Historia Contemporánea de España

La invención de la nación española

La nación española, como el resto de naciones del planeta, se inventó a lo largo de los siglos XIX y XX. Todavía hoy sigue existiendo una constante reinvención, aunque bajo la idea de que, pese a los cambios, los elementos que componen el carácter nacional (fiestas, símbolos, historia, tradiciones) han sido inmutables a lo largo de los siglos. Por tanto, nos ocuparemos de observar cómo la nación española fue construida en esos dos siglos.

En otra entrada habíamos visto el concepto de España a lo largo de la Historia. La conclusión obvia y lógica es que España no ha existido desde los más remotos momentos de la humanidad, sino que, en un aspecto político, España nació en el siglo XVIII. En concreto tras la guerra de Sucesión y la llegada de los Borbones, ya que entonces el territorio de la monarquía española en Europa se reduce al suelo peninsular de acuerdo al Tratado de Utrecht. Es más, en ese momento se homogeniza las leyes e instituciones de dicho territorio al suprimirse los fueros e instituciones de los reinos de la Corona de Aragón (Decretos de Nueva Planta). De esta manera, en el siglo XVIII existía un Estado español, pero esto no implica que existiera una nación española, si entendemos nación como el conjunto de habitantes que tienen una cultura, lengua e identidad comunes. Tan solo había que observar que las lenguas, historia y tradiciones de cada uno de los territorios de ese Estado eran diversas. Pero precisamente eso es el nacionalismo: la ecuación por la cual a cada Estado le pertenece una única nación o viceversa, diga lo que diga la historia y la evidencia.

Por tanto, había que inventar la nación española y a los españoles, tal y como hicieron otros Estados europeos. No se trataba de crear algo nuevo de la noche a la mañana, sino que, a lo largo del tiempo, cada uno de los elementos de la nación que se adoptaban se pensaba como eternos y tradicionales.  Así,  se creó una historia nacional que consideraba que la esencia española  y el Estado habían existido siempre (ver entrada anterior). No solo la historia se ponía al servicio del nacionalismo, también la Arqueología, que dio prioridad a enclaves de las grandes gestas “españolas”, como Numancia. Lo mismo hizo la pintura, que cultivo el género histórico para recordar los momentos estelares de la historia española.

Pese a todo, el nacionalismo español fue lento en su tarea de adoptar y generalizar los símbolos de la nación (bandera, himno y fiestas). La bandera actual española se utilizaba como distintivo de los barcos de guerra desde época de Carlos III, en concreto en 1785. Durante la Guerra de la Independencia se popularizaron estos colores, convirtiéndose en la bandera de la Milicia Nacional según disposición de las Cortes de Cádiz. A mediados de siglo se convirtió en la bandera nacional de todas las unidades militares, y a principio del siglo XX se obligó a que ondeara en los edificios públicos los días de fiesta nacional.  Por su parte, el himno, una marcha de granaderos del siglo XVIII, que ha sufrido importantes arreglos hasta el día de hoy, fue utilizado como una marcha real en los actos del rey. Prim, en 1870, todavía pretendió buscar un nuevo himno, aunque finalmente se adoptó la Marcha de Granaderos como himno nacional. Pero no solo estos símbolos tardaron en llegar, sino que la españolización de la población no se dio hasta principios del siglo XX. Para que exista una nación española –o cualquier otra nación- es necesario que existan españoles que se crean españoles.

¿Qué causó esta tardía creación de la nación española respecto a otras? La vuelta del absolutismo, las posteriores guerras carlistas y los cambios de constitución y gobierno durante las tres primeras cuartas partes del siglo frenaron este nacionalismo, que sobre todo radicaba en las clases acomodadas y sobre todo en el ala más liberal (pues, en origen, el nacionalismo era una cuestión liberal). No obstante, estas primeras décadas del siglo se caracterizaron por la creación de una identidad española en el exterior. Aquellos extranjeros que habían participado en la Guerra de la Independencia no dudaron en calificar al pueblo español como atrasado, pero en un sentido romántico, pues lo describían como un pueblo que rehúsa el sistema político y se lanza al monte para la defensa de la patria. Un pueblo que mantenía la esencia original en donde el honor lo era todo. En otras palabras, un pueblo de Quijotes. Una idea que asumieron los propios intelectuales españoles, especialmente la generación del 98. La modernidad era cosa de otros (pese a que para aquel entonces España se estaba industrializando). El franquismo ilustraba esto con la frase: Spain is different!

Pero los cambios de régimen y gobierno no son el único motivo que ralentizó la creación de la nación. Otro de los problemas del nacionalismo español es que carecía de objetivos. Por ejemplo, en Alemania e Italia el nacionalismo giraba en torno a la unificación; en Francia, en torno a los ideales de la libertad; en Inglaterra, el imperio colonial inspiraba su nacionalismo. España, en cambio, era un imperio colonial en decadencia que había perdido la mayoría de sus posesiones de ultramar a principios del siglo XIX.  De hecho, tampoco pudo ensalzar a la patria por medio del colonialismo en el que se embarcaron el resto de grandes potencias europeas a mediados del siglo. Todo lo contrario, España perdió los restos del antiguo imperio en 1898: Cuba y Filipinas. ¿Qué podía fomentar el espíritu de los españoles ante una patria moribunda?

De igual modo, las pérdidas de las colonias y, lo que era peor, sus ingresos provocaron un aumento de la ya de por sí acuciante deuda. Lo que se ingresaba se destinó al pago de los intereses de la deuda, las guerras carlistas, el ejército, la corona y lo indispensable para mantener el aparato institucional. Los servicios públicos y, entre ellos, las escuelas, fueron básicamente inexistentes. Sin escuela, la educación de ciudadanos y, lo más importante, de españoles era imposible.

Además, la moderna nación se enfrentaba a dos elementos de la antigua identidad colectiva de los súbditos de los reinos hispánicos: monarquía y catolicismo. Para la iglesia no había algo tan contrario como el Estado y sus políticas, pues en una mentalidad todavía medieval, no podía existir más poder que el del papa y una única comunidad cristiana. Mucho menos se podían tolerar que símbolos como la bandera alcanzaran casi la misma sacralidad que los símbolos cristianos.  La monarquía, por su parte, se mantuvo anclada al más estricto moderantismo, rozando las ideas absolutistas. No hace falta decir que de la construcción del Estado liberal se encargaron, en gran medida, los moderados, defensores del más estricto liberalismo doctrinario y, en muchos casos, gran parte de ellos procedían del absolutismo. La idea de la nación en términos modernos radicaba, ante todo, en los sectores del liberalismo más a la izquierda, pero apenas tuvieron presencia en los gobiernos de la primera mitad del siglo XIX.

Durante el Sexenio Democrático (1868-1874) fue cuando la derecha asumió la idea del nacionalismo. En este momento es cuando el republicanismo comienza a tener cierto peso político, así como la tendencia a separar Iglesia y Estado. Además, el movimiento obrero penetró en España en esta época, poniendo en tela de juicio la monarquía, la religión y la propiedad. Así, el catolicismo acabó por convertir a la nación española en su reivindicación política como garante del propio catolicismo, y otro insigne historiador, Menéndez Pelayo, encontró al enemigo que toda nación requería: aquellos contrarios al catolicismo. Estar contra el catolicismo era lo mismo que la subversión política. Así, la derecha convirtió a la nación, que debía ser católica y monárquica -y a la larga defensora también de la propiedad-, en un ente que debía ser defendida a toda costa. Mucho más cuando surgieron los nacionalismos periféricos a finales del siglo, que lo hicieron sobre todo porque el nacionalismo español no había mostrado su capacidad de españolizar, así que se cubrió el vacío con identidades nacionales alternativas.

Sea como fuere, durante la Restauración se empezaron a crear monumentos y se ensalzó a las grandes figuras del pasado. Pero esa “España” que se construía no tenía un gran presente, ni se les esperaba un gran futuro. Tal es así que los españoles no se sentían tales. A Cánovas se le ocurrió decir “son españoles… los que no pueden ser otra cosa”. El llamado “Desastre de Cuba” del 98 no parece que conmocionara los sentimientos patrióticos de los españoles (más allá de los muertos) tal y como se quejaban los regeneracionistas.

Así, el regeneracionismo empezó a diseñar fantasiosos planteamientos políticos para España, que se tradujeron, por parte de los gobiernos de la Segunda Restauración, en la conmemoración de la Guerra de la Independencia y la Constitución de Cádiz (grandes hitos de la España contemporánea y que dejaban a un lado los de la España imperial). Se obligó a la lectura de Libro de la Patria en los colegios, se estableció la Fiesta de la Raza el 12 de octubre, que conjugaba la idea de la Hispanidad (era el día en que Cristóbal Colón llegó al nuevo continente) y la aparición de la Virgen del Pilar (a la que se le dio el grado de capitán general) a Santiago (Patrón de España).

Entre aquellos que más defendían el nacionalismo, la participación de España en la Primera Guerra Mundial (daba igual el bando) era necesaria para fomentar el espíritu patriótico de los españoles. En efecto, eso provocó entre los ciudadanos de las potencias participantes, que se enrolaron en sus respectivos ejércitos de forma masiva contra todo pronóstico. España, en cambio, acabó por mantenerse al margen y declarar su neutralidad.

Fue, en cualquier caso, en el periodo de Primo de Rivera (1923-1929) cuando se avanzó en la españolización y, por tanto, en la creación de un nacionalismo popular. Monarquía y religión, que hasta entonces eran el pilar del consenso social, se sustituyeron por el de la patria. Todo lo que se hacía y se decía era en favor de la nación y no de ningún partido político en concreto. Fue también el momento en que se construyeron escuelas nacionales con maestros nacionales y el castellano como lengua oficial y nacional. Se empezaron a proteger los monumentos históricos, que ahora eran nacionales. Billetes, sellos, cajas de tabaco, etc. portaban alegorías a la patria española. Incluso se escribió una letra para el himno nacional por Eduardo Marquina. Canciones de corte popular como Banderita tú eres roja o Soldadito español venían a ensalzar entre las clases populares el ideal de España. Celebraciones como la Exposición iberoamericana de Sevilla o la Exposición Universal de Barcelona se vendían como los logros de esa patria que volvía a encontrar su lugar en el mundo. El fin de la guerra de Marruecos fue vendido como el retorno a los tiempos imperiales. Ese nacionalismo popular se fomentó además con algunas tradiciones que se elevaron como elementos del folclore español, pese a que en el pasado los intelectuales lo habían rechazado por su vulgaridad o barbarie: el flamenco, tradicional de Andalucía, acabó por sustituir a la jota que era más típica; al igual que los toros, que se convirtieron en la fiesta nacional. El casticismo se convirtió en la enseña de la generación del 27.

La proclamación de la República el 14 de abril 1931 dio lugar a una nueva España que defendía nuevos ideales. Libertad, igualdad, progreso, redistribución de la riqueza y alfabetización. Se crearon nuevos símbolos nacionales: el Himno de Riego y la bandera tricolor. No se rechazaba, en modo alguno, la historia o tradiciones, pues en las escuelas públicas que se crearon para educar a los nuevos ciudadanos en tan altos ideales, no se enseñaba a Shakespeare ni a ningún otro ilustre autor extranjero, sino a Miguel de Cervantes, Manuel de Falla, Calderón de la Barca, entre otros. En cualquier caso, los cambios de símbolos y, sobre todo, la laicidad de la república provocaron el recelo de las “derechas”, que se asignaron la protección de la España verdadera: la católica, sin separatistas, ni judíos ni soviets como alegaba Gil-Robles. En realidad, lo que existían eran dos formas de entender la nación.

Los que se consideraban la verdadera España fueron los que dieron un golpe de Estado contra la II República en 1936. Se iniciaba una guerra civil (1936-1939), aunque en aquel momento ninguno de los dos bandos la consideraron tal, pues ambos se consideraban defensores de la patria contra enemigos extranjeros tal y como se muestra en la propaganda.

El franquismo (1939-1975) construyó una nueva nación y, como siempre pasa, se consideraba que se volvía a la tradición, aunque esta se estaba inventando. España se cubrió de símbolos patrios: fiestas nacionales, cruces de los caídos, desfiles, himnos, campamentos juveniles, películas que ensalzaban la historia y la raza española, el yugo y las flechas, una nueva bandera que portaba el escudo de los Reyes Católico con el águila de San Juan. Vítores de ¡Arriba España! eran habituales, así como ¡Viva Franco!, redentor de España y salvador. Era la vuelta a la España Imperial, la del siglo de Oro, cuyo colofón debía ser la recuperación de Gibraltar. Evidentemente, en la nueva España de Franco se requería nuevos y buenos españoles, de ahí que se depurara a los maestros que habían enseñado durante la República en los colegios públicos

La democracia, finalmente, ha construido una nueva idea de nación. Tras la transición, se tuvo que consensuar qué símbolos se mantendrían y cuáles se eliminarían. Así pues,  se mantuvo el 12 de octubre como fiesta nacional, aunque se acabó por eliminar las referencias a la raza y la Hispanidad. En cualquier caso, muchas voces pretendía la del 6 de diciembre, día de la Constitución, como gran fiesta de la nación.

Pero la nueva idea de nación se construyó con una dualidad: si por una parte se considera a España la patria común e indivisible de todos los españoles, por otra reconoce la existencia de diversos pueblos, nacionalidades y regiones con culturas, tradiciones, lenguas e instituciones propias. Pero el mero hecho de no dar a esas nacionalidades un estatus especial, llevó a la creación de multitud de comunidades autónomas, que han creado sus propios símbolos y tradiciones.

Sea como fuere, si en las olimpiadas del 92 en Barcelona se demostró que podían vivir nacionalismo español y catalán (llegaron a sonar tanto el himno español como el catalán), la llegada del Partido Popular a la Presidencia del Gobierno provocó la aparición de un nacionalismo español obsesivo: Aznar no dudo en afirmar que España era la nación más antigua de Europa y que debía ser importante otra vez. Claramente, la palabra nacionalista se eliminó del vocabulario de los nacionalistas españoles (nacionalistas eran el resto), y la Constitución se convirtió en el elemento fundamental de la identidad española. De hecho, a día de hoy, un nuevo resurgimiento de las ideas nacionalistas españolas mantiene a la Constitución como la base fundamental de la nación española. Un texto que está alcanzado la sacralidad e inmutabilidad de una Biblia, cuya defensa supone la salvaguarda de la “verdadera España”.

BIBLIOGRAFÍA

ÁLVAREZ JUNCO, J. (2016): Dioses útiles. Naciones y nacionalismos, Galaxia Gutenberg, Barcelona

ÁLVAREZ JUNCO, J. (2001): Mater Dolorosa.  La idea de España en el siglo XIX, Taurus, Madrid

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