Historia medieval

Las barras de Aragón

En las instituciones de cuatro comunidades autónomas españolas ondean al viento banderas con las cuatro barras de gules (rojo) como fajas (en horizontal) sobre campo de oro: Aragón, Baleares, Cataluña y Valencia. Tan solo en Cataluña la señera (nombre que reciben las banderas de estas comunidades) se reduce a tales fajas; en el resto otros distintivos las distinguen: Aragón con su escudo en el centro; Valencia con franja azul y coronada en el lado izquierdo; Baleares con un cuartel situado en la parte superior izquierda de fondo morado y con un castillo blanco de cinco torres. En su versión de bastones o palos, esto es en su forma vertical, aparecen las barras en numerosos escudos, empezando por el español —en el cuartel derecho inferior—, en el aragonés —en la misma posición que el anterior— y de nuevo sin más elementos en el catalán, por citar tan solo algunos ejemplos.

Sin embargo, tales banderas no habían estado ondeando imperturbablemente desde el medievo. Su oficialidad se remonta a los años ochenta de la centuria pasada y, en muchos casos, se tuvieron serias dudas y debates sobre cuál debía ser la bandera de tales comunidades autónomas, como en Aragón y Valencia. Al final, optaron todas ellas por las barras y así se reflejó en sus primeros estatutos: en el de Aragón de 1982, el artículo tercero rezaba: «La bandera de Aragón es la tradicional de las cuatro barras rojas horizontales sobre fondo amarillo». El catalán del 79 recogía casi, aunque con menos detalle, lo mismo: «La bandera de Cataluña es la tradicional de cuatro barras rojas en fondo amarillo» (art. 4). El artículo cuarto del valenciano del 82 establecía que «La Bandera de la Comunitat Valenciana es la tradicional Senyera compuesta por cuatro barras rojas sobre fondo amarillo, coronadas sobre franja azul junto al asta». En el artículo cuarto del Balear del 83 se leía que «La bandera de la Comunidad Autónoma de las Islas Baleares, integrada por símbolos distintivos legitimados históricamente, estará constituida por cuatro barras rojas horizontales sobre fondo amarillo, con un cuartel situado en la parte superior izquierda de fondo morado y con un castillo blanco de cinco torres en medio». Todos los legisladores consideraron a las barras como bandera tradicional y, en el caso del Balear, exaltaba con mayor vehemencia que era un símbolo legitimado históricamente.

Intentemos, a lo largo de este breve texto, discernir esa legitimidad y tradición y, sobre todo, el origen de este distintivo.

 

¿Bandera de un reino?

Empecemos por una primera cuestión: ¿las barras eran en tiempos medievales la enseña del reino de Aragón, Mallorca y Valencia y de lo que se acabó por llamar Principado de Cataluña? La respuesta merece una explicación más allá de un rotundo monosílabo. En la época del nacionalismo y el liberalismo, el siglo XIX, el Estado y más concretamente la nación, como el conjunto de ciudadanos, tomaron total carta de naturaleza. Sin embargo, un concepto tan abstracto debía materializarse mediante símbolos tangibles, visuales y sonoros: nacían de este modo las banderas nacionales y sus escudos —además de los himnos—, que más tarde los más acérrimos nacionalistas los remontaron a tiempos pretéritos. Por supuesto, no eran ni son meras invenciones, sino que se rebuscó en ese cajón de sastre que es la historia y se tomaron símbolos que en su momento representaron y significaron otras cosas. Antes de tal siglo y, en concreto, en la Edad Media, las banderas, así como en general la Heráldica, representaban a personas, familias, dignidades, dinastías y otras entidades —como concejos de ciudades y órdenes militares de caballería—, pero jamás a Estados. En ese sentido lo transmite, por ejemplo, la segunda Partida de Alfonso X el Sabio en la que se menciona a estos grupos como portadores de «señas» cuando el rey los llama a la guerra. Sucede lo mismo con el emblema palado que parecen compartir los territorios de la extinta Corona de Aragón: ninguno de estos territorios ostentaron tal emblema; ni este ni otros.

Las barras estaban asociadas al monarca. Desde el reinado de Jaime I la denominación que se suele dar al emblema palado es signum regium o senyal reyal; en otras palabras, signo regio (del rey), en caso de la terminología latina; señal real (del rey), en caso de la lengua vulgar. En boca de los propios monarcas, como el caso de Pedro IV, añadiendo el posesivo mayestático: «nostres armes reyals» o «nostre senyal real». Podemos observar en diversas pinturas, como las del castillo de Alcañiz en donde aparece Jaime I tomando la ciudad de Valencia, así como las del barcelonés palacio de Aguilar en las que el mismo rey toma Mallorca, que las barras están asociados únicamente al monarca y, a lo sumo, a su ejército. La nobleza y sus mesnadas portaban sus propias armas.

Pinturas del castillo de Alcañiz en donde se representa a Jaime I tomando la ciudad de Valencia. En las torres de la ciudad ya ondea la señera con barras horizontales. Fuente: visitbajoaragon.com

Desde el siglo XIII, lo que encontramos es que tal emblema tiene el carácter de dignidad asociado a la monarquía, es decir, a la institución, sin importar la familia que portara la corona. En un documento de 1288, tres nobles, que se avienen a reconocer a Carlos de Anjou como rey de Aragón, establecían como condición que el nuevo monarca debía abandonar sus emblemas propios y adquirir «signum rregni Aragonum». La traducción puede ser el señal del reino de Aragón, pero este rregnum puede utilizarse en latín medieval también como reinado, es decir, la soberanía del rey. No fue la última vez que algo similar sucedió. Cuando los pretendientes al trono aragonés, Pedro de Portugal (1464-1466) y más tarde Renato de Anjou (1466-1472), declararon la guerra a Juan II de Aragón y se arrogaron el trono, ambos se apresuraron no solo a tomar el título de rey de Aragón y el resto de títulos de los territorios de la Corona de Aragón, sino también el señal del rey aragonés. Por otro lado, Juan II era un Trastámara; tal dinastía había llegado al trono en la persona de Fernando I de Antequera elegido en el Compromiso de Caspe de 1412 después de que Martín I el Humano muriera sin descendencia: por supuesto, Fernando I asumió las armas de Aragón. Lo mismo que hicieron luego la dinastía de los Austrias en el siglo XVI: bien es conocido que Juana I y Carlos I —V de Alemania— acuñaron moneda con el emblema del rey de Aragón. Incluso Felipe V de Borbón, pese a abolir los fueros de los territorios de la Corona a principios del siglo XVIII, siguió titulándose — al igual que sus descendientes— como Rex Aragonum y acuñó igualmente moneda con las barras aragonesas.

Esta asociación del emblema a la dignidad era una tendencia que se estaba dando en Europa; por poner algunos ejemplos, el último conde de la dinastía de los Urgel-Cabrera fenecido en 1314, Armengol X, dejó tal condado en herencia al primogénito de Jaime II con la condición, además de casar con su sobrina, de que portara únicamente las armas del conde de Urgel, algo que este no hizo, sino que las combinó con las barras. Martín I usó también el águila siciliana de los Hohenstaufen, pese a que no tenía vínculo familiar con su antigua dinastía, algo que continúa Fernando el Católico. Por supuesto, ambos eran reyes de Sicilia. Precisamente, el Católico combinó las armas aragonesas y sicilianas con las de Castilla, que para aquel entonces poseían igualmente valor de dignidad. Más tarde, conquistada Navarra, Fernando sumó las armas de la monarquía navarra, las cadenas de oro sobre fondo rojo, a las suyas propias. Cuando Alfonso V, tío del Católico, se apoderó años antes de Nápoles, asumió también las armas de la que hasta ese momento había sido la dinastía angevina allí reinante: el terciado de Hungría, Anjou y Jerusalén; también sus títulos: Rex Sicilie citra Farum, Hierusalem et Hungarie.

¿Las barras de Aragón?

Ahora bien, cuando hablamos de la institución monárquica en una Corona formada por multitud de reinos o territorios, ¿a cuál debemos vincular «las vulgarmente denominadas barras rojas», según expresa Jerónimo de Blancas? La terminología que se utilizó en los documentos medievales y modernos es palos de Aragón o armas de Aragón. En ese sentido, el cronista catalán, Ramón Muntaner, nos indica que los almogávares llevaban los emblemas «del senyor rey d’Aragó y banderas reales del mismo senyor rei». En numerosos tratados sobre heráldica, muchos de fuera de la Península, así lo recogen, como por ejemplo la Carta itineraria de Europa de Martín Waldseemüller impresa en Estrasburgo en 1520: «Regnum Arrag(onae) de Hispanie» es la expresión que aparece junto con el escudo palado. De igual manera, se representa la bandera con las barras con la inscripción «arago» en el globo terráqueo de Martín Behaim realizado en 1492 y conservado en el Museo de Nuremberg. ¿Quiere decir que, por tanto, las armas eran originales de Aragón y representaban únicamente a la monarquía de este reino? No. Cuando los títulos de los soberanos son mencionados, aparecen por orden de dignidad, y fue siempre el de rey de Aragón el que se mentaba en primer término: en el sello de Alfonso II, primer monarca que aunó en su persona el reino de Aragón y el condado de Barcelona, aparece la leyenda «sigillum regis aragonensis comitis barchinonensis et marchionis provincie». La titulación de Pedro IV establece similar posición: «Nós, don Pedro, por la gracia de Dios rey de Aragón, de Valencia, de Mallorchas, de Cerdenya e de Córcega e comte de Barchinona, de Rossellón e de Cerdanya». No es que el reino de Aragón en sí tuviera más o menos peso en el conjunto, sino que como título era el de mayor jerarquía: rey, conde y marqués. Es más, en origen Aragón es el único de los territorios de la Corona que era un reino y, cuando esta estuvo formada por más de uno, Aragón siguió apareciendo en primer término por ser el de mayor antigüedad y prestigio. Lo dice el propio Pedro IV el Ceremonioso (Ceremonial, f. 4r;): «es cabeça del regno de Aragón, el qual regno es títol e nombre nuestro principal». Observamos que el propio conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV, estableció en primer lugar el título de Príncipe de Aragón, tras las nupcias con Petronila, por tener ese título mayor importancia en la jerarquía nobiliaria que el de conde. Los Austrias, en cambio, pusieron en primer término el reino de Castilla y, en concreto, Carlos I utilizó el de emperador, por poseer este título mayor prestigio. Por tanto, la denominación de barras de Aragón tan solo se debe a la vinculación de este emblema con el título que el monarca establecía en primer término, rey de Aragón.

Existe otro argumento de mayor envergadura para negar que tienen un origen en los primeros reyes aragoneses. No existe ninguna evidencia de tal uso antes de Alfonso II, sucesor de Petronila y de Ramon Berenguer IV, es decir, cuando el mismo monarca gobierna el reino de Aragón y el condado de Barcelona —el término Principado para agrupar a todos los llamados condados catalanes es posterior—. A partir de ese momento, los sellos de los reyes que se sucedieron suelen representar un flahon, figura ecuestre de un caballero que porta el real señal tanto en el escudo como en las gualdrapas de su montura, en este último caso de manera continuada y regular. Los monarcas aragoneses no solo usaron el real señal en sus sellos, sino que desde Jaime I empiezan a aparecer en las monedas: la primera vez en tiempos de Jaime I en una moneda barcelonesa. Con Martín I en las monedas del reino aragonés, que se convierte en lo más habitual, algo que continuaron Juana y Carlos y el resto de Austrias; incluso Felipe V de Borbón como ya hemos dicho.

En definitiva, las barras no representaban la monarquía de un reino, sino la dignidad de un soberano que gobernaba múltiples territorios. Como se cita en el armonial de Bernat del 1544: «d’or quatra pals de guella», son el «Realma d’Aragó», el «Realma de València», el «Realma de Mal[l]orcha» y el «Comta[t] de Barcelona».

 

¿El emblema de un linaje?

Si bien en el siglo XIII las barras representaban ante todo la dignidad de soberano de la Corona de Aragón, desde Alfonso II, es decir, el siglo XI, hasta la centuria mencionada en primer término, las barras fueron el emblema de un linaje, el de la Casa de Aragón. Por tanto, las utilizaron los miembros pertenecientes a esta casa y no solo el monarca. Ramón Berenguer V de Provenza (h. 1205-1245), nieto de Alfonso II, portó estas armas por pertenecer a la familia del rey de Aragón. Jaime II de Mallorca (1276-1311), hijo del Conquistador, y el resto de sus sucesores que se sentaron en el trono mallorquín de forma privativa también usaron las barras de Aragón. Por supuesto, el sentido de linaje no se perdió incluso cuando ganó terreno el sentido de dignidad. Mientras los monarcas siguieron utilizando como escudo de armas las barras, los descendientes de estos que eran segundones las usaban, siguiendo los modelos clásicos de la heráldica, con otras armas, caso de los hijos de Pedro III, que portaron tanto las barras como el águila de los Hohenstaufen de Sicilia, pues a esta casa pertenecía su madre, Constanza.


¿Las barras son las armas de la Casa de Barcelona?

Como hemos visto, no existen evidencias de que las barras fueran el emblema de la primigenia Casa de Aragón, es decir, desde Ramiro hasta Petronila. ¿Podría este emblema, no obstante, haber sido portado originalmente por la Casa de Barcelona, es decir, por sus condes? Desde el siglo XV existió esta creencia y en la actualidad muchos son los que la defiende con gran vehemencia. El latinista y cronista mayor del Reino de Aragón, Jerónimo Blancas, así lo creía: «Entretanto, por estas nupcias, según se había pactado y convenido, las armas de los condes barceloneses, o sean las cuatro barras rojas en campo de oro, precediendo a las del Reino y reyes de Aragón, fueron en adelante el escudo de los reyes y del Reino». Tal suposición se mantiene hasta el siglo decimonónico: el 19 de octubre de 1868 el Gobierno Provisional presidido por el general Serrano aprobó el decreto por el que se establecía la peseta; su preámbulo expresaba que en las acuñaciones de la nueva moneda debían ser eliminadas las flores de lis —emblema de los Borbones, que acababan de ser expulsados del trono— y que el escudo representara únicamente a la nación española. Otro decreto firmado ese mismo día, solicitaba a la Real Academia de la Historia que estableciera cuál debía ser este escudo. Poco después, la susodicha institución envió el pertinente informe en que afirmaba que «las barras encarnadas de Cataluña» habían sustituido a «la cruz de gules con cabezas de moros del Aragón primitivo». En 1938, en plena guerra civil, el bando sublevado bajo el gobierno de Franco aprobó otro decreto, el de 2 de febrero del 38, en el que se establecía el nuevo escudo; según su preámbulo, las barras son curiosamente de «Aragón-Cataluña». Frente a la defensa de la procedencia barcelonesa, existían también quienes dudaban de tal hecho, como el cronista que precedió a Blancas en tal puesto, el historiador Jerónimo Zurita.

¿Qué pruebas existe para afirmar que su origen se encuentra en Barcelona? La primera evidencia esgrimida es una leyenda. El valenciano Per Antón Beuer, en la primera mitad del siglo XVI, en su Crónica General de España recoge la siguiente narración: «pidio el Conde Valeroso (Guifredo el Velloso) al Emperador Lois (Ludovico Pío) que le diesse armas que pudiesse traher en el escudo, que llevaba dorado sin ninguna divisa, y el Emperador viendo que había sido en aquella batalla tan valeroso que con muchas llagas que recibiera, hiziera maravillas en armas, llegóse a él, y mojósele la mano derecha de la sangre que le salía al Conde, y passó los quatro dedos ansí ensangrentados encima del escudo dorado de alto abax o, haziendo quatro rayas de sangre, y dixo, estas serán vuestras armas, Conde…». Nuestro conocimiento de la heráldica nos indica que en el siglo décimo no existían los blasones. Nuestro entendimiento de la cronología nos percata de que Ludovico Pio ya dormía el sueño eterno cuando el Velloso era conde. Por esto último, otro autor, Diago, en el siglo XVIII sustituyó al dicho emperador por Carlos el Calvo. No es, en cualquier caso, la única versión: en un anónimo del siglo XVI, El libro de los escudos, se afirma que un conde de Barcelona junto con un caballero de su tierra acudió al socorro de una emperatriz alemana que estaba acusada de adulterio, a quien caballero alguno quería defender su honor. El compañero del conde abandonó, y este tuvo que enfrentarse en solitario a otros dos para defender el honor de la emperatriz. Mató al primero, y al tener la mano manchada de sangre, se limpió en el escudo dorado «las cuales señales traxo siempre por armas e yo traen los Reyes de Aragón».

Julio Monreal y Ximénez de Embún, quien escribió una colección de romances sobre el escudo de Aragón a finales del XIX, aclaraba en una nota a pie de página que «las cuatro barras de sangre de Wifredo II, divisa de los reyes de la dinastía catalana, sabido es que no pasan de ser una patraña, introducida en el primer cuarto del siglo XV por el catalán Bernardo de Boades, patrocinada sin fundamento alguno por los historiadores de aquel condado Feliu, Pujades, Campillo y otros, y eruditamente pulverizada, en los comienzos de esta centuria, por el académico de la historia D. Juan de Sans y de Barutell». En efecto, esta leyenda solo se rastrea a partir del siglo XV en el contexto de la literatura histórica caballeresca. Ademas, los palos creados a partir de los dedos mojados en sangre no eran ni siquiera una novedad. Como sucede con este tipo de hechos míticos, estos se reciclan. Encontramos en relatos que nada tienen que ver con el conde de Barcelona ni con las barras de Aragón la creación de emblemas de similitud forma. Fernando Mexía, en un libro publicado en 1492 (Libro intitulado Nobiliario perfetamente copylado et ordenado), recuerda que las armas de la Casa de Córdoba, formada por tres fajas rojas, las entregó el monarca castellano, Fernando III el Santo, mojando en la sangre vertida por un caballero tan solo tres dedos dejando tres líneas sobre un escudo dorado. También el color rojo y forma de la bandera austriaca proviene de leyenda semejante.

Estas leyendas, por tanto, no son argumento solido para atribuir a la casa barcelonesa las barras. Tampoco demuestran lo contrario. Así, se ha esgrimido de igual modo que en la crónica de San Juan de la Peña, escrita bajo el amparo de Pedro IV, existe una miniatura donde el conde Guifredo presta juramento al rey de Francia; ambos personajes aparecen identificados con su escudo de armas; por supuesto el conde es identificado con los cuatro palos. En el Armonial de Charolais se expresa «Le Roy d’Arragon porte les armes du conte de Barselongne», similar a lo que se nos dice en el de Le Blancq. En el de Urfé se defiende que las barras son «les armes de le Conte de Cathalogne». También se recoge que Martín I en su discurso ante las Cortes de Perpiñán aludió a que cuando Jaime II entregó al infante don Alfonso la enseña que llevaría a Cerdeña, el monarca le dijo: «Fill, jo us do la vandera nostra antiga del Principat de Cathalunya».

Sin embargo, todas estas evidencias tienen poco valor. La primera razón es que todas ellas pertenecen al siglo XV; ninguno de esos documentos es circunstancial. En otras palabras, si el emblema debe remontarse al menos al siglo décimo, ¿qué nos hace suponer que autores que vivieron quinientos años después sabían más que nosotros mil años más tarde? Si no es suficiente tal argumento, la mentada miniatura de la crónica de San Juan de la Peña se contradice con uno de los pasajes de la misma en el que se atestigua que por el apoyo que le dio Alfonso II de Aragón al castellano Alfonso VIII en Cuenca, este último le liberó del homenaje y entonces el propio Alfonso II «mudó las armas e seynnales de Aragón e prendió bastones»; lo que es lo mismo, abandonó sus antiguos símbolos, quizás la cruz de Íñigo Arista, y tomó las barras. ¿Tiene mayor autoridad la miniatura que el texto aun sabiendo que toda pintura de historia adolece de manifiestos anacronismos? ¿Posee más valor las primeras leyendas vistas que esta última sin incurrir en un sesgo de información? En el caso de los armoniales mentados, poca fiabilidad tienen cuando incluso equivocan las descripción de las propias armas, como el de Urfe, en el que se describe que tan solo tiene tres palos de gules, sin contar con que menciona al conde de Cataluña, título inexistente. Por su parte, la afirmación de Martín I se recoge también en la Crónica de Pedro IV —quien reinó antes-—, pero sustituyendo bandera del Principado de Cataluña por «la bandera de la Casa reial d’Aragó».

Un argumento que se esgrimió para vincularlas a la Casa de Barcelona es que el emblema palado ya aparece en los sellos de Ramón Berenguer IV, siendo el de mayor antigüedad del 1150. Sin embargo, se requiere de mucha imaginación para divisar en estos sellos, incluso en el mejor conservado, las barras con claridad. Puede ser que las líneas que parecen dilucidarse sean en realidad la representación de los propios tablones que formaban el escudo de madera. Es más, el escudo que porta el caballero en estos sellos tiene un umbo y un refuerzo de forma radial que no se representan en los posteriores sellos de los reyes aragoneses a los que hemos hecho ya referencia. Sagarra, que en su trabajo de Sigilografía catalana de 1916 halló seis sellos de Ramón Berneguer IV, concluyó: «No se puede, por consiguiente, precisar si estas rayas constituyen divisa o son únicamente un motivo de ornamentación del escudo; sobre todo teniendo en cuenta que entonces aún no se habían generalizado las divisas heráldicas». Incluso si aceptamos que las barras son de época del susodicho conde de Barcelona, ¿sería indicio de que la Casa de Barcelona ya se encontraba este escudo? No, a lo mucho demostraría que las barras las portó por primera vez Ramón Berenguer y luego las continuaron sus descendientes; es más, todos los sellos en donde se dice que están representadas las barras son posteriores al matrimonio con Petronila, hija de Ramiro II y reina de Aragón. Así, lo que a lo sumo podríamos pensar es que este asumió un nuevo emblema como príncipe de Aragón. Además, el pacto patrimonial de Ramón Berenguer IV implicaba que este quedaba vinculado a la Casa de Aragón. Es cierto que en época de Pedro IV se consideraba que con Petronila se habían extinguido la antigua dinastía de los reyes de Aragón y que comenzaba una nueva. Tal era así que Pedro IV se enumeraba a sí mismo como «don Pedro tercero rey d’Aragón» (Ceremonial, f. 1r.), pero no con intención de seguir la enumeración condal, sino la de la nueva dinastía de Aragón. Esto no implica que en el árbol genealógico aparezca como pedro IV, y que incluso en la compilación foral aragonesa aparezca como Pedro II al omitirse a los dos primeros por no haber legislado. No obstante, en el S. XIV nada conocían los monarcas sobre el pacto matrimonial del siglo XII.

En la década de los ochenta del siglo XX parecía haberse encontrado la prueba circunstancial y definitiva de que las barras eran barcinonenses. En la catedral de Santa María de Gerona reposan los restos del conde Ramón Berenguer II (fallecido en el 1082) y los de su bisabuela Ermessenda de Carcasona (1058). Las sepulturas actualmente visibles son del siglo XIV y cuando se abrieron estas se encontraron los sarcófagos originales pintados con las barras rojas sobre fondo amarillo. Parecía irrefutable que tal símbolo pertenecía a la casa barcelonesa. Sin embargo, los sepulcros originales estuvieron tres siglos básicamente a la intemperie en el atrio de la catedral hasta que fueron traslados al interior en tiempos de Pedro IV el Ceremonioso, momento en los que se realizó el recubrimiento de placas esculpidas en estilo gótico por Guillermo de Morey. Es imposible que se hubieran mantenido unos colores tan vívidos durante siglos expuestos a los elementos. Lo más probable es que en el traslado al interior se realizara tal decoración —no hay pruebas de un repintando—, pues el Ceremonioso estuvo presente en la misa tras la reubicación y se debía dar mejor aspecto a los sarcófagos al no estar terminadas todavía las placas que los recubrirían. De igual manera, parece también extraño que Ermessenda tuviera como emblema las barras cuando era condesa de Gerona y no de Barcelona, además de no tener ninguna vinculación ascendente con la Casa de Barcelona.

Sepulcro de Ermesenda de Carcasona en la Catedral de Girona. Foto: Catalunya.com

A todo lo visto podemos añadir que tampoco encontramos en la ciudad condal evidencias de las barras antes del siglo XIII. Los condes de Barcelona, incluido el propio Ramón Berenguer IV, utilizaron como emblema una cruz, y así lo acuñaron en sus monedas popularmente conocidos como croats, cruzados. Y cuando la ciudad se debe enfrentar al rey, utiliza este símbolo. En el escudo de la ciudad actual, la cruz de San Jorge se encuentra en el cuartel principal del escudo, relegando las barras a una posición secundaria según la Heráldica.

En definitiva, por una parte, no podemos considerar que los palos sean las armas de la Casa de Barcelona. Por otro lado, tampoco podemos asegurar que el primero en portar estos palos fuera Ramón Berenguer IV. En cualquier caso, si aceptamos esto último, el emblema lo adquirió él entonces, cuando casó con Petronila, y no de su familia. Lo usaron a partir de entonces sus sucesores, reyes de Aragón y condes de Barcelona al mismo tiempo.

 

¿Cuál es el origen de las barras llamadas de Aragón?

Todo esto no responde, en cualquier caso, al origen de los palos. En realidad, no lo sabemos, más allá de elucubrar una serie de hipótesis. Una de estas, defendida por académicos como Guillermo Fatás y Guillermo Redondo, considera que el origen de las barras hay que buscarlo en el papado: los colores de los cordones de las bulas pontificias eran el rojo y el amarillo (que representa al oro), el color y metal más nobles en la Heráldica, que a su vez tomó de la antigua Roma. De hecho, Pedro III y Pedro IV establecieron normas para que una cinta similar fuera usada en la cancillería aragonesa. No es ningún secreto que el reino aragonés buscó el apoyo del papado para consolidarse como reino en los albores de su origen, cuando apenas descendía de los Pirineos. Así lo hizo en época de Ramiro I y de su hijo Sancho I, pues este último fue hasta Roma en 1068 para ser coronado y ofrecerle vasallaje al sumo pontífice. Más tarde, Pedro II volvió a hacerlo y se dice que esta trajo un estandarte con los colores pontificios al ser nombrado portaestandarte o gonfalonero del papado. Catedrales y monasterios se consagraron a San Pedro, que parece el patrono original del reino antes que San Jorge. Uno de los emblemas papales es el conopeo o umbráculo, una especie de sombrilla con barras rojas y amarillas, que en la actualidad se encuentra en todos los templos que tienen la categoría de basílica; también aparece en el emblema de la sede vacante. ¿No se observa una gran similitud entre este elemento papal y la bandera de Aragón?

Otras hipótesis consideran que las barras están tomadas de otros lugares. Paz Peralta defiende que el señal de Aragón tiene influencia normanda. Comenta que el patrón de franjas verticales alternadas en rojo y amarillo aparecen dibujadas en dos gonfalones y una vela en varias escenas del tapiz de Bayeux. El mentado investigador expone su convencimiento de que el símbolo preheráldico estaba presente en gonfalones militares exhibidos por los ejércitos de Alfonso I y Ramiro II. También se ha considerado que su origen está en la Provenza, ya que Ramón Berenguer IV habría tomado estos colores del antiguo Reino de Borgoña y Provenza.

Hipótesis más novedosa es la de José Antonio Escartín García. Este encuentra que en la obra del antiguo cronista de Cataluña, Pedro Miguel Carbonell, aparece la expresión «or e flamma» hasta en cinco ocasiones para definir las barras de Aragón. También lo menciona Antonio de Capmany: oriflama, es decir, oro y llama. Así, Escartín vincula las barras con las llamas y el dragón; incluso Pedro IV uso la cabeza de un dragón para presidir el timbre. De nuevo nos encontramos ante fuentes muy posteriores al origen del escudo y una mera apariencia no demuestra tampoco tal origen.

Otra teoría más prosaica defiende que el emblema al aragonés provendría de los propios palos de refuerzo de los escudos de guerra.

 

Número de barras y posición

En la actualidad, el número de barras o palos rojos son cuatro. Si bien desde que aparecen estas tienden a este número en la mayor parte de representaciones y documentos, encontramos a veces únicamente dos, que debe ser simplemente una simplificación; aunque Alfonso III (1327-1336) usó armerías con tan solo dos palos. También Martín I, antes de adoptar el partido de Aragón y Sicilia en 1380, mantuvo armas reales reducidas a dos palos. De igual manera, en el Atlas catalán de ca. 1375, Valencia muestra una bandera con dos palos de gules sobre oro, frente a los pendones concejiles de Barcelona y Palma (lám. XVII). Otras veces el número de barras rojas es tres: en el Libre de deutes del Real Patrimonio de Mallorca existe una referencia de 1345 que asegura que Jaime III, último rey privativo de tal reino, mandó confeccionar una señera con «VII canes de sendat axi groch com vermell», lo que se traduce en tres palos de gules, es decir, rojos. Pedro IV, de hecho, siguió utilizando este modelo en las acuñaciones áureas del reino de Mallorca.

En cuanto a la posición de las barras, las representaciones que tenemos en escudos —técnicamente conocido como el signum—, las barras aparecen en forma vertical. Sin embargo, de la bandera —vexillum— existen menos indicios sobre la posición. De hecho, en la preautonomía aragonesa se estableció la bandera con las barras verticales acompañada de la cruz de San Jorge. Pese a todo, tenemos representaciones medievales en donde aparece la bandera con las barras horizontales, en concreto en las ya mencionadas pinturas de Alcañiz, al igual que la bandera que aparece en el real en las pinturas del palacio de Aguilar. De igual manera, se representa la bandera con las franjas horizontales en una tabla guardada en Daroca fechada entre los siglos XIV y XV.

 

La extensión de las barras

Los reyes aragoneses entregaron a ciudades, en concreto a sus concejos, y otras instituciones el uso de las armas del rey. La primera vez que esto ocurre es en el caso del concejo de Milhau en 1187, del que se tiene un sello en el que primeramente aparece el escudo palado exento: «Concedimus namque sigiffum commune consulibus et communi cum suscriptione nostra et sua, et etiam vexiflum nostrum…», reza el privilegio. No obstante, se apropian de las barras en el 1303 cuando ya pertenecía al reino francés. De igual manera, Juan I en 1380 entregó a Alcañiz el signum regale. Jaime I concedió a Palma de Mallorca un sello en el que se encontraban las barras y un castillo. En 1312, Sancho I de Mallorca, hijo de Jaime I y primer rey privativo del reino, concedió al reino una senyera con estos mismos elementos: «Concedim una ensenya, aixo és, que a la part inferior tengui nostre blasó reial dels bastons i a la part superior el simbol del Castell en blanc collocat damunt morat». En 1377 son entregadas las barras a la ciudad de Valencia por parte de Pedro IV por su resistencia frente a Pedro I el Cruel: «E es cert que senyal per los molt alts senyors rey s d’Aragó atorgat e corifermat a la dita ciutat era e es lur propi senyal real de bastons o barres grogues e vermelles». En 1389, Juan I, quien aprueba la organización del brazo de caballeros de Cataluña, concede a este el uso de las barras: «in quo sigillo arma nostra ponantur videlicet signum regale tale». La guarda del reino de Aragón, la milicia que vigilaba los caminos, llevaba «la banguardia y pendón Real con preferencia a otras compañías iendo a la vista de su Magestad», nos indica un documento de 1686 del Archivo de la Diputación de Zaragoza. En 1678, se ordena al Hospital de Nuestra Señora de Gracia, fundación real del siglo XV, que los regidores de tal institución deben «marcar y señalar las dichas sabanas y colcohes con las barras de el Reyno».

Por tanto, al imponerse a las barras la idea de dignidad y la extensión de estas a localidades de realengo e instituciones, tan solo se necesitaba un pequeño empuje para que estas acabaran no por representar la dignidad regia, sino al propio territorio. Este proceso se produjo lentamente a lo largo de la Edad Moderna, aunque no se impuso, como hemos visto al principio, hasta la Revolución francesa, cuando la nación adquirió carta de naturaleza. Por tanto, desde finales del siglo XV y sobre todo en el siglo XVII, se empiezan a atribuir a los territorios los mismos emblemas de dignidad de los reyes, sin que exista una diferencia explícita entre una condición y otra. Tales escudos se usan tan solo como alegoría de los propios reinos. No obstante, en otros territorios no se toman únicamente las armas reales, sino que se combina con otros símbolos, en muchos casos relacionados con los distintivos de sus capitales: caso de la ciudad de Palma de Mallorca cuyo escudo con las barras y el castillo acaba siendo el del reino. En Aragón, junto con el emblema palado, se suma la cruz de Íñigo Arista, la de Alcoraz y, menos común, el árbol de Sobrarbe. Tan solo hay que observar la fachada de la Iglesia de Santa Isabel en Zaragoza para encontrar esta simbología. En el caso de Cataluña, junto con la cruz de San Jorge, emblema que era de la Generalitat.

Cuando José Bonaparte, en 1808, creó su escudo como rey de España, interpretó directamente que las armas eran de los reinos, por ello el escudo español mantuvo únicamente los cuarteles de los reinos hispánicos, entre ellos las barras de los territorios de la ya entonces extinta Corona de Aragón.

Carte des Royaumes d’Espagne et de Portugal de H. Chatelain, 1719. Se pueden apreciar los escudos, en sentido alegórico, atribuidos a cada uno de los reinos.

El regionalismo

En el siglo XIX español se produjo el llamado regionalismo en el que las diversas regiones del país buscaron sus tradiciones. En la Restauración, ante todo tomó una reivindicación política y esta, evidentemente, requería de símbolos. Aquellas alegorías con que se representaban a los reinos y territorios acabaron por ser claramente armas nacionales o regionales. En el caso catalán, la Renaixença se apropio de los palos, así, cuando se proclamó la Segunda República española, ya era la bandera de Cataluña que luego, evidentemente, como indicábamos al principio, se convirtió en la de la comunidad autónoma finalizada la dictadura franquista.

En Aragón el debate fue más profundo. Pese a que es menos conocido, existió también una reivindicación federalista en Aragón y, de hecho, en 1883 se presentó un Proyecto de Constitución Federal del Estado Aragonés. No obstante, hasta 1919 no conocemos debate alguno sobre la bandera. A partir de entonces, se dieron diversas propuestas donde se combinaban, además de las barras, otra simbología ya expuesta, como el árbol de Sobrarbe, el escudo de Alcaraz y la cruz de Íñigo Arista. Entre estas podemos destacar la aprobada en el II Congreso de las Juventudes Aragonesistas celebras en 1921 en Barcelona, la cual cuenta con aporte gráfico y que denominaban «la bandera sagrada de Aragón»; el diseño que se escogió constaba de las barras aragonesas, pero reservaba un tercio junto al asta con dos cuarteles, en la parte inferior la cruz de San Jorge y la superior, azulada. Acabada la dictadura de Primo de Rivera, el medievalista Giménez Soler era partidario de «barras, como en Cataluña y Valencia, y en el centro, cubriendo una parte de la barra roja y de dos amarillas, un cuadrado azul con la cruz blanca (Sobrarbe)… o bien, ese cuadro central podría contener además de la cruz blanca sobre fondo azul la cruz roja y las cabezas, sobre fondo blanco». Por su parte, el S.I.P.A. (Sindicato de Iniciativas y Propaganda de Aragón), en donde estaban sectores de las derechas aragonesas, proponían «la bandera blanca de la cruz del señor San Jorge, patrón del Reino, y las barras de Aragón…». En 1936, José María Abizanda proponía una bandera similar a la que posteriormente adquirió la autonomía tras la dictadura franquista: «cinco bastones o barras de oro sobre cuatro barras rojas o escarlatas y en el centro formado por el conjunto de todas ellas, el escudo de Aragón… las barras de la bandera son horizontales y las dimensiones de la misma no deben exceder en ningún caso de las de la bandera nacional republicana». Durante la Guerra Civil se formó el Consejo de Aragón presidido por el anarquista Joaquín Ascaso; tal efímera entidad creó una bandera con los colores rojo, negro y morado, pero que establecía un triángulo en la zona del asta con las barras de Aragón en forma vertical.

Si de todo esto debemos sacar alguna conclusión es que las barras, llamadas de Aragón, representaban en origen, y desde Alfonso II, a la Casa de Aragón; más tarde a la dignidad del monarca que gobernaba sobre los territorios de la Corona de Aragón. Luego se utilizaron como alegoría de los reinos y, más tarde, quedaron institucionalizadas como emblemas de las comunidades autónomas. De su origen, solo hay hipótesis.

BIBLIOGRAFÍA

ESCARTÍN GARCÍA, J.A. (2020): “Las barras del nuevo Aragón: significado del emblema de los cuatro palos de gules en campo de oro, conocido como las «barras de aragón”, ERAE, XXVI, pp. 161-193
L’ESCRIVÀ, J. (1978): Las banderas del país valenciano, Aplec, D.L., Valencia
FATÁS, G. y REDONDO, G. (1995): Blasón de Aragón, Diputación General de Aragón, Zaragoza
FATÁS, G. y REDONDO, G. (1978): La bandera de Aragón, Guara Editorial, Zaragoza
GERMAN, L G. (1978): “La bandera de Aragón: una vieja polémica”, Andalán, 1 de abril
MONTANER, A. (1995): El señal del rey de Aragón: historia y significado, Institución Fernando el Católico, Zaragoza
ORTS I BOSCH (1979): Historia de la senyera al Pais Valencià, Valencia
SEGURA SALADO, J. (1980): El Regne de Mallorca. La Bandera i l’Escut de les Baleares, Palma de Mallorca

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información. ACEPTAR

Aviso de cookies

This site is protected by wp-copyrightpro.com