La Segunda República (III): el Frente Popular
Baldomero Díaz de Entresotos era en 1936 registrador de la propiedad en el municipio de Puebla de Alcocer, en Badajoz. Un día de comienzos de año, hablando con un terrateniente de la zona, simpatizante fascista como él, este le comentó que sobraban “elecciones y complacencias. Muy bien que la hubiese antiguamente, cuando eran entre nosotros, por si liberales o conservadores, por si don Fulano o don Zutano; pero ahora, cuando se ventila el orden o la Revolución, toda esta monserga de Parlamento y democracia está de sobra. Aquí no hay otra solución que someter a esta gentuza, como sea; si es precioso, cortándoles la cabeza antes de que nos la corten a nosotros”. Esa gentuza eran todos aquellos que no pensaban como ellos. Dicho de otra manera, todo aquellos que pretendían un estado democrático y mejorar las condiciones de vida de los trabajadores.
Las elecciones a las que se refería eran las que iban a celebrarse el 16 de febrero de 1936. El presidente de la República, Alcalá Zamora, acababa de usar su prerrogativa constitucional para convocar de nuevo las elecciones ante los escándalos de corrupción del Partido Radical, que hasta ese momento presidía el Gobierno. Antes de dar esta presidencia a un partido que no se había adherido públicamente a la República, la CEDA, prefirió disolver las Cortes y convocar elecciones. La CEDA había intentado acabar con las reformas, y así lo hizo junto al Partido Radical, durante los dos años anteriores. Sin embargo, pese a que Gil-Robles pretendía modificarla para establecer un Estado corporativo, la constitución de 1931 estaba intacta. Si las izquierdas ganaban las elecciones, la antigua oligarquía vería de nuevo restablecidas las reformas, que para tales personas significaba la revolución.
Para la cita electoral, se crearon dos coaliciones. Una de derechas, formada en principio por el Bloque Nacional (que había unido previamente a los monárquicos y católicos de Renovación Española y los Tradicionalistas) y la CEDA, aunque no se presentaron unidos en todas las provincias, lo que creó cierto desconcierto entre sus votantes. Dicho de otra manera, la derecha no estaba tan unida como en los comicios anteriores. Además, el programa se basaba en azuzar con el miedo a la revolución y al comunismo, en un país en donde el PCE apenas tenía peso y sus afiliados no pasaban de los 6.000. Evidentemente, para aquel entonces todo lo que estaba más a la izquierda de la CEDA se engloba en tal término, junto con fantasías de latentes conspiraciones judeomasónicas.
Por el otro lado, las llamadas izquierdas se unieron en su totalidad y crearon una coalición que recibió el nombre de Frente Popular, denominación que recibía el Gobierno de coalición que en aquel momento había en Francia. En ella estaban los dos partidos republicanos de izquierda más importantes: Izquierda Republicana, el nuevo partido de Azaña; y Unión Republicana, que fue formado por miembros que salieron del Partido Radical ante la deriva derechista de este. También se integraron todos los partidos obreros del momento: el PSOE, el PCE y el POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista), entre otros. Se presentaron con un programa de Gobierno de mínimos en el que básicamente se acordaba volver a restablecer la legislación del Bienio Reformista, así como una amnistía para los presos de la Revolución de Octubre del 34. Lo que especificaba también aquel pacto es que en el caso de que se ganara las elecciones, quienes formarían Gobierno serían los partidos burgueses, imponiéndose así las tesis del sector del PSOE dominado por Largo Caballero que, como ya había anunciado en el 34, no pretendía volver a participar en un Gobierno como el del Bienio Progresista. Por su parte, la CNT, a diferencia que en 1933, no llamaría a la abstención.
Las elecciones de febrero de 1936 dieron la victoria al Frente Popular, que obtuvo más de la mitad de los escaños. A diferencia de lo que se dice, no existía una polarización entre extremos como sí sucedió en Alemania: el partido nazi y el partido comunista eran los grupos mayoritarios en aquel país. Las Cortes españolas de 1936 albergaban 32 partidos políticos que cubrían todo el espectro político, pero que en general se apartaban de las posiciones más extremas: Falange no obtuvo diputados y el PCE consiguió 17 gracias a la lista conjunta del Frente Popular. De hecho, los partidos que más escaños tenían dentro de esta coalición fueron los partidos republicanos de izquierda, que consiguieron 150 diputados. El PSOE, con 99 escaños, no llegó a tener los diputados de 1931, pero como había demostrado, su revolución y sus llamadas a ella era pura fachada. Por la derecha, la CEDA, partido mayoritario entre los no republicanos que consiguió 88 diputados, había aceptado, aunque fuera de forma teórica, el juego parlamentario hasta el momento. En el centro derecha republicano había 67 diputados, contado entre ellos a nacionalistas como el PNV o la Lliga Catalana. El gran perdedor había sido, desde luego el Partido Radical que desapareció del parlamento, a excepción de un diputado.
Tras conocerse los resultados, Portela Valladares, presidente del Gobierno interino, se encontró sometido a una gran presión. La CEDA le solicitaba que declarara nulas las elecciones y se estableciera el Estado de Guerra, al mismo tiempo que sus líderes empezaban a telefonear a algunos generales. La acusación de fraude no tenía ningún respaldo, pero sirvió a los golpistas de julio de ese año para justificar el golpe de Estado. Durante la guerra, una comisión presidida por Serrano Suñer legitimo el golpe de Estado -para ellos Alzamiento Nacional– por tal robo electoral, pero sin que se volvieran a convocar durante cuarenta años elecciones libres. Jamás se llegó ni se ha llegado a aportar ninguna prueba de aquel supuesto fraude electoral, más allá de alegar que la prensa de derechas, como anunció el diario Ya, consideraba que la derecha obtendría 230 diputados, y que las juventudes de Acción Popular gritaban que se obtendrían 300.
Lo sorprendente de todo es que fueron los partidos de la derecha no republicana los que llevaron a cabo ,especialmente en el sur de España, todo tipo de practicas electorales ilegales, resquicio del antiguo caciquismo que todavía sobrevivía. El sur peninsular había sido azotado por la sequía en el año 35 y posteriormente se produjeron fuertes tormentas, así que las cosechas no fueron buenas o quedaron arruinadas. El hambre aumentó. Los terratenientes utilizaron este para ganar votos, pues ofrecían comida y trabajo para los que votaran a la derecha. No solo eso, se intimidó físicamente y se amenazó con despidos. Acción Popular abrió comedores de beneficencia tanto en zonas rurales como urbanas. Las Casas del Pueblo seguían cerradas y se impedía que la prensa republicana llegara a estas zonas. Tan solo el Ideal, de la CEDA, podía encontrarse. Se contrataron matones que apoyaban a la Guardia Civil y se evitaba la propagan del Frente Popular durante la campaña electoral. A los candidatos de la izquierda se les impedía que dieran discursos y se bloquearon carreteras para que les fuera imposible llegar a muchas zonas. Hicieron correr el rumor de que los campesinos no podrían votar sin documentación especial. Las autoridades llevaron a cabo arrestos ilegales, y se impidió a los observadores de la izquierda cumplir con su cometido durante el recuento de votos. Así, una vez constituidas las Cortes en marzo, se tuvieron que revisar diversas actas, y se anularon algunas de ellas, la mayoría de ellas conseguidas por diputados de la derecha, que en cualquier caso no alteraba sustancialmente el peso de los bloques de derecha e izquierda.
En cualquier caso, la victoria del Frente Popular se debió a la propia ley electoral que beneficiaba a las coaliciones. Toda la izquierda se había presentado unida, mientras que la derecha, como se ha dicho, no llegó a articular candidaturas de unidad en todas las provincias como habían hecho en las elecciones de noviembre de 1933.
Tras la victoria, mientras la derecha no republicana tornaba su mirada hacia el ejército y el sonido de sables se empezaba a escuchar, la izquierda se lanzó a sacar de prisión a los condenados por participar en la revolución del 34. Portela acabó dimitiendo tres días después de las elecciones, antes incluso de celebrarse la segunda vuelta en las provincias en donde quedaban escaños por repartir. Alcalá Zamora optó entonces por Manuel Azaña, quien en realidad aceptó con desgana formar Gobierno, pues hubiera querido tener antes la confianza de las Cortes.
Azaña formó un Gobierno con republicanos de izquierda, sin los socialistas, que como ya habían avisado desde antes de las elecciones no querían volver a entrar en el Gobierno, a no ser que fuera un gabinete íntegramente socialista. Azaña enseguida puso en marcha el programa del Frente Popular: se restableció la legislación reformista, se llevó a cabo una amplia amnistía para los participantes en la revolución del 34 y, ante la ocupación de tierras por parte de jornaleros y especialmente la de los yunteros de Extremadura, el Gobierno realizó un decreto legalizando tales ocupaciones, pero sorprendentemente apoyado en la ley de Reforma Agraria aprobada por la derecha en 1935. En cualquier caso, se especificaba que existiría una indemnización posterior para los propietarios de tales tierras.
En abril de 1936 las Cortes se reunieron. El primer asunto que trataron fue la destitución del presidente de la República, Alcalá Zamora, por haber disuelto dos veces las Cortes durante su mandato. La izquierda no le perdonaba que hubiera disuelto las Cortes en 1933, mientras que a derecha y, en concreto, la CEDA consideraba que Alcalá Zamora debería haberle dado la presidencia a Gil-Robles en 1935.
En las elecciones convocadas para elegir la asamblea de compromisarias que, junto con las Cortes, debían elegir al presidente de la República, la CEDA no se presentó y las sabotearon llamando a la abstención. El nuevo presidente de la República fue Manuel Azaña. Se trataba de la primera jugada para intentar crear un Gobierno de coalición con Azaña en la presidencia de la República y Prieto (del PSOE) en la presidencia del Gobierno. Pero cuando Azaña se dispuso a nombrar a Prieto presidente, el PSOE, dominado en gran medida por Largo Caballero (quien unos pocos meses después se tuvo que hacer cargo del Gobierno al iniciarse la Guerra Civil), se negó en rotundo. Así que la presidencia del Gobierno recayó en Casares Quiroga, un miembro de Izquierda Republicana.
Se ha dicho que, desde las elecciones hasta julio de ese año, el clima de violencia se incrementó. En realidad, y así se ha demostrado , la conflictividad social disminuyó. Sí que hubo movimientos anticlericales y se quemaron algunas iglesias o se asaltaron algunos casinos (lugares de reunión de los potentados). Pero la mayor parte de las manifestaciones de la clase obrera fueron encaminadas a pedir soluciones para el paro y la aplicación de la legislación laboral. Incluso la CNT reconoció el error de la técnica de los levantamientos sin preparación y no volvió a realizarlos. También la represión por parte de la Guardia Civil contra estos grupos disminuyó.
Lo que sí generaron una gran violencia fueron las unidades paramilitares de Falange, que atentaban contra los grupos de la izquierda e incluso llegaron a planear el asesinato de Largo Caballero (al que incendiaron su casa) y Manuel Azaña. Se trataba del típico método fascistas: generar desorden para acusar al Gobierno del mismo y presentarse como la solución. Por otra parte, las juventudes socialistas y comunistas, que se unieron (Juventudes Socialistas Unificadas, dirigidas por Santiago Carrillo), eran partidarias de crear milicias para combatir el fascismo de Falange. En esa lucha entre grupos antagónicos, los falangistas tuvieron muchos menos muertos que los que ocasionaron y fue por ello que, cuando la Guerra Civil empezó, José Antonio Primo de Rivera se encontraba en prisión. La violencia tan solo beneficiaba a la derecha no republicana, pues ¿qué iba a conseguir a izquierda con ella cuando estaban en el Gobierno?
La violencia no estaba solo en las calles. En las Cortes la violencia verbal se adueñó del hemiciclo: PSOE y CEDA se culpaban mutuamente de los muertos en las calles, incrementado y falseando cifras, especialmente desde la derecha, pues como apuntó la comunista Dolores Barruri en el hemiciclo, “mientras en las calles realizan la provocación, envían aquí unos hombres que, con cara de niños ingenuos, vienen a preguntarle al Gobierno qué pasa y adonde vamos”.
Mientras el PSOE, y en concreto Largo Caballero (al que la derecha llamaba el Lenin español), endureció su discurso revolucionario ante el acercamiento de las juventudes socialistas hacia el comunismo; Gil Robles fue hacia posiciones más autoritarias, utilizando la dura retórica de Calvo Sotelo. Este último llegó a amenazar con el golpe de Estado en sede parlamentaria: “ considero que también sería loco el militar que, al frente de su destino, no estuviera dispuesto a sublevarse a favor de España y en contra de la anarquía, si esta se produjera”. Amenaza que fue contestada por Casares Quiroga, entonces presidente del Gobierno: “de cualquier cosa que pudiera ocurrir, haré responsable ante el país a Su Señoría”.
Las juventudes de Acción Popular (el principal partido de la CEDA), que para aquel entonces ya vestían con uniforme, saludaban al modo nazi y llamaban a Gil-Robles el Jefe, no tuvieron ningún reparo en pasarse a las filas de la Falange, partido que creció tras las elecciones. El Requeté se consolidó también y aumento el número de integrantes. Para el dirigente cedista, que sabía esta situación, no era algo alarmante; era hora de pasar al “plan b” que siempre había tenido en mente la CEDA y el resto de grupos no republicanos: el golpe de Estado. De nada sirvieron los intentos de Manuel Azaña por apaciguar la situación.
Ese golpe de Estado se llevaba fraguando desde la victoria del Frente Popular. De hecho, desde la Sanjurjada en 1932 había sido una opción, y tras el fracaso de ese golpe se formó una organización secreta de oficiales, la UME (Unión Militar Española), que fue clave en el golpe del 36. Incluso, como ya dijimos, Gil-Robles había establecido, durante su etapa en el Ministerio de Guerra, a generales proclives a un golpe contra la República en puestos estratégicos del ejército. Eliminada la posibilidad de acabar con todas las reformas y la constitución en el parlamento, tan solo quedaba el golpe de Estado y las posiciones autoritarias del Bloque Nacional y de Falange. Partidos de la derecha no republicana, oligarquía económica, católicos y ejército se pusieron de acuerdo en acabar con la República por la vía militar. Tras las elecciones, los elementos más subversivos del ejército comenzaron a sondear la posibilidad de sublevarse, pero no encontraron el respaldo deseado entre sus colegas. No obstante, a partir de ese momento, Mola, como el director (apodo con el que firmaba los documentos secretos), fue organizando el golpe. El Gobierno, conocedor de que algo estaba sucediendo, aunque cometió el error de subestimar la información que le llegaba, apartó a todos los generales proclives a un golpe de los lugares estratégicos: Mola fue enviado a Pamplona; Franco, a Canarias; Goded, a Baleares. Nada paró el golpe, tan solo lo atrasó.
La escusa, que no la causa, para activar el golpe fue el asesinado de Calvo Sotelo en julio de 1936, que era otro caso más de esa violencia en la calle: un grupo de la Guardia de Asalto lo mató como represalia tras ser asesinado el teniente Castillo por un grupo falangista. En la tarde del 17 de julio, las unidades militares de Ceuta, Melilla y Tetuán se sublevaron. En los días siguientes, otras tantas unidades hicieron lo mismo. Pero el golpe no triunfó, al menos no del todo. El legítimo Gobierno de la República seguía existiendo y la mitad del país le era leal. En esa situación, el país se había dividido en dos mitades: la legal de la República y la sublevada. Se inició entonces una guerra civil que duró tres años.