Historia Contemporánea de España

La Guerra Civil (II): la represión

Durante la Guerra Civil hubo en España un auténtico holocausto, tal y como lo ha calificado el hispanista Paul Preston. No hablamos de aquellos que cayeron en los frentes de lucha, sino de los que murieron en la retaguardia ante la represión. Fusilamientos, paseos (secuestro de individuos para fusilarlos, por lo general en la tapia del cementerio), sacas (fusilamiento en masa de prisioneros que se encontraban en prisión o retenidos) fueron habituales, especialmente en los primeros meses de la guerra. De todo esto, pocos son los ciudadanos españoles que hoy en día conocen este auténtico genocidio, más allá de lo que el régimen franquista publicitó sobre el “terror rojo”, que jamás estuvo a la altura del perpetrado por aquellos que se consideraban “salvadores” y “auténticos españoles”. Una vergüenza nacional que sería similar a que los alemanes desconocieran que durante el gobierno nazi millones de personas fueron asesinadas.

Un mantra que se suele repetir en nuestros días por aquellos que pretenden, sino la justificación, sí igualar a los bandos es que ¡ambos mataron! Es cierto, es lo que tienen las guerras. Pero si el ejército, junto con los grupos de la derecha, no hubiera llevado a cabo un golpe de Estado, que desde el principio buscó el castigo y la limpieza de los que ellos consideraban «malos españoles” o, como lo calificó el comandante de la Guardia Civil en Cáceres, «limpieza de indeseables», el gobierno de la República habría mantenido el orden como en tantas otras ocasiones.

Sea como fuere, las diferencias entre la represión en la zona republicana y la zona sublevada son abismales, comenzando por las escandalosas cifras de muertos. Mientras que los sublevados mataron a 130.000 personas (cifra en aumento conforme las investigaciones avanzan), en la zona republicana se redujo a unas 50.000.

5. La represión en la España sublevada

La represión de los sublevados fue desde arriba. En otras palabras, la propia autoridad alentó a llevarla a cabo, ya fuera mediante la legalización de juicios sumarísimos o permitiendo el asesinato a las unidades falangistas, requetés y las tropas moras que componían el ejército regular de África. Se trataba de una política de limpieza y exterminio de aquellos que consideraban sus “enemigos”, así como de causar tal terror entre la población que impidiera que se levantara ninguna voz a favor de la democracia y la justicia.

No era una represión causal, sino planificada desde el primer momento. Mola, en la primera instrucción en la preparación del golpe, ya apuntaba a la necesidad de la extrema violencia para acabar con el enemigo. Ante la Junta Suprema de la UME (Unidad Militar Española), Mola declaró que los pueblos son llevados a la ruina por «sistemas de gobierno democratico-parlamentarios, cuya levadura esencial son las doctrinas erróneas judeo-masónicas y anarco-marxistas… Serán pasados por las armas, en trámite de juicio sumarísimo, como miserables asesinos de nuestra Patria sagrada, cuantos se opongan al triunfo del Movimiento salvador de España». El 31 de julio en Radio-Pamplona: «Yo podría aprovechar nuestras circunstancias favorables para ofrecer una transacción a los enemigos; pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad, que es la vuestra, y para aniquilarlos Quiero que el marxismo y la bandera roja del comunismo queden en la Historia como una pesadilla. Más como una pesadilla lavada con sangre de patriotas». Queipo de Llano en uno de sus discursos radiofónicos en Sevilla, entre las muchas diatribas que diariamente pronunciaba, les decía a las tropas sublevadas: «os autorizo a matar como a un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros». La orgía de sangre era tal que un mes después de empezar la guerra Mola confesó a Gil Robles: «En buena nos hemos metido, Gil Robles! Daría algo bueno porque esta guerra acabara a fines de año y se liquidara con cien mil muertos».

La represión fue primero hacia los propios militares que se negaron a sublevarse. En consejos de guerra, si es que los hubo, fueron condenados a muerte, en muchos caso bajo la irrisoria acusación de “sublevación”. En cualquier caso, por lo general no existía ningún tipo de procedimiento más que el de apretar el gatillo, y así lo soportaron políticos y militantes de izquierda independientemente del partido al que pertenecieran (entre ellos había diputados, alcaldes, concejales, etc.), sindicalistas, maestros, obreros, campesinos, homosexuales, actores, etc. Obreros y campesinos eran vistos por los sublevados como meros esclavos cuya única función era servirles. Los terratenientes, ante las reivindicaciones de estos durante la República, no dudaron en fusilar o al menos señalar para ello a tales jornaleros, no sin antes hacerles cavar sus propias tumbas mientras que señoritos falangistas les gritaban “¿No pedíais tierra? Pues la vais a tener; ¡y para siempre!”. El banquero José María Bérriz Madrigal en agosto del 36 en varias cartas decía que se estaban eliminando «a granujas que no trabajaron nunca en sus empresas — intelectuales, frescos, cursis y danzantes», «directivos de los sindicatos y dirigentes y maestros de pueblo y mediquillos de pueblos caen por docenas». Los funcionarios era el colectivo más castigado, pues según decía Joaquín Arrarás: «Los elementos perturbadores estaban principalmente entre los funcionarios locales: profesores de la Normal, inspectores de Enseñanza, maestros rurales, empleados de Correos y otros burócratas que llegaban a esta provincia, con carnets de socialistas y comunistas y con diplomas de la Institución de Libre de Enseñanza, y empezaban, sostenidos por el Estado al que combatían, su labor revolucionaria, para agrupar a su alrededor a todos los díscolos y los disconformes». Las familias de los fusilados eran igualmente represaliadas, incluso ancianos y niños, pues en muchas ocasiones a estos últimos, si se les dejaba con vida, se les abandonaba a su propia suerte.

El periodista John T. Whitaker nos deja una buena imagen de lo que fue la España sublevada: «las operaciones de limpieza se desarrollaban en todos los caminos. De pronto aparecían 4 campesinas amontonadas en una zanja o 34 milicianos maniatados y fusilados en un cruce de caminos. Recuerdo haber visto un bulto en la plaza de un pueblo: eran dos jóvenes miembros de la Guardia de Asalto republicana a los que maniataron con alambres, los rociaron con gasolina y los quemaron vivos». Dejar los cadáveres a la vista era una practica habitual para que el terror surtiera más efecto.

La crueldad no alcanzaba límites, pues la muerte iba acompañada de torturas y humillaciones. Para aumentar el dolor, muchos padres y madres tenían que observar como sus hijos, de corta edad, eran asesinados antes de morir ellos mismos. En Sevilla, y otros lugares, se impedía incluso llevar luto por los familiares fallecidos. Se llegó a poner sobre la mesa prohibir en toda España el luto, algo que no salió adelante pues muchas viudas tenían por costumbre vestir de forma habitual de color negro. En un país en donde la religión era de gran importancia, el no poder velar y enterrar los cadáveres aumentaba la angustia de sus familiares.

Las mujeres sufrieron especialmente esta represión que ha estado, como suele ser habitual, fuera de la investigación. Además de la muerte (en muchas ocasiones en representación de sus maridos fugados), se les infringía humillaciones y el más execrable de todos los actos: la violación. Queipo de Llano, con una psicopatía concreta en esta cuestión, anunció por radio el 26 de julio de 1936: «Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a las mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen». En Fuentes de Andalucía, falangistas y otros miembros de la derecha, tras llevar a cabo fusilamientos, se llevaron en un camión a varias mujeres entre catorce y dieciocho años a una finca, El Aguaucho. Allí, se las obligó a servirles la comida, luego las violaron, las fusilaron y arrojaron sus cadáveres a un pozo. No sintieron ningún remordimiento, y cuando regresaron al pueblo blandían en sus fusiles la ropa interior de las desdichadas. Las fuentes también nos indican la permisibilidad para que las tropas moras llevaran a cabo esta barbarie. John T. Whitaker decía «estos «regeneradores» de España rara vez negaban que hubieran dado mujeres a los moros. Por el contrario, hacían circular por todo el frente la advertencia de que todas las mujeres que acompañaran a las tropas rojas debían correr la misma suerte… Ninguno negó jamás que fuera una política de Franco…»

Junto a la violación y el asesinato, a las mujeres se les solía rapar el pelo. Luego se les daba de beber aceite de ricino, un poderoso purgante, mientras se las obligaba a estar en lugares públicos o, incluso, desfilar por las calles de su localidad. A veces la orquesta municipal tocaba para “animar”.

La represión era arbitraria, algo que no entendieron muchas personas, pues muchos fueron los que ni siquiera huyeron ante la idea: «yo no he hecho nada». No era necesario haber hecho algo; en muchas ocasiones no existían argumentos políticos, por espurios que fueran, pues la represión se usó para dirimir disputas particulares, por pequeñas que fueran estas: las denuncias falsas se convirtieron en algo habitual. En muchos casos los denunciantes tan solo pretendían obtener algún beneficio y mostrar su afecto a los militares sublevados o, tras la guerra, al nuevo régimen. El ya mencionado Whitaker, que acompañaba a la columna de Yagüe, plasmó: «Veía pasar a los hombres que llevaban al cuartel. Eran simples campesinos y trabajadores, hombres abatidos y sumisos. Para morir bastaba con tener el carnet de un sindicatos, haber sido masón o haber votado por la Repúblic.

Nadie podía imaginar que tal brutalidad y desprecio hacia la vida se podía imponer. El padre Huidobro, en una carta a Franco, indicaba que «la precipitación con que muchas veces se procede a fusilar gente cuya culpabilidad no solo no está probada sino que ni siquiera se investiga. Así acontece al fusilar sobre el campo de batalla todo prisionero de guerra, sin considerar si fuel tal vez engañado o forzado y si tiene el discernimiento suficiente para conocer la maldad de la causa que defiende. Es ésta en muchos días una guerra sin heridos ni presionaros». Matar a prisioneros de guerra atentaba contra las convenciones internacionales sobre conflictos bélicos, que incluso los nazis cumplieron durante la Segunda Guerra Mundial. Para los sublevados, en este caso, no existía nada que les pudiera frenar en su objetivo de acabar con aquellos que no tuvieran su retorcida visión de las cosas. Incluso se asesinaba a los heridos de los hospitales, denunciaba el mencionado sacerdote en carta a Díaz Varela: «Si han sabido que en Toledo se asesinó a los heridos de los hospitales, ¿será raro que tengan una idea exacta de nuestro bárbaro rigor? Y ya hay quien sostiene que en Madrid deben pasar por las armas a todos los hospitalizados». La verdad es que no era la primera vez que la represión alcanzaba tal dimensión; ya había sucedido en Asturias en 1934, en donde el ejército, comandado por Franco, reprimió la revolución que allí había estallado con una innecesaria brutalidad.

Todos los pueblos se vieron sometidos a este auténtico plan de exterminio, pero hay que mencionar el caso de Badajoz. Cuando el general Yagüe llegó allí, encerró a gran número de personas en el mismo lugar de la “fiesta nacional”, la plaza de toros. Allí mismo dio el mayor de los espectáculos: asesinó alrededor de cuatro mil personas, según sus propias declaraciones a la prensa internacional. Las fotos que se publicaron en periódicos extranjeros muestran pilas de cadáveres en el cementerio. No era raro que a los fusilamientos acudieran las clases altas, esas que preconizaban el orden sobre todas las cosas. No fue el único sitio, también en Valladolid o Salamanca asistir a este “evento” se convirtió en un evento social. Incluso se vendía café y churros para amenizar el espectáculo. La barbarie no acababa allí, en Badajoz y en otros lugares los cadáveres eran mutilados, y sus miembros como orejas, dedos y genitales eran mostrados por las tropas moras por las calles de la ciudad como trofeos.

Los verdugos podían ser fanáticos y aducir alguna espuria motivación: terratenientes que salvaguardaba sus sacros derechos sobre la tierra, supuestos patriotas que observaban que la República rompía la nación, cínicos católicos que protegían la Cristiandad o monárquicos que aspiraban a que un rey se volviera a sentar en el trono. Pero muchos participaron en esas represión por mera psicopatía; otros lo hicieron por dinero o por conseguir beneficios de aquellas autoridades militares. Todo ello se justificaba como servicios a la patria y, como veremos más tarde, a la religión.

Las noticias que llegaban de las atrocidades que se estaban cometiendo llevaron a que en muchos lugares la población comenzara un éxodo hacia zonas controladas por la República. Así pasó en la Málaga sitiada, en donde una muchedumbre salió hacia Alicante mientras las tropas franquistas bombardeaba a esta indefensa población, tal y como lo describe el corresponsal de The times, Lawrence Fernsworth: «Tienen que caminar mujeres, ancianos y niños… tambaleándose, tropezando, abriéndose los pies en los pedernales polvorientos, mientras que los fascistas los bombardean sin piedad desde los aviones y los cañonean desde el mar». Su ayudante, T.C. Worsley, también dejó testimonio del horror que le tocó vivir en el libro Los ecos de la batalla: «La carretera seguía llena de refugiados y cuanto más avanzábamos peor era su situación. Algunos tenían zapatos de goma, pero la mayoría llevaba los pies vendados con harapos, muchos iban descalzos, y casi todos sangraban. Componían una fila de 150 kilómetros de gente desesperada, hambrienta, extenuada, como un río que no daba muestras de disminuir…Decidimos subir a los niños al camión, y al instante nos convertimos en el centro de atención de una muchedumbre enloquecida que gritaba, rogaba y suplicaba ante tan milagrosa aparición. La escena era sobrecogedora: las mujeres vociferaban mientras sostenían en alto a los bebés desnudos, suplicando, gritando y sollozando de gratitud o decepción».

El fusilamiento y muerte inmediata solía dar paso a consejos de guerra en las zonas controladas por los sublevados. Aunque eso no quiere decir que se dejaran los paseos y las sacas. La Junta de Burgos, por decreto de 28 de julio de 1936, estableció los consejos de guerra sumarísimos para toda una batería de delitos, entre los que estaba el de sublevación, que fue la principal acusación. Era curioso, pues los únicos que se habían levantado contra el régimen que habían jurado era ellos, aunque no lo veían así. Franco manifestó que «el Movimiento Nacional no ha sido nunca una sublevación. Los sublevados eran, y son, ellos: los rojos». Los funcionarios públicos quedaban especialmente en una situación de vulnerabilidad, pues resulta que podían ser acusado de sublevación por servir al Estado para el que trabajaban. El ejercicio de derechos fundamentales como asociación, huelga y expresión eran igualmente delito. Lo peor de todo es que estos “delitos” se podían aplicar de forma retroactiva. El propio Mola afirmó que no se podían acoger al principio de que «jamás debe aplicarse al delincuente castigo que no esté establecido con anterioridad a la perpetración del delito».

En cualquier caso, el juicio sumarísimo tan solo era un procedimiento para ejecutar bajo el amparo de la legalidad. La acusación siempre era ambigua y no requería de ninguna prueba. Se basaba en el hecho de que cualquier denuncia era verdadera: la autoridad no tenía que demostrar la culpabilidad, mientras que al reo le resultaba imposible demostrar su inocencia. Jueces, fiscales y abogados en muchos casos carecían de conocimientos jurídicos, pues ante la gran cantidad de juicios se buscó a meros estudiantes de derecho. Los abogados defensores, que no conocían las causas hasta el momento del juicio, tan solo pedían la clemencia, en juicios que se desarrollaban en grupos sin que hubiera una defensa individual ni derecho de apelación. Un fiscal dejó expuesto en uno de esos juicios la naturaleza del mismo: No me importa ni tengo que darme por enterado si sois o no inocentes de los cargos que se os hacen. Tampoco haré caso alguno de los descargos que aleguéis, porque yo he de basar mi acusación, como en todos mis anteriores Consejos de Guerra, en los expedientes ya terminados por los jueces e informados por los denunciantes. […] Yo me limito a decir en voz alta lo que otros han hecho en silencio. Mi actitud es cruel y despiadada y parece que sea yo el encargado de alimentar los piquetes de ejecución para que no paren su labor de limpieza social. Pero no, aquí participamos todos los que hemos ganado la guerra y deseamos eliminar toda oposición para imponer nuestro orden. Considerando que en todas las acusaciones hay delitos de sangre, he llegado a la conclusión de que debo pedir y pido para para los dieciocho primeros penados que figuran en la lista la última pena, y para los dos restantes, garrote vil. Nada más. Según la Auditoría de Guerra llevada a cabo por Acedo Colunga, hasta 1938 se llevaron 3770 juicios, que procesó a 30.224 personales.

Finalizada la guerra, había 270.000 presos, que hacinados en cárceles y campos de concentración, morían de enfermedades y desnutrición. Hubo, según las últimas investigaciones, unos trescientos campos de concentración durante la guerra. En muchos casos, estos eran improvisados: plazas de toros, campos de futbol, parques, etc.. Por ellos llegaron a pasar hasta un millón de personas. Allí se encontraban tanto los que esperaban juicio como los que esperaban la ejecución o los que estaban cumpliendo su condena de cárcel, por lo general obligados a trabajos forzados.

 

6. Represión republicana

En cuanto a la represión en la zona republicana, la propaganda del régimen franquista creó la imagen del “terror rojo”. El corresponsal del Daily Express, Noel Monks, indicaba que «en Talavera, donde no había gran actividad en el frente, se alimentaba a la población con una dieta diaria de propaganda sobre las atrocidades cometidas por los rojos en su religue hacia Madrid». Al periodista le parecía curioso que, al mismo tiempo que se hacía esto, “las tropas nacionales con las que me encontraba -legionarios, requetés y falangistas- se jactaban abiertamente de sus tropelías tras arrebatarles el poder a los rojos”. Pero no eran atrocidades” para ellos, sentenciaba el reportero. Franco llegó a anunciar durante la guerra que en la zona republicana habían sido asesinadas medio millón de personas. La cifra, inventada, se intentó corroborar tras la guerra, y el propio Franco abrió una investigación, la Causa General, que arrojó como resultado, pese a que las cifras estaban hinchadas, tan solo 80.000 represaliados. Fueron, como hemos visto, muchos menos.

En la zona republicana la represión no solo fue inferior en número, sino que fue desde abajo, es decir, fueron las propias milicias y organizaciones obreras o de otro tipo las que se lanzaron a la represión, montando sus propios servicios de policía: las checas. Todo ello ante la impotencia de las autoridades republicanas, empezando por el propio Gobierno, que no eran capaces de ejercer el poder al haber desaparecido los elementos de represión con el que se ejerce este, es decir, el ejército y los cuerpos de seguridad. El Estado de derecho desapareció ante el golpe de Estado. No obstante, las autoridades republicanas intercedieron por los derechistas y pidieron respeto a la ley. De hecho, fue habitual que muchas de esas autoridades movieran los hilos para sacar del país a todas las personas que podían ser blanco de la represión de las milicias.

El calibre de la represión también fue muy variable dependiendo de las zonas, y en muchos casos se incrementó ante los relatos que llegaban de la otra zona. Madrid, en cualquier caso, fue el único sitio donde la represión republicana fue mayor que la que luego hicieron los franquistas. El hostigamiento de las tropas sublevadas en torno a la capital y el temor a que dentro de la misma existía un amplio número de fascistas organizados para salir en cualquier momento (la llamada Quinta Columna) explican las altas cifras de asesinados.

No faltaron grandes matanzas, por supuesto, como el muy repetido caso de Paracuellos, una saca en donde estuvo implicado Santiago Carrillo. Durante los días más álgido de la Batalla de Madrid, se llevó a cabo el traslado de presos falangistas, muchos de los cuales no llegaron a su destino, sino que fueron fusilados por conspiración con el enemigo. Las cifras no se conocen con exactitud, pero pueden rondar los 1500 (lejos de los 12000 que el régimen aireó). Aquellos hombres a día de hoy descansan enterrados dignamente en tumbas.

En muchos casos la violencia la ejercieron presos comunes, pues los anarquistas abrieron las cárceles y de allí salieron para proseguir con las mismas actividades por los que habían sido encerrados. “Los hombres han matado porque sí, por matar, porque podían matar impunemente. Y en medio de esta tempestad, muchos han sido asesinados no por ser fascistas ni enemigos del pueblo, ni enemigos de nuestra revolución, ni nada que se le parezca. Lo han sido caprichosamente para satisfacer a quienes deseaban ver morir a otros hombres, y muchos de los inmolados hace poco han caído por tener resentimientos y cuentas pendientes con quienes han querido liquidarlos en esta circunstancias de impunidad y revuelta. “, decía el anarquista y ministro de Industria Juan Peiró en noviembre de 1936.

Las personas de derechas, como terratenientes, industriales y empresarios fueron el objeto de la represión. Sea como fuere, los clérigos fue el gran grupo que sufrió la represión. Muchos fueron fusilados ante el argumento: “ellos se lo buscaron”, como decía la prensa libertaria y socialista. No era algo nuevo el anticlericalismo, pero lo que lo diferenciaba de otras ocasiones es que no se conformaron solo con la quema de iglesias, sino que llevaron a la práctica lo que antes habían sido meras amenazas verbales y, por primera vez, los clérigos sufrían la ira de las clases populares en sus carnes.

Destaca que las mujeres en la zona republicana básicamente no sufrieron ningún tipo de represión, ni siquiera el clero femenino. Por ejemplo, en la localidad de El Cerro la propia junta local de la CNT protegió a las monjas. La explicación de que la violencia no se diera contra ellas es porque se consideraba que estas no habían elegido por propia voluntad la vida monástica, sino que las habían obligado. Además, parece que el empeño de la República por igualar a mujeres y hombres hizo que las milicias rara vez llevaran a cabo actos violentos contra las mujeres en general. En cambio, en la zona sublevada, fue esta misma política de igualdad, contra la que los grupos de la derecha estaban, la que empujó a los falangistas y otros a “vengarse”.

Todas nuestras fuentes indican que las autoridades republicanas, que intentaron por todos los medios recuperar el poder que estaba en manos de las milicias, se preocuparon en todo momento por restablecer un cuerpo de policía y tribunales profesionales con el fin de poner límites a la represión. En parte lo consiguieron y, desde finales de 1936, la represión se redujo, aunque afloró en los momentos en que las milicias se vieron amenazadas por el avance de las tropas franquistas, sobre todo cuando a principios de 1939 cayó Cataluña. La sangría sobre todo se frenó formando los Tribunales Populares, en donde el acusado tenía el derecho a la defensa y, aunque se dictaron sentencias de todo tipo, fue habitual que los juicios acabaran con la absolución del acusado. Además, el director de prisiones, Melchor Rodríguez, hizo todo lo posible por apartar a los milicianos del control de las cárceles. Así se lo recordaba Schlayer en una carta en nombre del cuerpo diplomático: “que usted considera a los presos prisioneros de Guerra y que está decidido a evitar que sean asesinados, excepto como consecuencia de dictamen judicial”. Por su parte, Manuel de Irujo, ministro de Justicia en el gobierno de Juan Negrín, indicaba “Levanto mi voz para oponerme al sistema y afirmar que se han acabado los «paseos». Continuaba diciendo que “Hubo días en que el Gobierno no fue dueño de los resortes del poder. Se encontraba impotente para oponerse a los desmanes sociales. Aquellos momentos han sido superados … es preciso que el ejemplo de brutalidad monstruosa del enemigo no sea exhibido como el lenitivo a los crímenes repugnantes cometidos en casa”.

También entre las propias milicias se estableció la idea que la justicia no podía ser el mero asesinato sin juicio. El periódico Solidaridad Obrera, por ejemplo, decía que había “castigar a quien se lo merece inexorablemente. Pero a plena luz, con responsabilidad. Que sea un tribunal del pueblo el que juzgue, el que depure y el que haga justicia”. Incluso la CNT hizo un llamamiento para acabar con la represión gratuita. Así, el 25 de julio el Comité Regional Catalán y la Federación de la CNT de Barcelona declararon: “Manchar el triunfo con pillajes y expoliaciones, con allanamientos domiciliarios caprichosos y otras manifestaciones de arbitrariedad, es cosa innoble e indigna y, desde luego, perjudicial a los intereses de la clase laboriosa”.

La libertad de expresión que todavía reinaba en la zona republicana hizo que los asesinatos se airearan. Diplomáticos, prensa internacional y los propios lideres políticos de la República los denunciaban, frente a la zona sublevada en donde se guarda silencio. Los desmadres de las milicias no ayudó en nada a que las potencias democráticas, que veían demasiado radicalizada a la república, la apoyaran. El periodista neozelandés Geoffrey Cox escribía sobre esta paradoja: “los focos publicitarios, dirigidos sobre estas ejecuciones no autorizadas, son, irónicamente, un claro reflejo de la oposición del gobierno español a tales acciones. Y es que buena parte de la información ha sido posible gracias a la libertad con que el Gobierno ha discutido el problema con las autoridades extranjeras y las delegaciones de visita en el país”.

En conclusión, igualar a los dos bandos tan solo es una forma de justificar las atrocidades cometidas por uno de ellos, el sublevado, que originó y fomentó el genocidio. El golpe que estos perpetraron acabó, igualmente, con la justicia en la zona republicana, aunque las legítimas autoridades de la República pretendieron en todo momento acabar con la sangría. La guerra que iniciaron quienes no quisieron ceder ningún privilegio en favor de las clases populares pretendía poner a estas en el sitio que ellos consideraban que debían estar: a sus pies.

BIBLIOGRAFÍA

HERNÁNDEZ DE MIGUEL, C. (2019): Los campos de concentración de Franco. Sometimiento, torturas y muerte tras las alambradas, Ediciones B, Barcelona

PRESTON, P. (2019): El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después, Debate, Barcelona

RODRIGO, J. (2005): Cautivos: Campos de concentración en la España franquista, 1936-1947, Crítica, Barcelona

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