La caida del Imperio romano de occidente
Tras la breve reunificación del Imperio romano en manos de Teodosio, finalmente este fue dividido en el 395 entre sus dos hijos: Arcadio y Honorio, el primero de dieciocho años, y el segundo de diez. Ambos con el apoyo de hombres fuertes, que en definitiva llevaron el Imperio.
Honorio, que había recibido la parte occidental del Imperio, fue tutelado por el magister utriusque militiae, Estilicón, quien será el autentico protagonista, y que intentó mantener unido el Imperio. Sin embargo no lo conseguiría, la corta edad de ambos emperadores no hacía posible la existencia de un Augusto senior que llevara las riendas de la unidad, a lo que se sumaba las propias aspiraciones de otros personajes, como los prefectos del pretorio Rufino y Eutropio, quienes recelaban de Estilicón por su origen semibárbaro.
Además, ambas mitades del Imperio comenzaron a tener problemas entre sí. El principal de ellos fue ocasionado por los godos, que pese al foedus seguían creando inestabilidad al Imperio oriental. Éste, para solucionarlo, presionaron a los godos de Alarico hacia el Ilirico. Es decir, mandaron el problema al Imperio de occidente. Mientras Occidente tomaba una actitud se asimilación de los bárbaros, Oriente torno en una línea totalmente antibárbara.
Ello hizo que Occidente entrara en un proceso de «barbarización», en donde el ejército, incluido las escalas de mando, era controlado por bárbaros que se habían romanizado de una forma bastante grotesca. Sin embargo, la integración de estos era una necesidad, en un Imperio que había sufrido una considerable crisis demográfica, pero que al mismo tiempo necesitaba de un mayor ejército para defender sus fronteras.
De hecho, la necesidad de defender las fronteras ha llevado a pensar a muchos historiadores que fue una de las causas de la crisis del Imperio. Desde la fundación de Roma los territorios se habían ido ampliando, y los botines de guerra suponían una amplia fuente de riqueza para los romanos, así como de esclavos. En el momento en que se pasó a defender unas fronteras fijas, el Imperio tuvo que adaptarse a unas nuevas circunstancias, que no llegaron a asimilar del todo.
Volviendo a la narración de los hechos, la primera gran amenaza bárbara que encontró Estilicón fue en el 400, cuando vándalos y alanos entraron en Retia y Nórica, y en el 405 junto con los ostrogodos llegaron hasta el valle del Po y la Toscana, donde Estilicón logro frenarlos. En el 406 la amenza será mayor. Ese año, el 31 de diciembre, las bajas temperaturas hizo que el Rhin se helara, permitiendo que fuera cruzado por un amplísimo contingente de vándalos, alanos, suevos y burgundios, que se dedicaron durante años a saquear la Galia ante la impotencia del gobierno imperial.
En Britania, en donde nunca se llegó a controlar la isla en totalidad, las cosas no fueron mucho mejor, y prácticamente se abandonó a su suerte. La necesidad de un ejército que hiciera frente a los barbaros que habían penetrado en la Galia, hizo que todos los hombres acantonados en la isla pasaran al continente. Las aristocracias locales, poco romanizadas, y de origen celta, tuvieron que hacer frente a la presión de pictos, sajones y escotos.
A todo ello se sumaba el asesinado de Estilicón en el 408, lo que quitaba al Imperio un buen general. Desde la Galia, suevos y vándalos penetraron en la Península Ibérica. Y en el 410 se producía un hecho de gran importancia. Los visigodos comandados por su rey Alarico, que habían penetrado en Italia tras la muerte de Estilicón, saquearon la ciudad de Roma, lo que hizo que la romanidad se estremeciera. La ciudad inmortal había sido injuriada, hecho que no se producía desde el saqueo galo del 390 a.C. El hecho hizo que San Agustín escribiera aquello de «Dios escribe derecho con renglones torcidos» para justificar las invasiones bárbaras sobre el Imperio cristiano.
La gran fuerza de los visigodos hizo que finalmente Honorio pactara un nuevo foedus en el 418, asentándolos en Aquitania, en donde prácticamente se les reconocía un reino. Pero de esta forma, no solo se solucionaba el problema visigodo, sino que harían frente a los pueblos que se encontraban en la Galia e Hispania.
Aunque para aquel entonces, los vándalos habían cruzado el estrecho de Gibraltar y sometieron el norte de África, y con ello la pérdida del control del cereal, que era necesario para el mantenimiento de Roma. La solución fue la realización de otro foedus con los vándalos, y el reconocimiento de un nuevo «reino» bárbaro dentro del Imperio, esta vez en África.
El problema aún estaba por venir. Los hunos, que procedentes de las estepas -y que no eran germanos- habían avanzado hasta la frontera del Rhin. De hecho, su empuje había sido una de las causas del movimiento de muchos de los pueblos hacía el Imperio, como los visigodos. Pese a que el problema huno había estado antes en Oriente, la diplomacia de este Imperio los lanzó hacia el occidental.
Atila, rey de los hunos, consiguió aglutinar a los hunos bajo su mando, lo que creo un problema mayor. Sus ejércitos penetraron en la Galia, en donde Aecio, jefe del ejército romano de Occidente bajo Valentiniano III, los derrotó en los Campos Cataláunicos en el 451. Sería la última victoria romana -con un ejército romano integrado básicamente por bárbaros, de ahí que Aecio sea conocido como el último romano- en un Imperio que le quedaban pocos años de vida, y que controlaba poco más que Italia.
Aecio y Valentiniano III morían poco después de esta victoria, y los veinte años siguientes los emperadores se limitaron a tener un título de un imperio que ya no existía en la práctica. Diversos jefes militares, de origen germano, protagonizaron la lucha por el poder. Finalmente, uno de estos jefes, Odoacro -un hérulo, del conglomerado de los hunos- depuso al último emperador de Occidente, Rómulo Augústulo, en el 476. Las insignias imperiales fueron enviadas a Constantinopla como símbolo de la desaparición del Imperio.
El 476 ha sido tomado por los modernos historiadores como el momento en que comienza la Edad Media. Evidentemente ello es tan solo una mera división de dos etapas históricas. El destronamiento del último emperador no supuso ningún tipo de cambio social, ni económico, de la noche a la mañana. El Imperio no se había deshecho en un día, había sido una agonía larga.
Pero ¿qué había causado esta agonía?. Las teorías son muchas y variadas. Hacia finales del siglo XVIII, Gibbon, E. consideraba al cristianismo culpable de la caída del Imperio, una teoría demasiado radical que no puede encajar, sobre todo si tenemos en cuenta que el Imperio fue para el cristianismo la herramienta de la propagación de la nueva fe.
Casi un siglo después, Seek consideraba que el Imperio había decaído por la «eliminación de los mejores». Aunque se pudiera entender como la lucha entre la clase dirigente, que eliminaron a valiosos políticos y generales, Seek realmente lo que introduce es un elemento biológico, considerando que la clase dirigente no se había mantenido en una pureza de clase.
Ya a principios del siglo XX, Rostovtzeff mantenía la idea de que había existido una lucha entre campesinado y «burguesía» urbana. Evidentemente la interpretación de este historiador ruso se hacía de acuerdo al marxismo y a la revolución rusa de 1917. También el materialismo histórico consideraba que la sociedad esclavista, y los movimientos de estos, habían acabado con el Imperio. Evidentemente ni una ni otra teoría se realiza bajo el punto de vista de las pruebas.
Superadas todas estas teorías, hoy en día dos son las que se barajan: enfermedad o asesinato. La primera, expuesta primeramente por Lot, considera que el Imperio tenía toda una serie de males en su interior que no llegaron a solucionarse, pese al esfuerzo de muchos de los emperadores que alargaron la vida del Imperio con sus reformas. Sin embargo, la presión bárbara asestó el golpe final al agonizante Imperio.
La teoría del asesinato presupone, según Piganiol, que el Imperio se encontraba en todo su apogeo cultural, y por tanto el asalto de los barbaros acabó con el Imperio. Esta teoría entraría en lo que se ha venido a llamar la Antigüedad Tardía, un periodo que se había iniciado con Diocleciano y que dura hasta Justiniano. Con ella se trata de demostrar que este periodo no es de crisis, tal y como se había creído.