Los orígenes del reino astur (siglos VIII y IX)
Tras la entrada de las tropas arabo-bereberes en la Península Ibérica y la desaparición del reino visigodo, surgieron en el norte peninsular núcleos de resistencia hispano-cristianos, los cuales aprovecharon las zonas montañosas e inaccesibles de las cordilleras pirenaica y cantábrica. En esta última surgió el reino astur (asturorum regnum), del que nos ocupamos ahora, mientras que en la primera se originaron los núcleos de los futuros reinos de Navarra y Aragón, así como los condados catalanes.
La historiografía tradicional contaba que muchos cristianos visigodos, tras la mencionada invasión, habían huido hacia el norte con el fin de resistir a los conquistadores. La toponimia de muchas zonas del norte peninsular muestra en ocasiones colonizaciones de población procedente del sur. Sin embargo, hoy sabemos que este fenómeno fue bastante reducido. La mayoría de la población cristiana, en especial la nobleza visigoda, aceptó las ventajosas y poco incomodas capitulaciones que los recién llegados ofrecían. Por lo general, los núcleos de resistencia y, en concreto, el futuro reino astur que nos ocupa ahora se nutrieron en principio con población autóctona, la cual, como astures, cántabros y vascones, se habían caracterizado por su oposición al poder visigodo –y anteriormente al romano-.
El centro primitivo del reino astur se encuentra en los Picos de Europa y valle del Sella –más concretamente en Cangas de Onís-. Hasta aquí parece que llegó población hispano-visigoda, entre los que cabe destacar nobles y eclesiásticos, los cuales podrían estar encabezados por un tal Pelayo, aunque no existen datos para llegar a confirmarlo. Este sustrato poblacional fue de gran importancia para la posterior configuración del futuro reino, pero, ante la carencia de fuentes, las dudas son muchas sobre lo que aconteció en los primeros años tras la llegada de las tropas islámicas a la península. De esta manera, que gentes del sur llegaran hasta los valles cántabros y que fueran bien recibidos por una población que llevaba siglos oponiéndose, como hemos dicho, al poder visigodo, parece desconcertante. Mucho más que los recién llegados se convirtiera en jefes de estos.
A falta de una explicación basada en datos, podemos considerar que el grupo de Pelayo –si es que este realmente vino desde el sur- consiguió algún acuerdo entre visigodos y los pueblos cántabros para convertirse en aliados y luchar unidos contra el avance del Islam. Pelayo debía tener algún tipo de vinculación con los pueblos cántabros, ya no solo porque pudiera conseguir una unión puntual, sino que la mantuvo durante sus “diecinueve años de reinado” y, a su muerte, siguió recayendo en su familia la jefatura, ya sea por vía patrilineal, caso de Favila, o matrilineal, caso de Alfonso I que accede a tal jefatura por su matrimonio con la hija de Pelayo. Las usurpaciones, en una jefatura que será electiva, siempre parecen sostenerse dentro de esta familia. El cualquier caso, a Pelayo, fuera quien fuera, se le fabricó también un pasado regio, así se le presentó como espatario de los reyes Vitiza y Rodrigo, hijo del duque Favila o nieto de Rodrigo, y se le emparentó igualmente con el duque de Cantabria, descendiente del linaje de los reyes Leovigildo y Recaredo.
Quizás este pudo conseguir cierto prestigio gracias a la escaramuza –más tarde elevada a gran batalla y mitificada- de Covadonga, acontecimiento que ocurrió, no con total seguridad, en el 718 o el 721. Esta batalla se convirtió en el gran hecho épico que la historiografía decimonónica española tomó como, nada menos, el freno del Islam y el inicio de lo que hoy ya no se llama Reconquista. Las fuentes islámicas, en cualquier caso, no dejan de mencionarla como una mera escaramuza más. El ejército islámico al que venció Pelayo no debía ser mucho más que una expedición de castigo que salió mal parada por el terreno montañoso que dominaban los cristianos. De hecho, ni siquiera las fuentes islámicas mencionan al héroe cristiano.
Sucediera como sucediera, debemos entender que si se pudo consolidar la zona cantábrica como lugar sin apenas penetración islámica fue gracias a la pasividad de los gobernadores del Al-Ándalus. Era mejor mantener a rayas a las gentes de las montañas que derrochar fuerzas en ocupar un territorio que apenas ofrecía riquezas y sí demasiado desgaste. Así, durante el siglo VIII toda esta zona era más bien un lugar en donde bandas armadas mantenían en jaque de forma continuada la frontera del Al-Ándalus a través de correrías desde las montañas. Bandas diseminadas y que no componían ningún tipo de unidad, al menos durante las primeras décadas, hasta que se produce una unidad política con centro en Cangas de Onís. Durante este tiempo, se produjo un cambio social y política que sustituyó las bases tribales de los pueblos cántabros y astures por las típicas de los visigodos, en la que los recién llegados parecen recuperar su estatus de dominantes sobre el pueblo dominado. Este proceso, que evidentemente no es inmediato, se lleva a cabo a lo largo del siglo y, en concreto, en los reinados de los que se han considerados sucesores de Pelayo, Alfonso I y II.
De esta manera, pese a que los cronistas hicieron a don Pelayo el mítico fundador del reino astur, hasta mediados del siglo VIII no podemos considerar que este existiera como tal. Debemos retrasar su origen hasta el reinado de Alfonso I (739-757). Coincidiendo con los problemas que atravesaba el emirato, este rey lleva a cabo una política de fortalecimiento del dominio del territorio. Así, aglutina bajo su mando los valles entre los ríos Eo al Asón, que sus sucesores ampliarán a las Rías Altas gallegas y el Nervión. Para fortalecer el dominio de estos, trasladó población mozárabe de la meseta superior, es decir, del valle del Duero –que quedó básicamente como un desierto poblacional-, a los valles cantábricos. Esta circunstancia favoreció que se desarrollara en la zona un proceso de cristianización del territorio y la implantación de modos de vida hispano-visigodos sobre la población indígena, creándose bastiones frente a gallegos y vascones. De hecho, estos últimos debían presentar problemas para el incipiente reino astur hasta tal punto que los sucesores de Alfonso I se empeñaron en fortificar la zona del valle de Mena de castillos, que unidos a los que más tarde se crearán para defender la frontera frente al Islam, dieron el nombre al condado y más tarde reino de Castilla. Se puede decir, por tanto, que si existe un fundador del reino astur, este fue Alfonso I.
En cualquier caso, esta larga franja de territorio era difícil de gobernar. Con valles transversales, las comunicaciones eran harto difíciles, lo que provocaba la creación de poderes regiones, en concreto en las zonas gallegas y vascas. En estas áreas se produjeron varias rebeliones en los siglos VIII y IX. La crónica de Alfonso III nos informa como Fruela tuvo que hacer frente a los vascones y Silo a los pueblos de Galicia. Estas rebeliones parecen tener que ver con el progresivo auge de una nueva aristocracia, que desbanca a la tribal, y que aspira a la autonomía de sus territorios respecto de un poder real que se estaba constituyendo.
Estas rebeliones parecen también tener relación con la sumisión que se produce ante un Al-Ándalus que se fortalece tras la llegada al trono de Abd al-Rahmán, que independiza este del nuevo califato de Bagdad. Así, los monarcas Aurelio, Silo, Mauregato y Bermudo, entre el 768 y 791, no pudieron hacer otra cosa que ser meros súbditos de Córdoba mediante la entrega de tributos. Según la tradición, los monarcas debían pagar el tributo las Cien Doncellas, es decir, cien mujeres que debía ser entregadas anualmente, aunque podemos entenderlo más bien como esclavos en general, así como mujeres del entorno real y de la nobleza para casar o ser concubinas de los emires.
La situación cambió con la llegada al trono de Alfonso II (791-842), apodado el Casto o el Magno, que si bien elegido rey tras la muerte de Silo, tuvo que exiliarse a Álava por la usurpación de Mauregato, quien hizo valer su condición de hijo bastardo de Alfonso I. En cualquier caso, una vez que volvió al trono abandonó la política de sumisión al Al-Ándalus. Tal situación se dio, en parte, a que el emirato atravesaba, de nuevo, problemas internos, en esta ocasión las rebeliones muladíes. Esta independencia respecto al Islam fue atribuida, según las crónicas posteriores, a un milagro del aposto Santiago, el cual combatió junto a Alfonso II en la famosa batalla de Clavijo. Su tumba, por otro lado, fue también encontrada por aquellos años en Compostela.
No podemos dejar de mencionar los éxitos militares de este monarca. Este llevó a cabo una hostilidad al Estado cordobés con continuas expediciones durante el verano o aceifas que penetraban en el territorio islámico. Sin embargo, pese a los éxitos, el reino no estuvo libre de los ataques musulmanes. De hecho tuvo que repeler dos expediciones que llegaron hasta Oviedo.
Esta independencia política quedó también plasmada tanto en el plano institucional como en el eclesiástico. Alfonso II, que proclamó con solemnidad su condición de heredero del reino godo –dando lugar a un neogoticismo e idea de reconquista-, restauró la corte y el viejo Palatium –es decir, las instituciones visigodas-, y asentó la residencia real en Oviedo, que se convirtió en una suerte de capital del reino. Del mismo modo, restableció el derecho visigodo, en concreto el texto de Recesvinto, el Liber Iudiciorum. También durante su largo reinado se iniciaron relaciones diplomáticas con Carlogmano, especialmente cuando la política de este se orientó hacia los pirineos.
Por otro lado, la Iglesia astur seguía todavía dependiendo del metropolitano de Toledo, pero a partir de entonces se empieza a observar que seguir dependiendo de una jerarquía eclesiástica que se encuentra en tierras musulmanas no es deseable. Así, una vez que Toledo acepta el adopcionismo, se encuentra el motivo para romper los lazos con la sede toledana. De esta manera, se creó la sede metropolitana de Lugo y los obispados de Iria-Compostela y Oviedo. Se fundaron, de igual modo, una multitud de iglesias y monasterios.
De esta manera, Alfonso II consolidó institucionalmente el reino astur y lo independizó de la sumisión al emirato. Esto permitirá que sus sucesores logren una gran expansión territorial por la cuenca del Duero durante la segunda mitad del siglo IX.
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