Historia Contemporánea

Las revoluciones de la primera mitad del siglo XIX: 1820, 1830 y 1848

La derrota de Napoleón –primero en Leipzig y definitivamente en Waterloo- ponía punto y final al experimento revolucionario que, desde 1789, vivía Europa y, en concreto, Francia. Reunidos los representantes de las monarquías absolutistas en el Congreso de Viena en 1815, se intentó por todos los medios borrar todos aquellos años y volver a lo que cualquier monarca de aquel momento consideraba “la normalidad”, es decir, al Antiguo Régimen. Aunque ese era el deseo de todos los gobernantes europeos –incluso Inglaterra, pese a que allí el poder del rey estaba limitado por el Parlamento-, el espíritu liberal siguió vivo. Desde aquella festiva y palaciega reunión en Viena hasta mediados del siglo XIX, el morbo revolucionario se hizo notar en varias ocasiones y su triunfo –pese al aparente fracaso- fue tal que, a excepción de la Rusia zarista, el liberalismo se convirtió en el régimen político de los Estados europeos a partir de la segunda mitad del siglo.

Liberalismo, revolucionarios y revoluciones

La Revolución francesa sentó las bases de los tres programas políticos que los revolucionarios liberales podían o querían exigir. El primero era un modelo doctrinario o moderado, apoyado por la gran burguesía, tal cual se había dado en la revolución primigenia de 1789 a 1791. En otras palabras, estos liberales aspiraban a crear una monarquía parlamentaria con sufragio censitario y establecer una serie de libertades de acuerdo a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Por su parte, la burguesía mediana y pequeña, entre los que se encontraban muchos intelectuales, aspiraba a un modelo democrático o liberalismo radical, es decir, a establecer el sufragio universal e, incluso, a un cierto estado del bienestar, aunque en realidad esto último no era compartido por muchos. Finalmente, la clase obrera tenía en mente, más bien, un modelo socialista, que se apoyaba, ante todo, en los planteamientos de la Conjura de los Iguales acontecida en 1796 y que aspiraba a la abolición de la propiedad privada y la colectivización de la tierra.

No obstante, estas tres vertientes estaban, en buena medida, unidas tras 1815. En primer lugar, porque el tercer modelo era prácticamente inexistente, a excepción del Cartismo en Inglaterra –aunque más cercano a las peticiones políticas del modelo democrático-. En segundo lugar, porque los principales ideólogos de las revoluciones eran intelectuales y, por lo general, estos pertenecían a la gran burguesía, lo que implicaba que, en buena medida, la mayoría de los revolucionarios de los años veinte eran más bien partidarios del liberalismo moderado. En tercer lugar, porque cualquiera que fuera el pensamiento de los revolucionarios, todos ellos deseaban la abolición del absolutismo, lo que implicaba que poseían un objetivo en común. Además, para el propio absolutismo, todos los liberales y revolucionarios eran igual de peligrosos, sin distinción alguna,  y debían ser perseguidos sin contemplación.

En cualquier caso, los tres periodos revolucionarios (1820, 1830 y 1848), como observaremos a continuación, constituyen la historia de la separación de los tres modelos políticos mencionados.

Las revoluciones de los años veinte

El periodo de la Restauración estuvo salpicado por toda una serie de intentos por establecer, en los distintos países, regímenes liberales. Los liberales debían actuar en la total clandestinidad, para lo cual se organizaron en grupos masónicos –uno de los más conocido fueron los Carbonarios-. Las persecuciones que sufrían implicaban que, en buena medida, todas sus intentonas se caracterizaran, más bien, por ser golpes de Estados. Para ello se contaba con la participación de jóvenes oficiales del ejército. No fue hasta 1830 cuando la revolución volvió a convertirse en una cuestión de masas y las barricadas en su símbolo.

En cualquier caso, si la mayoría de los intentos fracasaron antes incluso de llevarlos a cabo, en los años veinte se establecieron efímeramente en Europa varios gobiernos liberales. Todos ellos concentrados en países en torno al Mediterráneo, por ello se le suele llamar revoluciones mediterráneas. El epicentro, en buena medida, fue España. Tras el pronunciamiento de Riego y la incapacidad del absolutismo español para actuar, se restableció la Constitución de Cádiz (Trienio Liberal). Tomaron ejemplo de esto Portugal, Nápoles y Piamonte-Cerdeña, que incluso se inspiraron en la constitución gaditana para escribir las suyas propias. A estas debemos sumar Grecia, que en aquel momento se encontraba bajo el yugo turco y aspiraba a liberarse de él. No solo esto, los independentistas aspiraban a crear un Estado liberal. No obstante, debemos tener en cuenta que, más allá del Mediterráneo, las colonias españolas se independizan definitivamente en esos mismos años, estableciéndose en el continente americano una multitud de repúblicas liberales.

A excepción de estas últimas y de Grecia –que paradójicamente su liberación del Imperio turco era apoyada hasta por la mismísima Rusia, aunque más tarde pretendieron establecer una monarquía de corte absolutista en el país-, el resto de regímenes liberales que hemos mencionado finalizaron poco tiempo después por la actuación de la Santa Alianza, que no escatimó recursos en el envío de ejércitos para restaurar en el poder a los respectivos monarcas, aunque en el caso portugués implicó una guerra civil de varios años entre liberales y absolutistas.

Las revoluciones de 1830

A partir de 1830, las barricadas y la revolución de masas volvieron a las calles de París y de otras capitales europeas. En este caso, el epicentro volvió a ser Francia. La Revolución de 1789 a 1799, así como luego el periodo napoleónico, difícilmente podían olvidarse. Incluso el Borbón Luis XVIII, que había heredado el trono galo tras la derrota napoleónica, no había podido borrar del todo la herencia revolucionaria. Este, con buen juicio, había entregado una Carta Otorgada en donde se establecían algunos guiños al liberalismo como la existencia de una cámara de representantes, aunque apenas sin poder, así como algunas libertades, pese a que muy restringidas. Pero el “compresivo” Luis XVIII murió. Su hermano, Carlos X, que no lo era tanto, consideró que las quejas por el desasosiego económico y social que vivía el país  -debido a las profundas transformaciones que la Revolución industrial estaba causando-, se resolverían mediante la abolición de la mencionada Carta Otorgada.

Tal decisión, lejos de ocultar el problema, fue la chispa de una nueva revolución, en donde, de nuevo, las masas, la lucha callejera y las barricadas hicieron frente al poder. Liderada por la gran burguesía, el objetivo de esta era crear una monarquía constitucional de acuerdo a la Constitución de 1791, pero ni con Carlos X –que ante la presión había abdicado en su nieto- ni con ningún Borbón en el trono. Derribados los Borbones y, con ellos el Antiguo Régimen, se apresuraron a la búsqueda de un nuevo monarca, Luis Felipe de Orleans, quien aceptó el trono y el nuevo régimen liberal. En realidad, el triunfo no fue del pueblo francés, sino de la gran burguesía, que se convirtió en la nueva oligarquía gobernante de acuerdo al sufragio censitario  que les permitía el control del poder legislativo y, por tanto, garantizar que las medidas que se tomaran no atentaran contra sus intereses de clase.

Revoluciones de 1830

El otro lugar en donde triunfó la revolución liberal fue Bélgica, que además fue también nacionalista en tanto que el país se independizó de Holanda, a la que estaba unida desde las reformas territoriales llevadas a cabo en el Congreso de Viena. En este caso, también se estableció una monarquía constitucional con sufragio censitario  y a Leopoldo I como nuevo monarca belga.

Pero, lo que a veces parece olvidarse es que el triunfo de la revolución de 1830 en Francia fue un factor clave –entre otros de carácter interno- para que en España se iniciara desde aquel año una transición desde el propio poder para introducir las suficientes reformas como para acercarse al liberalismo más doctrinario (Estatuto Real de 1834 y reposición de la Constitución de Cádiz en 1834). Del mismo modo, en Inglaterra, se aprobó el Acta de Reforma en 1832 que abría el sistema parlamentario, aunque seguía muy limitado, como en el resto de países mencionados, por el sufragio censitario. A esto debemos sumar que, en Portugal, la guerra civil había dado el triunfo a los liberales en 1826. En 1829 en Suiza se había establecido, igualmente, un régimen liberal y, además, bajo la forma de una república.

De esta manera, a partir de 1830 se produjo una división en Europa de acuerdo a la pervivencia de absolutismo o el establecimiento de sistemas liberales. Así, al oeste del Rin (Francia, Inglaterra, Bélgica, España, Portugal y Suiza) se establecieron instituciones liberales dominadas por la gran burguesía (banqueros, industriales y altos funcionarios civiles) y salvaguardadas de la democracia por la participación en el sistema electoral en función de la riqueza.  Solo EE.UU, en estas mismas fechas, de acuerdo a la reforma jacksoniana, sustituía el sistema doctrinario que ahora establecía estos países europeos mencionados, por un sistema democrático.

Por su parte, al este del Rin, las monarquías absolutistas pervivieron. Las revoluciones de 1830 que se dieron en tales territorios fueron sofocadas, en especial las del norte de Italia, que se saldaron con la intervención austriaca; y la Polaca,  que clamaba además por la independencia, y en donde los tres Estados que se la habían repartido (Rusia, Austria y Prusia) actuaron. Es más, la Santa Alianza era revitalizada en buena medida por estos tres Estados, los cuales firmaron el convenio de Münchengratz en 1833 por el cual se reconocía el derecho de todo soberano a pedir ayuda al resto en caso de que existiera alguna revuelta en su país.

También se produjo una división de otro tipo como ya hemos apuntado: los liberales se dividieron. En los países donde había triunfado la revolución o se habían establecido sistemas liberales, los moderados pasaron a controlar los gobiernos y, por tanto, se convirtieron, junto con la antiguas elites absolutistas –reconvertidos en liberales moderados-, a ser reaccionarios y abandonar el pensamiento revolucionario que les había llevado al poder. En otras palabras, querían evitar por todos los medios movimientos republicanos, democráticos y, sobre todo, las ideas socialistas del todavía poco definido movimiento obrero (Cartismo en Inglaterra y socialismos utópicos. De esta manera, aquellos que reivindicaban la democracia, es decir, la mediana burguesía, se convirtieron en los nuevos cabecillas revolucionarios tal y como sucedió en 1848.

Por otro lado, en los países donde las revoluciones fracasaron, liberales moderados y liberales progresistas  también se separaron. Los primeros abandonaron igualmente sus aspiraciones revolucionarias considerando que –como por ejemplo había sucedido en España- podrían pactar con las élites absolutistas para introducir reformas. Lo contrario que los más radicales, que continuaron con la idea de la revolución como único sistema de acabar con las monarquías absolutistas en sus respectivos países y establecer la ansiada democracia.

Las revoluciones de 1848 o la Primavera de los Pueblos

A partir de 1848 se vuelve a generalizar los movimientos revolucionarios. Pero estos movimientos se caracterizaran, además de por el descontento político, por una crisis de supervivencia –la última gran hambruna que vivió Europa-. Además, las revoluciones de 1848 tienen un carácter marcadamente nacionalista, de ahí que se conozca a este año como “la Primavera de los Pueblos”, que aspiraban a quitarse sus propios yugos –pues ninguna nación debía estar sometida a otra-, pero en realidad, nuevamente, el epicentro lo encontramos en Francia, cuyos revolucionarios pretendían, no solo triunfar en Francia, sino apoyar también al resto de revoluciones.

Sea como fuere, Europa miró de nuevo hacia Francia. De las primeras esperanzas que se habían depositado en el nuevo régimen surgido tras 1830, a la altura de 1848 estaba claro que la gran burguesía no abriría el sistema político ante el temor de perder el poder, manteniendo un sufragio muy censitario que permitía excluir de la vida política al resto del país. Esto hizo que con el paso del tiempo la monarquía, representada por Luis Felipe de Orleans, fuera cada vez más impopular. Ello, unido a que París se había convertido en el refugio de liberales que estaban perseguidos en otros países europeos, hizo que en 1848 las clases trabajadoras, que ahora estaban tomando conciencia de clase (hay que recordar que 1848 es el año del Manifiesto Comunista de Marx), pero dirigidos por la mediana y pequeña burguesía, se echaran de nuevo a las calles, en donde se produjeron encarnizados combates en improvisadas barricadas, hasta que finalmente la monarquía fue derrocada.

Tal y como pretendían, se proclamó la Segunda República francesa y se eligió un Gobierno provisional que, en un corto plazo de tiempo, debía convocar una Asamblea Nacional Constituyente mediante sufragio universal. Los revolucionarios tenían ahora de lado su propia Historia, en concreto el periodo de la primera república entre 1792 y 1799, para inspirarse en ella y saber lo que debían hacer y lo que no.

El proceso revolucionario que se dio en Francia, alentó, como en 1830, a que otros tantos países de Europa se levantaran, en concreto en aquellos en los que el absolutismo seguía vigente. No ha habido jamás un movimiento que, como si fueran fichas de dominó, se expandiera a una velocidad que parecía superar cualquier medio de comunicación de la época. En cuestión de semanas los gobiernos de la mayor parte de Europa habían caído sin apenas resistencia.

En la Confederación Germánica los levantamientos fueron intensos. La gran mayoría de los Estados alemanes crearon constituciones, y se dio también el paso hacia la unificación. En Frankfurt se convocó una asamblea federal por sufragio universal, pero Austria y Prusia mostraron desconfianza desde el principio. Este nuevo parlamento ofreció la corona a Federico Guillermo de Prusia, quien no la aceptó por considerar que una corona era algo demasiado sagrado para provenir de un parlamento.

En el inmenso y plurinacional Imperio de los Hansburgo, las distintas nacionalidades se levantaron contra Viena y el centralismo y, los propios liberales de Viena, contra el emperador Fernando y su canciller,  el viejo Metternich. Fue precisamente en Budapest donde se produjo el primer atisbo revolucionario,  que curiosamente provino de la propia nobleza húngara –cuyo principal líder fue Lajos Kossuth-, exigiendo el fin del absolutismo y del centralismo burocrático.  Poco después, en Viena, tras unas escaramuzas en las calles protagonizadas por los universitarios y sus profesores, Metternich –partidario de resistir a toda costa- fue cesado por el emperador, quien prefería ceder antes que perder el Imperio, aunque quizás no comprendía la magnitud del asunto. Así, Hungría proclamó las “Leyes de Marzo”, convirtiéndose en un país independiente, pero bajo la monarquía del emperador austriaco, ahora rey también de Hungría, al mismo tiempo que se prometía una constitución para Austria. Promesas de autonomía y libertades también eran dadas a otros nacionalismos como el checo -dirigido por Palacky-, antes incluso de que la Corte tuviera que huir y Fernando abdicar del trono a finales de año.

Las revoluciones se dieron también en Italia, desde Nápoles a Piamonte, pasando por los territorios controlados por príncipes austriacos. No afecto, en cambio, a la periferia europea, caso de la Península Ibérica, Suecia, Grecia, Rusia, Imperio otomano, así como a los países más industrializados, Gran Bretaña y Bélgica.

En cualquier caso, parece que a veces se olvida cómo terminaron todas estas revoluciones. Los nuevos gobiernos liberales cayeron tan rápido como habían llegado al poder. Al menos en el caso de los países al este del Rin. Todas las monarquías recobraron el poder a los pocos meses por la fuerza de las armas.  En Austria, un nuevo emperador, Francisco José, se elevaba al trono austriaco eliminado cualquier reforma liberal y nacionalista –a excepción de la servidumbre, que se abolió para siempre-. Lo mismo sucedió en Prusia, cuyo monarca llevó a cabo la misma actuación alentado por el austriaco.

Incluso el triunfo de la Revolución de 1848 en Francia es, en realidad, solo aparente.  A los pocos años la democracia se vino abajo. El fracaso, aunque discutible, se encuentra en una de las principales características de las revoluciones de 1848. No se trataban ya de revoluciones entre liberales y absolutistas, sino entre orden y revolución social. La cuestión no era que un grupo de burgueses medios y pequeños aspiraran a establecer democracias, sino que existía un movimiento social, representado por los mismos que luchaban en las barricadas, que aspiraban a reformas de carácter socialista o, si se quiere expresar de una forma más clara, a la igualdad económica. Tan solo debemos recordar que el Manifiesto Comunistas surge precisamente al calor de esta revolución. De esta manera, se produjo la división de los liberales demócratas y el socialismo, de la clase media de la clase trabajadora.

Una cosa era aspirar a la democracia y otra muy distinta trastocar el sistema capitalista. Esto último asustaba hasta a los liberales más radicales. Por su parte, los liberales moderados consideraban que otorgar el sufragio universal era lo mismo que aceptar las peticiones de la clase trabajadora. Parece lógico, pues,al fin y al cabo, ¿a quién votaría toda esa gran masa de nuevos votantes? ¿A los burgueses que les explotaban? La respuesta en aquel momento parecía lógica, aunque más tarde se aprendió que incluso con el sufragio universal una oligarquía podía controlar a las masas. Pero esto, en aquel momento, se desconocía.

El caso francés es paradigmático. Tras triunfar la revolución, el Gobierno provisional, en donde incluso había un teórico socialista, Luis Blanc, pretendió no solo establecer un sistema democrático, sino además tomar medidas de carácter social. El elemento estrella fue la creación de Talleres Nacionales que pretendían dar trabajo a la gran masa de obreros parados, así como establecer en el proyecto constitucional el derecho al trabajo. La opinión pública se dividió y, de hecho, cuando se celebraron las elecciones y se conformó un nuevo Gobierno, se cerraron rápidamente, puesto que, sorprendentemente, buena parte de los diputados elegidos eran monárquicos o republicanos moderados. Así, en junio de 1848, se produjo una nueva revolución, ahora desde la base, es decir, solo participó la clase obrera que se habían visto afectadas por esta decisión. Este levantamiento acabó en un baño de sangre al ser duramente reprimida por las tropas gubernamentales. La matanza fue tal que superó a los muertos de todos los acontecimientos desde 1789.

Tampoco iba a durar mucho el régimen republicano moderado. El recién elegido presidente de la república, Luis Napoleón Bonaparte, sobrino de Napoleón, que consiguió el voto de las clases rurales gracias al recuerdo de su tío pronto hecho abajo este régimen. En 1851, celebró un plebiscito que aumento sus poderes, y al año siguiente promulgó una nueva constitución, que aumentaba su mandato a diez años, y creaba tres cámaras legislativas. Al igual que su tío, iniciaba así el camino hacia el Segundo Imperio, y el 2 de diciembre de 1852, mediante plebiscito, Francia vuelve a convertirse en Imperio, y Luis Napoleón se convierte en su emperador bajo el nombre de Napoleón III.

1848 fue la última revolución general que se produjo en el occidente europeo.  Pero pese al fracaso enseñó varias cosas: el absolutismo estaba finiquitado y, en la segunda mitad del siglo XIX todos los países comenzaron a establecer constituciones, parlamentos e, incluso, el sufragio universal.

 

BIBLIOGRAFÍA

BRIGGS, A. y CLAVIN, P. (2004): Historia contemporánea de Europa (1789-1989), Crítica, Barcelona

HOBSBAWN, E. (2013): La era de las revoluciones (1789-1848), Crítica, Barcelona

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