Peste y muerte -El séptimo sello

La muerte y la peste son los elementos centrales de la clásica película El séptimo sello (Ingmar Bergman, Suecia, 1957). Esta comienza con el protagonista de la misma, un noble llamado Antonius Bloch, jugando una partida de ajedrez con la personificación de la muerte. No era para menos, esta lo rodea todo en la Baja Edad Media: la Pestilencia o Gran Mortalidad, que más adelante bautizaron como Peste Negra o Bubónica, recorría el continente europeo cercenando las vidas de los que se encontraba a su paso.

Esta enfermedad fue uno de los aspectos más negativos de los dos últimos siglos medievales, aunque no era la primera vez que había hecho acto de presencia. Al comienzo del medievo, en los tiempos en que sobre el Imperio bizantino reinaba el emperador Justiniano, se propagó el primer ciclo de esta enfermedad. Sin embargo, en el siglo XIV el recuerdo de aquel episodio se había diluido. Lo que conocieron los hombres y mujeres de Europa a mediados del siglo XIV era totalmente desconocido para ellos, a la vez que traumático: en 1348, en un pequeño lapso de tiempo, los cadáveres se empezaron a amontar por las calles de las principales ciudades europeas. Menos reconfortante era la carencia de medios para dar santa sepultura a tantas almas y ello aumentaba la ansiedad de aquellas gentes. Esta primera gran ola de peste, de las muchas que hubo en las décadas siguientes, fue atroz: la tercera parte de la población europea pereció, aunque no en todos los sitios por igual, en algunos lugares sucumbieron casi la totalidad de los habitantes. La virulencia fue menor en las oleadas de 1366, 1374 y 1400.

El fragmento que aquí destacamos de la película es un dialogo entre el escudero de aquel noble que mencionábamos y el pintor de una pequeña iglesia. Pese a la brevedad, da mucho en lo que pensar y de lo que hablar. La primera cuestión, sin duda, es el temor a la muerte. Cuando el escudero entra en el interior del templo, el pintor está ultimando los detalles de una danza de la muerte. Este tipo de representación se extendió por Europa por aquel tiempo y en ella solía aparecer un esqueleto, claro paradigma de la muerte, que, con guadaña en mano, hacía bailar en torno a una tumba a personajes pertenecientes a grupos sociales distintos o de edades diversas. El resultado estaba claro: todos ellos acabarían cayendo en aquella fosa; esa partida de ajedrez la ganaría irremediablemente la muerte, como le acaba sucediendo al protagonista de la película. Esa representación artística de la muerte la completa las alusiones literarias a la misma; podemos recordar los afamados versos de Jorge Manrique en Coplas por la muerte de su padre:

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
qu’es el morir;
allí van los señoríos
derechos a se acabar
e consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
e más chicos,
allegados, son iguales
los que viven por sus manos
e los ricos.

La muerte es igualadora, nos quiere transmitir tanto las representaciones artísticas como el poeta, aunque los ríos grandes desembocaban en sepulcros en catedrales e iglesias para recuerdo eterno, mientras que los que vivían por sus manos acababan en modestas tumbas anónimas. Ante la peste, los primeros tendrían más posibilidades de ganar la partida, pues los humildes, que habitaban en lugares con menor higiene, cayeron en mayor porcentaje, en concreto los que vivían en las ciudades en donde el hacinamiento era mayor. Nobles y burgueses solían huir a sus fincas rurales, como hicieron, por poner algún ejemplo, la nobleza valenciana en 1519, lo que llevó a los gremios a asumir el control de la ciudad y acabó en la revuelta de las Germanías. Sea como fuere, la posición social determinaba las piezas que a uno le quedaban en el juego, al igual que la edad: los niños, para desgracia de sus padres y de la demografía, sucumbían más fácilmente ante la falta de defensas biológicas suficientes. La Peste de los Niños es el nombre que recibió el brote de 1374 por la alta tasa de mortalidad que hubo entre los más jóvenes.

En cualquier caso, volviendo a la escena de la película, el escudero pregunta al peculiar artista por qué dibuja tal soez representación de la muerte. La contestación es clara: recordar al pueblo que morirá, memento mori. El escudero considera que solo alimenta el miedo de la población. El pintor cree que así reflexionan, y si reflexionan les entra mucho más miedo y, ante el temor, se “echan en brazos de los curas”, deduce el escudero. No era en realidad nuevo el uso del miedo por parte de la Iglesia: las representaciones románicas y luego góticas ya habían atemorizado con el infierno y los crueles castigos que deparaba; ahora había otro elemento que añadir: la muerte.

¿Acaso los humanos no habían tenido miedo siempre a morir? Puede ser, pero para el cristianismo la vida era tan solo un tránsito para alcanzar el paraíso y la vida eterna; por tanto, la muerte no dejaba de ser una suerte de liberación. Todo cambió con la peste, ahora la muerte era temida no tanto por sí misma, sino por la forma en que uno abandonaba el mundo de los vivos ante la enfermedad. En el fragmento lo explica bien el pintor que se recrea con crudeza en sus más terribles síntomas: «el bubón que le sale en el cuello al apestado, y cómo se le cubre el cuerpo poco a poco, y cómo quedan sus miembros dislocados y rígidos». En efecto, los bubones, que también aparecían en axilas e ingles, tenía el tamaño de un huevo de gallina. La septicemia, si se extendía la enfermedad por el torrente sanguíneo, provocaba manchas azuladas en el cuerpo, fiebre, debilidad, diarrea, vómitos, y gangrena en las extremidades. Si el bacilo había entrado por vía pulmonar: náuseas, esputo, fiebre y dolor en el pecho. Era un sufrimiento inimaginable durante varios días que acababa provocando, tomando las palabras del pintor, que «el apestado intenta arrancarse el bubón, en su agonía se muerde las manos hasta destrozárselas, se abre las venas con las uñas». Sin embargo, no todos morían, algunos superaban la enfermedad.

La curación, desde luego, no ocurría gracias a la ayuda de los galenos, a los cuales era mejor mantener alejados si uno quería tener posibilidades de salvar la vida. El gran remedio de estos, la sangría, tan solo aceleraban la muerte al debilitar al apestado; peor todavía, sacaban el pestilente líquido de los bubones, lo que provocaba la ruptura del sistema linfático, que precisamente es la parte central del sistema inmunitario. Frente a estos “médicos”, era menos perjudicial, aunque igual de inútil, encomendarse a Dios, la Virgen o a santos específicos como eran San Sebastián y San Roque. El primero de los santos no tenía más relación con la peste que la semejanza entre sus heridas provocadas por las saetas de su martirio y las marcas que los bubones dejaban en el cuerpo de los que se recuperaban de la peste. San Roque, por su parte, se había recuperado de la enfermedad y sobrevivió gracias a la ayuda de su estimable perro, que le alimentó en todo momento. Otras veces se podía a acudir a los no más efectivos amuletos o prácticas de carácter mágico procedentes de las supersticiones populares.

Atajar la enfermedad era difícil si se desconocía qué la causaba o, al menos, cómo se transmitía. Hoy en día sabemos que fueron las ratas, que convivían con los humanos, las principales transmisoras de la enfermedad, al transportar las pulgas que portaban el bacilo que la provocaba. No parece que se les pasara ni siquiera por la cabeza culpar a tal infame animal. Los “médicos” pensaban que se transmitía al respirar aire contaminado, en donde también había demonios, y se protegieron con inquietantes máscara con pico curvado embadurnado de sustancias que les debía proteger de la enfermedad en su atención a los enfermos. Si en algo acertaron fue en ventilar las estancias de los enfermos. Frente al aire, la creencia de que el contacto era lo que provocaba el contagio fue lo que llevó a las autoridades, y fueron más eficaces en ello, a idear las cuarentenas, confinar a los apestados y enterrar apresuradamente los cadáveres con cal.

Existía otra causa en el pensamiento medieval que había provocado la peste: un castigo divino ante los pecados de la humanidad tales como avaricia, lujuria, usura, gula, adulterio… Para aplacar la ira del Señor, y así lo ha pintado el personaje de la película, aparecieron los flagelantes -en realidad ya existían hacía tiempo, pero la peste intensificó su número- que se azotaban en público y en procesión con otros de igual pensamiento con el fin de expiar los pecados. Lejos de ser pequeños grupos aislados, llegaron a organizarse bajo diversos nombres y fueron un pujante movimiento en Europa. El fanatismo de estos fue tal que causó temor a la propia Iglesia; el papado acabó por considerarlos herejes y los prohibió. También se culpó a ciertos grupos sociales que siempre habían sido chivos expiatorios: judíos y brujas. Su persecución se intensificó no en los siglos oscuros de la Edad Media, sino en el Renacimiento.

Así pues, vemos que las mentalidades cambiaron en buena medida, pero hay una cuestión que en el dialogo pasa desapercibida. El pintor indica que la gente, ante la visión de su pintura, le podrá reprochar el desagradable recuerdo de la muerte, como dulce es la vida. Precisamente ante la vida se adquirió también una nueva actitud: vívela, porque esta se esfuma in ictu oculi.

Propuesta
PROPUESTA
El diálogo entre estos dos personajes tiene muchas ideas de interés y, a partir del mismo, se puede explicar gran cantidad de cuestiones. Entre ellas, se puede utilizar para explicar algunas de las consecuencias que tuvo esta enfermedad en la mentalidad de la época.

-¿Por qué en una iglesia se dibuja la muerte y, en concreto, la danza de la muerte?
-¿Qué síntomas tenía la peste?
-¿Se temía a la muerte o a otra cosa?
-¿Cuál era la supuesta causa de la peste y cómo intentaban apartarla?

BIBLIOGRAFÍA
ALONSO, J.J.; MASTACHE, E.A. y ALONSO, J. (2007): La Edad Media en el cine, T&B Editores, Madrid
BENEDICTOW, O.J. (2011): La Peste Negra, 1346-1353, Akal, Madrid

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