Historia medieval

Los reinos romano-germánicos

Tras ser depuesto Rómulo Augústulo, en el 476 d.C., como Emperador del Imperio de Occidente, la teórica unidad del Imperio –y digo teórica, porque hacía mucho tiempo que Roma no controlaba mucho más que Italia- se fragmento, dando paso a que los pueblos germanos que habían entrado en el Imperio tiempo atrás –y otros que se asentarán tras esta fecha-, se hicieran con el poder –un poder que en la práctica, muchos de estos pueblos, ya poseían- en cada una de las áreas occidentales en las que se habían asentado, creando verdaderos reinos. Otros pueblos, tras esta fecha, también penetraron en el antiguo territorio romano –puesto que ya no había ni legiones que defendieran, ni fronteras que defender-, creando sus propios reinos, y que darán lugar a la Europa –momento en que ya se podría usar esta palabra, aunque si bien, con reparos- característica de la Edad Media.

No se expondrán aquí extensamente las características sociales y económicas de los nuevos reinos, sino que se tratará sobre el devenir político de estos, aunque si bien, realizar un breve comentario acerca de la sociedad. Muchas veces la propia narración de la historia parece indicar que la caída del Imperio es también la desaparición de una sociedad completa. Quizás había caído el poder romano, pero los romanos siguieron estando allí, y son el núcleo principal de la sociedad. El aporte poblacional de los pueblos germanos es muy reducido, y aunque sean sus guerreros quienes ejerzan el poder, estos beberán de la cultura romana –y el hecho es que todos ellos, tarde o temprano, tomaran el cristianismo como su religión-. El título de este artículo, «los reinos romano- germánicos», deja ver dichas característica.

Entre los pueblos germanos, que más bebieron de la cultura romana, fueron sin duda los visigodos. Durante un siglo habían estado dentro del Imperio –caminando por él de Oriente a Occidente-, y ante su cercanía, incluso antes de su entrada, habían tomado el cristianismo –en su vertiente arriana- como su religión. Aunque se hablará detalladamente de ellos cuando trate la Historia de España, estos habían sido asentados en Aquitania, con el fin de hacer frente a suevos y vándalos que habían penetrado en la Galia e Hispania. Cuando en el 476 ya no tuvieron un Imperio con el cual gobernar en su nombre, directamente gobernaron en el suyo propio. Desde Aquitania mantenían su autoridad sobre Hispania.

Los suevos, conocidos desde el S. I a.C., y que habían formado una importante coalición, habían cruzado en el 406 d.C. las frontera del Rin, hasta llegar a Hispania, siendo los primeros barbaros en convertirse al catolicismo. Allí habían sido arrinconados por los visigodos en la Gallaecia, después de vencerlos en el 456, en donde crearon su propio reino –convirtiéndose ahora al arrianismo por presión visigoda-, el cual existiría hasta el S. VI, fechas en que Martín de Braga los volvió a convertir al catolicismo, y de ahí provino –al menos esa fue la excusa- el nuevo enfrentamiento con los visigodos. El reino fue anexionado en el 585 por Leovigildo.

Por su parte, los vándalos –que habían acompañado a los suevos en sus correrías por la Galia e Hispania-, habían cruzado a África en el 430. Impusieron su autoridad en el norte africano, en donde habían firmado finalmente un foedus con Roma. No sin antes haber saqueado Roma, y dedicarse a la piratería gracias a la flota que consiguieron, y que paralizó el comercio en Occidente. Totalmente antirromanos, se caracterizaron por destruir todo aquello que oliera a éste, incluidas las estructuras de poder. Sin embargo fueron incapaces de imponer sus propias estructuras de gobierno. Ante su violencia, les fue imposible aglutinar a la población romana, la cual no dudo ni un momento en colaborar con el Imperio Bizantino. En el 534, Bizancio venció y destruyó el reino africano de los vándalos.

En la Galia, concretamente en París y sus cercanías, aun quedaba una legión romana que ya no servía a ningún emperador. Su jefe, que ostentaba el título de magister militum, fue vencido en el año 486, ante el avance Franco. Después del 476, los francos –o una rama de estos, los salios- se establecieron en la margen izquierda del Rin, sin penetrar mucho, en principio, en el antiguo territorio romano –al igual que hicieron otros pueblos-. Así, los francos, en pequeños reinos, se establecieron a lo largo de este rio, y conforme los visigodos fueron acercándose más a Hispania, estos iban penetrando en mayor medida en la Galia, hasta que finalmente en el 507 una batalla en Vouillé entre los visigodos y los francos, estos últimos gobernados por Clodoveo, hizo que los visigodos abandonaran finalmente el sur de la Galia, asentándose definitivamente en Hispania, reestructurando el reino entorno a Toledo.

Surgía, de esta forma, el núcleo de lo que será la futura Francia, bajo la monarquía merovingia –nombre de uno de los jefes francos que habían penetrado años atrás en la Galia-, de quien descendía Clodoveo, quien se había convertido al catolicismo. Decisión fundamental para poder contar con el apoyo de la población romana, y lo que era más importante, los obispos galos, que gobernaban las ciudades. Bajo la órbita franca acabará el futuro reino de Borgoña, en Saona y Ródano, en donde se había asentado los burgundios. Así como en Aquitania y Worms, lugar de asentamiento de los alamanes. Aunque el control del sur de la Galia no fue del todo eficaz, manteniéndose más o menos de forma autónoma.

Sin embargo, la hegemonía de Clodoveo no fue transmitida a sus hijos, puesto que el reino fue dividido entre los cuatro hermanos. A lo largo de dos siglos, lo que será el reino de Francia se caracterizo por unificaciones y divisiones, por la autarquía y la anarquía. Clotario I, entre el 558 y 561, reunificó el reino al mismo tiempo que lo dejaba en herencia, de nuevo, a sus hijos, que lo volvieron a dividir. Clotario II y su sucesor, Dagoberto, entre el 613 y 639, consiguieron una nueva unificación, que volvió a terminar en otra división, que dio lugar a tres reinos: Austrasia, Neustria y Borgoña, cuyas monarquías fueron perdiendo poder a favor de la aristocracia, que conformó importantes ducados. Surgieron, también, los mayordomos de palacio, que se convirtieron en auténticos monarcas en la sombra.

Mientras, en Italia, se habían instalados los ostrogodos, quienes depusieron a otro ostrogodo, Odoacro –el mismo que había quitado del trono a Rómulo Augústulo-. Estos, principalmente, se instalaron en el norte de Italia, con un régimen de hospitalidad que tan solo iba encaminado a un reparto de rentas, dedicándose a la vertiente militar del gobierno, mientras dejaban a la élite romana lo relativo al poder civil. Tenían como jefe a Teodorico el Amalo, educado en la propia Constantinopla, y a quien el emperador oriental había considerado su delegado en Occidente. Sin embargo, este acabaría sus años de reinado con una política de autoritarismo, como consecuencia de los recelos bizantinos que veían en él una amenaza, así como entre los propios ostrogodos. A su muerte, le sucedió Amalarico, quien se tendría que enfrentar a la posición de los católicos, que solicitaban la intervención bizantina, la cual finalmente se produzco. Dirigida por Belisario y Narsés, pronto se observo que un retorno a los tiempos buenos de Teodorico era imposible, ante la gran resistencia que pusieron los ostrogodos. Un grupo de estos mantuvieron en jaque al Imperio durante varios años, en la llamada guerra gótica (534-554).

El fin de la guerra gótica no iba a traer la paz al territorio itálico. En el 568 los lombardos, que se habían mantenido en la retaguardia de los pueblos germanos –en el S. I d.C. se encontraban entre Alemania y Polonia-, penetraron en Italia –ya habían participado con los bizantinos en la guerra contra los ostrogodos-. Fue una invasión devastadora, especialmente en los treinta años siguientes –se destruyeron ciudades, instituciones, impuestos, y desapareció la antigua élite romana-, especialmente en el norte y centro de Italia, en donde se establecieron. Sin embargo no lograron crear un reino unificado, más allá de la figura de un rey, el cual era más bien un primus inter pares, que asentó su residencia en Pavía. El asentamiento definitivo se produce a principios del S. VII, y se caracterizada por una fragmentación del territorio, en donde gobernaran los antiguos jefes lombardos, ahora llamados duces. Al mismo tiempo que el Papa surgía como un poder político –en el 643 los lombardos se convirtieron al catolicismo tras el Edicto de Rotario- que dará lugar al dominio de éste en el centro de Italia, mientras los bizantinos resistían en los puertos del mar Adriático.

Finalmente, Britania, territorio que nunca había sido romanizado del todo, acabó fragmentada en multitud de reinos. Tras el abandono de la isla por las legiones romanas, hacia mediados del S. V, llegaron hasta ella multitud de pueblos –anglos, sajones, jutos-, que arrasaron con la escasa civilización romana de la isla. Destacaron, especialmente, los sajones, piratas que saquearon las costas orientales, hasta que se asentaron en ellas. Los antiguos habitantes de la isla fueron arrinconados en las zonas de Gales y Cornualles, y otros cruzaron al continente, asentándose en la actual Bretaña, a la cual dieron nombre. Por su parte, Pictos y escotos, provenientes de Irlanda, arrasaron las zonas costeras del norte y del oeste.

La antigua Britania quedó dividida en más de veinte reinos –periodo donde se gestó la leyenda del rey Arturo-, en donde las ciudades desaparecieron prácticamente, las cuales nunca habían tenido un gran empuje. Las alianzas de estos reinos –destacaron los reinos de Kent y Wessex- llevaron a la creación de una federación de Estados, entre los siglos VII y VIII, dirigida por un bretwalda, jefe de Bretaña. Quién poseía este título solía ser el rey que contaba con el reino más poderoso en su momento, destacando el reino de Morthumbria, y el rey Oxwy; y el reino de Mercia y el rey Offa. Este último, en la segunda mitad del siglo VIII, intentaría la unificación de la isla, tomando por primera vez el título de Rey de Inglaterra. Por otra parte, a lo largo de este largo periodo, la futura Inglaterra entraba en la órbita católica, gracias a los misioneros de la tradición de san Patricio en el norte de Inglaterra, así como las misiones enviadas por el papa Gregorio Magno.

De esta forma, la caída del Imperio romano de Occidente dio lugar a un largo periodo, desde finales del siglo V hasta el siglo VII y VIII, en donde se van conformando unos nuevos reinos cristianos, entre los cuales destacarán Inglaterra y Francia.

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