La propiedad de la tierra en la España del siglo XVIII
En el siglo XVIII, los principales tenedores de tierra en España —como en los siglos pasados— eran la Corona, la Iglesia, la nobleza, así como las ciudades y pueblos. Sin embargo, la mayor parte de la tierra de estos estaba amortizada; en otros términos, estaba vinculada de alguna manera a familias o instituciones, lo que impedía su venta. Situación que, aunque tratemos del caso español, no era ajena al resto de reinos y territorios europeos. Sea como fuere, conocer la estructura de la propiedad de la tierra es fundamental, puesto que, en un país ampliamente agrario, esta condicionaba la economía. Por otro lado, nos permite comprender la escasez de tierras en el mercado ante una creciente burguesía que la buscaba y el aumento de la población a lo largo del setecientos, así como la desamortización que se dio en la siguiente centuria ante el establecimiento del Estado liberal.
Las tierras de la Corona
Las tierras propiedad del patrimonio real, conocidas como de realengo, apenas tenían importancia, pues en su mayoría eran montes, yermos o llanuras poco productivas, es decir, baldíos a los que haremos referencia más adelante. Tan solo en Aragón y en Granada se encontraba la principal tierra labrada de la Corona, que era arrendada.
Las tierras de la Iglesia y la Nobleza
La Iglesia y la nobleza seguían controlando —al menos en el plano económico— enormes territorios en forma de señorío a finales del siglo XVIII. En el Censo de Godoy de 1797 se señalan 25.463 lugares (ciudades, villas, aldeas, etc.); de estos, tan solo 12.071 estaban bajo la jurisdicción del rey. Detentaban la jurisdicción del resto los dos estamentos privilegiados, lo que suponía la mitad del país y casi tres cuartas partes de la tierra labrada.
La jurisdicción confería a los señores, ya laicos ya eclesiásticos, el derecho de cobrar impuestos, en concreto alcabalas y tercias (la parte del diezmo de la Iglesia perteneciente a la Corona) enajenadas a favor de los señores; también el laudemio o luismo, es decir, el diez por ciento sobre la venta de inmuebles, así como un tercio de los frutos. A esto se le sumaba los monopolios señoriales o banalidades, las corveas o trabajos forzosos en las tierras del señor y las tasas de paso del ganado; por su parte, la Iglesia sumaba a todo esto los diezmos y primicias. No obstante, las cargas variaban de unos reinos a otros e incluso en cada zona de estos. En Cataluña y Valencia se daba la fadiga, que era el derecho de prelación en la compra de inmuebles. En Aragón, los reudos, porcentaje sobre las ventas, que solían ser una octava parte de los granos cosechados; en Galicia, la luctuosa, que obligaba a la viuda del cabeza de familia recién fallecido a entregar al señor la mejor vaca, en muchos caso la única. Además, los señores tenían que nombrar los diversos cargos en las poblaciones que quedaban dentro de su jurisdicción, aunque también debían asumir el coste de estos.
La Iglesia tenía bajo su jurisdicción 3.926 lugares, según el susodicho censo, que incluía siete ciudades y 395 villas: suponía el 17% de la tierra roturada y el 24% del producto bruto agrícola. De los ingresos netos de todo el país, incluyendo alquileres, rentas, censos, derechos señoriales y diezmos, la Iglesia percibía el 55% del total.
Por otro lado, 8.752 lugares eran señoríos laicos, seculares o legos (incluyendo 15 ciudades y 2.286 villas), es decir, el 58% de la tierra cultivada del país. La mayor parte de tales señoríos se encontraban en el sur y pertenecían en su mayoría a la nobleza. Los grandes señores, es decir, la nobleza titulada (119 familias con grandeza de España, el 10% de los 1300 titulados existentes) eran los que acumulaban el porcentaje más alto. Para poner un ejemplo, el 88% de la tierra estaba controlada en Andalucía por el 12% de la población; de forma más precisa, 16 aristócratas poseían el 16% de la tierra: el duque de Medinaceli contaba con 120.000 fanegas de tierra, los de Osuna y Arcos con algo más de 80.000. No estaba muy lejos el duque de Alba.
Mención aparte merecen los señoríos de las cuatro órdenes militares españoles: Alcántara, Calatrava, Santiago y Montesa. Estos sumaban unos 700 lugares, entre ellos 332 villas, en su mayoría en Extremadura y La Mancha. Pese a la asunción por parte de la monarquía de los maestrazgos de estas, los reyes las utilizaron para entregar la distinción de caballeros a un conjunto de personas por sus servicios a la Corona. No solo eso, sino que estos también recibían encomiendas en tales señoríos, que en el fondo tan solo era la percepción de los impuestos y rentas que estos generaban. No obstante, el 50% de estas encomiendas las acumulaba la alta nobleza.
Los hidalgos poseían en ocasiones pequeños señoríos. De hecho, quienes disponían de fortuna habían comprado alguno, que se solía reducir a alguna aldea o pueblo, aunque por lo general en el siglo XVIII no hay evidencias de esta práctica. En general, la mayor parte de los hidalgos, unos 400.000, no poseían señorío.
Pese a lo expuesto, ¿los señoríos suponían la propiedad de la tierra? La respuesta es en cierta medida más compleja que una negación o afirmación. El señorío podía ser solariego: el señor es propietario de la tierra y los habitantes que en él viven tienen un vínculo de dependencia económico con el mismo. Sin embargo, el señorío podía ser jurisdiccional, en este caso el señor tenía una función pública, por concesión real, al cobrar impuestos y nombrar los cargos de las localidades que quedaban bajo su jurisdicción. La historiografía ha venido a llamar mixtos a aquellos señoríos que aunaban la propiedad y la jurisdicción. Si en la teoría están bien descritos, en la práctica es mucho más enrevesado. En primer lugar, el paso de los siglos impedía diferenciar cuál era la naturaleza de los señoríos: si solariego, jurisdiccional o ambos a la vez. En segundo lugar, en el caso de los llamados mixtos, no coinciden los límites de la propiedad y jurisdicción; dicho de otra manera, dentro de la jurisdicción tan solo una parte de la tierra podía ser propiedad del señor o de la Iglesia. De igual modo, fuera de cualquier señorío jurisdiccional, nobleza e Iglesia —en especial esta última— poseía tierras u otros bienes inmuebles, sobre todo en las ciudades y villas.
Sea como fuere, toda la tierra —o cualquier bien— que era propiedad de estos estamentos no podía ser enajenada. En el caso de la Iglesia, según el derecho civil y canónico la tierra de titularidad eclesiástica estaba en manos muertas. Por supuesto, no se cuenta como propiedad de la Iglesia aquellas que por herencia tuvieran los propios clérigos. El patrimonio de la Iglesia no dejó de crecer a lo largo del tiempo debido a las sustanciosas donaciones que recibían para la realización de misas por el alma de un determinado difunto, las llamadas capellanías, o para la realización de obras pías (orfanatos, hospitales, etc.). Una vez que cualquier bien pasaba a manos de la Iglesia, quedaba amortizado.
Las tierras de la nobleza también estaba vinculada mediante la figura del mayorazgo. Todas las propiedades de una determinada familia debían permanecer unidas y heredadas por el primogénito. Si bien este podía ensanchar esos bienes, no podía enajenarlos. El mayorazgo, por tanto, solo podía crecer, pues todo lo que adquiriera el titular pasaba a integrar este. De hecho, esto fue una tendencia habitual a lo largo de la Edad Moderna, ya fuera comprando tierras de propietarios libres arruinados o directamente usurpando baldíos o tierras comunales, a las que haremos referencia más adelante. Por otro lado, en el siglo XVIII también era común el incremento de las propiedades nobiliarias en las ciudades ante una nobleza que empezó a competir con las oligarquías urbanas la ostentación de cargos en las mismas.
En cualquier caso, si la institución del mayorazgo, instaurada por los Reyes Católicos, estuvo reservada para la aristocracia en origen, las Cortes de Castillas decretaron que cualquiera podía crear un mayorazgo en 1505. Así, en lo sucesivo se crearon pequeños mayorazgos por parte de plebeyos que aspiraban a convertirse en nobles. Algunos lograron comprar títulos, cosa relativamente sencilla en tiempos de Felipe II, y otros se hicieron pasar por hidalgos al vivir —o, mejor dicho, malvivir— de las rentas de la tierra.
Las tierras concejiles
Otro gran propietario de tierras eran las ciudades, pueblos y aldeas. Estas reciben el nombre de tierras concejiles, comunitarias o municipales, pues la terminología es variada. Habían sido otorgadas por los monarcas en el momento de la fundación de estas localidades o posteriormente; incluso algunos vecinos testaban sus tierras en favor de sus municipios. En realidad no existía en sí una vinculación de la tierra al concejo —órgano de gobierno del municipio—, pero estos tendieron a mantener celosamente esta propiedad y, como hemos dicho, a incrementarla. Sea como fuere, podemos dividir la tierra municipal en dos tipos: la denominada bienes de propios y la tierras comunales.
En cuanto a los bienes de propios (que ademas de tierras, podía incluir otro tipo de propiedad), se refiere a aquellas que eran arrendadas a particulares por el propio municipio, lo que proporcionaba un importante ingreso para el municipio junto con los arbitrios. El Código de las Partidas las describía de la siguiente manera: «Campos, e viñas, e huertas, e olivares e otras heredades e ganados e siervos e otras cosas semejantes que dan fruto de si o renta, pueden aver las cibdades o las villas e como quier que sean comunalmente de todos los moradores de la cibdad o de la villa cuyos fueren, con todo ello non puede cada uno por si apartadamente usar de tales cosas como estas: mas los frutos e las rentas que salieren dellas deven ser metidas en procomunal de toda la cibdad, o villa, cuyas fueren las cosas onde salen asi como en lavor de los muros, e de las puentes, o de las fortalezas, o en tenencia de los castillos o en pagar los aportellados o en las otras cosas semejantes destas que perteneciesen al procomunal de toda la cibdad o villa» (Partidas III, XXVIII, 10). Esta tierra era importante sobre todo en el norte del país, en donde en origen había existido un espíritu vecinal de puesta de producción en común, aunque con el tiempo el acceso al arriendo de los bienes de propios había quedado únicamente para quienes poseían herramientas, yuntas y capital para comprar simientes. Carlos III, según real cédula de 19 de agosto de 1760, creó la Contaduría General de Propios y Arbitrios —bajo la dirección del Consejo de Castilla— con el fin de centralizar la administración de los ingresos locales bajo el pretexto de que muchos municipios cometían negligencia en la gestión.
Por otro lado, estaban las tierras comunales, que eran utilizadas de forma gratuita por los vecinos para pasto, recogida de leña e incluso cultivos privados o colectivos si fuera necesario. Este grupo de tierra es confundido con otras tierras para el mismo uso y que por lo general se denomina baldíos, pero cuya titularidad, por no haberse entregado a los concejos, era de la Corona, es decir, tierra de realengo. Así, no se reconocía la plena titularidad, pero si el uso de las mismas por los vecinos del municipio. Destinados al mismo menester y solo diferenciada su titularidad, ambas suelen ser denominadas como baldíos.
Ahora bien, el problema es que en muchas ocasiones no hay distinción entre los tres tipos de tierra. La tierra de los concejos había sido en origen totalmente comunal —eran tierras que los concejos no repartieron en propiedad entre sus vecinos cuando los municipios se fundaron—, pero con el tiempo apareció la de propios y se fue ampliando a costa de esta. Sin embargo, a veces una misma tierra tenía ambas condiciones dependiendo del uso que se le diera: la recogida de madera podía permitirse como tierra comunal, pero la recogida de frutos arrendarse como bien de propios. Además, en muchos casos, los concejos habían tomado baldíos como si fuera tierra de propios o incluso personas privadas habían tomado baldíos y comunales como si fueran propiedad privada e incluso vendido posteriormente estas parcelas. No faltaron, evidentemente, los propios señores laicos y eclesiásticos en esta última práctica como ya se ha apuntado.
En ocasiones los monarcas quisieron vender los baldíos —recordemos que tierra de realengo— para proveerse de fondos inmediatos y cobrar impuestos a largo plazo, como hizo Felipe II. Aunque las compras —a diferencia de lo que pasó con la desamortización del siglo XIX— las realizaron en su gran mayoría pequeños campesinos, fueron las oligarquías urbanas la que empujaron al monarca a que cesara tales ventas; así fue como el propio Felipe II, a cambio de que las Cortes de Castilla le aprobaran un servicio de millones, garantizó que no se enajenarían más baldíos en el futuro. Su hijo, en 1606, y su nieto, en 1632, volvieron a recalcar esta promesa: «prometemos por Nos y por nuestros sucesores agora y para siempre jamas ,en la forma y manera que por su fuerza y validacion se requiere, que no venderemos ni enajenaremos tierras baldías , ni árboles ni el fruto de ellos, sino que quedará siempre lo uno y lo ótro para que nuestros súbditos y naturales tengan el uso y aprovechamiento…» (Novísima Recopilación VII, 23).
La tierra no vinculada
La tierra no vinculada, es decir, la propiedad particular que podía ser vendida y comprada era tan solo una cuarta parte de la tierra cultivada en el país. Los datos de labradores propietarios puede darnos una idea del porcentaje de este tipo de propiedad. Según el censo de 1797 había 364.000 labradores propietarios, es decir, el 22% de los dedicados a la labranza, que era del 65% de la población según ese mismo Censo —aunque según Fontana quienes vivían directamente de la agricultura era el 80% de la población, pues muchos artesanos completaban la economía familiar dedicándose a labores del campo—. Evidentemente, la extensión de muchas de estas tierras era mínima y se reducía a una casa y huerto; de hecho, muchos de esos propietarios no podían sobrevivir únicamente de sus tierras, por lo que eran al mismo tiempo jornaleros.
Sea como fuere, las diferencias regionales son manifiestas. En la mayor parte del país, los propietarios oscilaban entre el 10 y el 25% del conjunto del campesinado. El mayor porcentaje se encontraban en el norte de España: en Aragón, Navarra, Vizcaya y Galicia. En Andalucía, por el contrario, no superaban el 7%. Existían lugares en los que ni siquiera existían propietarios, como es el caso de 74 de los 242 pueblos de la provincias de Ávila, según un informe de 1804.
No obstante, sobre la tierra privada no había pleno derecho, pues existía la derrota de mieses: el derecho de que el ganado pastara en cualquier terreno independientemente de la titularidad de este; un derecho del que se beneficiaban, ante todo, la Mesta. De lo que no hay duda es que el derecho de la propiedad, que consagraría el liberalismo y que defendieron los burgueses, no estaba establecido. La titularidad de la tierra podía ser dudosa, como hemos mencionado antes, en los señoríos jurisdiccionales. A este problema hay que sumar que el uso de un terreno por parte de los campesinos —en concreto en tierras comunales y baldíos— durante generaciones podía hacer entender a estos que poseían la propiedad.
La tierra arrendada
El otro casi 80% del campesinado estaba en dos situaciones: el 30% eran arrendatarios de tierras y el 50% eran jornaleros. No obstante, la situación tanto entre los arrendatarios como entre las distintas zonas del país era diferente.
Si bien algunos propietarios, como los monasterios de los cartujos en Jerez y Sevilla, ponían ellos mismos en producción la tierra contratando jornaleros, los grandes propietarios de tierras rara vez explotaron directamente sus propiedades. Por lo general, prefirieron el arrendamiento con distintas condiciones y fórmulas.
En Navarra, La Rioja, norte de Aragón y sobre todo en Cataluña se daba el censo enfiteútico, es decir, un arrendamiento a largo plazo que podía ser legado a los herederos, así como hipotecar o vender el uso de la tierra. En Cataluña, los señores habían cedido a perpetuidad el dominio útil de la tierra a cambio de un censo fijo, no muy alto, el laudemio y el diezmo, así que el pagès tenia la casi propiedad de la tierra. Tan solo existía excepción en los viñedos, que lo regía el contrato de rabassa morta, es decir, hasta la muerte de las vides. Situación parecida en Asturias y Galicia con los foros, que se otorgaban por tres generaciones y, por lo general, se tenía la costumbre de renovarlos. La figura del foro implicaba el derecho de subarrendar las parcelas, algo que en el siglo XVIII, ante el crecimiento demográfico y el incremento de los precios agrícolas, se convirtió en habitual hasta el punto que quien realmente cultivaba la tierra debía pagar a varios arrendadores. También en Granada, de propiedad real gran parte de la tierra de cultivo, los arriendos eran hereditarios. En cierta medida, muchas de estas figuras jurídicas daba a quienes explotaban un terreno la falsa idea de que eran propietarios del mismo.
Peor suerte corrían los campesinos en Extremadura, Andalucía y los territorios al sur de los montes de Aragón y Valencia. En estas zonas, los propietarios preferían arrendar la tierra por cortos periodos, no más de seis años, a cambio de dinero o de fruto. Esto hacía que por lo general el campesinado no intentara mejorar una tierra que temía perder si el contrato no era renovado, algo que se convirtió en habitual a el setecientos para aumentar las rentas. De este modo lo denuncian dos vecinos de San Chiricones (Salamanca): «por sí, sus padres y abuelos, de 130 años a aquella parte habían tenido en renta dicho lugar, renovando las escrituras de seis en seis años y pagando puntualmente su renta a los que se titulaban dueños, que lo eran el Deán y Cabildo de la Santa Iglesia de aquella ciudad, la marquesa de Castellar, y el Convento de San Esteban; y, sin embargo de tan continuada posesión, discurriendo medio el Cabildo para aumentar sus intereses, les había desahuciado en el año anterior al cumplir los tres años de la última escritura, precisándoles a otorgar nuevo arrendamiento por otros tres, sin otro motivo para esta novedad que el de pretender se aumentase la pensión desde 6.406 reales, que siempre se habían pagado hasta 16.112» (Memorial ajustado… sobre el establecimiento de una Ley Agraria… f.º 9 v.º).
Por lo general, la nobleza prefería arrendar sus tierras a hombres acaudalados —que ya recibían el nombre de caciques—, quienes a su vez o contrataban jornaleros o dividían los campos para subarrendar. Una situación que también se produjo en muchos municipios conforme el espíritu democrático de elegir a los ayuntamientos entró en desuso, por lo que unas pocas familias gobernaban las ciudades y se reservaban el uso de las tierras de propios. Por tanto, la mayor parte de los campesinos eran jornaleros en el sur del país: dos tercios tenían esta condición mientras que en el resto del país oscilaba entre la cuarta parte y la mitad. En provincias como Jaén y Córdoba cinco de cada seis eran jornaleros.
BIBLIOGRAFÍA
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