de guerra. No sería el único, y, a lo largo del conflicto, unos cuantos consiguieron crear grandes fortunas a costa de ésta, lo que ocasiono, a posteriori, amplias críticas.

El entusiasmo del inicio ante una guerra ¿corta?

¿Con qué entusiasmo recibieron la guerra los ciudadanos? Con el mejor posible. En una reacción de patriotismo, la gran mayoría de los ciudadanos de todos los Estados consideraron que la decisión de la guerra era lo mejor. Apoyaron, con vítores y aplausos, a sus respectivos gobiernos. Al fin y al cabo ¿Qué suponía esa guerra? Unas semanas de luchas –en la que se enviaría a los ejércitos profesionales, así como voluntarios–, tras las cuales todos los Estados estaban seguros de que se alzarían con la victoria. Tras ello, todos podrían volver a casa, y la vida seguiría igual. No era extraño ese pensamiento. Europa estaba acostumbrada a unas guerras –las libradas a lo largo del siglo XIX– que no habían superada más de un par de meses, o apenas unas semanas. La última guerra, de larga duración, había sido en la época napoleónica, es decir, ningún europeo del momento había vivido una larga guerra. Pero este conflicto iba a ser diferente, iba a suponer el comienzo de la guerra moderna, por mucho que los Estados Mayores, formados en estrategias decimonónicas, intentaran continuar tácticas desfasadas para los nuevos armamentos. Pero el caso es que la guerra entusiasmo a todos, y le dieron tan poca importancia como refleja en su diario el escritor Franz Kafka, que anotaba: «Alemania le ha declarado la guerra a Rusia; por la tarde me he ido a nadar».

Tan solo algunos intelectuales avisaron sobre lo que la guerra pudría suponer, posicionándose en contra de ella, al igual que lo hizo la Segunda Internacional, sin éxito alguno.

El entusiasmo fue decayendo conforme se comprobó la crueldad de la guerra –no solo en los frentes, sino también en las propias calles de las capitales–, y la longitud que ésta adquiría. Y respecto a esto último nos podríamos preguntar por qué se prolongó durante cuatro años. Por una parte, los contendientes eran países altamente industrializados, que habían innovado en su armamento a lo largo de casi un siglo –sobre todo a partir de 1870–, y, especialmente, desde comienzos del siglo XX –cuando los conflictos entre naciones aumentaron– habían comenzado a destinar gran parte de los presupuestos nacionales al desarrollo armamentístico. Ello hizo, como ya se ha comentado, que la guerra tradicional –batallas decisivas– se convirtiera en una guerra de desgaste. Sin embargo, la propia bonanza económica de la industrialización –que permitió financiar la guerra–, logró que ese desgaste se fuera alargando, ante unos recursos –en todos los sentidos– muchos más amplios para destinar a la guerra durante años. Y entre esos recursos se encuentra el factor humano. Europa podía contar ahora con miles de efectivos militares, en una población que se había multiplicado en el último siglo –de los 98,8 millones de habitantes a principios del XIX, en 1910 había nada menos que 355,5 millones de habitantes que podían ser enviados a los frentes–.

La guerra rápida de los alemanes

Con ese entusiasmo inicial, el Estado Mayor Alemán planeo que podrían celebrar la victoria en seis semanas. Diseñaron el plan Schlieffen, por el nombre del general que fue la cabeza pensante de éste, por el cual Alemania movilizaría sus tropas contra Francia, pasando por la neutral Bélgica, y acabarían en París, en donde Francia se rendiría. El paso por Bélgica –y también Luxemburgo– era esencial para hacer más amplio el frente para que no se acumulara el potencial francés en un único sitio, es decir, en la frontera que unía Francia y Alemania. Ello daría tiempo para que Austria pudiera movilizar sus tropas contra los rusos, y, que además, cuando estos últimos hubieran movilizado las suyas –considerándose que un enorme imperio sin apenas infraestructuras, como el ferrocarril, tardaría semanas en traer sus ejércitos al oeste–, los alemanes, con Francia derrotada, moverían sus ejércitos hacía la frontera rusa, en donde derrotarían al Zar, y la guerra acabaría.

Pero todo salió mal para los alemanes. Tras penetrar en Bélgica, y encontrarse a pocos quilómetros de París, las tropas francesas y británicas –creyendo los alemanes que Inglaterra no entraría en la guerra– frenaron el avance alemán, dirigido por el general Helmuth von Molke. El general francés Joffre consiguió recuperar, en la batalla de Marne, buena parte del suelo francés ocupado. Fue una agotadora batalla, en la que se puso en marcha un armamento que ya no permitía un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Ambos bandos empezaron a escavar trincheras, y allí permanecieron prácticamente el resto de la guerra, desgastándose unos a otros, sin que se pudiera avanzar. A todo ello, se le unió que Rusia movilizó sus ejércitos antes de lo que se esperaba. Alemania tuvo que trasladar apresuradamente parte de su ejército del frente francés al frente ruso. La pesadilla alemana de enfrentarse en dos frentes se había cumplido.

La guerra de trincheras

A comienzo de 1915, era evidente que la guerra había cambiado. Largos sistemas de trincheras a lo largo de los frentes, donde los soldados se apiñaban, llevó a que el conflicto se convirtiera en una guerra de posiciones, puesto que los frentes prácticamente no se movían. No había forma posible de lanzar un ataque que pudiera penetrar en las líneas enemigas, lo que conllevó la creación de nuevas armas que permitiera que el enemigo saliera de sus trincheras, como el lanzallamas, gases tóxicos, morteros, granadas, piezas de artillería, los primeros tanques, ametralladoras, la nitroglicerina –inventada por Alfred Nobel en 1866– así como el avión que, de ser usado únicamente para la observación, pasó a convertirse en un elemento de ataque, bombardeando las trincheras. Pese a todo, no faltaron los intentos de lanzar una gran ofensiva a lo largo de los años de la guerra. Pero estos siempre acabaron con el desgaste de los contrincantes, que tras un gran esfuerzo, y miles de pérdidas humanas, no lograban apenas avanzar. Y es que en el fondo, como ya se comentó, los bandos eran reacios a prescindir de la guerra tradicional. Las antiguas técnicas de combate se mezclaron con las nuevas, al igual que el nuevo armamento se usó junto con burros, mulas y caballos. E incluso algunos ejércitos fueron reticentes a cambiar los uniformes, de vivos colores, por otros que ocultaran al soldado en el territorio en donde se debía de esconder. Los franceses siguieron llevando guerreras azules, y pantalón rojo. Como se decía, «era contrario al gusto francés» cambiarlos, y suponían la identidad del ejército, como alegaba el propio ministro de guerra, negándose a cambiarlos. Aunque es cierto que los alemanes sustituyeron el azul prusiano por el gris, y los ingleses tomaron el caqui.

Pero no solo los enfrentamientos comenzaron a hacer estragos en la vida de los soldados. Las trincheras –estrechas, húmedas, frías¬– se convirtieran en auténticos nidos de enfermedades en donde los soldados mal vivían en el mejor de los casos, o directamente morían –especialmente los heridos–. Una carta de un soldado francés, que recibían el nombre de Poilu –barbudo– por su aspecto, permite ver la situación:

«Esos tres días pasados encogidos en la tierra, sin beber ni comer: los quejidos de los heridos, luego el ataque entre los boches alemanes y nosotros. Después, al fin, paran las quejas; y los obuses, que nos destrozan los nervios y nos apestan, no nos dan tregua alguna, y las terribles horas que se pasan con la máscara y las gafas en el rostro, ¡los ojos lloran y se escupe sangre!, después los oficiales que se van para siempre; noticias fúnebres que se transmiten de boca en boca en el agujero; y las órdenes boches dadas en voz alta a 50 metros de nosotros; todos de pie; luego el trabajo con el pico bajo las terribles balas y el horrible ta-ta-ta de las ametralladoras.

Verdún, marzo de 1916″

Mientras, en el frente oriental –en donde Paul von Hindenburg y Erich von Ludendorff labraron su reputación–, los alemanes lanzaron una fuerte ofensiva contra los rusos –tras observar la inoperancia del frente occidental–, penetrando en su territorio 500 quilómetros –ya los rusos habían sufrido una gran derrota a finales de 1914 en Tannenberg–, perdiéndose dos millones de vidas rusas. Es de entender, que los franceses, temerosos de que Rusia cayera, lanzaran nuevas ofensivas en Artois y Campagne, con el fin de aliviar el frente ruso, aunque costaron unas 350.000 vidas francesas y 700.000 heridos. En sí, la penetración en el territorio ruso tampoco suponía una gran victoria alemana. Rusia, con el ejército más atrasado y con poco material bélico, siguió utilizando el sistema de guerra tradicional –pese a la capacidad del general Alexei Brusilov–, y ayudados por el clima, prefirieron siempre que el invierno ruso les ayudara, así como sus malas comunicaciones que impedían que por mucho que los alemanes quisieran llegar más lejos, al final acababan por retroceder ante la imposibilidad de que los suministros llegaran hasta el frente, lo que hizo que se acabara por usar también el sistema de trincheras, pese a que existió mucha más movilidad entre 1915 y 1916 que en el frente occidental.

A lo largo de 1915, se abrieron nuevos frentes, al entrar nuevos contendientes. Italia, hasta entonces neutral, se pasó al bando Aliado, pues, ante el dominio británico del Mediterráneo, sabía que incluso neutral acabaría pagándolo más caro que entrando en la guerra. Entraba también Bulgaria, del lado de los Imperios Centrales, así como Turquía, que prontamente fue atacada por los Aliados con el fin dominar los Dardanelos y comunicarse con Rusia, aunque se fracasó. Turquía acabaría siendo uno de los países que más perdieron, sin embargo, su entrada puso en peligro los interés británicos del sur asiático, especialmente el suministro de petróleo que comenzaba a ser esencial.

La guerra de desgaste

A partir de 1916, Alemania observaba impotente como su potencial militar no podía imponerse. Así que el Mando Alemán consideró que la única forma de romper el frente enemigo, sobre todo el occidental, era lanzando ofensivas a cualquier coste humano, con el objetivo de crear aún más bajas en el ejército enemigo, hasta que se rindieran. Era la guerra de desgate. De esta manera, en la batalla de Verdún –quizás la más famosa de esta guerra–, a lo largo de cuatro meses, medio millón de soldados, entre alemanes y franceses, perdieron la vida en un duro enfrentamiento que no logró prácticamente cambiar el frente. Por su parte, los aliados lanzaron un ataque similar, la batalla de Somme, en donde, tras tres meses, se perdieron más vidas que en Verdún.

Por aquel año, se dio el único combate naval de la Gran Guerra, pese a que los británicos esperaban un nuevo Trafalgar en donde demostrar que solo ellos eran dueños del mar. Fue la batalla de Jutlandia, en donde la victoria se puede considerar británica, aunque más bien deberíamos creer que quedó en tablas. Los alemanes, que desde hacía tiempo llevaban construyendo una gran armada, consiguieron hundir más barcos que los ingleses, aunque acabaron por retirarse con la flota a sus puertos, de donde no volvieron a sacarla. Quizás por ello se puede considerar que los ingleses vencieron, al no tener que volver a preocuparse de los mares, al menos en la superficie, puesto que como veremos, los alemanes usaron el submarino para causar daños a los barcos aliados.

También, en este año, los ingleses se enfrentaron al Imperio Otomano en Mesopotamia y Palestina. Y lo hicieron, de igual manera, los rusos, que lograron vencerlos –a los turcos– en las batallas de Erzurum y Trebisonda, en el Cáucaso. Rusia también fue capaz de lanzar ofensivas a Austria-Hungría. Pese a todo, fueron victorias pírricas que agotaron a los rusos.

La guerra no parecía que fuera a acabar, y lo que es peor, en la retaguardia el desanimo cundía. La población civil empezaba a ver cómo en los mercados desaparecía los alimentos, y los precios se encarecían, al tiempo que se necesitaba reclutar cada vez mayor número de hombres de forma forzosa. También subieron los impuestos, especialmente en Alemania y Austria-Hungría, puesto que les fue más difícil conseguir créditos en el exterior. Mientras que en los lugares ocupados, como Bélgica, muchas propiedades fueron destruidas y confiscadas. Era la llamada «guerra total» en la que todos los recursos del Estados iban encaminados a mantener el enfrentamiento bélico.

No solo los hombres eran movilizados para el frente, sino que las mujeres, ahora, debían ocupar los puestos de trabajo de los combatientes, si se quería mantener la producción. Se trataba de que toda la población aportara algo a la guerra. El gobierno francés, alentaba de esta forma a la participación de las mujeres:

«En nombre del gobierno de la República (…) os pido que mantengáis la actividad agrícola, recojáis las cosechas del último año y preparéis la del próximo (…). Hay que atender a vuestra subsistencia, al abastecimiento de las poblaciones urbanas y, sobre todo, al de aquellos que defienden las fronteras, la independencia del País, la Civilización y el Derecho.

Llamamiento de Viviani, presidente del Consejo, agosto de 1914″

Es difícil determinar hasta qué punto esto despertó la conciencia a las mujeres para solicitar la igualdad con los hombres, pero es evidente que reforzó el movimiento feminista, y que muchos Estados dieron el derecho al voto durante los años veinte y treinta.

Por otra parte, los gobiernos no solo debían atender los asuntos militares, sino que tuvieron que adquirir nuevas funciones, que en el siglo XIX habrían sido impensables. Principalmente, tuvieron que iniciar políticas sociales ante el malestar y empobrecimiento de sus ciudadanos. Lo hicieron, ante todo, Francia e Inglaterra, en donde se puede apreciar una mejora que las condiciones de vida de sus habitantes, especialmente tras el conflicto. No lo hicieron así en los países con regímenes muchos más conservadores, como Alemania, Austria y Rusia, cuyos ciudadanos se empobrecieron. También los gobiernos tuvieron que encargarse de organizar la mano de obra, la producción y la racionalización de los alimentos, funciones que habían recaído, en el pasado, en manos privadas. Y de igual manera, la propaganda se convirtió en el medio más eficaz para mantener la moral alta.

A la altura de 1917, los gobiernos eran consciente del desanimo civil, y es que todos, en aquel momento, se preguntaron: ¿Por qué seguir luchando? ¿Por qué había empezado la guerra?, ¿Qué objetivos se perseguían? Nadie lo sabía, ni los propios gobiernos. Muchos fueron los que se plantearon que se debía llegar a un acuerdo entre todos los contendientes, y que la diplomacia volviera a reinar, como algunos estadistas norteamericanos recomendaron, donde destaca el coronel E. M. House. También el Vaticano, a la altura de 1917, intentó mediar en el conflicto. El papa Benedicto XV proponía un acuerdo de paz, alegando que se estaban enfrentando católicos contra católicos. La guerra afectaba, ante todo, a la autoridad del Papado en los asuntos religiosos, y muchos, preguntándose dónde estaba la mano de Dios, recelaban de la religión.

Pero ¿cómo se podía llegar a un acuerdo de paz si nadie sabía los objetivos?. Si Alemania partió, en origen, con la idea poco definida de asegurar su propia protección, era evidente que controlaban un amplio territorio en 1916. ¿Objetivo cumplido? No, muchos dentro del ejército alemán querían más, y no querían escuchar ningún tipo de acuerdo de paz. E incluso príncipes, intelectuales y políticos conservadores presionaban por la humillación total de Inglaterra y de Francia. Tampoco entre los sectores más conservadores de los aliados eran favorables a un acuerdo de paz, y sus objetivos no solo eran los de ganar la guerra, sino la de conseguir la mejor situación para sus propios Estados, algo que tampoco podían decir en alto. Solo los socialistas parecieron presionar para intentar una negociación de paz, quizás por ello luego ascendieron vertiginosamente. Pese a todo, Francia e Inglaterra lograron fijar una serie de objetivos generales de guerra, que fueron siendo modificados a lo largo de los acontecimientos.

Rusia sale y Estados Unidos entra

En 1917, el rumbo de la guerra dio un importante cambio, con dos trascendentales acontecimientos. El primero de ellos fue que Rusia salió de la guerra. Era el país más atrasado política y económicamente, y era el que más estragos había sufrido a lo largo de los casi ya tres años de enfrentamiento. Ante este clima, no es de extrañar que los movimientos internos de Rusia, y clandestinos, para acabar con el absolutismo zarista, dieran sus frutos. La Revolución de febrero de 1917 acabó con la abdicación del Zar, y el establecimiento de un gobierno liberal, que consideró que debía seguir con la guerra. Ello no apaciguó el descontento de la población, que quería salir de ésta cuanto antes. No es de extrañar que un movimiento de corte marxista, y que dará lugar al comunismo, se hiciera poco después con el poder, bajo la dirección de Lenin, que volvió a Rusia, cruzando la propia Alemania, con el apoyo del gobierno del Kaiser, al considerar que el triunfo de la revolución supondría la salida de la guerra de Rusia, lo que permitiría a los Imperios Centrales mover sus tropas, tranquilamente, hacia el frente occidental en donde podrían llevar a cabo una gran ofensiva. Y así fue, una vez conformado el Gobierno bolchevique ruso, Lenin firmó un armisticio con Alemania, cesando los combates. Aunque la salida oficial no sería hasta pocos meses después, el 3 de marzo de 1918, cuando Alemania y el gobierno soviético firmaron la paz de Brest-Litovsk. No todo el partido bolchevique estuvo de acuerdo en tal decisión, ya que, como contrapartida a la paz, Rusia debía abandonar los territorios de Finlandia, Polonia y Ucrania, que pasarían a ser independientes, aunque bajo la batuta alemana. Pero la decisión era inevitable si se quería utilizar el ejército para sofocar la propia guerra civil interna que se abrió entre la resistencia zarista y el gobierno soviético.

La salida de Rusia fue un alivio para Alemania, es indiscutible, y lo hubiera sido mucho más si meses antes no hubiera entrado otro contendiente en la guerra, el cual no había sufrido desgaste alguno, y que reforzaba a los Aliados. El 6 de abril de 1917, el Congreso de los Estados Unidos declaró la guerra a Alemania, al considerarse agraviados por estos. ¿Por qué? Desde 1915, utilizando una nueva arma, el submarino –mientras que sus barcos estaban atracados en los puertos–, los alamanes anunciaron que hundirían cualquier barco enemigo, así como barcos neutrales que comerciaran con el Reino Unido. Si estos intentaban bloquear el comercio marítimo alemán, también lo haría Alemania. Pero un importante comerciante con el Reino Unido era Estados Unidos, y cuando dos de sus barcos mercantes fueron hundidos, el Lusitania en 1915, y el Sussex en 1916, el gobierno estadounidense, así como el pueblo –con la misma felicidad con la que lo habían hecho los europeos– entraron en la guerra del lado Aliado, aportando dos millones de soldados. También en la decisión, quizás, contribuyó el telegrama enviado por Zimmermann, el ministro de Asuntos Exteriores alemán, al gobierno mexicano, por el que se proponía una alianza para que México recuperara los territorios texanos, si Estados Unidos entraba en la guerra. Pero ante todo era una decisión económica, Estados Unidos no podía permitir que Francia e Inglaterra fueran derrotadas, pues ambas tenían una deuda con los EE.UU de 8.700 millones de dólares.

De no haber sido por estos hechos, probablemente Estados Unidos nunca habrían entrado en el conflicto europeo, puesto que como alegaron la gran mayoría de los políticos estadounidenses en 1914, ellos no tenían ningún vínculo con Europa, ellos eran algo distinto, con su propia historia, y no tenían por qué intervenir en asuntos que no iban con el país.

El final

La entrada de Estados Unidos había fomentado, por tanto, que los alemanes forzaran la salida de Rusia, con la intención de reforzar el frente francés antes de que los Estados Unidos desembarcaran con sus fuerzas. Creían, una vez más, que podrían lanzar la ofensiva definitiva, que estuvo en manos de Ludendorff, quien creyó que en poco tiempo podría ocupar París. Fracasaron en el intento, y ante el gran número de bajas, y el reforzamiento aliado, el general francés Foch avanzó en el territorio ocupado por los alemanes.

En este momento, los Aliados contaban con tres importantes potencias. Sin embargo, el bando de los Imperios Centrales había acabado por convertirse prácticamente en Alemania. Ésta era la que llevaba todo el peso de la guerra. El resto de Estados, agotados, comenzaron a negociar la rendición por su propia cuenta. Bulgaria firmó el armisticio el 29 de septiembre, el 30 de octubre lo hizo Turquía, y el 3 de noviembre de 1918 lo hacía la principal alidada de Alemania, Austria-Hungría, que se había encontrado con la muerte de Francisco José en 1916, y la presión de los nacionalistas.

Alemania estaba sola a finales de 1918, y aunque el ejército aún era optimista, puesto que consideraban que eran un ejército ocupante, y que los Aliados aún no habían puesto los pies en suelo alemán, la clase política comenzó las negociaciones y a presionar a Guillermo II para que acabara con la guerra. A ello se le unió motines revolucionarios, que acabaron con la abdicación de Guillermo II el 9 de noviembre, el mismo día en que en la localidad de Weimar se establecía la República, bajo el nombre de «República de Weimar». La nueva República alemana firmaba dos días después el armisticio, y la consecuente finalización de la guerra, cuya negociación definitiva tuvo lugar en toda una serie de tratados a lo largo de 1919 que se convirtió en un año decisivo para Europa.

Sin tener en cuenta los tratados de Paz, y la negociación política, que acabaría por reestructurar el mapa de Europa, y la caída de los imperios, así como el traslado a Estados Unidos del liderazgo mundial; la guerra supuso una cuantiosa pérdida humana. La Gran Guerra se convirtió en la primera de las grandes masacres, algo no visto hasta el momento, que azotarían Europa. Los muertos se contaron por millones. Nada menos que ocho millones de fallecidos – Alemania, 1,8 millones; Rusia, 1,7 millones; Francia, 1,385 millones; Austria-Hungría, 1,2 millones; Gran Bretaña, 947.000; y Estados unidos apenes 48.000 muertos–. A ello, siete millones de mutilados, que llenaron las calles de las capitales europeas, y que se convirtieron en el reflejo de la crueldad de la guerra, y de la miseria. Deberíamos sumar también los muertos que murieron de hambre en las retaguardias debido a las carestías.

Materialmente las infraestructuras en los frentes quedaron desechas, y las potencias europeas se habían endeudado considerablemente. Incluso Gran Bretaña, que empezó la guerra como el prestamista, acabó por estar fuertemente endeudada con los Estados Unidos.

Pese a todo, la población se recuperó a lo largo de los años veinte, y se produjo un nuevo resurgimiento del crecimiento económico. Fueron los felices años veinte, que acabarían en una Segunda Guerra Mundial, mucho más cruel que la primera.

BIBLIOGRAFÍA

ARÓSTEGUI, J. (1994): La Europa de las grandes guerras, Anaya, Madrid

DOLLINGER, H. (1969): La Primera Guerra Mundial : en fotografías y documentos, Plaza & Janés, Barcelona

FERRO, M. (1994): La Gran Guerra. 1914-1918, Alianza Editorial, Madrid (original de 1969)

FUSSELL, P. (2006): La Gran Guerra y la memoria moderna, Turner, Madrid

HARDACH, G. (1997): La Primera Guerra Mundial, 1914-1918, Folio, Barcelona

HOWARD, H. (2003): La Primera Guerra Mundial, Crítica, Barcelona

ISNEGHI, M. (1993): Le Première Guerre Mondiale, Casterman

MORROW, J.H. (2008): La Gran Guerra, Edhasa, Barcelona

MORENNE, J.D.; CHAVOT, P. (2001): L’abcdaire de la première guerre mondiale, Flammarion

NEIBERG, M. S. (2006): La Gran Guerra : una historia global (1914-1918), Paidós, Barcelona

PONTHUS, R. (2000): La Première Guerre Mondiale, Casterman, 2000

PRIOR, R.; WILSON, T. (2001): La Première Guerre Mondiale, 1914-1918

RENOUVIN, P. (1990): La crisis europea y la Primera Guerra Mundial, Akal, Madrid

ROBBINS, K. (1985): The First World War, Oxford

ROUSSEAU, F. (1999): La Guerra censure: une histoire des combatants européens de 1914-1918, París

SCHOR, R. (1997): La Frances dans la Première Guerre Mondiale, Nathan

STRACHAN, H. (2005): La primera guerra mundial, Crítica, Barcelona

TAYLOR, A.J.P. (1970): La guerra planeada: así empezó la primera Guerra Mundial, Barcelona

TUCMAN, B.W. (2005): Los cañones de agosto: treinta y un días de 1914 que cambiaron la faz del mundo, Península, Barcelona (original de 1962)

VALLUY, J.E. (1976): La Primera Guerra Mundial, Carroggio, Barcelona (original de 1968)

WINTER, J.M. (1993): La Primera Guerra Mundial, Aguilar, Madrid

WINTER, J.; PARKR, G.; HABECK, M.R. (2000): The Great War and the Twentieth Century, New Haven

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información. ACEPTAR

Aviso de cookies

This site is protected by wp-copyrightpro.com