La primera expansión de los reinos cristianos: León y Pamplona
Pese a la súbita desaparición del reino visigodo a manos de las tropas arabobereberes en el 711, a lo largo del siglo VIII y principios del IX se formaron en las zonas montañosas del norte peninsular distintos núcleos políticos cristianos frente al poder del islam. El primero de ellos, que se consolidó como reino, fue el astur —más tarde bajo la denominación de León—, que ocupaba la estrecha franja entre el Cantábrico y la cordillera de mismo nombre. En los Pirineos, en buena medida por la política carolingia, apareció el que ya podemos llamar a finales del siglo IX reino de Pamplona; al este del mismo, los condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza; así como los diversos condados catalanes que, a finales de la centuria, estaban en su mayor parte controlados por el conde de Barcelona, aunque en teoría seguían formando parte del Imperio carolingio. Si estos últimos apenas movieron sus fronteras hasta el siglo XI, el reino asturiano y el pamplonés ampliaron su territorio entre la segunda mitad del siglo IX y principios del X.
El reino de León
A principios del siglo IX, desde las Rías Altas gallegas hasta el Nervión, se extendía el reino astur. Era para aquel entonces el reino cristiano de la península más extenso y consolidado en su dimensión política y religiosa. Si Alfonso I había sido su fundador —dejando a un lado la leyenda de don Pelayo—, Alfonso II fue quien consolidó institucionalmente al reino, mientras que otro Alfonso, el tercero, fue el que amplió el territorio del mismo hasta el Duero en la segunda mitad del siglo IX.
El padre de este último, Ordoño I (850-866), ya había conseguido ocupar algunos territorios al sur de la Cordillera Cantábrica: León, Astorga y Tuy; la frontera con el emirato de Córdoba quedó situada en el Miño. Incluso este monarca llegó a realizar campañas militares hasta Coria. No obstante, las derrotas ante las expediciones del emir Muhammad (852-867) fueron cuantiosas, pese a que estas, ante un atónito emir, ya no surtían el mismo resultado que las de sus ancestros en la retención del reino cristiano entre el mar y las montañas.
Pese a estos avances, fue el hijo, Alfonso III (866-910), el que tuvo una clara y decisiva política en la ampliación del reino: triplicó el territorio del mismo. Tal es así que algunas fuentes provenientes del clero aluden a él como emperador, título que, de hecho, sus descendientes del siglo XI se otorgarían. Sea como fuere, por la parte occidental, en el área gallego-portuguesa, la frontera sobrepasó el Duero y se estableció en la línea del río Mondego después de tomar importantes centros como Orense, Braga, Oporto, Veseo y Coimbra, tomada esta última en el 878. No solo eso, Alfonso III llegó a hacer una campaña que le llevó hasta Sierra Morena ante un Muhammad I ocupado en poner orden en su propio reino. Más difícil fue el adelantamiento en la Meseta, cuya frontera se estableció a lo largo del Duero —donde se fundaron Zamora y Burgos—, así como en las comarcas ribereñas del alto Ebro. La resistencia islámica en este espacio, especialmente en esta última zona mencionada, se debió a las campañas del príncipe heredero del emirato, al-Mundhir, quien lanzó sendas ofensivas sobre los campos de León y Castilla, pero de escasa fortuna. En cualquier caso, la toma de tan extenso territorio, que por medio de castillos y posterior repoblación fue consolidado, llevó a la firma por parte del monarca cristiano y el emir de una tregua de larga duración en el 883 que se selló con la entrega de los restos de Eulogio y Leocricia como signo de buena voluntad por parte de emirato.
¿Qué motivo esta determinada ampliación del reino? Podríamos considerar que existía una cuestión ideológica: la implantación del neogoticismo en el reinado de Alfonso II que consideraba a la monarquía astur heredera de la visigoda; por tanto, había que “reconquistar” el reino visigodo. Más prosaica, la acuciante necesidad de descender de los valles cántabros en los que el espacio estaba lleno desde el punto de vista demográfico; dicho de otra manera, la imposibilidad de que los escarpados valles cántabros pudieran alimentar a una población creciente. Era necesario descender a la meseta para asentar población que pudiera explotar los recursos agrarios que la llanura ofrecía. No obstante, no hay pruebas fehacientes de que esto fuera así. También se ha apuntado a la facilidad de conquista del valle del Duero en tanto que sería un desierto demográfico, especialmente desde que Alfonso I hubiera trasladado a la población mozárabe de esta zona a los valles. Así, en tiempos de Alfonso III sería una tierra baldía. De nuevo, no hay pruebas contundentes para aseverar esta hipótesis; al contrario, podemos afirmar que por el valle del Duero debían existir una serie de caudillos musulmanes que habían obedecido a los emires hasta ese momento, pero que prefirieron tomar partido del bando ganador, el leonés. Debieron existir una serie de pactos con estos y acabaron integrándose en la aristocracia leonesa, como es el caso del conde de Gormaz, en Soria, quien tenía un nombre que deja pocas dudas de su origen: Abu l-Mundhir. Además de que Alfonso III apoyó a los cabecillas muladies para que abandonaran el vasallaje con Córdoba, como a los Banu Qasi en el este, a Ibn Marwan en el este, y en la serranía de Ronda a Umar ben Hafsún.
Además de los factores mencionados, existe otro que quizás tengo mucho mayor peso: la necesidad por parte del monarca de tener ocupados a la levantisca nobleza, especialmente la gallega, que de la mano del conde Fruela Vermúdez se había rebelado contra el propio Alfonso III tras ser elegido como monarca. Observamos desde ese momento como la nobleza estuvo más atenta a las conquistas, que muchas veces las hicieron por su propia cuenta: correrías con afán de controlar nuevos territorios y la construcción de castillos para mantenerlos. Pero ¿qué pasó cuando la paz fue sellada con el emirato en el 883 y que corrobora esta última teoría? En ese momento, los puñales volvieron a relucir. Afloraron otra vez los enfrentamientos contra el monarca, esta vez de sus hermanos, Froila, Odoario y Vermudo, quienes iniciaron en Astorga una rebelión, pero rápidamente sofocada por Alfonso. De nuevo, un año antes de su defunción, que acaeció en el 910, tuvo que renunciar al trono por la conspiración iniciada por sus tres vástagos, que además se mezclaba con las tendencias secesionistas de las diversas zonas que componían el reino. Los tres hijos se lo repartieron: García I quedó como rey de León, pues asentó su sede en esta ciudad, que en lo sucesivo sería lugar de descanso eterno para los difuntos monarcas, y controló los territorios conquistados por su abuelo y padre al sur de la cordillera cantábrica. El hermano de este, Fruela, quedaba como rey de Asturias; mientras que Ordoño se apoderó de Galicia. Pese a ello, los dos últimos se mantenían como súbditos de su hermano, el rey de León.
En 914, García murió; su hermano, Ordoño II (914-924), se hizo cargo del trono leonés, quien no tardaría en sucumbir también ante la inevitable muerte. Entonces, el tercer hermano, Fruela II (924-925) volvió a reagrupar el territorio gobernado por el padre. Para aquel entonces, la línea de sucesión no estaba ni mucho menos reglada; en realidad se mantenía la idea de monarquía electiva en la que la nobleza, y así era de facto, tenía una gran capacidad de decisión. No es de extrañar que los hijos del difunto Ordodo II reaccionaran ante su tío y nuevo rey: Alfonso IV (926-931) logró con ayuda navarra apoderarse el reino de León, Asturias y Castilla. Su hermano, Sancho Ordoñez (926-929), consiguió la corona en Galicia —reconociendo como señor a su hermano—, mientras que otro hermano, Ramiro, ejercía su autoridad en Portugal. Fue este último, por casualidades de la vida, quien acabaría ciñendo la corona de León como Ramiro II (931-951) y reunificando bajo su autoridad el reino al morir Sancho y renunciar Alfonso IV para iniciar vida monástica, que le valió el sobrenombre de “el Monje”; aunque pronto la vida de oración le debió parecer los suficientemente soporífera y pretendió recuperar el trono, pero lo que perdió fue la vista al ser cegado junto con sus partidarios por su hermano y rey.
Las conquistas, en cualquier caso, continuaron: Ordoño, antes de portar la corona leonesa, saqueó Évora en el 913. Al año siguiente emprendió una campaña en la comarca de Mérida. La campaña de Abderramán III en el 917 es derrotada en San Esteban de Gormaz llegando a ocupar Talavera en el 920. Victorias que permitieron, por su parte, al monarca pamplonés, Sancho Garcés I (905-925), ampliar el reino a costa de La Rioja.
El reino de Pamplona
En los Pirineos, el dominio cristiano abarcaba a principios del siglo X desde la sierra de Códes hasta el río Llobregat. El ente más occidente, el reino de Pamplona, se extendía desde la primera y atravesaba el valle de Berruza, las estribaciones de Montejurra y el Carrascal y llegaba hasta el río Aragón. Al norte de este río, se encontraba el minúsculo condado de Aragón que, como veremos, quedó bajo la influencia de Pamplona. Al este, el condado de Sobrarbe, del que a inicios del mentado siglo siguen sin existir noticias que nos aclare su situación; la dominación islámica llegaba hasta la localidad de Boltaña, por lo que este condado se extendía por los valles de Fiscal, Broto y Gistáin. La unidad incluso de estos valles es dudosa, pues los pocos documentos parecen otorgar a cada valle relaciones distintas con Aragón y con Urgel. Más al oriente, en cualquier caso, se situaba el condado de Ribagorza, en donde a finales del siglo IX una nueva dinastía, iniciada por Ramón I, desliga este territorio del gobierno de los condes de Tolosa. El conde Ramón gobernó también el condado de Pallars, pero, a principio del siglo X ambos territorios tenían ya dirigentes distintos. Más al este, los condados catalanes habían establecido su frontera por las sierras de Boumort, del Cadí, Montserrat y el macizo de Garraf, existiendo en la Plana de Vic una amplia zona que quedó demográficamente vacía y que fue repoblada por Vifredo el Velloso -bajo cuyo mando se encontraba la mayor parte de tales condados-, así como la región de Bages. Entonces la frontera se estableció en los ríos Llobregat, Cardener y el curso medio del Segre. Esta frontera se mantuvo estable hasta el siglo XI.
De todos estas unidades políticas, tan solo el reino de Pamplona rompió a principios del décimo siglo los márgenes con el emirato de Córdoba. Los progresos del reino astur en el norte del valle del Duero repercuten en la situación del reino de Pamplona, que se había constituido a mediados del siglo IX de la mano de Iñigo Arista, pero siendo aliado de los Banu Qasi y del emirato. La llegada a la frontera oriental de Ordoño I y Alfonso III, que incorporan el territorio de Álava, parecen cambiar la política de Pamplona, especialmente en el momento en que llega al trono Sancho I Garcés en el 905. Este pertenecía a la dinastía Jimena, que gobernaba —incluso titulándose como reyes— el núcleo de Sagüesa y, de hecho, este monarca en principio tiene su centro de gobierno en Valdonsella. No sabemos como este desbancó a los Arista que gobernaban Pamplona, pero es posible que entre ambas familias hubiera relaciones matrimoniales: Sancho Garcés, hijo de García Jiménez, estaba casado con una nieta —la que se convertirá en la influyente reina Toda— de Fortún Garcés, último gobernante de los Arista. Además, es posible que la esposa de Alfonso III, Jimena, fuera hija del mencionado García Jimenez, por lo que el monarca astur podría haber contribuido a alzar a su cuñado al trono para que el reino de Pamplona abandonara la relación con el emirato andalusí, cuestión de gran importancia para los leoneses que pretendían que Pamplona protegiera desde el Alto Ebro el flanco oriental de Castilla. Por otro lado, este rey parece contar con el apoyo del conde ribagorzano Ramón I, que era hermano de su madre; así como del conde aragonés Galindo II Aznar, cuñado suyo.
Así pues, la llegada al trono de Sancho I Garcés en el 905 supone la verdadera articulación de Pamplona como reino y, sobre todo, la creación de una monarquía que se mantiene en una misma familia que se caracteriza por alternar nombre y apellido. El nuevo monarca abandonó la alianza con los Banu Qasi y, por tanto, con el emirato. Desde aquel momento el principal aliado del reino es León, que sellan su amistad con una prolija lista de matrimonios: las hijas de Sancho Garcés I y la reina Toda matrimoniaron con los sucesivos reyes leoneses: Ónneca (con Alfonso IV), Sancha (Ordoño II y en terceras nupcias con el conde castellano Fernán González) y Urraca (Ramiro II), que será madre del leonés Sancho I el Craso.
Rota esta sumisión hacia el emirato, Sancho I inicia la conquistas de nuevos territorios. Al este, controló las tierras al sur del condado de Aragón hasta el río Gállego creando una amplia red de fortificaciones: Sagüesa, Sos, Uncastillo, Luesia, Biel, Agüero, Murillo de Gállego, Loarre, Nocito, Secorún y Buil. Incluía este territorio San Juan de la Peña, enclave que se convertiría más adelante en santuario de Aragón. No solo eso, sino que entre el 907 y el 915 Sancho Garcés consiguió ocupar las tierras musulmanas de Boltaña. Por tanto, el reino pamplonés cercenaba la expansión por las tierras del islam al condado de aragonés: tan solo tenía posibilidad de extenderse por la margen izquierda del río Gállego. Su expansión, escueta, se produce precisamente por las tierras altas de Sobrarbe y por las margenes del Gállego hasta Peña Oroel y San Juan de la Peña. En cualquier caso, Aragón quedó estrechamente ligado a Pamplona: Galindo II de Aragón casó con una hermana de Sancho Garcés, quienes engendraron a una niña, Andregoto, que casó a su vez con García I Sánchez, hijo de Sancho I. El vástago de ambos, Sancho Garcés II Abarca, heredó ambos territorios. No obstante, el condado siguió manteniendo su unidad política.
Sea como fuere, el grueso de las conquistas se centraron en el territorio riojano. El pamplonés se adentró por los valles de Ega y Arga y cruzó el río Ebro sobre el eje de Nájera y Calahorra. Allí entró en contacto con Ordoño II, que se encontraba afianzado la zona oriental de Castilla, apoyándose mutuamente. Se puso fin al poderío de los Banu Qasi en el Valle del Ebro. Entre las localidades que se adquirieron destacan Falces, Caparroso, Monjardín, Calahorra y Arnedo en el 918.
Pero la adquisición de nuevos territorios no fueron eternas ni para Pamplona ni para León. La llegada al poder de Abderramán III hizo que de nuevo se realizaran campañas militares desde Córdoba para poner fin a esta expansión cristiana. Los reyes leonés y pamplonés fueron derrotados en Valdejunquera en el 920 y el emirato recuperó alguna de las zonas tomadas por Pamplona como Nájera y Calahorra. No pasaría mucho tiempo para que Sancho I recuperara parte de este territorio; en el año 923 recuperó Nájera. Estas nuevas tierras se las delegó a su hijo García Sánchez I (925-970) con la denominación de reino de Nájera, convirtiéndose así en el En cualquier caso, los reinos cristianos tuvieron que ponerse hasta final del siglo X a la defensiva ante el ahora Califato de Córdoba que iniciaba una nueva época de esplendor.primer monarca de dicho reino, que acuñó moneda con la inscripción NAIARA /IMPERATOR. Los sucesivos monarcas gobernaron tanto Pamplona como Nájera; aunque, curiosamente, la sede regia tardaría muchos más años en ser, precisamente, Pamplona.
En cualquier caso, los reinos cristianos tuvieron que ponerse hasta final del siglo X a la defensiva ante el ahora Califato de Córdoba que iniciaba una nueva época de esplendor.
BIBLIOGRAFÍA
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