La desamortización y la desvinculación de la tierra en España
El domingo 21 de febrero del año 1836, aparecía publicado en la Gaceta de Madrid un Real Decreto, precedido de una larga exposición de motivos dirigida a la Reina Gobernadora, María Cristina de Borbón, por el que se vendían una serie de tierras que habían «venido a ser del Estado». Se trataba de una ingente cantidad de propiedades hasta ese momento pertenecientes a órdenes religiosas que habían sido suprimidas en los años anteriores. Comenzaba así la llamada desamortización de Mendizábal, pero ni fue la última ni la inicial.
En el Antiguo Régimen, una multitud de tierras estaban amortizadas. Eran tierras, y propiedades en general, que no se podían vender, tal y como denota la etimología del vocablo: la raíz amort- proviene de mors (muerte). De esta manera, la propiedad de la nobleza estaba vinculada a la familia por medio del mayorazgo; todas las posesiones de la Iglesia estaban, según se decía, en manos muertas en tanto que tal patrimonio debía permanecer en la institución eternamente una vez que entraba en esta; las tierras de los municipios se tenía por costumbre no enajenarlas, ya que era la vía de financiación de los ayuntamientos. Los monarcas españoles, por su parte, habían prometido no expender los baldíos, utilizados en muchas ocasiones por los habitantes de los pueblos bajo la denominación de tierras comunales para pastos o recolección de madera y frutos. La tierra libre, por tanto, era escasa. El liberalismo se propuso dar a toda la tierra esta condición, además de convertirla en propiedad privada. Se entiende que una vez que se estableció en España el Estado liberal en el siglo XIX, incluso cuando este ni siquiera había empezado a echar raíces, se llevara a cabo un doble proceso: la desamortización y la desvinculación.
¿Qué entendemos con desamortización? En palabras de Sánchez Jimenez, se puede definir como «la incautación, nacionalización y venta de los bienes raíces de propiedad colectiva, ya sea eclesiástica o civil, pasando a ser una propiedad privada y de libre disposición y uso». La desvinculación, por su parte, la entendemos aquí como la transformación de esa tierra en propiedad privada —sin que deba mediar cambio de manos o incautación— y, por tanto, susceptible de ser vendida por sus titulares y utilizada del modo en que sus propietarios consideren.
Ambos procesos se integran en el amplio debate historiográfico sobre la existencia y alcance de la revolución agraria en España, en la que evidentemente no entra solo la estructura y propiedad de la tierra, sino también la forma en que esta estaba en producción. En cualquier caso, esto último no es objeto de las siguientes líneas, sino tan solo la forma en que se llevaron a cabo los dos procesos mentados.
Los primeros pasos de la desamortización
Los ilustrados españoles empeñaron gran parte de su producción literaria e intelectual en la búsqueda de las causas del atraso económico del país. Influenciados por la fisiocracia y el papel que esta otorgaba a la tierra como principal factor de riqueza, consideraron que, entre los motivos del atraso de la agricultura estaban las tierras amortizadas. Como decía Jovellanos, había que quitar los «estorbos» para facilitar un mercado de tierras, arrendamientos y frutos. Floridablanca se lamentaba de que «se sustraen a los tributos, que los demás vasallos cargan con ello, que tales bienes se deterioran, no se cultiva o están mal cultivados». Desde las Sociedades Patrióticas también se demandaban cambios. En cualquier caso, los propietarios querían libertad de comercio, pero manteniendo las formas de explotación.
Ante la demanda de acciones, el 7 de abril de 1766 desde la Secretaría de Estado se ordenaba a los intendentes que transmitieran sus ideas acerca de los problemas del campo. Las contestaciones se recogieron en el conocido Expediente de la Ley Agraria, documento que debía servir para la redacción de la futura ley. Sin embargo, desde esa fecha, como indica Tomas y Valiente, se prorrogó treinta años el proceso sin que se llegara a legislar nada, al menos que no fuera parcial, como la colonización de Sierra Morena. El Memorial Ajustado, es decir, el resumen de este expediente, no se publicó hasta 1784. Los estudios tras la publicación tuvieron carácter privado, entre ellos el de Jovellanos de 1795.
Evidentemente, no hubo propuestas para una desamortización de las tierras de la nobleza. Tampoco las hubo para las manos muertas de la Iglesia, más allá de la presentada por Francisco Carrasco en 1764 a Carlos III, apoyada por Pedro Rodríguez Campomanes, de limitar los bienes raíces que iban a parar a manos de la Iglesia: «La precisa y justa ley que se propone para este remedio se dirige a los bienes raíces que no han entrado en el patrimonio de la Iglesia». Y vuelve a advertir que «no se permitirá que se toquen los bienes que poseen, ni aun para el más leve tributo, mientras falte el asenso pontificio». Campomanes recalcaba que «se dirige a limitar, no a despojar los bienes adquiridos por la iglesias». La Iglesia respondió en contra de ello: el tratado de Campomanes apoyando tal propuesta quedó incluido en el listado de libros prohibidos de la Inquisición. En el propio Consejo Real de Castilla, la ley presentada fue derrotada en 1766. En 1768, Pablo de Olavide propuso que se permitiese la enajenación de tierras hechas a censo (es decir, a largo plazo mediante figuras como la enfiteusis y foro) de la Iglesia por esta misma, o el de prohibir la administración y cultivo por la propia Iglesia para aumentar las tierras a censo o arrendamiento, algo que por lo general ya era habitual. En 1787, Floridablanca era partidario de negociar con el papado la paralización de la amortización. En 1795, el informe de Jovellanos ya mentado recogía propuestas de Campomanes y acabó en el mismo lugar que el tratado de este.
Si con la Iglesia se fue moderado, los bienes municipales y los baldíos de la corona eran una cuestión distinta. Allí sí que se propuso una auténtica desamortización. Otra cosa distinta era el proceder que debía seguir esta. Olavide, en su informe sobre la ley agraria de 1768, proponía el reparto entre «población inútil» de lotes de tierras procedentes de baldío —se entiende la tierra que no estaba cultivada, en principio cuya titularidad era de la corona y que los vecinos de los municipios utilizaban— para convertir a esta en útil y, por tanto, que contribuyera en el sostenimiento del Estado: pagar impuestos. Según este ilustrado, se debían hacer lotes para vender tanto entre aquellos que quieren labrar la tierra por sí mismos —entre 50 y 200 fanegas—, para quienes quieran contar con braceros —no más de 2000 fanegas— y lotes de 50 fanegas que se venderían a censo a cualquiera que lo pidiera, pero tenga dos pares de bueyes. Tales tierras no podrían pasar nunca a formar parte de las manos muertas. Jovellanos, en cambio, era partidario de enajenar los baldíos, entendidos estos en un rango más amplio independientemente de su titularidad, de hecho era partidario también de la desamortización de las tierras concejiles. Jovellanos influyó en las desamortizaciones siguientes, en especial en el aspecto de no tener en cuenta la cuestión social: su visión es únicamente económica, eliminar el estorbo para crear un mercado de tierras en que estas irán a parar a quienes deseen sacarles provecho económico. No era, en cualquier caso, la primera vez que se proponía o incluso que se llevaba a cabo una venta de baldíos por parte de la Corona: en tiempos de Felipe II se había realizado, pero muy pronto este monarca y sus sucesores prometieron no enajenarlos. En tiempos de Felipe V, según el Real Decreto de 8 de octubre de 1738, este ordenó la enajenación de baldíos despoblados, aunque en 1747 Fernando VI derogó la medida.
Como hemos advertido, la Ley Agraria no se realizó, pero sí que se tomaron medidas relacionadas con esos baldíos. Una Real Provisión de 2 de mayo de 1766 mandaba que los baldíos concejiles, es decir, las conocidas como tierras comunales, y las tierras pertenecientes de Extremadura a los bienes de propios se arrendaran a los vecinos más necesitados en lotes de ocho fanegas, seguidos de los que dispusieron de burros, yuntas, etc. Al año siguiente, se extendió tal orden a Andalucía y La Mancha; luego, a todo el reino. La Real Provisión de 11 de abril de 1768 aclaraba bien la norma. El objetivo era el «común beneficio», evitar el subarriendo y fomentar la agricultura. Como se puede observar, la norma no tocaba las tierras concejiles, que seguían permaneciendo a los municipios. Sin embargo, en 1770 se estableció el reparto en forma inversa: primero, aquellos que disponían de yuntas; las sobrantes, si las había, a los braceros. La derogación correspondía a un hecho: los braceros no disponían de capital para iniciar la explotación de la tierra y el gobierno de su majestad no estaba dispuesto a hacerles accesible este.
Por supuesto, en ningún momento los señoríos ni la propiedad de la tierra de la nobleza fueron tocados, más allá de que los Borbones intentaron reingresar algunos de estos al realengo o reducir su jurisdicción, en concreto en lo relativo a la justicia criminal.
La desamortización de Godoy
A finales del siglo XVIII la deuda española no dejaba de crecer ante las numerosas guerras en que la corona española se involucró: Francia, Inglaterra, Portugal. Ante la necesidad de fondos, en 1795 se establecieron impuestos sobre los bienes de propios y las nuevas manos muertas adquiridas por la Iglesia. En 1798, la Real Cédula de 21 de febrero permitía la venta de las casas pertenecientes a propios en subastas públicas. Pese a que se ha atribuido a Godoy, por la continuación de esta bajo su gobierno, la primera desamortización de bienes de la Iglesia se realizó desde la Secretaría de Estado dirigida por Mariano Luis de Urquijo. Así, el 25 de septiembre otras tres cédulas expropiaban y vendían fincas de los seis colegios mayores, las temporalidades de los Jesuitas, hospitales, hospicios, casas de misericordia, reclusión y expósitos, cofradías, obras pías y patronato de legos. El destino de la ganancia era la Caja de Amortización de deuda. Tal y como decía una de aquellas cédulas «en medio de las urgencias presentes de la Corona, he creído necesario disponer un fondo cuantioso que sirva al doble objeto de subrogar en lugar de los Vales Reales otra deuda con menor interés e inconvenientes, y de poder aliviar la industria y comercio con la extinción de ellos». En 1806, Pio VII autorizó a la corona española la enajenación de la séptima parte de los predios de iglesias, monasterios y órdenes militares a cambio de un tres por ciento. Por supuesto, en el contexto de la guerra contra Napoleón, el papado quería un aliado, España, que en aquel momento estaba aliado con el emperador. Apenas se realizaron ventas de estos últimos bienes. La desamortización de Godoy vendió obras pías y de beneficencia por valor de 1.653 millones de reales.
Menos conocido es el permiso que realizó la corona para la venta de tierras vinculadas. La Real Cédula de 19 de septiembre de 1798 facultaba a los poseedores de «Mayorazgos, Vínculos, o Patronatos Legos y de qualesquiera otras fundaciones con qualquier título que se denominen» a enajenar esos bienes en públicas subastas, pero debiéndose ingresar el beneficio en la Caja de Amortización que se devolverá con intereses. Cédulas posteriores (11 de enero de 1799 y 21 de octubre de 1800) cambiaron el procedimiento, pero no en sí la esencia: permitir ventas de bienes vinculados con el fin de que la corona consiguiera crédito.
Las Cortes de Cádiz
A finales de 1810 las Cortes se reunieron en Cádiz. Lo hacían en el contexto de la Guerra de la Independencia (1808-1814). Además de no reconocer a José I como rey y arrogarse el poder legislativo, los diputados reunidos allí desmontaron el Antiguo Régimen con la pretensión de establecer un Estado liberal, algo que quedó plasmado en la Constitución de Cádiz. Unos meses después de constituirse, siguiendo la senda iniciada por los diputados franceses en 1789, aprobaron el Decreto de 6 agosto de 1811. En el artículo primero se establecía que «Desde ahora quedan incorporados á la Nación todos los señoríos jurisdiccionales de cualquiera clase y condición que sean»; en otras palabras, quedaba abolido el régimen señorial y las únicas autoridades eran aquellas que emanaban de la soberanía nacional. La cuestión es, ¿a quién pertenecía la tierra de tales señoríos? El artículo quinto de tal decreto indicaba que «Los señoríos territoriales y solariegos quedan desde ahora en la clase de los demás derechos de propiedad particular, sino son de aquellos que por su naturaleza deben incorporarse á la nación, ó de los en que no se hayan cumplido las condiciones con que se concedieron, lo que resultará de los títulos de adquisición». Los legisladores gaditanos estaban diferenciando entre el señorío jurisdiccional y el territorial; en el primero, el señor solo disponía de la jurisdicción o gobierno del territorio; en el segundo, era propietario de la tierra. Así las cosas, el señor del primero quedaría sin nada; en el segundo, tan solo perdería el gobierno del territorio, pero no la tierra, que pasaría a ser una propiedad privada más. La problemática, que por supuesto asustó a la nobleza, era a qué tipo pertenecía cada señorío. La ley no recogía absolutamente ninguna reglamentación, y rápidamente los señores se apresuraron a declarar el carácter solariego de sus señoríos, pese a que durante el siglo XVIII la nobleza siempre había defendido el carácter jurisdiccional. El campesinado y la burguesía, por su parte, los consideraban a todos jurisdiccionales. Como decía la ley, debían ser los títulos de adquisición los que demostrará una u otra condición; sin embargo, la nobleza pareció siempre reacia a mostrar tales documentos, ya por carecer de ellos, pues en muchos casos estos se remontaban a la Edad Media, ya porque lo que estos contenían eran contrarios a sus intereses. La nobleza siempre opinó que debía ser el campesinado, los que cultivaban sus tierras, quien debía demostrar ser los auténticos poseedores; estos últimos opinaban lo contrario.
La redacción de la ley, en cualquier caso, era lo suficiente ambigua como para que se pudiera interpretar de diferentes formas. Cuando las Cortes de 1820 se reunión y restablecieron la legislación de las Cortes de Cádiz, la Comisión Primera de Legislación expuso que «Las dudas que motivan la consulta y los recursos dé los pueblos, nacen de la diversa y encontrada inteligencia que se le da al artículo 5.° del decreto». Para algunos, el artículo quinto implicaba que la conversión en propiedad privada solo se produciría si el señorío era solariego; si este iba acompañado de la jurisdicción implicaba que el señor ya no tenía derecho sobre la tierra. En cualquier caso, había que justificar la posesión de la tierra. El proyecto de ley aclaratoria de 1813, que no llegó a aprobarse, solicitaba claramente la demostración: «Para que los señoríos territoriales y solariegos se consideren en clase de propiedad particular deberán los poseedores acreditar previamente con los títulos de adquisición». El posterior dictamen del Tribunal Supremo del 27 de marzo de 1813 vino a considerar que tan solo se eliminaba la jurisdicción y dejaba sin validez aquello de los títulos de adquisición: «que no debía proceder la presentación de títulos, ni están los llamados señores obligados a presentarlos, bastándoles para continuar en la percepción de sus derechos y regalías la posesión en que se hallaban, en la que no pueden ser inquietados hasta ser vencidos en juicio». El disfrute de un señorío presuponía posesión sobre la tierra. Sea como fuere, no hubo tiempo de aplicarlo.
Por otro lado, en 1808, la deuda española alcanzaba la friolera cifra de siete mil millones de reales. Los dos gobiernos existentes, el de José I y el de las Cortes de Cádiz reunidas en 1810, tomaron medidas para paliarla. El primero, mediante el Decreto de 9 de junio de 1809, ponía a la venta bienes nacionales para la extinción de la deuda pública. Las Cortes, por su parte, establecieron un plan de ordenación de deuda y pago de la misma, recogido en el Decreto de 13 de septiembre de 1813, en el que igualmente se vendía patrimonio. Esta última, en realidad, ordenaba un torrente de decretos aprobados en los años anteriores. En el seno de las Cortes se produjo un amplio debate sobre cómo afrontar la deuda del país: la nobleza, que apenas tenía vales reales —títulos de deuda—, era partidaria de que el nuevo Estado liberal declarara la bancarrota y no reconociera la deuda anterior. ¡Solucionado el problema! Los diputados liberales y burgueses, que eran mayoría y portadores de títulos de deuda, no estaban dispuestos a que sus bolsillos se tocasen por mucho que defendieran un Estado liberal. Como clamaba Argüelles, secretario de Hacienda, hay que «ligar los intereses del ciudadano con los del gobierno». Como estaba haciendo José I y ya antes se había hecho en el país, la solución pasaba por la venta de bienes. Ya un decreto del 22 de marzo de 1811 ponía en venta edificios y fincas de la Corona para la obtención de dinero para financiar la guerra y ahorrar en el mantenimiento de estos. En este ya se establece la posibilidad de pagarlo con vales reales. De acuerdo a la memoria presentada por Argüelles, el 13 de septiembre de 1813 quedaba aprobado el decreto, en el que entre otras cuestiones, se establecían como bienes nacionales los confiscados a traidores, órdenes militares, conventos y monasterios suprimidos o destruidos, los sitios reales y de la corona y la mitad de los baldíos y tierras de realengo. Tras la guerra estos serían vendidos para amortizar deuda que se permitiría pagar con créditos contra el Estado; es más, se exigía que dos tercios fueron comprados con tal deuda.
Sin embargo, es de mayor trascendencia el Decreto de 4 de enero de 1813 relacionado con las tierras municipales: bienes de propios y comunales. El debate sobre esto se produjo desde la apertura de las Cortes. Frente a la venta, muchos fueron los diputados que se opusieron: Huerta aludía a que estos bienes eran el pilar donde descansaba «el gobierno económico y la política rural de los pueblos». Terrero se preguntaba «¿para quién sería el fruto de semejantes ventas?» El mismo contestaba: «para tres o cuatro poderosos». También se oponía al arriendo a largo plazo de tales tierras exponiendo la experiencia, pues seguiría beneficiando a tales poderosos. Pese a estas objeciones, el decreto se aprobó con el objetivo, de acuerdo a su preámbulo, de que tales ventas fueran «un auxilio a las necesidades públicas, un premio a los beneméritos defensores de la patria, y un socorro a los ciudadanos no propietarios». El artículo uno del mismo era claro y conciso: «todos los terrenos baldíos o realengos y de propios y arbitrios… se reducirán a propiedad particular». La mitad de estos se pagarían con deuda, con preferencia de aquella emitida después de 1808. La otra se repartiría entre los individuos que hubieran prestado algún servicio a la patria durante la guerra.
Respecto a los bienes de la Iglesia, muchos diputados eran de la idea de que más allá de la beneficencia y la educación, el resto de instituciones eclesiásticas debían ser suprimidas y su patrimonio nacionalizado y vendido. De hecho no pusieron ninguna objeción al decreto de 18 de agosto de 1809 de José I que suprimía «todas las órdenes regulares, monacales, mendicantes y clericales» y sus bienes pasaban a ser de la nación. El Decreto de las Cortes del 17 de junio de 1812 secuestraba los bienes pertenecientes a establecimientos eclesiásticos o religiosos extinguidos, disueltos o reformados. En realidad tenía carácter provisional, puesto que se pretendía devolverlos una vez acabara la guerra y se restableciera la normalidad; aunque entre muchos diputados se defendió la idea de que fuera permanente. Por su parte, la supresión de la Inquisición llevó al Decreto de 22 de febrero de 1813 que incautaba el patrimonio del Santo Oficio con el fin de venderlo posteriormente.
En cuanto a la desvinculación del patrimonio, las Cortes también eliminaron los mayorazgos en 1813, al menos aquellos que eran inferiores a tres mil ducados de renta anual. Por su parte, el Decreto de 8 de junio de 1813 establecía, para el fomento de la agricultura y la ganadería, que el propietario podía realizar con su propiedad lo que a bien tuviera: «Todas las dehesas, heredades y demás tierras de cualquiera clase, pertenecientes a dominio particular, ya sean libres o vinculadas, se declaran desde ahora cerradas y acostadas perpetuamente, y sus dueños o poseedor es podrán cercarla sin perjuicio de las cañadas, abrevaderos, caminos, travesías y servidumbres, disfrutarlas libre y exclusivamente o arrendar las como mejor les parezca, y destinarlas a labor, o a pasto, o a plantío, o al uso que más les acomode; derogándose, por consiguiente, cualesquiera leyes que prefijen la clase de disfrute a que deben destinar se estas fincas, pues se ha de dejar enteramente al arbitrio de sus dueños».
Nada de esto se llegó aplicar de forma efectiva. En 1814 el régimen liberal levantado en Cádiz ya no existía.
El Sexenio Absolutista
Fernando VII volvió al trono en 1814. Como es sabido, mediante un decreto dado en Valencia, este abolió la Constitución de 1812 y toda su legislación. Sin embargo, la normativa posterior precisó ciertas cuestiones, en concreto sobre los señoríos. En la Real Cédula de 15 de septiembre de 1814, el monarca absolutista establece «Que los llamados señores jurisdiccionales sean reintegrados inmediatamente en la percepción de todas las rentas, frutos, emolumentos, prestaciones y derechos de su señorío territorial y solariego y en la de todas las demás que hubiesen disfrutado antes del 6 de agosto de 1811, y no traigan notoriamente su origen de la jurisdicción y privilegios exclusivos, sin obligarles para ello a la presentación de los títulos originales…». El decreto básicamente lo que hace es mantener la supresión de la jurisdicción de los señoríos; en otros términos, las funciones de gobierno, como nombramientos de alcaldes y autoridades, pasaban a la corona reforzando la autoridad, más si cabe, del monarca y, por ende, del Estado. Por otro lado, da por hecho que el señorío jurisdiccional implica al mismo tiempo el señorío solariego, de ahí que no se requiera demostrar título alguno y, por tanto, se devuelve los derechos que poseían los señores sobre la tierra, aunque sin hacer alusión a la propiedad privada en el sentido liberal.
Por otro lado, Fernando VII mandó enajenar baldíos y realengos entre 1814 y 1820 para amortizar títulos de deuda pública. No obstante, tal medida careció de gran aplicación. El problema de la deuda, como se puede entender, no conocía ideología.
El Trienio Liberal
El restablecimiento de la Constitución gaditana en 1820 también conllevaba la entrada en vigor del resto de legislación que se había realizado en Cádiz. De nuevo se ponía sobre la mesa la cuestión de la tierra amortizada y vinculada.
El 3 de mayo de 1823, las Cortes aprobaron una ley aclaratoria que establecía que el campesinado no debería pagar a sus señores si estos no presentaban los títulos de propiedad. El decreto que eliminaba la jurisdicción volvía a entrar en vigor, pero seguía sin resolverse la cuestión de la propiedad. El artículo dos del decreto de 1823 expresaba: «Declárase también que para que los señoríos territoriales y solariegos se consideren en la clase de propiedad particular, con arreglo al artículo 5° de dicho Decreto, es obligación de los poseedores acreditar previamente con los títulos de adquisición que los expresados señoríos no son de aquellos que, por su naturaleza, deben incorporarse a la nación, y que se han cumplido en ellos las condiciones con que fueron concedidos, según lo dispuesto en el mencionado artículo, sin cuyo requisito no han podido ni pueden considerarse pertenecientes a propiedad particular». Por tanto, había que presentar los títulos, que solo podían ser originales, de lo contrario las tierras de tales señoríos pasarían a ser o de los propios municipios o de quienes las cultivaban. Lo esclarece mejor el dictamen de la Comisión que derivó en tal ley: «Al señorío no es inherente la propiedad del terreno ni al propietario la cualidad de señor: el dominio particular jamás se ha confundido con el señorío». Lo que se imponía era la visión del sector radical frente a los llamados doceañistas. Estos últimos, representados por Martínez de la Rosa, eran partidarios de la aclaración realizada en 1813. Sea como fuere, la ley no llegó a ponerse en funcionamiento una vez más. El régimen liberal cayó en 1823. En ello precisamente tuvo relación esta cuestión si observamos la rapidez con la que se derogó todo esto tras la entrada de los Cien Mil Hijos de San Luis: la Real Cédula de 15 de agosto de 1823, que dictó la Regencia (presidida por el duque del Infantado) en nombre de Fernando VII abolía la norma liberal. Fue ratificado por Fernando VII en el Decreto de 1 de octubre de 1823.
Además de la cuestión de los señoríos, el Trienio Liberal, una vez más, quería dar salida a la deuda estatal. El Decreto de 9 de agosto de 1820 indicaba que «la Junta nacional del crédito público procederá inmediatamente a la venta en subasta, conforme a las leyes, de todos los bienes que estén designados por los decretos y reglamentos de 1813, 1815 y 1818, incluyendo los de la extinguida Inquisición…». Es decir, se restablecía la norma creada por las Cortes de Cádiz el 13 de septiembre de 1813; aunque con la diferencia de que ya ni siquiera se admitía dinero en efectivo, tan solo títulos de deuda. La ley también ponía en vigor el Decreto de 4 de enero de ese mismo año sobre la venta de baldíos y bienes de propios para cuya puesta en marcha se creó la Orden de 8 de noviembre de 1820. Estas dos últimas fueron refundidas en el Decreto de 29 de junio de 1822. Además, por primera vez, los liberales pretendieron amortizar esta deuda con las tierras de la Iglesia, pues el Decreto de 1 de octubre de 1820 disolvía numerosas órdenes: «Se suprimen todos los monasterios de las Órdenes monacales, los canónigos regulares de San Benito, de la Congregación Claustral Tarraconense y Cesaraugustana, los de San Agustín y los Premostratenses; los conventos y colegios de las Órdenes Militares de Santiago, Calatrava, Alcántara y Montesa; los de San Juan de Jerusalén, los de San Juan de Dios y de Betlehemitas, y todos los demás de hospitalarios de cualquier clase, y Hospitalarios». Lo más importante, sus bienes «quedan aplicados al Crédito público».
En la Ley del 27 de septiembre de 1820 (y aclarada por el Decreto de 19 de junio de 1821) se eliminaban, por otra parte, las vinculaciones. Su artículo uno declaraba: «Quedan suprimidos todos los mayorazgos, fideicomisos, patronatos, y cualquiera otra especie de vinculaciones de bienes raíces, muebles, semovientes, censos, juros, foros o de cualquiera otra naturaleza, los cuales se restituyen desde ahora a la clase de absolutamente libres». Solo se podía enajenar la mitad del patrimonio presentando los títulos para aclarar la naturaleza de la propiedad de los bienes liberados. El resto debía ser dividido entre los descendientes que, evidentemente, podían venderlas si les placía.
La caída del régimen liberal en 1823 y el restablecimiento, una vez más, del absolutismo implicó no solo la eliminación de la legislación desamortizadora, sino también que los compradores quedaron despojados de los bienes adquiridos por este procedimiento. Tan solo fueron retornados a los compradores tras la muerte de Fernando VII de acuerdo a la Ley de 6 de junio de 1835.
Las Regencias: la desamortización de Mendizábal
Cuando el monarca murió en 1833, estalló la Primera Guerra Carlista (1833-1839). En apariencia, era un combate por quién debía sentarse en el trono: Isabel II, entonces menor de edad, o el hermano del rey, Carlos María Isidro. En el fondo era una lucha entre el liberalismo, partidario de la desvinculación de la tierra y que esta se transformara en propiedad privada, y el Antiguo Régimen, que abogaba por mantener la situación. Mientras la guerra tuvo lugar, el pacto entre la nobleza y la gran burguesía para apoyar a la joven reina permitió el establecimiento del Estado liberal de forma permanente en 1836.
De nuevo, la cuestión de los señoríos fue puesta en la palestra. En las Cortes, una vez restablecido el régimen liberal en el 36, hicieron otra vez acto de presencia los dos grupos con opiniones distintas sobre el destino de los señoríos: solicitar los títulos y demostrar el carácter solariego de estos o meramente transformar los señoríos en propiedad privada. Fernández Baeza defendía que «la posesión inmemorial es prueba de dominio tal que no admite prueba en contrario… ¿Qué título, qué razón tenemos para arrancarles esta propiedad o posesión que el tiempo inmemorial confunde?». Argüelles, en cambio, ironizaba: «¿Acaso los señores territoriales pertenecen a la clase media o a la clase inferior, cuyos negocios existen las más veces sólo en su cabeza? No señor, esas gentes no son como el vulgo, y en su casa hay varios domésticos y otros encargados de custodiar estos documentos. ¿Pueden acaso decir que se les han perdido?» El 12 de enero de 1837 la Comisión de Revisión de Decretos aprobó un dictamen que suponía el restablecimiento de la Ley Aclaratoria de1823. Más de ochenta diputados consiguieron que no se volviera a poner en vigor esta última, sino que se debía, como diría finalmente la Comisión, «cumplir con el deber de aliviar al pueblo, librándolo de gravámenes que no debe sufrir y manteniendo al mismo tiempo el sagrado derecho de propiedad».
Al final, tras intensas discusiones, el Decreto de 20 de enero de 1837 restablecía el del 11 y el del 23. Estos fueron aclarados por el del 26 de agosto de 1837 en el que se fijaba que «la presentación de títulos de adquisición para que los señoríos territoriales y solariegos se consideren en la clase de propiedad particular, sólo se entiende y aplicará con respecto a los pueblos y territorios en que los poseedores actuales o sus causantes hayan tenido el señorío jurisdiccional» (art. 1). En tales casos, decía el artículo segundo, «se consideran como de propiedad particular los censos, pensiones, rentas, terrenos, haciendas y heredades sitas en pueblos que no fueron de señorío jurisdiccional; y sus poseedores no están obligados a presentar los títulos de adquisición, ni serán inquietados ni perturbados en su posesión». Además añadía en el artículo tercero: «Tampoco están obligados los poseedores a presentar los títulos de adquisición para no ser perturbados en la posesión de los predios rústicos y urbanos y de los censos consignativos y reservativos que estando sitos en pueblos y territorios que fueron de su señorío jurisdiccional, les han pertenecido hasta ahora como propiedad particular». Tan solo la existencia de duda, es decir, que los pueblos o el campesinado reclamaran la propiedad, implicaba la presentación de los títulos u otro tipo de pruebas. En resumidas cuentas, se establecían las bases para que los señoríos, sin demostrar nada, pasaran a convertirse en propiedad privada de los antiguos señores. Las palabras de Martínez de la Rosa son esclarecedoras de lo que se pretendía: «arrancar hasta la última raíz del feudalismo sin herir en lo más mínimo el tronco de la propiedad».
Por supuesto, el establecimiento del Estado liberal, como ya había sucedido en el Trienio, eliminó definitivamente el resto de vinculaciones. En efecto, el Real decreto de 30 de agosto de 1836 suprimía «todos los mayorazgos y cualquiera otra especie de vinculación de bienes» y los convertía en bienes absolutamente libres, si bien, con el fin de impedir su desvalorización por una oferta excesiva, sólo permitía a los titulares de bienes vinculados enajenar la mitad. Sus sucesores ya podrían disponer de ellas con total libertad. La Ley de 19 de agosto de 1841, que declaraba en vigor todas las normas desvinculadoras anteriores (además de las citadas, algunas disposiciones de carácter complementario, como la Ley Aclaratoria de 29 de junio de 1821) daba validez a las enajenaciones de bienes vinculados realizados hasta esas fechas.
En cualquier caso, lo que destacó del periodo de las Regencias (la de Maria Cristina y la de Espartero) fue la desamortización de bienes de la Iglesia; su artífice fue el progresista Mendizábal, presidente del Consejo de Ministros entre 1835 y 1836 y, más tarde, ministro de Hacienda. Para cuando este llegó al Gobierno una amplia cantidad de tierras de la Iglesia habían pasado a manos del Estado: el 15 de julio de 1834 fue suprimida la Inquisición, el 4 de julio de 1835 la Compañía de Jesús y, en ese mismo mes, otro decreto suprimía conventos con menos de doce individuos y se declaraba que sus bienes pasarían a amortizar la deuda según el decreto de 25 de julio del 35. Ya con Mendizábal en el poder, el Decreto de 11 de octubre restablecía el del 1 de octubre de 1820 que disolvía cuantiosas órdenes religiosas. El del 8 de marzo del 36 y su reglamento del 24 de ese mismo mes y año suprimían todos los conventos y monasterios de religiosos varones y las casas de cualquier comunidad religiosa pasaban al monto de bienes que debía extinguir la deuda. El Real Decreto de 29 de julio del 37 modificaba este para ampliarlo a la supresión de conventos de religiosas. Con todos esos bienes, ya nacionalizados o por nacionalizar, en febrero de 1836 Mendizábal mandó a Maria Cristina de Borbón el decreto para la venta que fue firmado por esta el día 19: «Quedan declarados en venta desde ahora todos los bienes raíces de cualquiera clase, que hubiesen pertenecido á las comunidades y corporaciones religiosas extinguidas, y los demas que hayan sido adjudicados á la nación por cualquiera título ó motivo, y también todos los que en adelante lo fueren desde el acto de su adjudicación», rezaba el artículo primero. El pago se debía realizar «ó en títulos de la deuda consolidada, ó en dinero efectivo». La llamada desamortización de Mendizábal solo tenía de original que afectaba únicamente a la Iglesia.
No obstante, a los censistas de estas tierras, entre ellos enfiteutas y foreros, es decir, quienes cultivaban la tierra de conventos o monasterios suprimidos mediante censos, se les daba la oportunidad de redimir estos, de otra manera, adquirir la tierra, según el Real Decreto de 5 de marzo del 36: «Se declaran en estado de redención desde ahora todos los censos, imposiciones y cargas, de cualquier especie y naturaleza, que pertenezcan a las Comunidades de Monacales y Regulares, así de varones como de religiosas, cuyo monasterios o conventos hayan ya sido, o sean en adelante suprimidos, y sus bienes de todo género aplicados a la Nación y mandados vender por mi Real decreto del 19 del mes pasado». Pero se establecía el pago totalmente mediante deuda hasta la Real Orden de 28 de septiembre de 1836 que lo permitía en metálico. En cualquier caso, el precio que se estableció y los plazos eran insuficientes para que el campesinado pudiera adquirir la tierra que cultivaba. Todo esto sin contar con el océano de decretos que se enmedaban unos a otros cambiando procedimientos. No parece que se intentara facilitar el acceso a la tierra de quien la trabajaba.
La venta de estas tierras tenía, según Mendizábal, diversos objetivos. En la exposición de motivos a la Regente, el presidente del Consejo de Ministros indicaba que la venta de bienes era la forma para «dar una garantía positiva a la deuda nacional por medio de una amortización exactamente igual al producto de las ventas»; en otros términos, aminorar la deuda, que estaba creciendo debido a la Guerra Carlista. Seguía diciendo que era una forma para «vivificar una riqueza muerta; desobstruir los canales de la industria y de la circulación», algo que implicaba poner en cultivo nuevas tierras, mejorar los rendimientos, la creación de un mercado nacional y conseguir el capital que permitiría la industrialización del país. También buscaba «crear una copiosa familia de propietarios, cuyos goces y cuya existencia se apoye principalmente en el triunfo completo de nuestras altas instituciones»; dicho de otro modo, buscar apoyo social para Isabel II.
Si la cuestión sobre los señoríos levantó debate, más lo hizo la desamortización de Mendizábal. Los más radicales se oponían, no al despojo al clero, sino a la venta. El diputado Flórez Estrada, además de la opinión vertida en las Cortes, publicó en El Español un artículo el 28 de febrero del 36 titulado “Del uso que debe hacerse de los bienes nacionales”: «¿El gobierno debe pagar de una vez toda su deuda dando fincas en lugar de dinero, o convendrá que arriende en enfiteusis todas estas fincas y raparta su renta entre los acreedores? Hacer ver que el segundo método es el único justo, el único compatible con la prosperidad futura de nuestra industria, el único conveniente a los intereses de los acreedores, el único popular, y, por consiguiente, ventajoso al sostén del trono de Isabel II, el único que no perjudica a la clase propietaria, el único, en fin, por cuyo medio se puede mejorar la suerte de la desgraciada clase proletaria desatendida en todas épocas y por todos los gobiernos, en lo que me propongo hacer ver…». Como se aprecia, Flórez Estrada quería mejorar las condiciones del campesinado convirtiendo a muchos de ellos en arrendatarios, al mismo tiempo que el Estado tendría siempre una corriente de ingresos. No era una idea descabellada, ni mucho menos: mientras estuvieron en manos estatales la hacienda pública recibió más de seis millones de reales. Además, tal política disipaba el temor de que el carlismo ganara un mayor apoyo entre el campesinado.
¿Qué pasó con los bienes municipales en este periodo de minoría de Isabel II? El restablecimiento del decreto de desamortización de propios y baldíos apenas tuvo repercusión. La Real Orden del 24 de agosto de 1834 dejaba a los municipios que decidieran si debían enajenar estas tierras, es decir, el Estado no las nacionalizaba, sino que tan solo autorizaba su venta y fijaba el procedimiento. Los municipios, por tanto, optaron por no enajenar los bienes de propios porque no tenían ningún tipo de ventaja, pues la Real Orden del 3 de noviembre del 35 establecía como gran beneficiario de la venta al Estado y no a los ayuntamientos. Las pocas tierras municipales que se vendieron, en cualquier caso, fueron adquiridas por vecinos de los municipios.
Los moderados y los bienes de la Iglesia
Los moderados, incluso cuando se beneficiaron de la venta de bienes de la Iglesia, se convirtieron en los defensores de esta santa institución. Al principio, durante la Primera Guerra Carlista, argumentaron que, ante los efectos sociales que se preveían, el campesinado apoyaría la causa de Carlos María Isidro para mantener el Antiguo Régimen; tal y como comentaremos más adelante, no era un temor injustificado. No obstante, la lucha de los moderados ante todo se centró en los bienes del clero secular. La segunda ley de desamortización realizada por Mendizábal como ministro de Hacienda fue la del 29 de julio del 37 en la que se vendía también los bienes del clero secular, ya no solo para amortizar la deuda, sino para reformar la hacienda. Así, cuando en 1840 los moderados llegaron al poder, suprimieron la venta de estos bienes según indicaba la Ley del 16 de julio de ese año. Una vez que Espartero y, por tanto, los progresistas volvieron a manejar las riendas del Estado, la Ley de 2 de septiembre de 1841 restableció la venta, que modificaba algunos puntos respecto a la anterior, como que se pagara en metálico un diez por ciento a excepción de las fincas tasadas en menos de cuarenta mil reales. Con los moderados de nuevo en el poder a partir del 43, el primer gobierno de Narváez suspendió una vez más la venta de bienes de la Iglesia secular. De acuerdo al Decreto de 8 de agosto del 44, la Iglesia debía reconocer lo ya vendido. El Decreto del 3 de abril del 45 devolvía los bienes no vendidos, tanto del clero secular como del regular. Eso mismo se recogió en el Concordato de 1851: «Se devolverán desde luego y sin demora a las mismas, y en su representación a los prelados diocesanos en cuyo territorio se hallen los conventos o se hallaban antes de las últimas vicisitudes, los bienes de su pertenencia que están en poder del Gobierno y que no han sido enajenados». No obstante, se recomendaba que los prelados «procedan inmediatamente y sin demora a la venta de los expresados bienes por medio de subastas públicas, hechas en la forma canónica y con intervención de persona nombrada por el Gobierno de S. M. El producto de estas ventas se convertirá en inscripciones intransferibles de la deuda del Estado del 3 por 100,…» (art. 35). El papado, por su parte, se comprometía a que quienes hubieran adquirido tierras o bienes de la Iglesia «no serán molestados en ningún tiempo ni manera por Su Santidad ni por los sumos pontífices sus sucesores» (art. 41). Rubricado el acuerdo, se paralizó la venta de bienes de órdenes regulares.
El Bienio Progresista: la desamortización de Madoz
En 1854, los progresistas volvieron al poder. El nuevo Gobierno, presidido por el ya experimentado Espartero, inició el debate para una nueva desamortización tanto de bienes eclesiásticos como municipales. El diputado Antonio Collantes presentó una proposición de ley que pretendía no solo la desamortización de este tipo de bienes, sino también los bienes raíces del Estado: montes, minas, salinas, baldíos y realengos, bienes del patrimonio real. La proposición era tan extrema que el proyecto de Madoz parecía conservador, pese a que tampoco existía gran diferencia. No se puede descartar que eso, precisamente, era lo que se pretendía, que el proyecto de Madoz se observara como moderado.
Ante el proyecto de Madoz, los moderados no dudaron en iniciar la oposición y defensa sobre todo de la Iglesia, pues incluso en la Década Moderada ya se había propuesto la venta de las tierras municipales como deja ver un artículo proyectado en El Orden. Si los progresistas, además de saneamiento de la hacienda, lo justificaban con el interés general y la financiación del ferrocarril; los moderados, y en concreto Moyano, consideraban que era contrario al Concordato; alegaban, además, que había que respetar todo tipo de propiedad privada. Temían, además, que se produjera una alteración social y proponían, curiosamente, que los bienes de propios fueran entregados al campesinado con contratos de enfiteusis.
La ley de desamortización de Madoz, en realidad la Ley de Desamortización General, quedó aprobada el 1 de mayo de 1855. El artículo primero establecía una cuantiosa nómina de tierra susceptible de venta: «todos los predios rústicos y urbanos; censos y foros pertenecientes: Al Estado; Al clero; A las órdenes militares de Santiago, Alcántara, Calatrava, Montesa y San Juan de Jerusalén; A cofradías, obras pías y santuarios; Al secuestro del ex-Infante D. Carlos. A los propios y comunes de los pueblos; A la beneficencia; A la instrucción pública; Y cualesquiera otros pertenecientes a manos muertas, ya estén o no mandados vender por leyes anteriores». Tan solo el artículo segundo indicaba unas pocas excepciones, entre las que podemos destacar «Los terrenos que son hoy aprovechamiento común, previa declaración de serlo, hecha por el Gobierno, oyendo al Ayuntamiento y la Diputación provincial, oirá previamente al Tribunal Contencioso-Administrativo, o al cuerpo que hiciere sus veces, antes de dictar str resolución». En la práctica muchas veces las tierras comunales no se diferenciaron de los bienes de propios o los ayuntamientos, dominados por quienes tenían intereses en la compra de tales tierras, no tuvieron a bien solicitar la exclusión que permitía la ley. A diferencia de las anteriores desamortizaciones, los lotes de tierra se debían pagar en metálico; aunque esto fue enmendado menos de dos meses después: la Ley del 14 de julio de 1855 emitió deuda que solo podía comprar tierra desamortizada.
El título segundo de la Ley General de Desamortización trataba sobre la redención de censos. De nuevo, se tuvo que realizar aclaraciones. En la Ley de 27 de febrero de 1856 se establecía en el primer artículo: «Se declaran comprendidos en el art. 1 de la ley de desamortización los censos enfitéuticos, consignativos y reservativos, los de población, los treudos, foros conocidos con el nombre de «carta de gracia,» y todo capital, canon o renta de naturaleza análoga, pertenecientes a manos muertas, las que estén sujetas a la ley de 1 de mayo». Y el artículo segundo especificaba: «Se declaran como censos, para los efectos de esto ley, los arrendamientos anteriores al año 1800, que no excediendo de 1,100 rs anuales en su origen ó el año último, hayan estado desde la citada época en poder de una misma familia, aunque hubiesen sufrido alguna alteración en las rentas en épocas posteriores».
Respecto a las tierras de la Iglesia, el 23 de septiembre de 1856 se paralizó la venta de bienes del clero bajo el gobierno de O’Donnel, y se suspendió toda la ley de desamortización el 14 de octubre de ese año bajo el gobierno de Narváez. Cuando el primero se hizo cargo del gobierno otra vez, el Decreto del 2 de octubre de 1858 la restableció, pero eliminando los bienes de la Iglesia.
Consecuencias de la desamortización
Del conjunto de desamortizaciones, las de Mendizábal y Madoz fueron las que perduraron en el tiempo; las que se ejecutaron. Sus dimensiones se pueden apreciar en cifras: la primera vendió más de cuatro millones de hectáreas pertenecientes, casi en exclusiva, al clero por un valor de 4.445 millones de reales. La de Madoz, por su parte, vendió alrededor de diez millones de hectáreas de las tierras de los municipios en su gran mayoría hasta la Restauración, lo que supone el 20% del territorio nacional y el 40% de la tierra cultivable; el valor de las ventas ascendió 8.200 millones de reales, el doble que la de Mendizábal.
Lo que no cambió en absoluto con tales operaciones fue la estructura de la propiedad de la tierra. En general, lo único que sucedió, por una parte, fue que la nobleza convirtió sus señoríos en propiedad privada. A mediados del siglo XIX, de los veintidós primeros contribuyentes por propiedad territorial, tan sólo dos no estaban titulados. En 1932, de acuerdo a los datos del Instituto de Reforma Agraria, el principal poseedor de tierra era el duque de Osuna, para aquel momento ya arruinado, y el de Medinaceli, quien contaba con más de 70.000 ha.; dos familias de rancio abolengo. Tampoco podemos decir que fuera sencilla esa autoconversión de señoríos en propiedad privada que, en definitiva, recogían las normas. En Castilla, la tierra se arrendaba al campesinado a corto plazo; por tanto, los señores no tenían gran problema en justificar la propiedad. Sin embargo, resultaba más difícil reclamarla allí donde los arrendamientos o censos eran a largo plazo, en forma de enfiteusis o de foro, como en la Corona de Aragón, Galicia y Asturias. En tales lugares existía la duda de si los pagos que realizaba el campesino eran en concepto de arrendamiento o como impuestos relacionados con la extinta jurisdicción. De esta forma, los enfiteutas salieron en muchos casos beneficiados, como por ejemplo en Valencia. El campesinado luchó para que se les reconociera la propiedad de la tierra que cultivaban: los tribunales se llenaron de pleitos que se alargaron hasta principios del siglo XX; pero, como era de esperar, las sentencias casi siempre fueron favorables a los antiguos señores: de las 128 sentencias emitidas por el Tribunal Supremo, el 87% fue a favor de la nobleza. En el caso de las tierras de la Iglesia, como denunció Antonio Flores, «las ventas de los bienes nacionales no se han hecho de manera que salgan de las manos muertas a las vivas, sino para echarse el muerto de un mostrenco a otro más mostrenco aún. Esto es, para pasar de la comunidad de los frailes a la comunidad de los bolsistas. Así lo han querido las exigencias políticas, verdaderas madrastras de los principios económicos y de toda buena administración». En resumen, cuatro millones de hectáreas pasaron de estar en manos de la Iglesia a estar en posesión de la gran burguesía, quien incluso logró comprar varios lotes, ya de por sí extensos, aumentando el latifundismo ya existente en el sur de España. Benefició, en cualquier caso, a los cascos urbanos, pues quedaron libres abundantes solares pertenecientes a los conventos, muchos de los cuales incluso se derruyeron, en donde pudieron construirse plazas, teatros, mercados, etc.
¿Cuáles fueron los efectos sociales? Cuando Mendizábal justificó su desamortización, este expuso que para conseguir apoyos sociales para la entonces joven Isabel II frente a su tío Carlos Maria Isidro, que le disputaba el trono, se buscaba crear una amplia capa de propietarios. Puede ya sospecharse, por lo dicho, que no se consiguió: la realidad es que los principales adquirentes pertenecían a la gran burguesía de negocios —en su mayoría urbana y madrileña—, tal y como ya se denunció en el Trienio Liberal que pasaría, que consiguió cumplir su sueño de convertirse en terratenientes y emular a la nobleza. Esta última, a los que al parecer no les valía con sus ya extensos patrimonios territoriales, también se encuentran entre los compradores de tierras de la Iglesia. La gran mayoría de las familias que componían la oligarquía económica del país al final del siglo era terrateniente con propiedades en diversas partes del país.
Se suele decir que Mendizábal, pese a su declaración de crear esa capa de propietarios, solo buscaba beneficiar a las clases altas. Quizás no era mera hipocresía por parte del político progresista, sino una sincera creencia: cuando en El Orden los moderados publicaron un proyecto para la venta de los bienes de propios, Mendizábal escribió en contra de este precisamente alegando que unos pocos adquirirían estas fincas y quedarían excluidos los vecinos de los pueblos. ¿Cómo se explica que todas las medidas de la desamortización de este, y luego en la de Madoz, se encaminaran a lo contrario, así como que no se prestara atención a propuestas como la de Flórez Estrada, que continuamente resurgió a lo largo del siglo XIX (Pi i Margall desde el poder expuso un proyecto en el que en esencia se recogía este proyecto)? La respuesta es sencilla: la necesidad de dinero inmediato por parte del Estado para hacer frente a la acuciante deuda y la Primera Guerra Carlista en el caso de Mendizábal; de nuevo la deuda y la búsqueda de financiación para el ferrocarril en caso de la de Madóz (1,3000 millones de reales vertió el Estado en las compañías del ferrocarril entre el Bienio Progresista y la Revolución del 68). Así se entiende que se estableciera un sistema de ventas que en poco beneficiaba a las clases bajas: el pago con títulos de deuda, de la que evidentemente eran portadores ante todo la burguesía. También la subasta de grandes parcelas que solo podían ser compradas por grandes fortunas. Es cierto que el decreto de desamortización de Mendizábal recomendaba que las propiedades se dividieran en lotes con precios que pudieran ser adquiridos por compradores modestos; sin embargo, todo esto se dejó en manos de los municipios, que en muchos casos lo omitieron, además de que la ley permitía que el comprador solicitara la tasación de fincas y su inmediata subasta, lo que en muchos casos impedía que, por falta de información, se presentaran a estas más compradores.
No obstante, los procesos de desamortización no estaban viciados en su conjunto ni se malvendieron las tierras como a veces se ha criticado, lo que no quiere decir que hubiera en muchos casos compras irregulares o maniobras que bordeaban la ilegalidad. La tendencia fue a que las subastas se realizaron con bastante transparencia y los datos nos muestran que entre los compradores hubo modestas economías. La de Madoz, al permitir el pago en metálico, y existiendo para la gran burguesía otros negocios más lucrativos en aquel momento, parece que permitió que fuera en mayor medida las clases medias (abogados y funcionarios) y bajas quienes pudieron comprar tierras. Sobre todo hay que tener en cuenta que la de Madoz permitía la redención de censos de una forma más beneficiosa para el campesinado que la de Mendizábal: esta última básicamente solicitaba la renta de sesenta y seis años, algo inasumible para buena parte de los labradores.
Si otro de los objetivos de convertir la tierra en propiedad privada era el de mejorar la agricultura, tal y como se buscaba desde la Ilustración, la realidad es que mucha de esa burguesía no invirtió en sus propias tierras: unos las compraron para especular, otros buscaban ser meramente rentistas u obtener el mayor beneficio de los cultivos mediante la contratación de jornaleros por muy bajos salarios. El campesinado, por sí mismo, no podía modernizar las explotaciones. La reforma agraria liberal no vino acompañada ni impulsó, como creía Mendizábal, una revolución industrial que hubiera asumido a esa masa campesina. Esto provocó que los propietarios no sintieran la necesidad de invertir y tecnificar sus campos, pues esa extensa y barata mano de obra conseguía beneficios para el propietario con el sudor de su frente por míseros jornales. El campesinado, en general, vio empeoradas sus condiciones de vida: hubo un ligero incremento de los arrendamientos y estos tendieron a hacerse a corto plazo; los salarios de los jornaleros disminuyeron conforme la masa de estos trabajadores aumentaba. Las corporaciones locales quedaron arruinadas, incluso cuando se les dio títulos de deuda por las tierras vendidas, pero estos se devaluaron rápidamente. De esta forma, los ayuntamientos redujeron la cobertura social, que por mínima que fuera, paliaba las consecuencias que provocaban los periodos de hambre u otro tipo de calamidades. La financiación de los ayuntamientos tan solo se pudo hacer aumentando la presión fiscal sobre la población, a lo que se sumaban los impuestos establecidos por el Estado liberal.
Respecto a la producción agraria, como hemos visto, no hubo ninguna inversión para aumentar la productividad. Si la producción creció fue debido a que se pusieron en cultivo un mayor número de tierras, sobre todo con la desamortización de Madoz, que vendió muchos baldíos y montes. No obstante, la ganadería se vio afectada en tanto que, una vez convertida la tierra en propiedad privada y se roturaron tierras sin cultivar, el pasto se redujo y, por tanto, la cabaña ganadera.
¿Qué pasó con la deuda? La desamortización en general tuvo siempre como principal objetivo acabar con la deuda. Se estimaba que esta era de unos 5.000 millones de reales en época de Mendizábal y que la tasación de las tierras susceptibles de venta era de unos 8.000. El pronóstico era bueno. En total, entre 1836 y 1849 se vendieron tierras por valor de 4.500 millones de reales según Fontana, lo que parece que la deuda podría haber quedado amortizada; no fue así. La razón, los Gobiernos siguieron emitiendo deuda ante una reforma de la Hacienda insuficiente. Treinta y cinco años después del inicio de la desamortización de Mendizábal, España poseía tres veces más deuda, cuyo interés suponía el 85% de los ingresos anuales. En la última parte del reinado de Isabel II la deuda pasó de 14.000 millones de reales a 22.000, pese a las enormes ventas de la desamortización de Madoz. A principios del siglo XX, la deuda era de 12.300 millones de pesetas. Por supuesto, la recaudación por impuestos no aumentó, pues como ya hemos indicado, el cambio de manos de la tierra no suscitó un aumento de la producción. Los propietarios, por otro lado, hicieron todo lo posible por eliminar de los registros sus propiedades: entre el censo de 1869 y el de 1877 la población se incrementó en medio millón, pero desaparecieron 750.000 casas. En 1869, Figuerola declaraba ante las Cortes que «hay once millones de hectáreas y medio millón de casas —además de catorce millones de cabezas de ganado— que la administración de hacienda no encuentra, aunque las busca».
En conclusión, la desamortización y la desvinculación de la tierra benefició a la oligarquía económica, ya antigua nobleza ya burguesía. Empeoró en general la situación del campesinado, especialmente cuando no se produjo una industrialización en España que hubiera asumido esa mano de obra rural. El cambio de manos de la tierra no implicó una mejora en la producción, más allá de roturar nuevos terrenos. Del mismo modo, pese a que fue el principal argumento para ejecutarla, la desamortización no puso fin a la deuda, que se incrementó sin freno a lo largo de todo el siglo XIX.
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