Historia Contemporánea de España

Las constituciones españolas III: el poder legislativo. El Congreso de los Diputados

En esta nueva entrada sobre las constituciones españolas, ya hubieran estado en vigor o sean meros proyectos que se quedaron en el tintero, analizaremos el poder legislativo, tanto su composición, funciones, así como la elección del Congreso de los Diputados. Dejaremos el Senado, por sus particularidades, para otro momento.


1. ESTRUCTURA DE LAS CORTES Y FUNCIONES

El poder legislativo radica en todas las constituciones en las Cortes, institución a la que se le entrega la capacidad para «proponer y decretar las leyes, e interpretarlas y derogarlas en caso necesario», aunque, excepto en la de 1869 y 1978 —así como en las republicanas—, este poder es compartido con el rey, hecho que implicaba el veto de la legislación por este último como ya vimos.

No obstante, el Estatuto Real apenas entrega la función legislativa a las Cortes, sino que más bien las convierte en un órgano consultivo. Las funciones que se les reservan son básicamente las típicas que habían tenido las tradicionales Cortes medievales. El artículo 31 indica que «las Cortes no podrán deliberar sobre ningún asunto que no se haya sometido expresamente a su examen en virtud de un Decreto Real», y prosigue: «Queda, sin embargo, expedito el derecho que siempre han ejercido las Cortes de elevar peticiones al Rey, haciéndolo del modo y forma que se prefijará en el reglamento» (art. 32). Tan solo el artículo 33 obliga a que las leyes sean aprobadas por las cámaras que componían tales Cortes: «Para la formación de las leyes se requiere la aprobación de uno y otro Estamento y la sanción del Rey». Básicamente eran las mismas funciones que el Estatuto de Bayona reservaba a las Cortes. De nuevo, en el proyecto de Estatuto de la Monarquía de 1929, se restringía en cierta materias la iniciativa legislativa (art. 62).

En cualquier caso, el Estatuto Real creó la estructura de las Cortes bicamerales: Estamento de Próceres y Estamento de Procuradores. Las siguientes constituciones mantuvieron estas dos cámaras, aunque rebautizadas como Senado y Congreso de los Diputados respectivamente. Tan solo dos constituciones se han salido de esta norma: la de 1812 y la de 1931, que establecían unas Cortes unicamerales, aunque el proyecto del Estatuto de 1929 también preveía una única cámara (art. 54).

A ambas cámaras se las hace colegisladoras: «Las Cortes se componen de dos cuerpos colegisladores, iguales en facultades», de tal forma que todo proyecto de ley debe tener la aprobación de ambas cámaras. Además, en las constituciones decimonónicas el Senado era convertido en una suerte de tribunal de justicia. En la constitución de 1837 se le entrega al Senado por primera vez la capacidad para juzgar a los ministros cuando estos sean acusados por el Congreso (art. 40.4), que en la del 45 se amplían según el artículo 19 a ser conocedor de los delitos contra el rey y el Estado y juzgar a sus propios miembros. La del 69 volvía al supuesto de la del 37 (art. 89), así como la del 76 (art. 45). En el proyecto del 73, el Senado tan solo podía decidir si daba lugar la acusación para ser juzgados ante el Tribunal Supremo (art. 66). En este último proyecto, se le arrebataba al Senado la iniciativa legislativa y se le daba como función examinar si las leyes aprobadas por el Congreso atentaban contra los derechos y la constitución (art. 70).

La del 78 define al Senado como una cámara de representación territorial (art. 69); sin embargo, no se le dan funciones relacionadas con tal definición. Tampoco es colegislador, pues cualquier modificación en el Senado de los proyectos aprobados por el Congreso deben posteriormente ser ratificados por este último (art. 90), lo que supone que el Senado carece de poder, más allá de aplazar la publicación de una ley. En tal constitución, tan solo funciones concretas, como modificar la constitución o elegir determinados cargos públicos, se le entregan al Senado junto con la Cámara Baja. En esta carta magna el congreso se reserva la capacidad para elegir al presidente del Gobierno o, en su caso, destituirlo.

 

2. REUNIÓN, CIERRE, DISOLUCIÓN Y CONVOCATORIA

La duración de las legislaturas ha sido cambiante. En la de 1812 tan solo duraba dos años (art. 108), lo mismo que pretendía el proyecto republicano del 73 (art. 53). En el Estatuto Real eran tres (art. 17), lo mismo que en la Constitución del 37 (art. 25) y la del 69, aunque el Senado se renovaba por cuartas partes en esta última (art. 39). En la del 45 se eleva a cinco años (art. 24), lo mismo que en la del 76 (art. 30) —aunque el Senado se renovaría, a no ser que fuera disuelto, por mitades cada cinco años—. También el proyecto del Estatuto del 29 preveía cinco años (art. 54). La del 31 establecía los cuatro años (art. 53), igual que la de 78. En cualquier caso, a excepción de las últimas cuatro décadas, casi nunca se llegó a consumir la legislatura debido a los cambios constante de Gobierno.

Más allá de esto, es importante también conocer la capacidad de las propias Cortes para reunirse. La gaditana indicaba que las Cortes estarían reunidas cada año tres meses, de marzo a mayo, pudiendo ampliarse un mes más. Se prohibía al rey impedir su reunión o su disolución. Desde luego se recogían rígido plazos. Todo lo contrario que el Estatuto Real, que en su artículo 24 indicaba: «Al Rey toca exclusivamente convocar, suspender y disolver las Cortes». Lo único que se establecía era que antes de terminar el año debían convocarse en caso de disolución (art. 44). Esto último lo recogen el resto de constituciones, aunque estableciendo el requisito «de convocar otras Cortes, y reunirlas dentro de tres meses» (art. 26 de la del 37). También obligaban al rey a reunirlas todos los años y, en caso contrario, al menos así lo recogía la del 37, pero eliminado de la del 45, estas quedarían facultadas para hacerlo antes de acabar el año (art. 27). Misma situación que la del 45 recoge la del 76 (art.32). En la del 69 se obligaba a que las Cortes estuvieran abiertas al menos cuatro meses (art. 43) y el rey solo las podía suspender una vez sin el consentimiento de estas en la legislatura (art. 71). En el proyecto del 73, se recogía también cuatro meses de reunión mínimo anual (art. 55). En la republicana del 31, se facultaba a las Cortes para reunirse sin convocatoria dos veces al año y se establecía cinco meses mínimo de reunión (art. 58). Las Cortes podían reunirse si habiendo sido disueltas no eran convocadas las elecciones por el presidente de la república (art. 59). El presidente de la república podía suspender las reuniones un mes y medio al año y disolver las Cortes dos veces en su mandato (art. 81). En la constitución actual, el artículo 73 fija: «Las Cámaras se reunirán anualmente en dos períodos ordinarios de sesiones: el primero, de septiembre a diciembre, y el segundo, de febrero a junio».


3. ELECCIÓN DEL CONGRESO DE LOS DIPUTADOS

Ambas cámaras han tenido siempre un sistema diferente en la forma en que se deben elegir. No obstante, el procedimiento de elección no solo se establece en la Constitución, sino que se completa con una ley que a veces parece obviase, pero que es clave: la ley electoral. Su importancia parece manifiesta si se observa que ha habido más leyes electorales en vigor que constituciones: diez en total, sin contar las modificaciones de estas y los reales decretos que con carácter excepcional regulaban las elecciones a Cortes constituyentes. El asunto es de radical importancia, pues según las normas establecidas, las Cortes tendrán una tendencia ideológica u otra, lo que explica que cada partido gobernante a lo largo del siglo XIX se apresurara a cambiar tal ley.

Centrémonos, en cualquier caso, en el Congreso de los Diputados, analizando el sufragio pasivo, el activo, la circunscripción electoral y la forma en que se reparten las actas según el número de votos.


Sufragio pasivo

El sufragio pasivo, es decir, el derecho de los ciudadanos a presentarse como candidato a las elecciones, en este caso al Congreso, ha estado por lo general más o menos abierto a todos los ciudadanos, siempre que estos fueran varones, pero encontramos textos constitucionales y leyes electorales que establecen requisitos concretos para limitarlo.

Respecto a las constituciones que entregan ese derecho a todos los mayores de edad, independientemente del sexo, tan solo encontramos la republicana de 1931 y la actual constitución. La primera otorgaba por primera vez a todos los españoles y españolas el derecho a presentarse a las elecciones (art. 53). De hecho, el decreto que reglamentó las elecciones a Cortes constituyentes de 1931 ya lo establecía. Hasta ese momento, el derecho de las mujeres a ser diputadas no estaba legislado en las anteriores constituciones o leyes electorales, más allá de que siempre se usa el masculino; en cualquier caso, se sobreentendía que las mujeres no podía participar en la política. Fue el proyecto del 29 en el que se recoge por primera esta posibilidad (art. 55). Por su parte, la Constitución de 1978 indica que son «elegibles todos los españoles que estén en pleno uso de sus derechos políticos» (art. 68.5), esto es que tan solo se pide la nacionalidad española -algo que se establece en todas las constituciones- y, evidentemente, que no haya sido condenado y se le haya inhabilitado para ocupar cargo público. Tan solo ciertos cargos o profesiones limitan para ocupar escaño: miembros del Tribunal Constitucional, defensor del pueblo, magistrados, jueces, fiscales, al igual que miembros de las fuerzas de seguridad, entre otros, siempre que se mantengan en activo.

Entre las constituciones que permitían a todos los hombres mayores de edad ser diputados, encontramos la del 37 (art. 23), aunque había que ser del estado seglar, es decir, se prohibía al conjunto del clero ser candidato —prohibición que se mantuvo en el resto de textos, excepto en los del 69, 31 y 78—. También la democrática del 69 se abre a todos los ciudadanos: «Para ser Diputado se requiere ser español, mayor de edad, y gozar de todos los derechos civiles» (art. 66). El artículo 26 de la del 76 indicaba: «Para ser elegido Diputado se requiere ser español, de estado seglar, mayor de edad, y gozar de todos los derechos civiles». No obstante, la ley electoral de 1907 establecía que los candidatos debían ser avalados por dos senadores, diputados o diputados provinciales o haber sido con anterioridad diputado o senador, lo que dificultaba la presentación de candidatos por algunos partidos.

No obstante, estas constituciones no otorgaban a los diputados ningún tipo de manutención, lo que lo convertía en un escollo para que las clases bajas pudieran tener representación parlamentaria. Tan solo la Ley de 20 de agosto de 1870 dispuso que diputados y senadores recibirían una retribución, pues no parecía lógico que en un régimen democrático se excluyera a aquellos ciudadanos que no tuvieran la capacidad económica para dedicarse exclusivamente a la actividad parlamentaria. Hubo que esperar a otros regímenes democráticos, como el de la Segunda República y el de la Constitución del 78 para que los representantes públicos tuvieran sueldo.

Dos constituciones establecían requisitos económicos para poder ser diputado. La gaditana requería al candidato haber nacido en el distrito donde se presenta o tener siete años de residencia, así como una renta proporcionada proveniente de bienes propios (art. 91 y 92). Es la única constitución en donde se restringe la elección tan solo a la provincia de residencia, así como impedir la reelección consecutiva. En la del 45 se estableció que la ley electoral —la del 46— fijara una renta mínima para ser diputado (art.22), que se situó primero en 12.000 reales de renta anual o pagar una contribución directa de 1.000; aunque en la ley electoral del 65 se rebajó a ser contribuyente de forma directa (art. 8).

 

Sufragio activo

El sufragio activo, es decir, el derecho al voto ha basculado en la historia constitucional española entre el censitario, el universal masculino y el universal.

La Constitución de 1812 fijaba el sufragio universal masculino en la edad de 25 años. No obstante, el artículo 25.6 establecía que se debía saber leer y escribir, algo que jamás se cumplió en ninguna de las elecciones que se hicieron con este texto en vigor, pues las tasas de analfabetismo hubieran dejado al país con un mínimo de electores. Este derecho no volvió a estar en vigor hasta el Sexenio Democrático: así fue en las elecciones de 1869, y la Constitución del 69 establecía este derecho en su artículo 16: «Ningún español que se halle en el pleno goce de sus derechos civiles podrá ser privado del derecho de votar en las elecciones de senadores, diputados a Cortes, diputados provinciales y concejales». Nuevamente el sufragio universal masculino estuvo en vigor en la ley electoral de 1890, pues la constitución de 1876, como en la del 37 y el 45, no indicaba absolutamente nada sobre este derecho. En total, la población que tenía derecho al voto bajo estas legislaciones estaba en torno al 25%, ya que las mujeres no tenían derecho al voto y gran parte de la población estaba por debajo de los 25 años, que era la edad en la que se otorgaba el derecho a voto. Tan solo en la Primera República se rebajó a 21, lo que supuso que se llegara a un 28% de la población con derecho a voto.

La primera vez que se concedió el sufragio universal a las mujeres fue en la Constitución republicana de 1931, que otorgaba a ambos sexos, a partir de los 23 años, el derecho al voto. El proyecto del 29, que debemos recordar nunca entró en vigor, abría también a las mujeres el derecho al voto (art. 58.3). Evidentemente, la Constitución de 1978 recoge este derecho tanto para hombres como mujeres, en este caso rebajándose la edad a los 18 años.

El Estatuto Real, las de 1837, 1845, 1876 no concedían este derecho como se ha dicho. Se dejaba a que se fijara en leyes posteriores, que siempre establecieron el sufragio censitario. Lo que varió fueron los requisitos para tener derecho al voto, que se solían reducir a una contribución directa, una renta anual o desempeñar ciertas profesiones o puestos estatales.

El artículo 3 del Decreto para la elección de procuradores de 1834 indicaba que podían ser electores «todos los individuos de que a la sazón conste el Ayuntamiento del pueblo cabeza de partido, incluso los Síndicos y Diputados» más «un número de mayores contribuyentes del pueblo cabeza de partido, igual al de los individuos del Ayuntamiento» (art. 3). Esto suponía un total de 16.000 electores o, dicho de otra manera, un 0,12% de la población. No obstante, en el Real Decreto para la elección de procuradores a las Cortes Generales del Reino de 1836, el número de electores se amplió al darse este derecho a las 200 principales fortunas por cada diputado que eligiera la provincia (art.4), y se abría también a los cabezas de familia que tuvieran profesiones liberales y altos cargos del ejército (art. 7).

La ley electoral de 1837 fijaba varios supuestos para ser elector: 200 reales por contribuciones directas, una renta de 1.500 reales, arrendatarios o apaceros que paguen 33 reales anuales o habitar una casa que valga 2.500 reales en Madrid y cantidades inferiores en otras poblaciones según el tamaño de estas. Esto resultaba en un 5% de la población con derecho a voto o, lo que es lo mismo, 60.000 personas. Por su parte, la ley electoral de 1846 indicaba en el artículo 14 que tenían derecho al voto los individuos que «al tiempo de hacer o rectificar dichas listas y un año antes esté pagando 400 reales de contribución directa». Se reducía a la mitad para ciertas profesiones, posesión de ciertos estudios, sacerdotes, jueces, etc. (art.16). El total de electores no llegaba a superar el 1% de la población. Por su parte, la ley electoral de 1865 expresaba en su artículo 15 que se debía pagar para ser elector «20 escudos anuales por contribución territorial o por subsidio industrial». De igual modo, se entregaba el derecho al voto a cargos estatales y profesiones concretas siempre y cuando fueran contribuyentes (art. 19). Estos nuevos supuestos ampliaban el censo electoral, pero el derecho a voto no excedía del 3% de la población total del país. En la Ley de 28 de diciembre de 1878 se exigía a los electores «25 pesetas anuales por contribución territorial o de 50 por subsidio industrial» (art. 15), lo que suponía que el 5% de la población figuraba en el censo electoral.

Sufragio directo e indirecto

El sufragio puede ser directo o indirecto. Todas las constituciones fijaban el sufragio directo, exceptuando la de 1812, que establecía un sufragio en cuatro grados El procedimiento, minuciosamente recogido en la propia constitución era el siguiente: los habitantes varones mayores de 25 años de una parroquia elegían a compromisarios que designaban a los electores de la parroquia; estos, con los de otras parroquias, elegían a los electores de partido, y los electores de los partidos del conjunto de la provincia designaban a los diputados que correspondieran a la provincia.

En el caso del Estatuto Real, la primera elección de las cámaras fue indirecto en dos grados según el Decreto para la elección de procuradores de 1834: Juntas electorales de partido que elegían a los electores de las Juntas de provincia, que a su vez designarían a los procuradores de la circunscripción. El Real Decreto para la elección de procuradores a las Cortes Generales del Reino de 1836 estableció el sufragio directo.


Sistema de elección

La elección de los diputados no se hace con ámbito nacional, sino por circunscripciones. Dependiendo del tamaño de estas, así como el número de diputados que eligen en cada una de ellas es un factor decisivo para controlar en una u otra dirección el resultado.

La constitución de 1812 fijaba la provincia para la elección de diputados, algo que hacía de nuevo el Estatuto Real y la de 1837. En cada provincia se elegía un número determinado de diputados en función de su población. Con la constitución de 1845, la ley electoral fijó desde entonces el distrito uninominal —a excepción de algunas circunscripciones plurinominales en las ciudades-—. La segunda República, al igual que la Constitución de 1978 estableció de nuevo la provincia.

El distrito uninominal produce que el sistema de elección sea mayoritario, es decir, el partido o candidato que tiene más voto obtiene escaño y el resto de votos recibidos por otros candidatos no tienen ninguna utilidad. Sin embargo, la provincia plurinominal tampoco rompe con el sistema mayoritario per se, pues los diputados se repartían entre los candidatos con mayor número de votos. En la ley electoral de 1837 se establecía las listas abiertas, de tal forma que se podían votar por candidatos de distintos partidos. El número de candidatos a los que un elector podía conceder el voto eran tantos como diputados repartiera la provincia (art. 25) y serían proclamados diputados los que obtuvieran la mayoría de votos hasta repartir el total de escaños (art. 36). Esto implicaba que los candidatos de un partido podían tener todas las actas; los votos obtenidos por el resto de candidatos, aunque la diferencia fuera de un voto, no obtenían ningún escaño.

La República, que mantuvo la listas abiertas, intentó encauzar esto impidiendo que se pudiera votar a tantos diputados como se repartían en cada provincia tal y como rezaba el artículo 7 de la ley electoral del 31: «donde se haya de elegir 20 Diputados, cada elector podrá votar 16; donde 19, 15; donde 18, 14; donde 17, 13; donde 16, 12; donde 15, 12; donde 14, 11; donde 13, 10; donde 12, 9; donde 11, 8; donde 10, 8; donde 9, 7; donde 8, 6; donde 7, 5; donde 6, 4; donde 5, 4; donde 4, 3; donde 3, 2 y donde 2, 1». Esto permitía garantizar, o al menos dificultar, que un único partido pudiera hacerse con todas las actas de la provincia. No obstante, el reparto seguía siendo en función de la mayoría de votos: según el artículo 11 los escaños serían conseguidos por los diputados que obtuvieran un 20%. Los que hubieran conseguido menos pasarían a una segunda vuelta en donde tenían que obtener simplemente la mayoría relativa de votos. Desde las elecciones de 1933, la ley del 27 de julio de 1933 estableció el 40% para conseguir el acta de diputado en primer lugar y, si quedaban todavía escaños sin repartir, entre los que hubieran tenido más de un 20% de los votos. Si todavía no se cubrían todos los escaños, se pasaba a una segunda vuelta entre aquellos candidatos que hubieran tenido un mínimo del 8% de los votos. Así pues, no había ningún reparto proporcional. El escaño podía ir a uno u otro partido con escasa diferencia en el número de votos.

La ley electoral actual de 1985, aunque sigue la norma establecida para las constituyentes del 77, establece un sistema de reparto proporcional mediante la ley d’Hondt, además que establece la lista cerrada, de tal forma que el elector no elige al candidato, sino al partido.

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