La reinterpretación de la Antigüedad por el nacionalismo alemán y sus usos por el nacionalsocialismo
En la arboleda sagrada de Olimpia, un espejo cóncavo fabricado por la casa Zeiss de Jena encendió la llama olímpica. Desde allí, tres mil corredores de relevos llevaron a través de siete países la antorcha hasta llegar al estadio de Berlín en donde la sagrada llama fue tomada por las SA. Eran las Olimpiadas de 1936 y, por primera vez, se llevaba a cabo tal ritual de origen nazi que ha permanecido en los Juegos Olímpicos hasta el día de hoy. La simbología profunda de la antorcha y el fuego eterno —luz y progreso— mostraban la vinculación que el nazismo establecía con la Grecia Antigua. En efecto, los nazis no fueron menos en considerar al mundo clásico como la cuna de la civilización europea; al contrario, intensificaron esa idea y la adaptaron a su pensamiento. Aquella ceremonia olímpica venía a traspasar, o más bien a devolver, el testigo radiante de civilización a Alemania. Para ello, reformularon o al menos adaptaron toda la Prehistoria y la Antigüedad. No era, en cualquier caso, un pensamiento ex novo, el nacionalismo alemán lo llevaba fraguando desde el principio del siglo decimonónico; los nazis tan solo elevaron las teorías especulativas o simplemente charlatanería al rango de verdad absoluta y conformaron una cosmografía del pasado centrada en el elemento germano.
En el siglo XVIII, el filólogo William Jones halló que el sánscrito tenía afinidad con el griego y el latín, teoría que confirmó más tarde James Parsons. Así, la lingüística comparada llevó al descubrimiento de una familia lingüística del que descendía diversos idiomas: además de los mencionados, el gótico y el celta. La teoría en efecto está actualmente confirmada: las principales lenguas de Europa comparten un mismo tronco lingüístico que en la actualidad se le conoce como indoeuropeo.
Para la mentalidad decimonónica, en la que la palabra pueblo equivalía a raza, tal lengua la había hablado una raza a la que pronto se le puso nombre. Ofició el bautismo el filólogo clásico e historiador Friedrich von Schlegel: tomó la palabra arioi de los textos de Heródoto para definir a la raza indo-nórdica que hablaba tal lengua, aunque en origen el historiador griego la usaba para designar a medos y persas. Schlegel consideraba que el término provenía de aristós, el más noble, e incluso consideraba que la etimología de la palabra alemana ehre, honor, provenía de esta. Por supuesto, la palabra en sánscrito arya era el equivalente, y de hecho los veda de la India la utilizaban para designarse a sí mismos. En realidad, este último término procede de una lengua autóctona de la India y equivale a extranjero, pues así llamaban a los nuevos habitantes indoeuropeos que hasta allí habían llegado. Fuera como fuere, he aquí la palabra “ario” que conformó el ideario del nacionalsocialismo.
Pronto las evidencias lingüística dieron paso a las supuestas características físicas que tenía tal raza. En ello puso gran empeño Christian Lassen, discípulo de Schlegel, quien exaltaba la superioridad de la piel blanca, la naturaleza juvenil y creativa de los arios. A finales del siglo, se le dio la imagen de cabello rubio y ojos azules; la frenología, por su parte, le atribuyó un cráneo alargado frente a los redondeados de razas inferiores. Lo que se estaba haciendo era crear una identidad, pero ahora racial, frente a la alteridad del judío de ya vieja raigambre en el mundo germánico. El filósofo Christoph Meiners, aunque sin usar la denominación ario, hablaba en 1811 de dos líneas genealógicas: la raza clara y bella, y la raza oscura y fea. El afamado Schopenhauer, por su lado, contrastaba esta diferencia racial en dos pensamientos religiosos: la cristiana y la judía. Desde mediados de siglo, las conferencias del filólogo Max Müller asentaron el término ario y su mito, aunque advirtió —quizás asustado por los derroteros que estaba tomando la palabra ario— que era más en su forma religiosa y lingüística que en el parentesco y la sangre.
El arqueólogo francés Salomon Reinach puso de manifiesto que en realidad estas características físicas de las razas aria diferían según país e investigador, y consideró absurdo que tres mil años después, si es que alguna vez existió, tal raza se hubiera mantenido. El médico alemán Rudolf Wirchow, que había llevado a cabo un amplio estudio analizando las características de miles de escolares de la raza aria, acabó opinando igual: tal raza había desaparecido. Pero, para los más fanáticos, la ciencia y las evidencias no tenían ninguna importancia: la hipótesis de la raza aria pasó a ser propiedad de demagogos, entre ellos los nazis, que la recogieron y fomentaron. El fanatismo era tal que Houston Stewart Chamberlain no dudó en declarar en 1899: «Aunque llegara a demostrarse que en el pasado nunca existió una raza aria, nosotros querríamos que en el futuro hubiera una». Pese a su origen británico, se nacionalizó alemán, y el Partido Nazi le tuvo en gran estima, pese a morir en 1927. El propio Hitler acudió a las exequias.
¿Dónde se encuentra el origen de esa “raza”? Hoy sabemos que los pueblos indoeuropeos tuvieron su génesis en el norte del Mar Caspio. Sin embargo, que fuera el sánscrito una de las primeras lenguas que se relacionó con otras europeas hizo pensar ya a filósofos de renombre, como Kant y Voltaire, que la zona nuclear se encontraba en el Ganges: allí estaba la cuna de la civilización; empezaba la ahora ya desbancada idea del ex oriente lux. El ya mencionado Schlegel fue quien confeccionó la teoría por la cual había existido una gran raza —a lo que hoy nos referiríamos con el término de pueblo— al norte de la India que se habría extendido por Occidente. A partir de entonces otros estudiosos defendieron esa hipótesis, como Jacob Grimm, más conocido por la recopilación de cuentos populares que llevó a cabo junto con su hermano.
Entonces, ¿el nacionalsocialismo consideraba que el origen de la raza aria estaba en la India? Por supuesto que no; durante el gobierno nacionalsocialista enunciar aquella teoría era alta traición. El etnólogo Wilhelm Emil Mühlmann llegó a denunciar como propagandistas contra el nacionalsocialismo a quienes defendían la idea de origen asiático. A finales del siglo XIX se empezó a sugerir que el origen indoeuropeo o del ario estaría, según el austriaco Karl Penka, en el norte de Europa —razón por la que en vez del término indoeuropeo se prefería Deutsch o Nordisch—. El noruego Christian Lassen observó que en la Germania, Tácito usaba el término Arii para referirse a los germanos, aunque se demostró que fue un error de transmisión; en cualquier caso, Tácito aludía que el pueblo germánico era autóctono de ese territorio: «Así, pienso que los mismos germanos son nativos [de su tierra] y que no se han relacionado con otras razas a través de migraciones y transacciones». Era una prueba irrefutable…
En realidad, no se asumió que Alemania fuera la zona nuclear de tal raza. Había pruebas que no llegaban a encajar demasiado bien, en concreto la Venus de Willendorf hallada en 1908 en Austria. ¿Quién había creado tal abominación y perversión? Desde luego no el homo sapiens, es decir, la raza aria. Se atribuyó su autoría al homo monstruosus monorchidi (hombre monstruoso de un solo testículo), nombre que se le daba a varias etnias africanas khoisan. El propio Himmler, dirigente de las SS, cuyos miembros solo eran elegidos entre los que portaban la mayor pureza racial, alegaba que si bien esta raza inferior había poblado Alemania, en la Edad de Piedra la raza nórdica o aria los había expulsado.
Puesto que el origen de la raza aria se encontraba en el norte de Europa, lo siguiente era considerar que desde allí se había extendido al resto de zonas. Consideraban a los dorios uno de esos pueblos que militarmente y de forma organizada habían penetrado en Grecia y, en concreto, en el Peloponeso, los cuales fundaron Esparta, de la que hablaremos más adelante. En Irán, los arios fueron recibidos como superiores por la población local, al igual que en la India, donde se convirtieron en la casta superior, la de los brahmanes, que además son los que poseen la piel más blanca del conjunto de castas. Los arios también llegaron a las costas occidentales del Mediterráneo, incluida la Península Ibérica, de ahí que durante la alianza de Franco con la Alemania nazi se fomentaran los estudios sobre el área indoeuropea de la península y no sobre la autóctona cultura íbera. En cualquier caso, tales migraciones servían a los nazis para justificar el espacio vital: estaban recuperando un territorio que ya habían poseído.
Las construcciones megalíticas que son abundantes en el occidente europeo eran, por supuesto, obra de la raza aria, al igual que las pinturas de Altamira y los relieves de Lauseel. Stonehenge era la demostración de que antes de las pirámides de Egipto, la raza aria había levantado importantes monumentos. Por su parte, Herman Wirth, cofundador del departamento de Herencia Ancestral de las SS (Ahnenerbe), consideraba estas construcciones como lugares sagrados vinculadas a una antigua religión basada en la madre tierra y en un mesías redentor, hijo del cielo. El megalitismo estuvo tan arraigado en esa cosmovisión nazi del mundo que Himmler y Rosenberg construyeron en Verden an der Aller un lugar de culto megalítico con 4.500 rocas sagradas verticales recogidas por toda la Baja Sajonia al que denominaron Arboleda de los Sajones. Según indicaba Karl Schuchardt en 1919, del que hay que destacar su poderosa imaginación o simplista interpretación, estas obras habían influido en la civilizaciones egipcia y babilónica: ¿acaso las mastabas egipcias no recuerdan a los dólmenes?, ¿la avenida de Karnak no está inspirada por las alineaciones de menhires?, ¿las construcciones de planta cuadrangular, que al parecer son típicamente nórdicas, quizás no provienen de esas construcciones megalíticas y por ello se encuentran también en la casa ática y el templo griego?
En ese libro que todo buen nazi tuvo sobre su mesilla de noche, el Mein Kampf, Hitler afirma que «lo que hoy vemos en cuanto cultura humana, en cuanto a los resultados del arte, la ciencia y la técnica, es casi exclusivamente un producto creativo del hombre ario». Por tanto, todas las culturas habían emanado desde esa raza, entre ellas la griega y la romana. Una idea que tomaron de los ariosofistas, entre los que destacaba Guido von List, quien afirmaba que la migración aria era la que había hecho florecer a chinos, persas, egipcios e indios. De ahí que fuera necesario que tal raza sobreviviera y la lucha contra las razas inferiores era necesaria para mantener la civilización frente a los destructores de la misma: los judíos. Para el historiador nacionalsocialista Richard Walther Darré, que recogió el concepto de sangre y tierra, la raza aria, creadora de la economía productora, básicamente había estado siempre vinculada a la agricultura y, por tanto, al sedentarismo, a diferencia del nomadismo típico de la raza semítica incapaz de descubrir la labranza de la tierra. Poco importaba que esto contradijera a autores como Tácito o César, quienes definen a los germanos precisamente como nómadas. Del pasado se toma lo que se quiere…
Toda esa teoría de la emigración desde el norte de Europa contaba con dos fósiles directores. El primero de ellos, las evidencias raciales en las poblaciones actuales. Asumida la idea de que el ario era rubio y con ojos azules, la mayor parte de la población con esas características estaban al norte de Europa, en concreto en Escandinavia. Sin embargo, conforme nos alejamos de esa zona nuclear, el número de personas que cuentan con esas características disminuye progresivamente. La conclusión estaba clara: allí donde la raza aria era única, la pureza de la sangre se había perpetuado; por el contrario, donde había razas autóctonas y, por tanto, inferiores, se produjo una mezcla entre estas y los arios. Una abominación, según afirma Hitler, equiparable al pecado original: «pero finalmente los conquistadores vulneran el principio de la pureza de su propia sangre al que originariamente se habían atenido, empiezan a mezclarse con los habitantes sometidos y, con ello, ponen fin a su propia existencia; pues al pecado original cometido en el Paraíso siempre le sigue la expulsión de este». De ahí el empeño que tuvieron los nazis en emendar el pecado: primero prohibiendo matrimonios y relaciones con las razas inferiores, de acuerdo a los postulados de Ernt Haeckel, naturalista y filósofo alemán que propulsó el darwinismo en Alemania. Luego, con programas para devolver la pureza a la raza aria, y precisamente fue en Noruega en donde el programa Lebensborn —que fomentaba la natalidad entre parejas de gran pureza racial— tuvo mayor número de centros después de Alemania. Finalmente, para impedir que los arios cayeran de nuevo en ese pecado que era el mestizaje, la tentación debía ser erradicada; en otras palabras, había que exterminar a las razas inferiores.
El otro fósil director de la teoría de la expansión aria era la esvástica o cruz gamada (hakenkreuz en Alemán), que el nacionalsocialismo convirtió en un nefasto signo del Partido Nazi, al Tercer Reich y toda la crueldad a la que sometieron a la humanidad. El símbolo, desde los tiempos del Calcolítico, se encuentra en multitud de culturas tanto en Eurasia como en el Norte de África y toda América. Curiosamente, la 45º unidad de infantería de los EEUU, formada durante la Segunda Guerra Mundial por nativos americanos, poseían la cruz gamada como distintivo; el gobierno estadounidense les obligó a sustituir tan símbolo y a renunciar a él en el futuro. Sea como fuere, una vez más, la charlatanería ganó a las evidencias: la esvástica se convirtió en el símbolo de la raza aria. El propio Heinrich Schliemann, aclamada figura en el mundo germano por haber descubierto nada menos que la ciudad de Troya y el reino de Agamenón, Micenas, consideraba que la esvástica era la prueba de que un pueblo anterior unía a los antiguos teutones, los griegos y la India védica. Este había encontrado esta representación en la antigua Troya, la moderna Hissarlik, y afirmaba que eran similares a las halladas en el río Oder. Burnouf, colaborador del prestigioso descubridor, afirmó que no se habían encontrado este símbolo en lugares poblados por semitas. El polaco antisemita Michael Zmigrodzki llevó a cabo una exhibición con trescientos dibujos de artefactos decorados con la cruz gamada en la Exposición Universal de París de 1889; todos ellos atribuidos a la blanca raza aria.
Su simbolismo primitivo es múltiple, hipotético y variante según las diversas culturas, pero entre las tribus germánicas la esvástica era, al parecer, un amuleto para ahuyentar a los malos espíritus. Sin embargo, desde finales del siglo decimonónico, se dieron diferentes pseudoteorías: el esoterismo y, en concreto, la doctrina secreta de Madame Blavastsky, fundadora de la Sociedad Teosófica, vinculó la cruz gamada con el martillo de Tor. Otras pseudoteorías la enlazaban con el torbellino o la herramienta de la generación del fuego. Pero la versión que más triunfó en el nacionalismo étnico alemán fue la que vinculaba la cruz gamada con el Sol, pese a que en la mitología germana este astro no había gozado de protagonismo. No solo eso, se asumió que los cultos solares de civilizaciones como la egipcia y mesopotámicas provenían del norte (a pesar de que tales cultos tenían carácter masculino y la palabra sol en alemán, Sonne, es femenina), como creyó más tarde el nazismo. No tuvieron reparo en tomar la antigua festividad germano-escandinava de Jul, que posiblemente era una fiesta en honor a los difuntos, y la convirtieron en una conmemoración del solsticio de invierno. Inventaron y escenificaron para este fin todo un ritual que siguieron algunos grupos a principios del siglo XX, como la Liga de los Artamanes, que más tarde continuaron las Juventudes Hitlerianas con una amplia escenografía. Por supuesto, ese dios Sol fue identificado con Hitler, quien parecía que podía dominar el tiempo para que en aquellas grandes ceremonias donde participaba siempre brillara el sol: estos inusuales días soleados en Alemania se les denominó Hitler-Wetter (tiempo de Hitler).
Antes de que representara al nacionalsocialismo, las buenas gentes de Alemania ya sabían de este símbolo vinculado a la raza aria. Fue el emblema de la Sociedad Teosófica. Lanz von Liebenfels izó una bandera con la esvástica en su castillo de Werfenstein, sede de su museo de antropología aria, en la navidad de 1907. La Orden Germánica, una sociedad secreta y ocultista de principios del siglo XX, la usó como propia. Finalmente, la acabó adoptando el NSDAP en su versión dextrógira primero y luego, bajo el liderazgo de Hitler, la versión sinistrógira. «El rojo es social, el banco es nacional y al esvástica es antisemita», afirma el Mein Kampf.
La raza aria, sus características físicas y su lugar de nacimiento han sido ya definidos. Queda todavía una pregunta: ¿cómo se había originado esta formidable raza? No había que atender a ninguna teoría de la evolución. El nacionalsocialismo tomó las más inverosímiles “teorías” relacionadas con dos mitos clásicos: la Atlántida y la tierra de Tule.
La Atlántida se recoge en el Timeo de Platón y en un fragmento del Critias. De acuerdo a la tradición clásica, era una isla inmensa con gran riqueza situada en las Columnas de Hércules. Los atlantes pretendieron dominar el mundo, pero fueron vencidos por los atenienses hacía nueve mil años; después, un cataclismo, posiblemente un diluvio, se tragó la isla quedando bajo las frías aguas del océano Atlántico. Olof Rudbeck, prescindiendo incluso de la localización mítica, consideró en el siglo XVII que la Atlándita estaba emplazada en Escandinavia; la vinculaba además con el paraíso bíblico. La tradición ocultista europea asumió tal interpretación, y Blavatsky afirmaba que había siete grandes ciclos marcados por el ascenso y caída de siete grandes razas. La cuarta era la de los atlantes, que eran gigantes con poderes psíquicos. A esa raza la había sucedo la aria, la quinta. Por su parte, el satanista Crowley, en su libro El Continente perdido, publicado en 1913, consideraba que era una raza de magos que poblaba las montañas y obligaba a trabajar hasta morir a unos esclavos de raza inferior. Según Lanz von Liebenfels el hundimiento era el castigo por el pecado de algunos atlantes: mezclarse con hombres monos. Sea como fuere, la sangre de los atlantes seguía corriendo por las venas de la raza aria por lo que, de acuerdo a Lanz von Liebenfels, era la sangre más próxima a dios. Precisamente esa sangre es lo que unía, según Hitler, a la comunidad y no en sí la propia cultura o la lengua.
Tule, por otra parte, era la tierra más septentrional de las conocidas en el mundo clásico. Estaba a seis días de viaje hacia el norte desde Escocia según defendía en el siglo IV a.C. el navegante Pietas. Posiblemente se trataba de la costa Noruega o las islas Schetland; en la Edad Media se identificó con Islandia. Los diversos autores como Plinio, Tácito y Plutarco dan versiones muy distinta de sus características: desde indicar que estaba en tinieblas hasta defender la persistencia de la luz solar. Dentro de la cosmología nazi, Rudolf von Sebottendorf, fundador de esotérica Sociedad Thule, consideraba que la civilización aria de Tule era la más antigua de la Tierra. Según este, eran los responsables de las construcciones megalíticas y eran los inventores de las runas. De esta cultura se habían desarrollado el resto de culturas.
Cualquiera hubiera dejado a todos esos contadores de historias sumidos en la más absoluta oscuridad; sin embargo, el gobierno nazi recogió todo aquello e incluso fundaron el ya aludido departamento de Herencia Ancestral que debía verificar todo aquello. Rosenberg, ideólogo del nazismo y responsable de los territorios ocupados, creía que Islandia podría ser una parte del continente perdido que se identifica con Tule. Himmler, por su parte, identificaba la Atlántida con la isla alemana de Helgoland en donde llevaron a cabo sendas investigaciones. En cualquier caso, consideraban que en las montañas más altas se habían refugiado atlantes que habían realizado ciudades subterráneas donde habían prevalecido. Por ello no dudaron en diseñar expediciones a tales cumbres: Tiahuanaco (en Bolivia) y el Tíbet. En el primer lugar, se habían hallado estructuras con características dorias y artefactos que se interpretaban pertenecientes a un culto solar anterior al egipcio. Esto y los rasgos nórdicos de una cabeza de piedra no dejaban lugar a duda de que allí habían vivido arios. La expedición, por suerte para sus habitantes, no se llegó a realizar. La del Tíbet, en cambio, sí tuvo lugar. El mito budista de la ciudad de Shambala fue asumida por los nazis como real y, por tanto, un lugar donde los atlantes o los arios habían vivido. Por extraño que parezca, consideraban a los tibetanos descendientes de los arios: tan solo dicha raza podía vivir en un territorio tan inhóspito en el que las tasas de mortalidad infantil eran tan altas que solo los especímenes más adaptados sobrevivían. En cualquier caso, todo esto tenía también un fondo político: pretendían justificar alianzas con países asiáticos cuando comenzaron las operaciones militares en Asia.
Por supuesto, las excavaciones para buscar los ancestros arios en la propia Alemania eran cuantiosos, pero la realidad es que no arrojaban un gran material. Como el propio Hitler creía, no había que buscar a tales ancestros en Alemania, sino en Grecia: «El perfil griego y el de los césares es el de los hombres de nuestro Norte, y apuesto a que podría encontrar dos mil cabezas de este tipo entre nuestros campesinos», concluía Adolf Hitler en un discurso en 1920, en aquel entonces un mero agitador de cervecería. Ya en el poder, se lamentaba de que los arqueólogos de las SS se empeñen en excavar en los bosques de Germania para exhumar tan sólo unas pobres vasijas…, pues el pasado de la raza, el que debe llenar de orgullo a los alemanes, se encuentra en Grecia y Roma. Más Grecia que Roma: «cuando nos preguntan por nuestros ancestros, debemos señalar siempre a los griegos». Así pues, los Juegos Olímpicos del 36 fueron usados para, entre otras cosas, vincularse a la antigua Grecia, tal y como el documental de 1838, Fiesta de los pueblos, filmado por Leni Riefenstahl, pretendía mostrar.
Atenas y su democracia solía ser lo que evocaba cualquier teórico cuando rebuscaba en los anales de la historia griega. Los nazis, en cambio, se identificaron con el militarismo griego. No es de extrañar que la mirada nacionalsocialista no apuntara hacia el Ática, sino hacia Esparta, pueblo guerrero por antonomasia. Lo dejaba bien claro el rector de la Universidad de Leizig en su libro Esparta, publicado en 1937. Esparta justificaba las pretensiones de los nazis con otros pueblos no arios: dominarlos, esclavizarlos, como habían hecho los espartanos con los ilotas. También justificaba la eugenesia, pues en Esparta solo podían entrar en la comunidad aquellos niños que fueran capaces para la guerra eliminando a aquellos que eran deformes y enfermizos. La educación del Reich también perseguía la educación espartana: separar al muchacho de la familia y formarse en las Juventudes Hitlerianas, a semejanza de la agogé. Al igual que la las razzias nocturnas espartanas (Krypteia) para aniquilar ilotas, las SA y la Gestapo buscaban a los enemigos del Reich. Por supuesto, los ciudadanos alemanes debían estar dispuesto a morir en combate, al igual que cualquier soldado espartano: las Termópilas era el ejemplo a seguir.
En cuanto al Imperio romano, las SS siempre tuvieron reparo en vincularse con la antigua Roma. No desdeñaban el origen ario de Roma, sino el hecho de que en esta se habían aceptado a una gran diversidad de pueblos. Además de que Roma representaba el catolicismo frente a la tradición protestante alemana. La alianza desde 1936 entre Alemania e Italia llevó a Himmler a reconsiderar su postura y creó un departamento para vincular la cultura germana y la romana.
Mucho antes de que tal organismo se creara, importantes miembros del nacionalsocialismo ya admitían la importancia de Roma. Lo justificaba el propio arquitecto de Hitler, Albert Speer: «como si no bastara con que los romanos levantaran grandes obras mientras nuestros antepasados aún vivían en chozas de barro». Aquellas obras, como defendía el propio Hitler, eran prueba de que allí estaba el espíritu ario. Para emular su grandeza, el Tercer Reich, bajo la dirección de Speer y la atenta mirada del Führer, prendió emular a Roma en ese sentido: el campo Zeppelin en Núremberg, la nueva cancillería y el plan para crear un nuevo Berlín son ejemplos destacados. Hitler era un nuevo Augusto que había recogido una Alemania de ladrillo y pretendía devolverla de mármol.
Pero las semejanzas con Roma no terminan ahí. Titularon a su gobierno el III Reich, es decir, imperio. El primero de ellos era el del Sacro Imperio Romano, que ya portaba el nombre de Roma y, por tanto, se entendía como la continuación del antiguo Imperio romano de Occidente. Por medio del fascismo italiano, imitaron el emblemático águila, un antiguo emblema de la heráldica de las casas imperiales europeas, pero que era renovado: el águila con las alas desplegadas, amenazante, como lo era para Europa y la humanidad el nacionalsocialismo. También el vexillum, que tanto gustaban en las reuniones del partido. Los desfiles militares, que imitaban las ceremonias del triunfo en Roma, en donde se portaban estandartes que emulaban a los de las legiones romanas: águilas que sustentaban coronas cívicas de hojas de roble en las que se inserta la cruz gamada. Por supuesto, el brazo en alto era el saludo romano.
Finalmente, cabe destacar otra figura relevante de la Antigüedad que el nacionalismo alemán deformó y se atribuyó: Jesucristo. El cristianismo conforma gran parte de la identidad europea y, por tanto, alemana; deshacerse de esta religión, como pretendía el austríaco Georg Schönerer en su movimiento Los von Rom (Separémonos de Roma), era complicado: erradicar una religión suele ser más difícil que acabar con una ideología. En cualquier caso, el problema de los antisemitas con el cristianismo es que Jesús era judío. Sin embargo, esto no era un gran obstáculo para la imaginación alemana: tan solo había que negar y transformar a Cristo en un ario, como hicieron a finales del siglo XIX los ya mencionados Houston Stewart Chamberlain y Ernst Haeckel, así como el francés y latinista Émile Burnouf. Alfred Rosenberg y Hitler asumieron que Jesús debía ser descendiente de un soldado romano. Ambos tenían pruebas incontestables: todas las representaciones de Cristo, incluso en los países meridionales, lo caracterizan como ario. En 1920 se había descubierto una carta del procurador romano de Judea que describía a Jesús como rubio, obviamente escrita por el mismo descubridor de la misiva, Friedrich Döllinger. Himmler directamente negó que en Galilea vivieran judíos, sino que habitaba población aria. Pero se podía ir un poco más lejos y atribuir a Alemania el origen del cristianismo: la cruz latina era interpretada como un símbolo germánico. Rudolf John Gorsleben afirmó que el crismón era en realidad la runa hagall, y Karl Maria Wiligut alegaba que la Biblia fue escrita en Alemania por los irminitas, adoradores del dios Krist. El propio Richard Wagner, cuyas operas hacían las delicias de Hitler, asumió que Jesús era similar al dios germánico Wotan. Cristo, por tanto, no era el redentor del mundo, lo era únicamente de la raza aria: Lanz von Liebenfels solicitaba a cristo, o a Christ-Frauja, la salvación racial y el exterminio de las razas inferiores. Hitler se convirtió, como se indicaba en los dictados de los colegios, en ese mesías salvador de la patria alemana comparable a Jesús.
En resumen, desde una base científica y lingüística, un amplio conjunto de charlatanes creó a lo largo del siglo XIX una raza enlazada con los propios atlantes. Justo en el momento en el que toda esas pseudoteorías esotéricas eran contestadas, el nacionalsocialismo las asumió para justificar el asesinato de millones de personas en pro de la salvación de la raza aria y, por supuesto, de la civilización.
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