Historia Contemporánea de España

La reforma militar de la Segunda República

“Prometo por mi honor servir bien y fielmente a la república, obedecer sus leyes y defenderla con las armas”. Con estas palabras debían prometer todos los generales en situación de actividad o reserva, y todos los jefes, oficiales y asimilados en los cuatro días siguientes tras la publicación del Decreto de 22 de abril de 1931. Lo firmaba el ministro de Guerra, Manuel Azaña. Había pasado tan solo una semana desde la proclamación de la República y este decreto se enmarcaba en la reforma militar que la recién nacida República debía acometer ante el amplio problema que suponía la organización castrense.


EL PROBLEMA MILITAR

Manuel Azaña, ministro de Guerra y ya convertido en presidente del gobierno, justificó ante las Cortes constituyentes el 2 de diciembre de 1931 las medidas tomadas sobre el Ejército y enunció, a lo largo de un extenso discurso, los problemas que afligían al mismo y que justificaban las primeras.

«El ejército servía en España para todo», afirma Azaña; sin embargo, no hubo desde la Guerra de la Independencia (1808-1814) una política sobre este. El Ejército tuvo un gran poder en la España decimonónica y a principios del siglo XX, pues salvaguardaba el orden público ante la carencia de una policía que asumiera tal competencia. La Ley Constitutiva del Ejército de 1878 rezaba que este debía proteger a la patria de enemigos externos e internos. Estos últimos solían ser aquellos que intentaran alterar el orden social establecido: el proletariado. El único cuerpo que se asemejaba a un cuerpo de policía era la Guardia Civil, que, a diferencia de su nombre, estaba totalmente militarizado: formaba parte misma del Ejército y estaba dirigida por militares. Como decía la mencionada ley, debía «prestar auxilio a la ejecución de las leyes y para la seguridad del orden de las personas y de las propiedades». Denunciaba el que más adelante fue presidente de la República que los capitanes generales, herencia del virrey, tenían en lugares como Cataluña y Valencia «más autoridad que el propio Gobierno y que los delegados directos y responsables del poder central». Poseían un vínculo directo con la Corona, incluso de carácter personal, pues de acuerdo a la constitución del 76 el rey «tiene el mando supremo del Ejército y Armada, y dispone de las fuerzas de mar y tierra». Además, el Consejo Supremo de Guerra y Marina, rescoldo de aquellos consejos de los Austrias, mantenía entre sus funciones la administración de justicia de todos aquellos delitos donde estuvieran implicados militares, lo que entraba en competencia con el Tribunal Supremo. Formado por generales y almirantes, el Ejército juzgaba a sus propios miembros. En general, el Ejército poseía un amplio poder institucional y los principales puestos relacionados con la seguridad, entre ellos el Ministerio de Guerra, los ocupaban militares de carrera. Como declara Azaña, una vez eliminado el Antiguo Régimen, «la autoridad militar era la única fuerza existente, el único resorte de mando y de ejecución de que disponían los débiles Gobiernos parlamentarios del siglo pasado para hacerse obedecer y aun para conquistar el poder».

Esta última afirmación es de gran importancia para entender la institución militar: el Ejército y sus espadones, y no las elecciones y la voluntad general, fueron los instrumentos en gran parte del siglo XIX para instar al monarca a cambiar el partido que ostentaba el Gobierno o, incluso, para expulsar o entronizar a reyes. A lo largo del reinado de Isabel II (1833-1868), quienes ocuparon la presidencia del Consejo de Ministros vistieron uniforme entorchado: Espartero, Narváez y O’Donnell; durante el Sexenio Democrático (1868-1874), Serrano y Prim. Todos ellos habían dirigido pronunciamientos previamente. Un pronunciamiento puso fin a la dinastía de los Borbones: La Gloriosa en 1868; otro los restauró: el de Martínez Campos en Sagunto en 1874. Tan solo Cánovas consiguió que el Ejército no fuera la palanca de cambio de Gobierno, pero esto no quiere decir que el estamento militar no siguiera teniendo en sus manos un amplio poder institucional. Desde principio del siglo XX, el Ejército, ya no como instrumento de un partido, sino como casta militar, presionó a los distintos Gobiernos para conseguir sus objetivos e influir en la política. El golpe perpetrado por Primo de Rivera en 1923 eliminó directamente a las organizaciones políticas, a las que se culpaba de los males de España, y el Ejército asumió el control del país como estamento militar.

Como afirmaba Gerald Brean en El laberinto español, la institución castrense «se convirtió cada vez más en un organismo cerrado, desligado del resto de la nación. Empezó además a imitar al ejército alemán y a adoptar una arrogancia prusiana que no le cuadraba». Un Ejército que desde la Guerra de Cuba (1895-1898) fue desprestigiado y se sentía humillado: «produjo una reacción general en todo el país contra el servicio militar». Quienes regresaban «contaban tiritando terribles historias de dureza, incompetencia militar y corrupción de las que habían sido testigo». La Guerra de Marruecos acentuó esta desazón. Los militares culpaban de esto «a intelectuales, a los obreros y a los políticos; sobre todo a estos últimos». No solo esto, sino que también pretendían salvaguardar la unidad de España ante la pujante fuerza de los nacionalismos, en especial el catalán y el vasco: «se sentían intransigentemente centralistas. Eran opuestos a toda concesión al regionalismo», recuerda Brean. También eran defensores del catolicismo en muchos casos. Primo de Rivera el 25 de enero de 1925 en declaraciones para el ABC manifestaba: «se nos tacha con frecuencia de poseer un marcado matiz derechista y clerical. Nos acusan porque rendimos a la Iglesia y a sus representantes las consideraciones que se merecen… Yo declaro que tenemos para las Congregaciones religiosas, sobre todo para las que se dedican a la enseñanza, el mayor respeto y las mayores consideraciones, porque saben inculcar a los niños el sentimiento del honor y del patriotismo. ¡Y aún hay quien repudia esta enseñanza para sus hijos por un afán rabioso de doctrinarismo!».

En gran medida, esta mentalidad de muchos oficiales se debe entender también por la situación geográfica de las academias militares. Estas se encontraban en Aragón, Madrid, Castilla la Vieja y Galicia. De allí procedían, por tanto, la mayoría de oficiales, y no tanto de zonas industriales como Barcelona, País Vasco o Asturias en donde el movimiento obrero tenía mayor fuerza. Estos oficiales pertenecían a clases medias tradiciones que poseían unos valores morales e ideas de la patria y del Estado muy parecida a la de estos oficiales. Como sostiene Brean, el oficial es un «joven de la clase media, atraído por lo que tiene el ejército de brillante; ingresa en él lleno de elevada ambición y patrióticos ideales y se encuentra de pronto en una situación muy grata: lleva un elegante uniforme, es el ídolo de las muchachas, ocupa una situación social más elevada y dispone de tiempo abundante para gozar de todo ello». En definitiva, asumen que están por encima de la mayor parte de la sociedad, sobre todo de los obreros y sus ideas marxistas y anarquistas que ponen en peligro el orden social.

Ante cualquier medida del Gobierno, los oficiales saben «que disponen de hombres con fusiles y con cañones» y «no es ningún milagro el que su única idea llegue a ser el esperar a que uno de aquellos seiscientos generales le dé la orden de sublevarse. Y los generales tampoco suelen quedarse cortos». Tan habitual era la sublevación que el general Weyler se jactaba de que jamás se había levantado en armas contra el Gobierno, al menos hasta 1925, año en el que se vio implicado en un complot contra Primo de Rivera. Así pues, «más susceptibles a toda crítica y esta disposición de ánimo les llevó a obligar al gobierno a que hiciera aprobar una ley —la de Jurisdicciones de 1906—, según la cual cualquier ofensa a las fuerzas armadas habría de ser juzgada por consejos de guerra». Un tribunal militar compuesto por quienes se consideraban víctimas era al mismo tiempo juez de tales agravios. En 1917, ante el temor de sublevación, el Gobierno autorizó las Juntas de Defensa, lo que legalizaba que dentro del Ejército hubiera un órgano de opinión contra las decisiones gubernamentales o el propio sistema político.

Por otro lado, este orgulloso ejército tenía una nula eficiencia, al menos para llevar a cabo la que debía ser su principal función: la salvaguarda de España frente al exterior. El Conde de Romanones lo describe a la perfección: «Ya sea por el norte o por el sur, ya por cualquier otro de los puntos cardinales, ya venga el invasor embarcado o por vía terrestre, no encontrará las puertas debidamente cerradas…» En efecto, el armamento era deficitario y deficiente tanto en artillería, fusiles y munición. Decía Azaña: «Cuando hemos ido a Marruecos, los moros nos disparaban con cañones, cogidos a los franceses, que alcanzaban 14 kilómetros, y durante muchas acciones los moros han detenido columnas españolas impunemente, que no tenían para defenderse más que un cañón que alcanzaba la mitad de los suyos». Los aviones eran igualmente anticuados y solo había un gran bombardero. En cuanto a carros de combate, España vio su primer tanque cuando comenzó la Guerra Civil. Por supuesto, no había apenas industria, al menos moderna, que abasteciera de todo esto. Tampoco existían campos de instrucción que merecieran el honor de tal nombre y las instalaciones de los cuarteles, muchas veces antiguos conventos, no ofrecían las mínimas comodidades. En el Ejército había unos ochenta mil soldados, la gran mayoría procedentes del reclutamiento forzoso; aunque en realidad hay que reducirlo a unos cincuenta mil ya que se daban largos permisos para aminorar el gasto que suponía unidades enteras movilizadas en los cuarteles. Pese a esta reducida cifra, estos se dividían en dieciséis divisiones orgánicas, tres de caballería, dos brigadas de cazadores y otras unidades no divisionarias. Como reitera Azaña, era usual que hubiera «regimientos de infantería con 80 soldados y regimientos de caballería sin caballos». El propio Mola determinaba que «era demasiado aparato bélico para las necesidades de la nación», especialmente cuando no contaban ni con armamento. No obstante, debemos advertir que el ejército se convirtió en escuela de primeras letras, pues la mayor parte del tiempo los reclutas lo pasaban aprendiendo a leer y escribir. Ante este panorama, que se alegara que la República puso en peligro la salvaguarda de la patria por la reforma del Ejército era, como poco, un chiste de mal gusto.

A tal situación hay que añadir un problema mayor: el excesivo número de oficiales. «Se había producido un crecimiento morboso, enfermizo de la institución militar», denunciaba Azaña. Y Brean apunta: «había una guerra en Cuba o había guerra civil, y el Gobierno creaba oficiales de carrera a toda velocidad para nutrir los cuadros de un Ejército excesivo que, en tiempos de paz, España no utilizaba». Oficiales sin mandos, pero que requerían destinos, así se crearon multitud de estos con carácter sedentario y con tareas más administrativas que castrenses, lo que convertía al Ejército en una enorme máquina burocrática. Según Brean —y lo atestiguan las cifras del Anuario Estadístico Militar—, en 1931 quedaban todavía 21.000 oficiales (entre ellos 690 generales), tantos como tenía el ejército alemán al estallar la Primera Guerra Mundial. La oficialidad, incluso el propio generalato, poseía una deficiente formación, pues habían ascendido por cuestiones palatinas, es decir, colaborando con los gobiernos, o por méritos de guerra. Además, la oficialidad estaba inmersa en una guerra interna en el primer cuarto del siglo XX entre los que defendían la antigüedad como forma de ascenso —el sector juntista— y los que preferían los méritos de guerra —los africanistas—.

Esto creaba otro problema agravado, el presupuestario, tanto para el Estado como para el propio sueldo de la tropa y los oficiales. De acuerdo a Brean, «en tiempos de paz se llevaba, junto con la marina, la cuarta parte del presupuesto». El presupuesto militar, por otro lado, era caótico: «No recuerdo durante veinte años de vida ministerial haberme enterado del contenido del de Guerra; cuando fue sometido al examen de los Consejos de Ministros de los que yo formaba parte no pude nunca, acaso por limitación de mis facultades intelectuales, llegar a comprender, no ya los detalles, ni siquiera las líneas generales que constituían su cimiento», recordaba el flamante conde de Romanones. Sea como fuere, una inmensa parte no se destinaba, ni mucho menos, a la compra de armamento, sino a las pagas, que eran muy reducidas para la tropa, pero tampoco eran muy boyantes en el caso de los oficiales: «un oficial joven casado no podía sostener su casa y se veía obligado a buscar ingresos suplementarios», nos vuelve a recodar el autor de El laberinto español. No era de extrañar que incluso el presupuesto conducente a otras cuestiones del Ejército acabara dilapidado en corruptelas que complementaban los ingresos de muchos de estos oficiales: «En Melilla, por ejemplo, las partidas destinadas a caminos, barracones y equipos desaparecían en los bolsillos de los coronales y generales; los oficiales de menor graduación traficaban con el jabón, los ladrillos, tejas, frutas y aceite, pues tenían en sus manos el monopolio de los suministros». Todavía peor, «otros, para pagar sus deudas de juego, vendían armas y municiones al enemigo». Con la ley de jurisdicciones, la corrupción del ejército no aparecía en prensa, pese a que sí que era habitual denunciar la de los políticos.


LAS REFORMAS DE LA REPÚBLICA

El 14 de abril se proclamó la República. Ese mismo día se formó el Gobierno Provisional de la misma, que lo presidió Niceto Alcalá Zamora. Ocupó el Ministerio de Guerra Manuel Azaña, un cargo que mantuvo hasta 1933 simultaneándolo con la Presidencia del Gobierno. Su preferencia por esta cartera no era casual: Azaña había estudiado en sus años en París al ejército francés e incluso había publicado un libro sobre el tema, el primero de lo que debía haber sido una trilogía. Durante la Primera Guerra Mundial llegó a visitar los frentes franceses e italianos.

Sea como fuere, a las 11 de la noche de aquel 14 de abril, Manuel Azaña llegó al palacio de Buenavista, sede del Ministerio de Guerra, donde le esperaba el subsecretario del mismo, el general Ruiz Fornells. Allí, ante el personal del ministerio, recogía el diario El Sol, el nuevo ministro explicaba que «se preocupará del Ejército con todo interés y cariño; que la República lo hará así». Enunciaba lo que será la principal línea de actuación: «El Ejército—agregó—debe ser la garantía del país; pero debe estar en proporción tal que el país pueda sostenerlo». Después, envió un telegrama a todas las guarniciones militares saludando a los mandos «de cuyo patriotismo y disciplina, puestos una vez más de manifiesto en el glorioso tránsito del día de hoy, espero la colaboración precisa para que el acierto acompañe al ejercicio de mi cargo y redunde en beneficio del Ejército, prosperidad de la nación y honra de la República».

En su diario, Azaña escribió el 11 de diciembre de 1931 que «todo estaba abandonado en esta casa, la instrucción, el armamento, los cuarteles, la comida y la cama de la tropa», y continúa, «hay que arreglarlo todo, desde la artillería hasta los jardines del Ministerio». Tales arreglos, pese a que la cita es de finales de año, los quería hacer en poco tiempo, al menos solventar los principales problemas, tal y como anunció a los periodistas a principios de junio de 1931 antes de que las Cortes constituyentes, que se eligieron en aquel mes, se reunieran: «me he propuesto presentarme a las Cortes con el problema militar resuelto». Las Cortes, sin apenas debate, aprobaron una buena cantidad de los decretos de Azaña en un bloque el 16 de septiembre de 1931 dándoles el rango de ley.

En el discurso antes mencionado, Azaña considera que tales reformas pretendían «dotar a la República de una política militar que no existía en nuestro país desde finales del siglo XVIII» y «reducirlo a su propia función, que es la de prepararse para la guerra». Para llevar a cabo esto, podemos agrupar las medidas en varios apartados: justicia militar, reducción de la oficialidad y su formación futura, organización del ejército y reclutamiento de la tropa.


Justicia militar

El primero de los decretos que publicó Azaña fue el del 17 de abril (Gaceta de Madrid del 19 de abril, en el futuro G.M.) cuyo único artículo era claro: «Queda derogada la Ley de 23 de Marzo de 1906 denominada de Jurisdicciones». En su largo preámbulo —típico de muchas de las disposiciones de Azaña—, se alegaba que tal norma no era aceptada por nadie y lo innecesaria para salvaguardar la integridad del Ejército, pero ante todo cabe señalar que tal derogación se realizaba para «responder al significado de libertad y justicia que la República lleva consigo». Tal y como lo defendía Azaña, «el único defensor de la causa militar, de la reputación del Ejército y de lo que interesa al Ejército en este régimen es el ministro de la Guerra». En otras palabras, la justicia ordinaria del Estado era suficiente.

El decreto del 11 de mayo de 1931 (G.M del día 12) limitaba la jurisdicción castrense a los delitos propiamente militares: «La jurisdicción de los Tribunales de Guerra queda reducida a los hechos o delitos esencialmente militares que aquella conoce por razón de la materia, desapareciendo la competencia basada en la calidad de la persona o el lugar de la ejecución». El artículo segundo suprimía el Consejo Superior de Guerra y Marina y transfería sus funciones a la Sala de Justicia Militar del Tribunal Supremo. El Decreto de 2 de junio ampliaba las funciones judiciales de los Auditores, pues se les transfería las competencias de los capitanes generales para separar justicia y mando. El Decreto de 10 de julio estableció los mismos recursos e intervenciones a la justicia militar que concede la Ley de Enjuiciamiento a los de jurisdicción ordinaria.


Reducción de la oficialidad

El exceso de oficialidad fue el principal acometido del Ministerio de Guerra dirigido por Azaña. Si hacemos caso a lo que él mismo dice, se le comentó cuando llegó al Ministerio que, si bien se habían barajado proyectos para resolver el exceso de oficialidad, estos costaban 600 millones de pesetas, es decir, «el remedio era, pues, peor que la enfermedad». Manuel Azaña pretendió, y de hecho consiguió, que fueran los propios oficiales los que se retiraran sin que una imposición infligiera agravios a estos.

El Decreto de 22 de abril de 1931 (G.M. del 23) indicaba: «La revolución de Abril, que por voluntad del pueblo ha instaurado la República en España, extingue el juramento de obediencia y fidelidad que las fuerzas armadas de la Nación habían prestado a las instituciones hoy desaparecidas». Por supuesto, esa institución es la monarquía. En cualquier caso, se advertía que no se entendía en modo alguno que el juramento que hubiera realizado la oficialidad con anterioridad los vinculara con el monarca, sino con el país, pues aludía que el fin del ejército es la defensa de la patria, tal y como se señalaba en la Ley Constitutiva del Ejército. Así pues, el decreto indica que daba a los oficiales «la ocasión de manifestar libre y solemnemente» las obligaciones con el país. Aquellos que no realizaran tal juramento quedaban en situación de separados del servicio, en caso de los generales, y retirados, en el resto de casos. Todos ellos mantendrían íntegro su sueldo hasta el final de sus vidas.

Tres días después se aprobó otro decreto, el del 25 de abril (G.M del 27). En este se exponía claramente el problema de la oficialidad: «hay un enorme sobrante de personal y en ningún caso podrá ser utilizado». En los siguiente treinta días todos los oficiales que lo quisieran podían solicitar el pase a reserva y retiro manteniendo, como los no juramentados, sus pagas hasta su inevitable fallecimiento. Incluso estas se mejoraban al recibir la Gran Cruz, Placa y Cruz de San Hermenegildo. Un decreto aclaratorio del 29 de abril daba estas mismas ventajas a los militares retirados, y una orden de 9 de mayo de ese mismo año ascendía un grado a los caballeros laureados de San Fernando. Otros decretos, ante las reformas y eliminación de puestos, dio la misma oportunidad de retiro a quienes se vieran afectados en los meses siguientes (ej. G.M del 30 de mayo de 1931). En total, 84 generales y 8.650 oficiales se acogieron a esta medida. Según un estudio al que alude Manuel Azaña, pese a que estos cobrarían sus pagas hasta el día de su defunción, el no continuar la carrera militar y, por tanto, la progresión del sueldo lógico por los ascensos, la medida ahorraba al Estado 650 millones de pesetas. El problema de la macrocefalia militar quedaba, en gran medida, solucionado y ahorraba al Estado la misma cuantía que se hubiera gastado de haberse desarrollado alguno de los proyectos previos.

Todo esto no significa que la oficialidad que se quedó fuera republicana. Todo lo contrario, muchos de aquellos que se retiraron era el sector más liberal. Quedaron unos 10.000 oficiales; de estos, se calcula que 7.000 no tenían ningún interés por el régimen o eran hostiles al mismo. Si bien algunos se negaron a jurar la República, caso de Reguera, quien afirmó «me molestaba mucho servir a esta gente y a ese trapo que nos han puesto por bandera»; otros muchos no tuvieron ningún reparo en prometer falsamente, entre ellos Franco, quien respondía a Reguera: «es una pena que usted y otros como usted dejen el servicio activo cuando más necesarios pueden ser a España y dejen el camino libre a unos cuantos que todos conocemos y que están dispuestos a lo que sea con tal de trepar por las escalillas. Los que nos hemos quedado lo vamos a pasar mal, pero creo que quedándonos podemos hacer mucho más para evitar lo que ni usted ni yo queremos que pase, que si nos hubiésemos ido a casa». También el general Joaquín Fanjul, reconocido derechista, escribió que «cuando advino la República, el Gobierno colocó a los militares ante una disyuntiva: acatarla y comprometerse a defenderla o separarse del servicio. La fórmula tenía algo de humillante, como hija de quien la concibió. Cuatro días la pensé, y al cabo de ellos ofrecí la humillación a mi Patria y firmé como casi todos mis compañeros».

La República y en concreto el gobierno de republicanos y socialistas no desmanteló el Ejército, no llevó a cabo ninguna purga en su interior para mantener solo a los adeptos al nuevo régimen republicano. Francisco Franco, al que podemos considerar un elemento poco adepto a la República y al ministro de Guerra, se expresaba años después en los siguientes términos: «La Ley de Retiros de Azaña no estaba mal planeada ni era tan mala como se decía en aquella época; tenía el sectarismo de querer apartar de las filas del Ejército a la Oficialidad de ideales monárquicos; pero esto no se realizó, pues se retiraron los que quisieron y nos quedamos la mayoría». Azaña confió en el buen hacer de aquellos oficiales considerando que aquel juramento y su obligación de servir a la patria era más que suficiente para dejar a un lado sus ideas: «Cuando algunas personas, llenas de buena intención por otra parte, se me acerca a decirme: señor ministro, ¿usted no sabe que fulano o zutano tiene estas o las otras ideas? —expresaba Manuel Azaña ante las Cortes— yo les digo: lo mantengo porque cumple con su obligación, y porque sabe cumplir con su obligación le impongo el sacrificio de mutilar sus ideas y dejarlas atrás de su deber profesional, y está contento con esto, porque el militar que no sabe posponer sus sentimientos personales al deber profesional, no es militar». ¡Demasiada confianza! Como clamó Dolores Ibárruri en los días siguientes al golpe de Estado de 1936, a aquellos oficiales no les importó arrastrar «por el fango de la traición el honor militar de que tantas veces han alardeado». La mitad de los oficiales secundó claramente el golpe. Menos de un treinta por cien mantuvo su promesa y se mantuvo fiel a la República y al legítimo gobierno de esta.

Las medidas para reducir la oficialidad fueron, quizás, muy precipitadas. Muchos militares realmente republicanos o, al menos, liberales encontraron la salida de unos cuarteles que les eran hostiles. Tampoco era de extrañar, el artículo séptimo del decreto de retiros casi suponía una amenaza, pues tan solo daba treinta días para acogerse a los privilegios que otorgaba el retiro y, sobre todo, advertía que, en el caso de no surtir efecto, «el Ministro de la Guerra propondrá al Gobierno las normas complementarias que hayan de observarse para la amortización forzosa, y sin opción a beneficio alguno del personal que todavía resulte sobrante». Era mejor tomar la oportunidad que se les entregaba que esperar a lo que la República les podía ofrecer. Si Azaña hubiera realizado primero los nombramientos de los principales puestos del Ejército entre estos oficiales, el sector reaccionario habría perdido fuerza y habría optado por el retiro. Al hacerlo al revés, la República no encontró entre las filas del Ejército a oficiales comprometidos con el régimen republicano. Así lo indicaba el Coronel Jesús Pérez Salas en un libro que publicó en México en 1947 titulado Guerra en España (1936 a 1939): «Si la ley de retiros hubiese sido publicada después de hecha la selección de cuadros de mando, casi ninguno de los designados habría pedido el retiro, ya que su elección demostraba la confianza que en ellos se tenía. Por el contrario, todos los no colocados hubieran considerado el hecho como una invitación a retirarse». Afirma este que la fuerza armada nacional quedó en manos de los oficiales hostiles a la República, el doble que en época de la dictadura de Primo de Rivera. En definitiva, un reducto reaccionario con la capacidad, como más tarde hicieron, de dar un golpe de Estado, más todavía cuando se aumentó la eficacia del Ejército.

 

La formación de la oficialidad y los ascensos

El Decreto del 30 de junio de 1931 (G.M. de 1 de julio) suprimía la Academia General Militar de Zaragoza. Abierta en la Dictadura de Primo de Rivera en 1927 —que restablecía en realidad otra que había existido hasta 1893 en Toledo—, tenía el fin de que todos los oficiales recibieran unos estudios comunes de dos años antes de ingresar en alguna de las otras academias especiales (Infantería en Toledo, Artillería en Segovia, Caballería en Valladolid, Ingenieros en Guadalajara e Intendencia en Ávila). Se alegaba para su supresión, según el preámbulo del decreto, el alto coste de tal academia, pero también la imposibilidad de recibir puestos los futuros alumnos: «habiendo de transcurrir algunos años hasta que en los cuadros del nuevo Ejército se coloque los centenares de alumnos que cursan en ella y en los Colegios especiales». De hecho, ya se habían paralizado previamente los exámenes para entrar en esta y se había suprimido el Consejo Nacional de Cultura Física que daba la formación premilitar y preparaba tales exámenes. Existían otros motivos ocultos: el Gobierno sabía que aquella Academia tenía una clara línea ideológica, la de los africanistas, pues desde 1928 estaba dirigida por uno de ellos, Francisco Franco. Por si fuera poco, el nivel de tales estudios y del profesorado de la Academia era tan deficiente que, según denunciaba el profesorado del resto de academias, debían empezar desde cero. De acuerdo al ya nombrado coronal Pérez Salas, «a cambio de esta incultura, salían jinetes consumados, excelentes jugadores de diversos deportes, caballeros del Pilar, y, sobre todo, con un espíritu africano que aterraba… y para nadie es un secreto que, con la aprobación de los profesores y especialmente de su director, los caballos que montaban los alumnos eran designados con el nombre de los ministros y de las personas más destacadas del nuevo régimen».

En el discurso que Franco pronunció el 14 de junio de 1931 en el cierre de la Academia, dentro del formalismo, se podía comprobar el rencor hacía el nuevo régimen republicano: «Quisiera celebrar este acto de despedida con la solemnidad de los años anteriores, en que, a los acordes del Himno Nacional, sacásemos por última vez nuestra bandera […] pero la falta de bandera oficial limita nuestra fiesta a estos sentidos momentos». Azaña anotó en su diario el 16 de julio: «completamente desafecto al Gobierno; ataques reticentes al mando; caso de destitución inmediata, si no cesase hoy en el mando. Le paso la alocución al asesor, para que vea si hay materia punible. Me entrega un informe escrito, diciendo que se puede proceder en forma judicial; que cabría gubernativamente corregirlo». En la entrada del día siguiente, declaraba: «Por mi parte, estoy dispuesto a separarlo del ejército, y a todos sus amigos». Pese a esto, el ministro de Guerra tan solo realizó una nota en la hoja de servicios de Franco, algo que este consideró un gran agravio y humillación.

El mismo día en el que se aprobó el cierre de la Academia General, otro decreto reestructuraba el resto de academias especiales con el fin de economizar y usar de la mejor manera los recursos: «Bastaría sólo expresar que existen Academias con doce alumnos y más de treinta Jefes y Oficiales entre el Profesorado y asistencia para comprender la utilidad de esta medida», rezaba el inicio del decreto. Así pues, las academias especiales se reducían a tres: Academia para Infantería, Caballería e Intendencia; otra para Artillería e Ingenieros y una tercera para Sanidad Militar. Para evitar la ideologización de los alumnos, los estudios «comprenderán tan solo las materias de cultura militar y aquellas otras que tiendan exclusivamente a poner en condiciones a los futuros Oficiales de realizar en el campo de batalla su misión táctica». Según la ley de Reclutamiento y Ascenso de la oficialidad del 12 de septiembre, que se publicó el 14 de septiembre de 1932 en la Gaceta de Madrid, para ingresar en tales academias había que ser bachiller y haber cursado ciertas asignaturas en la universidad, quienes además debían pasar seis meses previamente como soldados en el cuerpo donde pretendieran ingresar. Los suboficiales podían acceder a estas escuelas por media de exámenes, así como por antigüedad, norma que ya se había establecido en el Decreto de 6 de mayo de 1931.

Los egresados de estas academias obtenían el rango de tenientes. Para ascender, se seguía la antigüedad y cumplir una serie de requisitos. Así era hasta el rango de capitán. A partir de este, los rangos de comandante, teniente coronel, coronel y general de brigada se obtenían, entre otros requisitos, si el interesado realizaba la formación establecida. No realizar esta formación suponía la renuncia al ascenso. Los generales de división —la categoría más elevado en el mando— eran elegidos entre estos últimos por el Consejo Superior de Guerra. El Decreto de 21 de julio creaba el Centro de Estudios Superiores militares y determinaba cómo han de desarrollarse los cursos de preparación de coroneles para el ascenso a generales. Tan solo dentro de la Guardia Civil y el cuerpo de Carabineros se mantenían los ascensos como se había hecho hasta entonces. Para Azaña son «solo las cualidades de la inteligencia por las que se puede adiestrar y escoger la oficialidad del Ejército». Aquí la crítica de los africanistas no se hizo esperar: Mola consideraba que con estas normas «los que no van a la guerra o los que yendo ocupan un lugar donde no silban las balas, están de enhorabuena».

Todo este nuevo orden de ascensos se completó con otro decreto: el del 3 de junio de 1931 (G.M. de 4 de junio) sobre la revisión de ascensos, que causó gran revuelo. La normativa de 1918 establecía ascensos, en un epígrafe llamado “recompensas”, por méritos y servicio en campaña. Si bien establecía unos requisitos y protocolos para otorgarlos, durante la Dictadura de Primo de Rivera se agilizó el procedimiento, por lo que se sospechaba que muchos de estos ascensos podían ser fraudulentos y haber perjudicado a otras personas. Así, la República inició un proceso para revisar estos. Se propagó entonces un gran temor entre la oficialidad; en sus mentideros se rumoreaba que afectaría a todos los ascensos de la dictadura. Generales como Goded, Orgaz y Franco, entre otros africanistas, volverían a ser coroneles. El desasosiego se incrementó debido a que la comisión encargada de realizar tales revisiones tardó dieciocho meses en pronunciarse. Del millar de ascensos, al final solo se revisaron la mitad y, de estos, fueron relativamente pocos los que perdieron su graduación, pues la mayoría de ellos, como el caso de Franco, la mantuvieron, pero fueron puestos a la cola en el escalafón. En cualquier caso, el Decreto de 24 de junio concedió los beneficios de retiro del mes de abril a los ascendidos por méritos de guerra que estuvieran sujetos a revisión.


Organización del Ejército

Azaña no tenía grandes pretensiones con el Ejército más allá de que este defendiera a la República frente al exterior, es decir, «para una enventualidad que amenace la independencia nacional o para una eventualidad, que no está ni en el horizonte, en que España, a consecuencia de su política exterior, tuviera que verse mezclada en un conflicto armado en Europa. Para esto es para lo que hay que preparar al Ejército español». Esto último parecía improbable, pues la propia constitución estableció en el artículo sexto que «España renuncia a la guerra como instrumento de política nacional». En el discurso ante las Cortes, Azaña lo mostró bien claro: «Si España fuese un país en disposición o con deseos o con medios de acometer una política internacional de gran estilo, tendría una clase de Ejército; si no tiene esa disposición ni esas aspiraciones ni esos medios, tendrá otra clase de ejército». Por supuesto, pretendía que el orden público lo realice la «Policía, la Guardia Civil o alguna institución de carácter interior». Anunciaba también la pretensión de que Marruecos, el único lugar en donde el ejército intervenía en el plano internacional, estuviera controlado por un «Ejército que no sea el ejército metropolitano».

El 25 de mayo de 1931 se aprobó un decreto (G.M. del 26 de mayo) que reordenaba la estructura de todo el aparato militar. Tal y como este rezaba en su artículo primero, «El Ejército activo permanente de la Península e islas adyacentes consistirá, en pie de paz, de las siguientes unidades: Ocho divisiones orgánicas. Tropas y servicios de Cuerpo de Ejército y de Ejército.» A esas ocho divisiones orgánicas, antes dieciséis, se le asignaba cuatro regimientos de infantería cada uno con dos batallones y el material necesario para reclutar un tercero. La división también contaba con escuadrones de caballería, artillería, zapadores, aviación, entre otros. Contaban además con unidades tan novedosas como los batallones de ciclistas, ametralladoras, regimiento de carros de combate, entre otros. El Decreto de 16 de junio del 31 (G.M. del 17 de junio) suprimía las capitanías generales y las regiones militares. El propio decreto expresaba que «las ocho Regiones militares de la Península, ampliadas por razones de prestigio con las Capitanías generales de Baleares y Canarias, responden, en parte, a un pensamiento organizador de la defensa ya anticuado, y en parte no pequeña a motivos de orden histórico y político». A partir de ese momento, «Las funciones del General de la División se delimitan estrictamente en este Decreto, no tienen base territorial y, como era deseable y es útil para el Ejército y para él resto de la Nación, se amoldan a la competencia exclusiva del militar». El artículo segundo, por tanto, «suprime el cargo de Capitán general de Región, quedando abolidos los títulos, funciones, prerrogativas y honores anejos al mismo». La categoría de Teniente General, que ocupaba tal cargo, fue eliminada por el Decreto de 16 de junio. Se suprimía igualmente al gobernador militar y establecía en cada plaza que tuviera destacamentos militares una comandancia militar. Por otro lado, se creó el Cuerpo General de Aviación, así como el Cuerpo de Tren (Decreto de 25 de marzo de 1933). La pretensión era dotar de mejor material a las unidades que se mantenían y sobre todo que aquellas divisiones que quedaban pudieran tener mayor cantidad de soldados. En definitiva, se quería reducir los mandos y la burocracia, así como tecnificar la organización militar ante futuras guerras que, como había demostrado el primer conflicto mundial, serían muy distintas a los conflictos decimonónicos a las que estaba acostumbrados el ejército español.

Tal reordenamiento no afectaba únicamente a la península y las islas. Tal y como ya hemos dicho, el protectorado de Marruecos tuvo su propia restructuración. El Decreto de 3 de junio de 1931 (G.M. de 4 de junio) redujo las unidades y soldados presentes en Marruecos, aduciéndose, además de la cuestión presupuestaria, que la construcción de las carreteras proyectadas permitiría en caso necesario la movilidad de las tropas. En cualquier caso, el Protectorado quedó dividido en dos circunscripciones: Oriental, junto con los territorios de Melilla y el Rif; y la Occidental, con Ceuta, Tetuán y Larache.

Por otro lado, se suprimieron las aristocráticas Órdenes Militares de Santiago, Montesa, Alcántara y Calatrava de acuerdo al Decreto del 29 de abril (G.M de 30 de abril). Ante una Constitución que establecía que la República era laica, se suprimió el Cuerpo Eclesiástico del Ejército según la Ley del 30 de junio del 32 (G.M. del 5 de julio de 1932) y se impedía a la tropa acudir a oficios religiosos vistiendo uniforme. De hecho, se eliminó toda connotación religiosa dentro del estamento militar: los patronazgos de unidades relacionados con santos y vírgenes (Inmaculada, Santiago, San Fernando, entre otros) fueron eliminados; las fiestas religiosas que tenía cada arma y cuerpo fueron sustituidas por una fiesta común para la totalidad del Ejército, la del 7 de octubre, para conmemorar la batalla de Lepanto (Orden circular del 12 de mayo de 1931 recogida en el Diario Oficial del Ministerio de Guerra del día siguiente). La promesa, ya no juramento por sus tintes religiosos, a la bandera se basaba únicamente en la fórmula: «¿Prometéis ser fieles a la Nación, leales al Gobierno de la República y obedecer, respetar y no abandonar al que os mande?» La respuesta debía ser «sí prometo» (Orden circular del 6 de mayo de 1931 publicado en el DOMG del día 9)

El Decreto de 4 de julio de 1931 (G.M. del 5 de julio) indicaba que el Ministro de Guerra era el jefe supremo del Ejército con plenas facultades en orden al mando, gobierno y administración. El Ministerio de Guerra, organismo para que el ministro realice esta función, dispone de un órgano asesor, el Consejo Superior de la Guerra. Además, el Ministerio tenía dos secciones: una subsecretaría, encargada de la administración y gobierno, y el Estado Mayor General, encargado de la preparación para la guerra. Este último estaba dirigido por un jefe que debía ser general de división y un segundo jefe que era general de brigada. Quedaba reorganizado igualmente el Estado Mayor General (G.M. de 9 de septiembre de 1931), el cual seguía manteniendo, de acuerdo al Decreto de 4 de julio de 1924, «la separación de escalas en el Estado Mayor General entre los procedentes del Ejército y los que lo sean de la Guardia civil y Carabineros».

El 4 de diciembre de 1931 (G.M. del 5 de diciembre) se aprobó la Ley de Tropas que establecía el Cuerpo de Suboficiales, formado por sargentos primeros y brigadas, que era el intermediario entre la oficialidad y la tropa. Mayor novedad fue la creación del Cuerpo Auxiliar Subalterno (CASE) en la Ley del 13 de mayo de 1932. En él estaban integrados todos los especialistas técnicos que prestaban algún tipo de servicio al ejército, como administrativos y obreros. Sus miembros no tenían asimilación militar, pero sí consideración de oficial, suboficial o clase de tropa, según el puesto que ocuparan.

El presupuesto militar se reordenó y en muchos casos se aumentaron las partidas para mejorar los establecimientos de instrucción militar, acuartelamientos, material para infantería y artillería. En algunos cuarteles se crearon los llamados hogares del soldado, que contaban con cantina, una biblioteca, una sala de lectura y un lugar de recreo y ocio para la tropa, con aparatos de radio y proyección, además de juegos para que los mozos pasaran el tiempo de una forma sana mientras duraba su servicio militar. También se aumentó el sueldo de los soldados, en concreto 0,40 céntimos la paga de los soldados, y se eliminó la sisa de 0,15 para el uniforme y 0,10 para los utensilios. También se eliminaron duplicidades, como por ejemplo la diferenciación entre hospitales militares y civiles.

En cuanto a la cuestión del armamento, la ley de 6 de febrero de 1932 (G.M. del 7 de febrero) creó el Consorcio de Industrias Militares formada por diversas fábricas de titularidad estatal: «Fábrica Nacional de Toledo, de Artillería de Sevilla, Pirotecnia Militar de Sevilla, Fábrica de Pólvoras y Explosivos de Granada, de Pólvoras de Murcia, de Armas Portátiles de Oviedo y de Cañones de Trubia». El fin era fomentar la producción «bien construyendo material de guerra para el Estado español o países extranjeros, bien con cualquier otro género de fabricación adecuada a sus instalaciones». Sin embargo, esto suponía demasiado dinero. En aquel entonces, como manifestó el propio presidente del gobierno, era más urgente la educación, la sanidad y las obras públicas.


Reclutamiento de tropa

El reclutamiento de la tropa apenas tuvo modificaciones durante la República. No se pretendía poseer un ejército permanente, más allá de los voluntarios que se mantuvieran en el mismo. La idea era que el país tuviera la capacidad de movilizar un ejército si fuera necesario. En el decreto que reorganizaba el Ejército, Manuel Azaña lo dejaba claro: «En nuestros días, los pueblos no admiten un ejército constituido sobre la base de un servicio en filas de larga duración y con grandes efectivos permanentes. A este sistema reemplaza el armamento general de la Nación, que, en caso de guerra moviliza a todas sus fuerzas, combatientes o no, y exige en tiempo de paz cargas menos pesadas, tanto en el orden económico como en el del sacrificio personal».

La República mantuvo la Ley de Reclutamiento de 1912 reformada por el Decreto del 29 de marzo de 1924. Tan solo llevó a cabo ciertas modificaciones relacionadas con el número de reclutas y el procedimiento, y se rebajó el tiempo de servicio militar: universitarios y bachilleres debían pasar por un servicio militar de cuatro semanas. El resto, por un periodo de un año, pero a los ochos meses podían ser licenciados si existía un alto nivel de aprovechamiento. Se mantenía el pago para licenciarse a los seis meses. Esto último trajo críticas del diputado radical Tomás Paire; sin embargo, mantener este privilegio clasista permitía aligerar la carga económica que suponía el Ejército. Fue ya en la fase del Gobierno Popular en que se presentó ante las Cortes un proyecto de ley para eliminar tales beneficios (G.M. del 24 de abril de 1936). Según se indicaba: «Constituye el servicio militar una preeminencia de la ciudadanía que alcanza por igual a todos los españoles aptos físicamente para el servicio de las armas; y siendo así, no están justificados los beneficios en relación con el tiempo de duración del servicio en filas y forma de prestarlo».

En cualquier caso, tal y como ya se hacía, se siguieron permitiendo soldados voluntarios y, de hecho, una ley presentada por Gil Robles y aprobada el 13 de julio de 1835 (G.M. de 18 de julio) reforzaba estos a los que se les incrementaba el haber y se les daba beneficios como la posibilidad de entrar en cuerpos como la Guardia Civil una vez licenciados. Por supuesto, la voluntariedad suponía también la posibilidad del ascenso, según la ya mencionada Ley de 4 de diciembre: a cabos y los sargentos dentro de las clases de tropa. Para conseguir el ascenso a estos últimos se debía llevar seis meses de servicio en el caso del primero, así como dos años como cabo para conseguir la categoría de sargento. Los cuatro años en esta última categoría, así como una serie de pruebas, permitía la entrada en el cuerpo de suboficiales.

En cuanto al Protectorado de Marruecos, la pretensión del Gobierno presidido por Manuel Azaña era que quienes sirvieran allí fueran voluntarios, lo que se completaría con las tropas indígenas y la legión. En el proyecto de ley que se presentó a las Cortes, se expone de la siguiente manera: «Constituidas las fuerzas militares de Marruecos por soldados peninsulares del reclutamiento forzoso y por fuerzas de reclutamiento voluntario, se hace preciso, siguiendo la norma trazada por el Gobierno al discutir el presupuesto de Acción de España en Marruecos, transformar las unidades nutridas por el primer procedimiento en otras en las que sea el voluntariado la base de su constitución. Abona esta determinación no sólo el hecho de que las tropas de servicio obligatorio deben ser utilizadas únicamente en empresas de grandes ideales y en servicios nacionales, dejando las labores del Protectorado y de civilización a núcleos militares en los que predomine la recluta voluntaria, sino también el hecho prácticamente demostrado necesario de que al reducir a un año el tiempo de permanencia en filas de los procedentes de reclutamiento forzoso, sólo pueden instruirse para la guerra sin prestar con eficiencia los servicios militares que la labor de Protectorado exige» (G.M. de 9 de abril de 1932). Aprobado este proyecto el 13 de mayo (G.M. de 15 de mayo), el voluntario debía servir durante cuatro años y tendría pagas extraordinarias, así como un sueldo mayor. Por supuesto, podía reengachar y, en el caso de licenciarse, se les haría entrega de tierras para colonización. En cualquier caso, pese a que se redujo el número de efectivos desplegados en el Protectorado, los voluntarios jamás cubrieron las necesidades, por lo que muchos reclutas forzados siguieron prestando servicio en Marruecos.

 

LA REACCIÓN

Desde periódicos como La Correspondencia Militar o Ejército y Armada se criticaron las medidas tomadas por Azaña, así como en los propios círculos privados de los cuarteles. De hecho, se le acusó al ministro, aunque de forma infundada, de haber dicho que pretendía triturar al Ejército en un discurso en Valencia el 7 de junio de 1931. Jamás pronunció tales palabras. Lo que dijo fue que «si alguna vez tengo participación en ese género de asuntos, he de triturar, he de arrancar esta organización la misma energía con la misma resolución, sin perder la serenidad, que he puesto en deshacer otras cosas no menos amenazadoras para la República». Pese a que hacía referencia a la maquinaria caciquil y en ningún momento aludió a la institución militar, enseguida la oficialidad asumió aquel rumor como una realidad. Era lo que querían creer.

Una buena parte de esa oficialidad no aceptó que un civil, Manuel Azaña, ocupara el Ministerio de Guerra y, por tanto, se estableciera en la cúspide de la jerarquía militar. Nunca había sucedido semejante cosa. Cuando Azaña realizaba visitas oficiales, era habitual que no se le agasajara con honores militares, aunque se le indicaba que se había pensado en ello. Azaña les contestaba: «El ministro de la Guerra tiene derecho a los honores militares y no se trata de que usted quiera o no agasajarme con ello. Le dispenso de ello, simplemente». Pero la cuestión no solo estribaba en que Azaña no fuera parte de esa casta militar, sino que este pensó siempre que no debía consultar a los militares, que no había que tejer una red de complicidad con ellos. Estos solo debían obedecer al poder civil. En un discurso pronunciado ante jefes y oficiales en Valladolid el 14 de noviembre de 1932, les hacía saber: «Vosotros tenéis una obligación suprema que los demás españoles no tenemos. Tenemos otras; pero esa no. Tenéis el deber de la obediencia silenciosa. ¿A quién? El deber de obedecer en silencio la voluntad nacional. Y cuando esta voluntad nacional se manifiesta de un modo legítimo y auténtico, no solo nosotros, los paisanos, sino de una manera especial los militares, lo que mandáis en el Ejército, tenéis del deber de acatar la orden y no preocuparos más que de su cumplimiento».

Pero más allá de eso, la realidad fue que el Ejército continuó teniendo un importante papel institucional. No se derogó la Ley Constitutiva del Ejército de 1878 que establecía, ya lo hemos dicho, que este debía proteger a la patria de enemigos externos e internos. Al no desarrollarse esa policía de la que hablaba Azaña, más allá de la Guardia de Asalto, el Ejército siguió siendo usado por la República para mantener el orden interno. La preconstitucional Ley de Defensa de la República y más tarde, en 1933, la Ley de Orden Público, que la sustituyó, daban al Gobierno plenos poderes para mantenerlo y no dudaron en usar los mismos mecanismos que la monarquía: la represión. En la última ley mencionada, su artículo decimoséptimo rezaba: «Cuando la perturbación del orden público, sin llegar a exigir la declaración del estado de guerra, necesitare, sin embargo, para ser dominada, del concurso de otras Autoridades a juicio de la gubernativa, podrá ésta convocar a las de todo orden, a fin de requerir su auxilio». En otras palabras, se podía recurrir al Ejército si fuera necesario. En el caso de que se declarara el Estado de guerra, práctica que fue frecuente, sobre todo en el Bienio Derechista, se confería a la autoridad militar la toma de las medidas necesarias para restablecer el orden público. Además, de forma ordinaria, los militares siguieron ocupando cargos importantes en la administración, como la Dirección General de Seguridad, las jefaturas de policía, Guardia Civil y de Asalto.

Los oficiales también quisieron creer que el decreto sobre retiros era una pérfida artimaña para esa trituración. El futuro dictador, Franco, declaró: «No me parece acertada su decisión… el Ejército no puede prescindir, así como así, de sus mandos en momentos tan difíciles como estos». Sin embargo, consideró la medida aceptada años después como ya hemos comentado. También otro de los golpistas del 36, el general Emilio Mola, consideraba un éxito tal decreto de retiros y lo achacaba al «convencimiento ya arraigado en el Cuerpo de Oficiales de que existía un exceso de personal para las necesidades del Ejército permanente». Fuera del Ejército, el duque de Maura, exministro de la monarquía, igualmente elogió las medidas del Ministro de Guerra: «Azaña fue circunspecto y humano… Justísimo estuvo, pues en poner remedio a ese mal crónico, sobre todo cuando se pudo hacer por decreto y equitativamente, sin topar con las resistencias parlamentarias, ni inferior grave daño a los reformados». Ortega y Gasset, parco en elogios, se deshacía en estos ante tales medidas: «El modo como se ha hecho es, además, perfecto en sus líneas generales sin frases, con generosidad, sin vejamen intencional para nadie». Tanto fuera como dentro del Ejército, desde la derecha y la izquierda, las decisiones de Azaña fueron en realidad aplaudidas. En palabras de Franco, «la Ley de Retiros de Azaña no estaba mal planeada ni era tan mala como se decía en aquella época».

La realidad es que muchas de aquellas quejas, que eran sobre todo infundadas, pretendían encubrir la animadversión que despertaba entre muchos oficiales otras cuestiones que iban más allá de la estructura del Ejército. Ante la readmisión en el Ejército de militares expulsados durante la Dictadura tras revisarse las sentencias de los tribunales de honor, la derecha acusó al ministro de readmitir a homosexuales —en aquella época era una auténtica ofensa—, pese a que no se reintegró a nadie cuyos juicios hubieran sido realizados de acuerdo al derecho. Tampoco gustó a la oficialidad la Ley de 26 de agosto de 1931 por las que se estableció en las Cortes una Comisión de Responsabilidades que reabría la cuestión de lo sucedido en Annual de 1921, así como la participación de algunos políticos y militares durante la Dictadura, en concreto los que habían participado en el golpe de 1923. Por otro lado, la laicidad del Estado no les satisfacía, pues muchos militares asumían que debían defender tanto la patria como la fe católica que al parecer era inmanente a la primera. Igualmente, el Estatuto de Cataluña era rechazado ante la idea de que ponía en riesgo la unidad de España: “se va dando a España, en dosis, el veneno que ha de matarla” manifestaba La Correspondencia Militar el 16 de junio de 1932. Ya el día 17 de abril de 1931, tres días después de proclamarse la República, este diario castrense publicó un artículo titulado “Libertad, pero disciplina” que advertía al Gobierno Provisional de que España estaba bajo el peligro del separatismo y el comunismo. Por el momento, no vinculaba a los partidos que lo integraba con estos, como más adelante se convirtió en habitual: los oficiales se convirtieron en fanáticos seguidores de las ideas de la conspiración judeomasónica que tan en boga estaba en aquel momento en Europa.

Así pues, la propagación de noticias falsas y malinterpretaciones interesadas fueron habituales y se mezclaban con nimiedades: los oficiales se quejaban de que los músicos llevaran el mismo correaje que los oficiales o que los suboficiales usaran sable y gorra de plato. A Mola le molestaba especialmente el sueldo de los herradores, y lo achacaba ridículamente a «la mentalidad bolchevique del ministro».

Ante esto, el Gobierno de Manuel Azaña y las Cortes constituyentes pretendieron dotarse de un instrumento para disuadir a muchos militares de que dejaran sus opiniones a un lado. Las Cortes aprobaron la Ley del 9 de marzo de 1932 (G.M. del 11 de marzo) en la que se capacitaba al Gobierno para pasar a reserva a los oficiales que estuvieran sin destino durante varios meses. Esto permitiría al ejecutivo apartar a cualquier oficial del servicio activo. Además, aquellos oficiales retirados según los decretos antes vistos que hubieran infrigido alguna de los delitos indicados en la polémica Ley de Defensa de la República perderían el derecho a la paga. El artículo tercero puso fin a las publicaciones que mostraran la opinión contra el Gobierno de la República si se daba a entender que era una opinión de la institución militar: «Quedan suprimidas las publicaciones periódicas que por su título, subtítulos, lemas, emblemas u otro medio cualquiera, manifiesten o induzcan a creer que representan la opinión de todo o parte de los Institutos armados de la República. Se exceptúa de lo dispuesto en el párrafo anterior a las publicaciones técnicas autorizadas por el Ministerio de la Guerra o el de Marina». Manuel Azaña defendía esto último en los siguientes términos ante las Cortes: «¿Pero es que se puede consentir, señores diputados, que se publique un periódico titulándose Ejercito y Armada, y debajo órgano de la revisión constitucional? ¿Pero es que voy a permitir que el Ejército y la Armada, infundadamente, ficticiamente además, puedan aparecer a los ojos de nadie como defensores de la revisión constitucional?». No impedía, desde luego, que quien abandonara el servicio activo no tuviera sus propias opiniones: «el que se retira porque quiere puede conservar sus opiniones, porque a nadie le molesta esto, puede votar en las elecciones inscribirse en un partido político y escribir artículos en los periódicos; puede ejercer todos los derechos que la Constitución le concede como ciudadanos».

Santiago de Madariaga escribió en su libro España que «poco a poco se fue aumentando el grupo de militares descontentos y comenzó a fermentar entre ellos el espíritu de conspiración que tan desarrollado estaba en el Ejército español desde principios del siglo XIX […]. La República se iba, pues haciendo otro enemigo, quizá aquel cuya causa se justificaba menos, pero quizá el más peligroso».


BIBLIOGRAFÍA

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