Romanización de Hispania

Recibe el nombre de romanización la asimilación de los diversos aspectos de la cultura romana por parte de los pueblos conquistados por Roma, entre ellos los de la Península Ibérica, en este último caso entre los siglos II a.C. y V d.C.

Desde el Neolítico (c. 5000 a.C.) se habían sucedido diversas culturas en varios lugares de la península, destacando la misteriosa cultura tartésica en el bajo Guadalquivir y Huelva, que floreció en la primera mitad del primer milenio a.C. En cualquier caso, en ese mismo periodo los comerciantes fenicios (desde la costa sirio-palestina) habían asentado bases comerciales en el sur de la península, en donde destaca Gades (Cádiz). También, desde en el VII a.C., los comerciantes griegos comenzaron a comerciar con los pueblos peninsulares, creando al menos un asentamiento comercial, Emporion, que con el paso del tiempo se convirtió en una auténtica ciudad.

La influencia de estas dos culturas provocó el surgimiento de la cultura íbera a lo largo del valle del Ebro, la costa mediterránea y el valle del Guadalquivir en el siglo V a.C. Se trataba de diversos pueblos organizados en ciudades y con lenguas que no encuentran ningún parentesco fuera de la península, que adquirieron formas de escrituras semisilábicas (aunque las lenguas no han podido ser descifradas). A esta cultura pertenece la conocida dama de Elche.

En el resto de la península existían pueblos de origen indoeuropeo. Podemos destacar la Celtiberia -zona que se extiende entre Sigüenza y Molina de Aragón (Guadalajara), Medinaceli, Burgo de Osma y Soria (provincia de Soria) Daroca, Calatayud y Tarazona (Zaragoza) y el municipio de Teruel-. Un conjunto de pueblos que manifiestan caracteres celtas y que destacan por una importante cultura guerrera. Desde esta zona se irradiaba una gran influencia celta sobre el resto de pueblos indoeuropeos de su entorno. Podríamos señalar, por indicar algún otro pueblo indoeuropeo, a los vetones, que se caracterizan por las esculturas de verracos.

En el 218 a.C., Cneo Cornelio Escipión desembarcó en Emporion (Ampurias) con dos legiones. Le seguiría poco después su hermano, el cónsul Publio Cornelio Escipión. Era el primer paso de Roma que le llevaría en los dos siguientes siglos a dominar íntegramente la Península Ibérica. Pero ¿qué motivos tenía Roma para tomar tal decisión? El desembarco de los Escipiones no era simplemente un acto de codicia de nuevos territorios, sino que se enmarcó en las necesidades estratégicas de la Segunda Guerra Púnica (218-201 a.C.).

En aquel entonces dos grandes potencias, Roma y Cartago, se disputaban el dominio del Mediterráneo occidental. La primera de las Guerras Púnicas (264-241 a.C.), ganada por Roma, había provocado que Cartago se encontrara al borde de colapso al perder el control de las rutas comerciales. Para recuperar el poder económico perdido, una parte del Senado de Cartago propuso expandirse por la Península Ibérica con el fin de controlar los numerosos recursos económicos (entre ellos las minas de plata) que ese territorio ofrecía. La campaña de conquista se le encomendó a Amílcar Barca.  

En el 237 a.C. Amílcar llegó a Gades junto con su cuñado, Asdrubal, y su hijo, Aníbal (que le sucederían consecutivamente al mando de la campaña). En poco tiempo el valle del Guadalquivir y Levante fueron conquistados. Se llegó a fundar una nueva capital para administrar el territorio, Cartago Nova (Cartagena). Pronto Roma se preocupó por esta expansión. En el 226 a.C., Roma llevó a cabo un tratado con Asdrubal, el Tratado del Ebro, que fijaba este río como límite de la expansión cartaginesa. Pero el dominio del comercio era demasiado importante para dejar que Cartago amenazara la supremacía de Roma. No pasó mucho tiempo para que los romanos reactivaran el conflicto bélico. Cuando la ciudad de Sagunto solicitó ayuda a Roma tras ser sitiada por los cartagineses, Roma declaró la guerra. Un nuevo general cartaginés, Aníbal, estaba dispuesto también al enfrentamiento.

Aníbal cruzó el Ebro y sometió a los pueblos íberos de la zona. Tras ello, atravesó los Pirineos (por el paso del Ampurdán) y posteriormente los Alpes con sus famosos elefantes con el fin de que la guerra se llevara en suelo itálico e, incluso, a las puertas de la propia Roma. La iniciativa de Aníbal tomó por sorpresa a los romanos. Uno de los cónsules, Publio Cornelio Escipión, envió a su hermano a Hispania con el fin de abrir un frente en la retaguardia de Aníbal. Hispania se convirtió, así, en uno de los escenarios de la Segunda Guerra Púnica, en donde Escipión el Africano (hijo del difunto Publio Cornelio) acabó por expulsarlos de la península.  

Independientemente de ello, lo que realmente nos importa es que Roma no abandonó la península tras el fin de la guerra en el 201 a.C., pese a que en principio algunos de los pueblos peninsulares habían visto a los romanos como libertadores y habían colaborado con ellos. Roma había venido para quedarse.

Cuando la Segunda Guerra Púnica terminó, Roma dominaba el territorio anteriormente controlado por Cartago en la península. Pero la conquista del resto de la península no fue, ni mucho menos, rápida. Entre el 197 y el 133 a.C. se conquistó la Meseta. En ella opusieron gran resistencia celtiberos y lusos entre 155 y el 133 a.C. El luso Viriato acaudilló a diversos pueblos contra el enemigo común, Roma, hasta que fue asesinado en el 139 a.C. por algunos de sus propios hombres: “Roma no paga traidores” se dice que contestó el general romano cuando pretendieron cobrar la recompensa.  Los ciudadanos de la ciudad celtibera de Numancia, por su parte, sitiada por los romanos, prefirieron darse muerte a sí mismos antes que dejar que los romanos los tomaran como esclavos en el 133 a.C.  Los pueblos de la Cordillera Cantábrica fueron los últimos en ser dominados, ya por Augusto, en las llamadas guerras cántabras entre el 29 y el 19 a.C. La península quedaba bajo total control romano.

La conquista de los pueblos peninsulares conllevó la conocida romanización como ya hemos apuntado. Como otros tantos pueblos bajo el dominio de Roma, los diversos pueblos peninsulares comenzaron a asimilar la cultura romana: el latín como lengua, perdiéndose las leguas propias. Se adquirieron las costumbres típicas de los romanos en todos los sentidos, así como una multitud de dioses del panteón romano y diversos cultos orientales (más tarde el cristianismo). Se estableció una organización social basada en la riqueza con una pequeña elite que gobernaba las ciudades (decuriones). La economía se transformó radicalmente, pues se introdujo la esclavitud, el uso de moneda, se crearon grandes latifundios, y se desarrolló el comercio y la artesanía. No podemos olvidar tampoco que las ciudades de origen indígenas adquirieron las instituciones típicas de los municipios romanos: curia, magistraturas y asambleas.  De igual forma, el arte y la arquitectura romana en particular se imitaron.

¿Impuso Roma que todos estos pueblos tomaran la cultura romana? En absoluto. Roma jamás estuvo interesada en que los pueblos dominados se romanizaran. Cuando Roma firmó tratados con los indígenas no se estipuló ninguna cláusula referente a cambios en la estructura económica, social y política. Entonces, ¿por qué estos pueblos decidieron tomar las costumbres romanas hasta el punto que perdieron sus propias lenguas? Como suele suceder, la cultura del pueblo dominante acaba por ser aceptada, especialmente entre las élites. Pero la propia política llevada a cabo por los romanos fomentó esta adopción de forma indirecta.

En primer lugar, existió una multitud de colonos de origen itálico que fundaron municipios en suelo hispánico (unos eran soldados licenciados de las legiones y otros venían directamente de la península itálica para explotar las minas). Estos trajeron, obviamente, las costumbres romanas. Se trataba de un amplio contingente humano que, agrupados en ciudades o en campamentos militares (constantemente llegaron nuevas legiones), irradiaban la cultura romana.

A esto podemos sumar la tendencia de los romanos a obligar a poblaciones indígenas a agruparse en ciudades, especialmente en el cuadrante noroeste en donde la población prerromana tendía a habitar en aldeas. Además de mejorar el control romano sobre la población, es más fácil la aculturación en grandes focos de población. A ello podemos sumar la construcción de una extensa red viaria que, además de conectar el territorio, permitía igualmente la extensión de la cultura romana.

Otro de los medios que impulsó la romanización fue el establecimiento de la administración romana tanto a nivel municipal como, sobre todo, provincial, que introducía formas de organización nuevas y, en concreto, los procedimientos jurídicos romanos. En el 197 a.C. se crearon dos provincias: Hispania Citerior e Hispania Ulterior. La primera con capital en Tarraco y la segunda en Corduba (Córdoba). Se enviaban anualmente a gobernadores desde Roma (pretores y en ocasiones a los propios cónsules) para administrarlas. En tiempos de Augusto (finales del siglo I a.C.) se crearon tres provincias: Tarraconensis, Baetica y Lusitania. En tiempos de Diocleciano (siglo III) se añadió la Galaica, la Carthaginensis y la Balearica. Toda esta administración implicó la familiarización con el derecho romano.

Una de las formas que mejor contribuyó a la romanización fue sin duda la entrega a algunas ciudades hispánicas del derecho latino (ius Latii). Se trataba de un estatus jurídico que hacía que los ciudadanos de tales ciudades tuvieran casi los mismos derechos que los ciudadanos romanos. No solo eso, sino que a los miembros de las élites se les daba directamente la ciudadanía romana. Con el edicto de latinidad de Vespasiano (74 d.C.) todas las ciudades hispánicas obtuvieron ese derecho latino.   Más tardes Caracalla convirtió a todos los habitantes del Imperio, incluidos los de Hispania, en ciudadanos romanos (212 d.C.).

Finalmente, entre los medios de romanización, podemos añadir la costumbre romana de la interpretatio, es decir, considerar a dioses de distintas culturas como homólogos a los dioses romanos, lo que permitía al final la adquisición de las denominaciones romanas de los dioses.

En cualquier caso, no se trataba de una romanización total. En muchas partes del territorio hispano se observa que se mantienen elementos indígenas, como magistraturas, gentilidades, deidades, etc. Además, la romanización no fue igual en todos los lugares, pues, por ejemplo, los pueblos de la Cordillera Cantábrica fueron poco permeables a tomar la cultura romana.

Sea como fuere, Hispania era uno de los territorios más romanizados hacia finales del siglo I d.C. Buena cuenta de ello da que tres emperadores tenían origen hispánico: Trajano (98-117), Adriano (117-138) y Teodosio (378-395), así como una multitud de intelectuales como Séneca, Quintiliano y Marcial.

BIBLIOGRAFÍA

GRACIA ALONSO, F. (Coord.) (2008): De Iberia a Hispania, Ariel, Barcelona

ROLDÁN HERVÁS, J.M. (2001): Historia antigua de España I. Iberia prerromana, UNED, Madrid

ROLDÁN HERVÁS, J.M. (1989): La España romana, Historia 16, Madrid

 

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