Las constituciones españolas II: Jefatura del Estado y Ejecutivo
La Jefatura del Estado y el Ejecutivo pueden estar agrupados o ser dos instituciones totalmente diferentes. Comparar tales instituciones en las diversas constituciones españolas implica tener que dividir las cartas magnas entre las tres formas de gobierno: monarquía parlamentaria (1978), monarquía constitucional (los textos decimonónicos) y república (proyecto de 1873 y constitución de 1931).
1. MONARQUÍA PARLAMENTARIA
En la actual constitución de 1978, la Jefatura del Estado, ostentada por el rey, y el poder ejecutivo, depositado en el Consejo de Ministros, son dos instituciones claramente separadas. Según se establece el artículo 56.1: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes». El artículo 62 desarrolla esas funciones: Convocar y disolver las Cortes Generales y convocar elecciones en los términos previstos en la Constitución. Los nombramientos del presidente del Gobierno, una vez elegido por el Congreso, así como el resto de ministros a propuesta del presidente. Sancionar, promulgar leyes y expedir los decretos del Gobierno, el mando supremo del ejército. Todos sus actos deben, en cualquier caso, estar refrendados por el Gobierno, así que en realidad los actos del monarca son los del ejecutivo.
Por su parte, el poder ejecutivo emana del legislativo, que ha sido elegido por los ciudadanos. El presidente del Gobierno es elegido por el Congreso de los Diputados en los siguientes meses tras las Elecciones Generales, ya sea por mayoría absoluta o por mayoría simple (art. 99). De la misma manera que procede a su elección, el Congreso puede destituir al presidente por medio de una moción de censura (art. 113).
El Consejo de Ministros, de esta forma, es nombrado por el presidente del mismo y la constitución recoge las funciones concretas del Gobierno en el artículo 97: «El Gobierno dirige la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado. Ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes». De su gestión deben dar cuenta al poder legislativo (art. 108 a 111).
2. MONARQUÍA CONSTITUCIONAL
En las constituciones decimonónicas, en cambio, el monarca aúna la Jefatura de Estado y el poder ejecutivo. Todas las funciones propias de un ejecutivo se le encomiendan al rey, entre las que se encuentra la expedición de decretos, reglamentos e instrucciones, nombramientos a los diversos órganos del estado, ya civiles o ya militares, así como la de proveer de personal a la administración, cuidar de que se administre justicia, comandar el ejército, dirigir las relaciones diplomáticas, conceder indultos, controlar las cuentas y declarar la guerra y la paz.
Al igual que se recoge las prerrogativas, también existe un apartado en todas ellas con las restricciones al monarca o, al menos, lo que no puede hacer sin el consentimiento del poder legislativo, siendo la de 1812 la que más empeño muestra en listar lo que «no puede el rey» (art. 172): poner impuestos, impedir la celebración de Cortes, tomar propiedad particular y conceder privilegios, entre otros. El resto de textos no suelen ser tan escrupuloso en enumerar estas limitaciones en tanto que están ya recogidas en otros apartados. En cualquier caso, en el resto de constituciones posteriores se indica que no puede sin el consentimiento de las Cortes ceder parte del territorio nacional o su incorporación, conceder salvoconducto a tropas extranjeras en territorio nacional, realizar tratados con potencias extranjeras o abdicar la corona. Parecen que los legisladores recordaron siempre el episodio de las abdicaciones de Bayona o tratados como el de Fontainebleau de 1807.
Como portador del poder ejecutivo, al monarca se le confiere, como es obvio, la potestad para nombrar y separar a los ministros, aunque esto se reduzca en la práctica a elegir al presidente del Consejo de Ministros, cargo que se estableció por primera vez en el Estatuto Real. No requería el refrendo de las Cortes, por lo que el monarca podía elegir libremente la orientación del Gobierno, lo que llevó en la práctica a que se tuvieran que intentar, por distintos medios, falsear el resultado de las elecciones generales con el fin de que el Gobierno tuviera mayoría de los suyos en el Congreso.
En todas las constituciones decimonónicas, la persona del Rey es sagrada e inviolable, y no está sujeta a responsabilidad. Tan solo la del 78 elimina la sacralidad, pero mantiene la inviolabilidad. ¿Cómo se puede controlar al ejecutivo desde el legislativo como parece lógico? Se hace recaer la responsabilidad sobre los ministros, de tal forma que toda orden emitida por el rey debe estar refrendada por el ministro del ramo correspondiente y, como rezaba la gaditana, sin que estos pudieran alegar “haberlo ordenado el rey”. Incluso el Estatuto de Bayona y el Estatuto Real recogían el requisito de que fueran refrendadas por el presidente o los ministros ciertas decisiones. La constitución de 1876 diferenciaba las funciones del rey, que debían estar refrendas (art. 70), y aquellas que debían someterse a deliberación del Consejo de Ministros: «Convocatoria y disolución de las Cortes, suspensión y clausura de las sesiones. Acuerdos relativos a altos nombramientos. Expedientes de naturalización y de indulto. Resolución de conflictos entre los distintos Departamentos, sobre materia común a varios de ellos. Conflictos graves de orden público y de política exterior. Aprobación de reglamentos generales y de presupuestos y proyectos de ley que hayan de presentarse a las Cortes» (art. 71). Diferencia que también mantenía el anteproyecto del 29 (art. 70 y 71).
Sea como fuere, todas las constituciones otorgan al legislativo la capacidad para hacer responsable a los ministros de los actos que hubieran realizado o autorizado. El control del legislativo sobre el ejecutivo, en el caso del anteproyecto de Primo de Rivera de 1929, quedaba anulado, pues en el artículo 66 se especifica «El Gobierno y los diputados no podrán proponer, ni las Cortes adoptar, acuerdos que signifiquen confianza o desconfianza política respecto a los miembros del Gobierno y demás funcionarios del orden ejecutivo». Tan solo quedaba el recurso de hacer una denuncia ante el rey, según reza el artículo siguiente: «Los diputados podrán denunciar al Rey, por conducto del Consejo del Reino, los abusos, errores o negligencias que advirtieren en la Administración pública».
En las constituciones del siglo XIX, se le otorga al rey también la capacidad legislativa, función que el Gobierno mantiene en la de 1978 (art. 88) e incluso se establece en esta el procedimiento de la Iniciativa Popular (art. 87). El Estatuto de Bayona y el Real de 1834 daba al monarca en exclusiva esta prerrogativa. Por su parte, el anteproyecto de 1929 indicaba que la iniciativa era únicamente del rey cuando se trataba las siguientes cuestiones: «las referentes a política exterior y concordataria, defensa nacional o reforma constitucional, y las que impliquen rebaja de las contribuciones o aumento de los gastos públicos, serán de exclusiva iniciativa del Rey con su Gobierno responsable» (art. 62).
De igual manera, en estas constituciones el poder legislativo no solo recae sobre las Cortes, sino que lo comparte con el rey: «La potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey» decía el artículo 15 de la gaditana, redacción muy similar en el resto de textos. Esto provoca que la sanción de las leyes que se le atribuye al monarca de al portador de la corona la capacidad de veto sobre la legislación. Los artículos 142 a 152 de la constitución de Cádiz establecían un farragoso sistema de sanción real, en donde este podía denegar la sanción a una ley en dos ocasiones sin que se pudiera volver a debatir ese mismo proyecto en el mismo año, por lo que el rey podía retrasar dos años la entrada en vigor de una ley. Esta suspensión se convierte en veto absoluto en las constituciones isabelinas (artículo 38 de la de 1937 y 1845 y el 40 en el proyecto de 1856), al igual que en la Constitución de la Restauración (art. 44). En estos textos, el rey podía denegar la sanción, pero en esta ocasión las Cortes no podrían volver a presentar el proyecto pasada la legislatura, sin que se limite en ningún caso las veces en que la corona podría rechazarlo. Tan solo en la de 1869 se elimina esta capacidad: en el mismo artículo 34, en donde se dispone que las Cortes tienen el poder legislativo en exclusiva, se indica «el Rey sanciona y promulga las leyes». Al no volverse a regular esta prerrogativa, se entiende que el rey tan solo puede refrendar que la ley ha sido aprobada por las Cortes. Misma formula que recoge la Constitución de 1978.
Al monarca no solo se le entregaba la capacidad de vetar la legislación, sino también, al menos en gran medida, regular los tiempos parlamentarios. En el Estatuto Real, en su artículo 24 indicaba que “al Rey toca exclusivamente convocar, suspender y disolver las Cortes”. La frase fue inamovible en el resto de textos. Así pues, antes de que terminara la legislatura, el rey y el Gobierno podían disolver las Cortes, aunque se establecía en todas algún plazo para que estas volvieran a ser convocadas: en el Estatuto Real las Cortes debían ser convocadas antes de terminar el año (art. 44), mientras que en el resto de constituciones se indica que una vez disueltas deben ser convocadas en el plazo de tres meses. Además de la prerrogativas para disolver y convocar las cortes, las constituciones decimonónicas le entregan la capacidad para suspender las sesiones de las cámaras legislativas casi sin ningún límite. Tan solo se indica en todos los textos que debían ser reunidas todos los años, y en el caso de la del 37 estas quedarían facultadas para reunirse sin autorización del rey si antes de acabar el año no se hubiera hecho (art. 27). Misma situación que la del 45 recoge la del 76 (art.32). En la del 69 se obligaba a que las Cortes estuvieran abiertas al menos cuatro meses al año (art. 43) y el rey solo las podía suspender una vez en la legislatura sin el consentimiento de estas (art. 71). Tan solo la gaditana fijaba rígidos plazos para que las Cortes se reunieran sin que lo pudiera evitar el monarca: estarían reunidas cada año tres meses, de marzo a mayo, pudiendo ampliarse un mes más.
El poder del monarca y, por tanto, el del ejecutivo se amplían todavía más ante la posibilidad de establecer la suspensión de derechos si la seguridad del Estado lo exigiere. En realidad se indicaba que debía ser por medio de una ley, y por tanto aprobada por el propio parlamento, pero en la constitución de 1876 se abría la puerta a que en caso de urgencia lo hiciera el propio Gobierno bajo el requisito de que lo antes posible lo sometiera a las Cortes: “Sólo no estando reunidas las Cortes y siendo el caso grave y de notoria urgencia, podrá el Gobierno, bajo su responsabilidad, acordar la suspensión de garantías a que se refiere el párrafo anterior, sometiendo su acuerdo a la aprobación de aquéllas lo más pronto posible». Sin embargo, las dinámicas del juego político en el que el parlamento español fue tan solo el brazo legislativo del Gobierno hizo que la suspensión de derechos fuera una herramienta de uso habitual.
3. REPÚBLICA
Los dos sistemas republicanos españoles, el proyecto de la Primera República de 1873 y el de la constitución de 1931 separaban Ejecutivo y Jefatura de Estado.
El proyecto de la Primera República daba al presidente de la República lo que tal documento denominaba el Poder de relación entre Poderes. Entre sus funciones se encontraba la de nombrar al presidente del Consejo de Ministros (art. 71) sin que se establezca que deba tener el beneplácito de las cámaras legislativas, aunque sí se da al Congreso la capacidad de denunciar la actuación del Gobierno y del Presidente ante el Senado.
El presidente de la República Federal, así como el vicepresidente, cuyos mandatos duraban cuatro años y no podían ser reelegidos de forma inmediata, eran elegidos de forma indirecta, pues los ciudadanos, mediante sufragio universal masculino, votaban a los representantes de una Junta Electoral que reunida en Madrid votarían a los candidatos a presidente. En caso de que alguno sacara la mayoría, sería nombrado como tal. En caso contrario, serían las Cortes las que elegirían entre las dos mayorías o, en caso de empate, las personas con las mayorías según se recoge en el título XII.
El presidente de la República Federal tenía entre sus funciones promulgar las leyes, aunque podía hacer observaciones ante las Cortes en caso de disidencia. También convocar reuniones extraordinarias de las Cortes, nombrar el personal diplomático, sostener las relaciones diplomáticas, conceder indultos, entre otras cuestiones. Por su parte, el Gobierno de la República, según establece el artículo 72, poseía el resto de funciones que antes recaían en el rey: disponer del ejército, nombramiento de empleo públicos, realizar reglamentos, etc. (art.72). En ningún caso, más allá de la iniciativa legislativa al Gobierno, se entrega funciones sobre la convocatoria, disolución o suspensión de las Cortes.
En el caso de la de 1931, el presidente de la república, con un mandato de seis años, era el jefe del Estado y era quien debía nombrar al presidente del Gobierno, necesitado este, en cualquier caso, contar con la confianza de las Cortes: «El Presidente de la República nombrará y separará libremente al Presidente delGobierno, y, a propuesta de éste, a los Ministros. Habrá de separarlos necesariamente en el caso de que las Cortes les negaren de modo explícito su confianza» (art. 75). Al presidente de la República se le entregaba también otras funciones como: declarar la guerra con autorización de las Cortes, conferir empleos militares y civiles, autorizar los decretos del Gobierno o en su caso someterlos a votación en las Cortes, tomar medidas urgentes para mantener el orden, negociar y firmar tratados internacionales siempre bajo la autorización de las Cortes (art. 76). Debía sancionar las leyes, aunque podía devolverlas a las Cortes para que fueran revisadas (art. 83). Como ya sucedía en las constituciones del XIX con el monarca, se hace necesario que otros actos y manatos del Presidente de la República estén refrendados por un ministro (art. 84).
La elección del presidente de la República lo realizaba un colegio electoral cuyos miembros eran los propios diputados a Cortes y un número igual de compromisarios elegidos por sufragio universal. Las Cortes, por su parte, podían destituir al presidente en caso de que hubiera usado la prerrogativa para disolver las Cortes por segunda vez en su legislatura. En efecto, se entregaba al presidente de la República la capacidad para disolver y convocar las Cortes un máximo de dos veces. También podía cerrar las sesiones ordinarias de las Cortes dos veces en cada legislatura: un mes en la primera ocasión y quince días en la segunda (art. 81).
Por su parte, el Gobierno de la República, según reza el artículo 90, tiene como función «elaborar los proyectos de ley que haya de someter al Parlamento; dictar decretos; ejercer la potestad reglamentaria, y deliberar sobre todos los asuntos de interés público». Por supuesto, «los miembros del Consejo responden ante el Congreso: solidariamente de la política del Gobierno, e individualmente de su propia gestión ministerial» (art. 91).