Las campañas electorales romanas

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El sistema político romano, durante la República, exigía, a lo largo del año, la convocatoria de elecciones para reponer a los miembros que ocupaban las diversas magistraturas –cuya duración era anual–. Era común, por tanto, que cada poco tiempo se viviera un ambiente de campaña electoral. Unas campañas que, por otra parte, eran muy distintas a las actuales.

Debemos recordar, en primer lugar, que dichas magistraturas estaban reguladas dentro del cursus honorum, cuya principal característica es que no se podía ocupar una magistratura superior sin haber ostentado antes la anterior. Así, un determinado individuo comenzaba con la cuestura, tras la cual podía ocupar la edilidad o el tribunado de la plebe, para posteriormente ser primero pretor y más tarde cónsul –la magistratura máxima–. La elección de los personajes que ocuparían cada una de las magistraturas se realizaba por el conjunto de los ciudadanos romanos a través de dos asambleas: los comitia centuriata para las magistraturas mayores –pretura y consulado– y los comitia tributa para el resto, llamadas magistraturas menores.

Como las magistraturas eran anuales, todos los años, en distintos meses, se convocaban elecciones para elegir a sus nuevos miembros. Aunque, claro está, las campañas electorales eran muy distintas respecto a la forma en que las entendemos en nuestras democracias, pese a que algunos aspectos no han cambiado –e incluso pueden provocar en el lector cierta sonrisa al comprobar que hay cosas que nunca cambiaran–. Y tampoco debemos pensar que la existencia de elecciones conlleve un sistema democrático, ni muchos menos. El voto de los ciudadanos no valía por igual, ya que cada uno votaba en su correspondiente tribu o centuria. Recontados los votos de una tribu, por ejemplo, ésta emitía un voto de acuerdo a lo que la mayoría hubiera decidido. De esta forma, había tribus y comicios saturados de ciudadanos y otras con muy pocos, que distorsionaban lo que hoy en día llamaríamos voluntad popular. En otras palabras, la capacidad de elección quedaba en manos de los ciudadanos que contaran con cierto grado de capacidad económica, especialmente en los comicios por centurias.

Por otra parte, los candidatos debían poseer una amplia fortuna que pudiera costear tanto el gasto de la campaña como el desempeño de su cargo, pues se entendía que era un servicio a la Res Publica, al Estado, y, por tanto, un honor que no debía ser remunerado. Así, por ejemplo, la construcción y reparación de infraestructuras eran costeadas muchas veces por los propios magistrados, o al menos en parte –una obra totalmente necesaria era pagada por el Tesoro Público, pudiendo aportar un magistrado parte del presupuesto de su propio bolsillo–, con el fin de ganarse a la población y ser recordados por dichas obras. Usual fue también que los magistrados y los candidatos costearan espectáculos públicos para el divertimento del populacho.

Claro está, el gasto que ocasionaba el desempeño de una magistratura era, en el fondo, una inversión, ya que, sin contar con otros tipos de fragantes actividades que se realizaban desde una magistratura, muchas de ellas eran desempeñadas tarde o temprano en una provincia, en donde, como gobernador, el magistrado hacía y deshacía a sus anchas, sangrando mediante impuestos, en sendas ocasiones, a los habitantes no romanos de las provincias.

En cualquier caso, dichas fortunas pertenecían a la nobilitas, aquellos que tradicionalmente pertenecían a familias que habían desempeñado desde hacía generaciones las más altas magistraturas del Estado, o, en cualquier caso, por los pocos individuos que consiguieron entrar, por ellos mismos, en la dirección del Estado, los llamados homines novi. Estos eran personajes con amplias fortunas que decidían, por primera vez en sus familias, dejar los negocios comerciales, que impedían el desempeño de cargos públicos, para entrar en la política romana.

Tras todas estas premisas, veamos como un candidato comenzaba una campaña electoral que, aun cuando la contextualice en torno al consulado –por ser la máxima magistratura del Estado, y en la que más rivalidad había-, era similar para todas las magistraturas. De hecho, la principal información nos la da un pequeño manual –realmente una larga carta– que escribió Quinto Tulio Cicerón, el hermano del famoso orador Marco Tulio Cicerón, precisamente para la campaña electoral que llevo a este último a ocupar el consulado en el año 63 a.C. Éste es titulado Commentariolum petitionis, aunque ha venido a ser traducido como «el manual del candidato». En él, Quinto da consejos para la campaña, que, en otro orden de cosas, parten de la situación tanto de Cicerón como del contexto del momento. Pero es innegable que este documento nos permite conocer la forma en que se realizaban las campañas electorales.

Cuando un individuo decidía presentarse a candidato para ocupar una magistratura, lo primero era presenciarse en persona en el Foro, en donde oficialmente presentaba su candidatura o professio –era un requerimiento legal y muy pocos fueron, como Julio Cesar, los que consiguieron presentarse in absentia, es decir, estando fuera de Roma, e incluso pasar la campaña electoral y la elección fuera de la Urbe-, en donde el magistrado que debía dirigir el proceso electoral, normalmente uno de los cónsules, debía aceptar o no la candidatura. Para que un candidato fuera admitido, éste debía ser claramente ciudadano romano –estar inscrito en el censo–, tener la edad mínima para desempeñar la magistratura a la que se presentaba –todas tenían establecido un mínimo de edad requerido–, que no estuviera ocupando otra magistratura –pues ni se podía repetir en la magistratura, ni ocupar la superior, sin que pasaran dos años al menos–, y que no estuviera en un proceso judicial. Comprobado todo ello, el nombre del candidato era inscrito en la lista electoral, que era expuesta en los principales lugares de Roma, así como oralmente en alguna asamblea –contio– convocada para dar tal información.

El candidato, candidatus o petitor, debía, a partir de ese momento, vestir la toga blanca –toga candida–, que se diferenciaba del color amarillento de la lana de la toga habitual. Para darle eso tono blanquecino, la toga era cubierta con cal. De esta forma, mediante esta indumentaria, los ciudadanos sabían, al verle, que se trataba de un candidato, de ahí que el término que daba nombre a la toga haya derivado en nuestra palabra «candidato».

Es entonces cuando se empezaba la campaña electoral o ambitus, que no solía durar más de una semana. Éste término proviene del verbo ambio, que significa rondar a alguien pidiéndole algo. De hecho, esto mismo define lo que era una campaña electoral en Roma, pues no se trataba de dar discursos, ni mucho menos. Se trataba de acercarse a aquellos individuos que más pesaban en los distintos ámbitos de la sociedad romana para solicitar o pedirles el voto, de ahí que la palabra que designaba a la candidatura fuera petitio y al candidato bajo el termino petitor, que vendría a significar algo así como el «el pedidor» de votos.

Es sorprendente, por otra parte, que ambitus haya derivado en nuestra negativa palabra ambición. Ello se debe a que, al fin y al cabo, las elecciones quedaban manchadas por la corrupción de los candidatos, que solían realizar compras de votos –en especial en el siglo I a.C. –, lo que marcaría en el futuro el significado de la palabra, que acabaría por perder todo su sentido original en las lenguas romances para designar el deseo de conseguir, ante todo, poder, dignidad, fama y riquezas.

Las elecciones, claramente, eran mucho más duras en la máxima magistratura, el consulado. Mientras en el resto de magistraturas había una multitud de puestos disponibles, el consulado se mantuvo con únicamente dos, lo que limitaba su ocupación, convirtiéndose en el mayor embudo de todo el cursus honorum. Era en estas elecciones en donde el candidato debía dar lo máximo de sí mismo. Es por ello que, a lo largo de la vida de un político, éste se encontraba en permanente campaña electoral, puesto que todo su pasado, incluido el de sus ancestros, iba a ser puesto sobre la mesa por sus principales rivales. Y cierto es que las principales familias de la nobilitas podían aportar sus linajes como principal baza electoral, aunque ello no fue siempre una garantía de éxito, ni siquiera para los que, en sí mismos, eran reputados políticos y generales. La personificación de ello es Lucio Sergio Catilina, que perdió las elecciones para el consulado del 63 y del 62 a.C. –de ahí que optara por un intento de golpe de Estado que fue frenado por el entonces cónsul, Cicerón–, pese a pertenecer Catilina a una de las más antiguas familias de Roma.

En cualquier caso, el voto no debía ser pedido a todos los ciudadanos romanos. En primer lugar, muchos de ellos no residían en Roma, ni en Italia –con la imposibilidad de desplazarse hasta el lugar donde se efectuaba la votación–. Y más allá de ello, hay que tener en cuenta el proceso electoral. La pretura y el consulado eran elegidas por los comicios centuriados, los cuales estaban divididos de acuerdo al potencial económico de cada ciudadano. De esta forma, se intentaba conseguir el apoyo de las clases de caballeros y la primera clase –y a lo mucho de la segunda–, ya que la mayoría se alcanzaba una vez votados estos, sin necesidad de convocar a las siguientes clases para que emitieran el voto. Por tanto, la campaña iba destinada a éstos. Para otras magistraturas de importancia como podía ser el tribunado de la plebe, cuyos miembros eran elegidos en los comicios por tribus –donde no existía una división por capacidad económica–, el candidato debía ante todo atraerse al mayor número de ciudadanos posibles –de ahí que los aspirantes tuvieran mayor acercamiento al pueblo–.

Decisivo en la campaña era también contar con las amistades –incluso con las más lejanas– o tener acercamientos con tantos pudieran resultar ventajosos tal y como Quinto le recomienda a su hermano:

«Procura por que se vea cuán abundantes y de qué clase son tus amigos; pues tienes lo que ningún novel tuvo: a todos los publicanos, casi todo el estamento ecuestre, muchos municipios afectos, muchos particulares de toda clase defendidos por ti y bastantes collegia, además de numerosísimos jóvenes devotos tuyos por el cultivo de la oratoria y de la diaria asiduidad y frecuentación de tus amigos» (Commentariolum petitionis 3)

De la misma manera, a lo largo de la campaña, una multitud de personas –no es nada raro respecto al presente– se acercaban al candidato para apoyarle con el fin de obtener en el futuro posibles beneficios:

«La propia campaña depara ocasiones de amistades abundantes y valiosísimas: puedes honradamente, lo que no podrías en tiempo normal, recibir en amistad a quienes quieras, a quienes si aceptases en otros momentos de tu vida usual parecería que obrabas improcedentemente; mientras que si no lo haces en campaña, con muchos y diligentemente, no parecerás un candidato» (Commentariolum petitionis 25).

Sorprendentemente para nosotros, los candidatos no daban discursos a lo largo de la campaña, por lo que no se lanzaban ideas ni programas, no se prometía absolutamente nada. Es más, Quinto recomendaba que mucho mejor no prometer nada puesto que luego habría que cumplirlo. En todo caso, el candidato se mantenía, en cierta manera, en una situación de ambigüedad para atraerse a todos. Así, lo que realmente importaba en una campaña era el de presentarse con la mejor de las imágenes.

Para mantener esa imagen, y esa ambigüedad, el candidato evitaba los actos comunes de la vida política a lo largo de la campaña –debates senatoriales, discursos en asambleas o juicios–, ya que a diferencia de lo que hoy en día sucede, el Senado y las asambleas seguían funcionando pese a la existencia de una campaña:

«Evitarás durante la campaña intervenir en asuntos públicos, ni en el Senado ni en las asambleas, sino que debes retenerte, para que el Senado aprecie, según lo que ha hiciste, que serás un defensor de su autoridad; los caballeros romanos y los hombres honorables y acomodados, por tu pasado, que te cuidarás de su tranquilidad y de la paz pública; el vulgo, en tanto que fuiste popularis, aunque sólo en discursos de mítines o juicios, que no te desentenderás de su interés» (Commentariolum petitionis 53).

Pero ¿cómo un candidato podía conseguir el apoyo de sus ciudadanos entonces? La forma de obtenerlos era el de pedirlo personalmente a cada ciudadano –ya hemos comentado antes el término petitor–. Así, los candidatos solían hacerse visibles en los principales lugares de la ciudad, en especial en el Foro. Claramente, no se trataba de solicitarlos a cualquiera que pasara, sino a aquellos de reputada condición social que votaban en las primeras clases y que además podían obtener, al mismo tiempo, el respaldo de otra amplia cantidad de ciudadanos:

«Debo hablar de esa otra parte de la campaña que trata de la mentalidad popular. Ésta exige conocimiento de los nombres, halago, frecuentación, generosidad, renombre popular, expectativa política. Primero, procura que se vea bien cuanto haces para conocer a cada uno y esfuérzate por que cada día salga mejor. Nada me parece tan popular y grato. Luego, lo que por naturaleza no tienes, decídete a simularlo de modo que parezca natural. Así, no te falta la afabilidad que es condigna al hombre bondadoso y amable, pero el halago es imprescindible; el cual, si bien resulta depravado y perverso en la vida ordinaria, es empero preciso en una campaña. Cierto que es culpable cuando hace peor a quien se halaga, pero no es tan vituperable cuando lo hace más amigo; y, en verdad, un candidato necesita de ello. Su aspecto, su rostro y su discurso deben cambiar y acomodarse al pensamiento y sentir de cuantos aborde. No hay regla en cuanto a la asiduidad: la misma palabra muestra en qué consiste. Interesa grandemente no estar nunca ausente, pero la ventaja de la asiduidad no es solo estar en Roma y en el Foro, sino hacer campaña asiduamente interpelar a menudo a los mismos y no permitir, hasta donde puedas conseguirlo, que nadie pueda decir que no lo solicitaste y mucho y diligentemente» (Commentariolum petitionis 41-43).

¿Cómo recordar el nombre de tantas personas? Al fin y al cabo, Roma era una ciudad populosamente probada –en torno al millón de habitantes–. Aun solo teniendo que recordar el nombre de ciudadanos más o menos influyentes, estaríamos hablando de demasiadas personas. Así, no era nada extraño el uso de un nomenclator, es decir, un esclavo cuya principal función era conocer el nombre de estos ciudadanos –de ahí su denominación– y ciertos aspectos de su vida. Este esclavo acompañaba al candidato en todo momento, y cuando el primero observaba a un ciudadano al que era ventajoso pedirle el voto, le susurraba su nombre al candidato, al tiempo que se decía sobre qué podría hablar con él o sobre qué preguntarle. El candidato, de esta forma, abordaba al potencial votante como si le conociera de toda la vida.

Aunque no parece que todos los candidatos usaran los servicios de un nomenclator. Cicerón despreciaba su uso tal y como deja ver en el discurso en defensa de Murena, que reprochaba a Marco Porcio Catón el uso de éste:

«¿Qué decir del nomenclator que tienes? En ello, sin duda, obras con engaño y de mala fe. Porque, así como te honra que seas capaz de llamar a tus conciudadanos por su nombre, así debe avergonzarte que los conozca mejor un esclavo tuyo que tú» (En defensa de Murena 77).

Se usara o no los servicios de este tipo de esclavos, el candidato no iba solo durante su campaña. A este le seguían una multitud de individuos que le apoyaban fielmente. Ello dejaba ver el amplio apoyo del que gozaba, persuadiendo a los que hoy en día llamaríamos indecisos para que le votaran. Estos solían ir ya a primera hora de la mañana a casa del candidato, donde se producía la salutatio. Ésta no era algo especial de la campaña, solía repetirse todas las mañanas en cada una de las casas de la nobilitas o de ricos romanos. Los clientes acudían a ver su patrono con el fin de solicitarle algo, o con el fin de que se les pudiera encomendar algún trabajo. Claro está, el amplio número hacía que no todos pudieran ser recibidos, de esta forma la gran mayoría debían conformarse, como mucho, con ver y saludar a su patrono, sin recibir contestación del último. En general, solo los amigos, allegados y clientes más ventajosos para cada momento eran recibidos. Pero, al parecer, en época de elecciones el número de individuos que iban tempranamente a la salutatio aumentaba, quizás con el fin de garantizarse un beneficio seguro en el futuro, aunque también era habitual que muchos acudieran a las casas de todos los candidatos:

«Entre los saludadores, los más vulgares son quienes, según esta costumbre de ahora, visitan a varios: hay que obrar de modo que les parezca que tan mínima cortesía suya te resulta gratísima. Quienes vayan a tu casa, que adviertan que lo notas: cuéntalo a sus amigos, para que se lo comenten, y díselo con frecuencia a ellos mismos. Así, a menudo, quienes van de visita a varios rivales y ven que uno de ellos aprecia mucho más su cortesía, se le entregan, abandonando a los otros, paulatinamente pasar de ser de todos a ser de uno mismo y de votantes fingidos a seguros» (Commentariolum petitionis 35).

Después de todo ello, el candidato se dirigía, junto con todos estos, hacia el Foro, lo que dejaba ver a todos los individuos su amplio número de simpatizantes. No se trataba, desde luego, de llevar a cualquiera, sino de llevar a los mejores acompañantes, a los de mayor relevancia, creándose así una adsectatio o séquito:

«El servicio de quienes te acompañan al Foro es mayor que el de quienes te visitan, y harás ver y saber que te es más grato y acudirás a horas fijas en la medida de lo posible. La visita cotidiana y en séquito al foro procura gran reputación y prestigio. La tercera de esas clases es la asidua multitud de acompañantes a toda hora… a tus deudores que lo puedan por edad y dedicación, exígeles claramente el servicio de acompañarte continuamente y, sino pudieran ellos mismos que encomienden este servicio a sus deudos. Deseo fervientemente y creo oportunísimo que estés siempre muy acompañado. Junto a ello, aporta muchos elogios y gran prestigio que estén contigo aquellos a quienes defendiste, salvaste y libraste de sentencia» (Commentaiolum petitionis 36-38).

El sequito era variado, claro está, pues, aun con todo, se debía dar la sensación que era apoyado por todos los sectores. Por ello fue usual que se contratara a plebe urbana con la misión de ser usados de acompañantes, aunque la ley Fabia del año 66 a.C. prohibía esta práctica, así como el número excesivo de los miembros del séquito, algo que no debió ser tomado muy en cuenta ya que sabemos que se reiteró la prohibición, al menos en una ocasión, dos años después.

En cualquier caso, se trataba de atraerse a los líderes de todos los sectores para ganarse la opinión pública –rumor en latín–:

«Luego, ocúpate de la Urbe entera, de todas sus corporaciones, aldeas y barrios. Si atraes a tu amistad a sus principales, a su través contarás fácilmente con el resto de la multitud. Después, ten presente y recuerda a Italia entera, en conjunto y tribu por tribu y no consientas que hay municipio, colonia, prefectura ni, en fin, lugar de Italia en que no tengas apoyo que no sea el bastante… Los provincianos y campesinos creen que os tenemos por amigos con solo que los conozcamos por su nombre; y si piensan que con eso pueden conseguir algún favor no dejan perderse ocasión de merecerlo» (Comentatiolum petitionis 30-31)

El tener el apoyo de la alta alcurnia de la nobilitas era una baza de gran importancia. Ser apoyado por ex cónsules y ex censores –más aún cuantos mayores hubieran sido sus victorias militares y la antigüedad de sus familias– era el mayor de los prestigios, en especial si algunos de estos iban en el propio séquito del candidato.

Todo lo contrario ocurría cuando el candidato, alejado de la recta política marcada por el Senado, intentaba entrar en las magistraturas. No estar respaldado por el Senado significaba el fracaso total en las elecciones, puesto que la Cámara ponía en marcha toda una serie de mecanismos, empezando por el desprestigio, que frenaban cualquier aspiración contraria a la tradición. Y ello parece que funcionó, pues ningún cónsul se enfrentó nunca a las decisiones del Senado. Solo algunos tribunos de la plebe, por ser elegidos por los comitia tributa, escaparon a este control. Esta magistratura fue la única a la que pudieron aspirar aquellos que quisieron establecer medidas contrarias al pensamiento senatorial.

 

NOTA: los textos citados han sido extraídos, así como parte de la descripción de la campaña electoral, de PINA POLO, F. (2005): Marco Tulio Cicerón, Ariel, Barcelona, pp. 93-103

 

BIBLIOGRAFÍA

DUPLÁ, A.; PINA POLO, F.; FATÁS, G. (1990): El manual del candidato (el Commentariolum Petitionos), Universidad del País Vasco, Vizcaya.

CHENOLL R.R. (1984): Soborno y elecciones en la República Romana, Universidad de Málaga, 1984.

PINA POLO, F. (1998): Las contiones civiles y militares, Universidad de Zaragoza, Zaragoza,

RODRÍGUEZ NEILA, J.F. (1986): «Candidaturas in absentia y magistraturas municipales romanas», Lucentum: Anales de la universidad de Alicante. Prehistoria, arqueología e historia antigua nº 5, págs. 95-118

SUAREZ PIÑEIRO, A.M. (2003): En campaña electoral por la Roma de Cicerón: la política romana a finales de la República, Lóstrego, Santiago de Compostela,

Autor: D. Gilmart, publicado el 3 de diciembre de 2011

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