La Segunda República (II): el Bienio Derechista
En 1902 hubo una huelga general en Barcelona. En las Cortes, el diputado Alejandro Lerroux, en un discurso que escandalizó a los grupos monárquicos, defendió a los obreros: La huelga general es la única arma que, frente a toda una sociedad burguesa, que tiene un ejército organizado para conservar la presente organización social, posee el proletariado para triunfar en sus luchas económicas. Cuando treinta y dos años después él y el Partido Radical se hicieron cargo del Gobierno de la República, después de haber colaborado en la construcción de la misma, el viejo Lerroux olvidó todas sus diatribas revolucionarias, obreristas y anticlericales. Se sabía, desde hacía mucho tiempo, que Lerroux no era de fiar. Un mero populista que se había enriquecido y que ansiaba el poder.
5. Las elecciones de noviembre de 1933
Lerroux alcanzó su gran sueño, el de presidir el ejecutivo, gracias al presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, quien destituyó a Manuel Azaña de la presidencia del Gobierno en septiembre de 1933, pese a que este mantenía el apoyo de la mayoría de las Cortes. Dio entonces el Gobierno a Lerroux, que contaba con el segundo grupo parlamentario mayor tras el PSOE, pero insuficiente como para que las Cortes le refrendaran. Tan solo un mes duró su primera experiencia al frente del gabinete. Alcalá Zamora tan solo le quedó hacer uso de sus prerrogativas constitucionales y convocar elecciones.
Las elecciones generales tuvieron lugar en noviembre de 1933. En esta ocasión la victoria fue para el centro derecha y la derecha. Esta última era no republicana. La CEDA, el principal partido de este último sector ideológico, se convirtió en el partido mayoritario con más de un centenar de diputados (115), pero insuficientes para tener la mayoría absoluta. Le seguía de cerca el Partido Radical, que mantenía su grupo parlamentario con pocos más diputados que en las anteriores elecciones (102). Ambos partidos, junto con los otros grupos de la derecha, sumaban más de la mitad de la cámara. El PSOE, antes el grupo mayoritario, perdió la mitad de los escaños, y más o menos lo mismo sucedió con el resto de grupos de la izquierda. En cualquier caso, el número de grupos políticos aumentó, y los partidos en los extremos apenas tenían representación: Falange consiguió un diputado (el escaño de Jose Antonio Primo de Rivera), los mismos que consiguió el Partido Comunista de España.
¿Cómo pudo cambiar la orientación del parlamento de tal manera? El resultado no se debía a que las mujeres, que acababan de estrenar su derecho al voto, hubieran votado a la derecha, como algunos ya habían pensado años atrás y como ha mantenido una parte de la historiografía, sino porque la derecha se presentó organizada a las elecciones y en coalición: la CEDA agrupaba a una gran cantidad de partidos de derecha y, además, presentó listas conjuntas con el Partido Agrario, Renovación Española y los carlistas, formando una coalición conocida como Unión de Derechas y Agrarios. En cambio, los partidos republicanos y los socialistas se presentaron por separado, a diferencia de lo que ocurrió en las elecciones de 1931. Esta cuestión era importante, pues, si sumamos los votos de derecha e izquierda, el resultado es que los primeros obtuvieron 3.345.504 votos y recibieron 212 escaños. En cambio, los grupos de izquierda sumaban 3.375.432, pero solo alcanzaron 99 escaños. La ley electoral beneficiaba, claramente, a las coaliciones.
Podemos sumar también que la CNT llamó a la abstención durante la campaña electoral, lo que hizo que el potencial electorado de la izquierda, en concreto del PSOE, se quedara en casa. La CNT incluso pretendía que la derecha ganara, ya que pensaban que entonces el pueblo se concienciaría para levantarse contra el Estado y establecer el ansiado comunismo libertario.
6. El Bienio Derechista: los Gobiernos radicales
La victoria de la derecha daba lugar a una nueva fase en la corta historia de la República: el Bienio Derechista, que se extiende desde noviembre de 1933 a enero de 1936.
Inauguraba el periodo un levantamiento anarquista. Los anarquistas creían que los obreros y campesinos reaccionarían ante la derecha en el poder. La CNT organizó la insurrección en Zaragoza, pero más allá de esta ciudad y pueblos de la región, el levantamiento tan solo encontró seguimiento por zonas aisladas de la geografía española. El ejército y las fuerzas de seguridad se encargaron una vez más de poner fin al intento de levantamiento que se saldó con 75 muertos y otros tantos heridos. La represión por parte del Gobierno fue mayúscula y las cárceles se llenaron de anarquistas hasta el punto que la CNT quedó desorganizada durante los años siguientes.
La cuestión, en cualquier caso, era la formación de Gobierno. Sin mayorías, el ejecutivo debía estar formado por diversos partidos, pero Alcalá Zamora se negó a que la CEDA (partido con más diputados) formara Gobierno e, incluso, que entrara en el mismo, pues no habían declarado públicamente su adhesión a la República. Así, Lerroux formó Gobierno con miembros de su partido y otros del centro derecha, pero difícilmente se podía sostener si las Cortes no le daban su confianza. La CEDA estaba dispuesta a darle ese apoyo, pero el precio era iniciar un programa rectificador de la legislación anterior. Lerroux prefirió la presidencia a mantener las leyes progresista, una legislación en la que, en parte, había contribuido el propio Partido Radical. Era cierto, por otro lado, que si bien Lerroux quería modificar parte de la legislación anterior, no pretendía acabar con toda ella, pero la necesidad de apoyo parlamentario hizo que se plegara a las exigencias cedistas. La paradoja era mayúscula: el partido republicano más antiguo de España y que siempre había mostrado una política anticlerical pactaba con un partido católico, la CEDA, que había ido en coalición con los partidos monárquicos. Para la CEDA, mantener la República o no era indiferente mientras se acabara con la legislación que dañaba los intereses de la oligarquía y la Iglesia.
La CEDA, como ya había manifestado años antes, pretendía usar la vía parlamentaria para acabar con todas las reformas, entrar más tarde en el Gobierno e, incluso, presidirlo; finalmente, cambiar la constitución, como manifestó Gil Robles en un discurso ante las Cortes, a lo que añadía “no tenemos prisas de ningún género”. “Todo ideal se realiza por etapas”, llegó a declarar en una entrevista en Renovación, en donde también advertía que en caso de que este plan fallara, “deberemos buscar otras soluciones”, es decir, el golpe de Estado, y ya lo justificarían después diciendo “al pueblo que no sirve para nada la vía de la democracia”.
Así pues, entre noviembre de 1933 y octubre de 1934, las nuevas Cortes iniciaron el programa rectificador que paralizó todas las medidas progresistas e incluso la mayor parte del tiempo se estableció el estado de alarma para suspender derechos constitucionales. En concreto, 222 días de los 315 en que los radicales estuvieron en solitario en el Gobierno las garantías constitucionales estuvieron suspendidas. Se paralizó la Reforma Agraria y toda la legislación en materia laboral. No solo eso, sino que además se aprobaron derechos pasivos para el clero, al que tanto el líder radical había atizado en su juventud, aunque tal medida era anticonstitucional. Se suprimió la construcción de colegios públicos y se permitió que las órdenes religiosas siguieran dedicándose a la enseñanza. Se estableció la censura, secuestros de publicaciones, limitación del derecho de reunión y asociación, se declararon ilegales multitud de huelgas, se protegieron las actividades fascistas y monárquicas, los empresarios y terratenientes empezaron a bajar los salarios, y se suprimieron ayuntamientos socialistas democráticamente elegidos. Los trabajadores y jornaleros eran despedidos, especialmente sindicalistas, y su situación económica empeoró más al mismo tiempo que el paro subía. ¡Comed república!, gritaban los terratenientes, según Manuel Azaña, quien también escribió que “la Guardia Civil se atrevía a lo que no se había atrevido nunca. La exasperación de las masas era incontible. Los desbordaban. El Gobierno seguía una política de provocación, como si quisiera precipitar las cosas”.
7. La revolución de octubre de 1934
Precipitar las cosas era lo que la CEDA pretendía. A finales de año este partido pretendía ya entrar en el Gobierno y, como hemos dicho, tenía como meta presidirlo. Para ello tan solo tenía que provocar continuas crisis, lo que provocó que durante el Bienio Derechista hubiera multitud de Gobiernos y ministros entrando y saliendo de las carteras ministeriales.
La primera de las grandes crisis llegó en abril. Las Cortes aprobaron la amnistía para los responsables de la Sanjurjada. Alcalá Zamora, como Jefe del Estado, debía ratificar la ley, pero se opuso a ello y pretendió devolverla a las Cortes, pero el Gobierno no lo aceptó. La CEDA amenazó con quitar el apoyo al Gobierno radical e incluso quiso destituir al presidente de la República. Lerroux, entonces, dimitió. Samper, también radical, formó un nuevo Gobierno en donde tampoco estaba la CEDA. Varios diputados y miembros del Partido Radical estaban abandonado ya el partido por la deriva derechista de este. Entre las bajas más sonadas estaba la del segundo de Lerroux, Martínez Barrio, que se declaró de izquierda y formó Unión Republicana. Los radicales quedaban todavía más encadenados a la derecha no republicana para mantenerse en el Gobierno y, de nuevo, la CEDA abrió una nueva crisis el 1 de octubre. Gil Robles retiró a Samper su apoyo en Cortes por las negociaciones con la Generalitat y la ley Ley de Contratos de Cultivos que había promulgado Lluis Companys, que se había declarado inconstitucional.
Samper acabó dimitiendo. Alcalá Zamora tan solo tenía dos posibilidades: convocar de nuevo elecciones, la segunda y última vez que la constitución le permitía hacer tal cosa, o aceptar que la CEDA entrara en el Gobierno como solicitaba Gil-Robles. El presidente de la República no quería disparar el último cartucho y prefería reservarse la convocatoria de elecciones para más adelante. Así, aceptó que Lerroux formara de nuevo un Gobierno, el cuarto en menos de un año, en donde tendrían cabida tres ministros de la CEDA.
Gil-Robles quería precipitar que los socialistas se lanzaran a la Revolución. Según declaraba el líder de la derecha “más pronto o más tarde habíamos de enfrentarnos con un golpe revolucionario. Siempre sería preferible hacerle frente desde el poder, antes de que el adversario se hallara más preparado”. Esa supuesta revolución fue una profecía autocumplida, pues los socialistas nunca habían manifestado gran entusiasmo por la revolución, pero comenzaron a amenazar con ella cuando la CEDA y su líder realizaban declaraciones del tipo “estoy a la espera de todo el poder”, que eran calificadas de fascistas por la izquierda. Durante el verano de 1934, las juventudes de Acción Popular se convirtieron en auténticas milicias (sumándose a las de los partidos más a la derecha) con la pretensión de romper huelgas y mantener funcionando servicios públicos esenciales. La parafernalia de las mismas copiaba la estética nazi, partido que había llegado hacía un año al poder en Alemania. El discurso de la CEDA se hizo más violento, y en un mitin realizado en Covadonga llamaban a reconquistar España.
Ante todo esto y ante el temor a una fuga de afiliados hacia las posiciones más radicales de la CNT, el PSOE creyó que la amenaza de la revolución social haría que Alcalá Zamora se mantuviera en su idea de impedir la entrada de los cedistas en el gabinete, al mismo tiempo que podían movilizar a su electorado. Destacados miembros socialistas empezaron a inflamar sus discursos con la revolución, así Indalecio Prieto afirmó que desencadenarían la revolución “ante las ambiciones dictatoriales” de Gil-Robles. Desde el Socialista, día sí y día también, se destacaba que las milicias socialistas estaban listas para emprenderla si así sucedía: “La responsabilidad del proletario español y de sus cabezas pude ser enorme. Tenemos nuestro ejército a la espera de ser movilizado”, decía uno de los editoriales del dicho periódico, que también preguntaba en otro si se quería “reconquista la República para situarla de nuevo en el 14 abril” o que, tras haber intentado la vía de participación con el Gobierno burgués, había que superar esa formula. Este planteamiento, el de dejar de colaborar con los partidos republicanos, ya se dejó ver en los últimos meses del Gobierno de Manuel Azaña en 1933.
Pero el 4 de octubre de 1934 Alcalá Zamora dejó que la CEDA entrara. Largo Caballero se negaba en las primeras horas del día a creer que el presidente de la República hubiera permitido tal cosa. No era ningún rumor, era cierto. Entonces los socialistas tenían que cumplir con su amenaza. Ese mismo día se llamó a la huelga general, con la que se pretendía que el presidente de la República reculara. No lo hizo y el órdago socialista se desvaneció rápidamente. El comité revolucionario de Largo Caballero era mera apariencia. No tenía ningún plan para tomar el poder, ni esas milicias estaban lideradas, ni organizadas ni, mucho menos, armadas. La huelga general fue, precisamente, una huelga en la que los trabajadores no fueron a sus puestos de trabajo y fue rápidamente desactivada por las fuerzas del orden. Mientras las fuerzas de seguridad del Estado siguieran obedeciendo al Gobierno, cualquier revolución estaba abocada al fracaso.
En el caso de la Generalitat catalana, su presidente, Companys, se vio forzado a proclamar la República catalana dentro del Estado federal español. Por supuesto, un Gobierno burgués no iba a dar a los trabajadores, por muy catalanes que fueran, armas para defender la recién proclamada república. Diez horas después, la Generalitat al completo estaban en prisión (además de suprimirse la autonomía días después), así como Manuel Azaña, que pasaba unos días en la ciudad condal cuando tuvieron lugar estos sucesos.
Tan solo en Asturias se produjo una insurrección que duró dos semanas y los obreros lograron, en parte, armarse. La revolución de Asturias fue sofocada por el Gobierno radical-cedista de una forma violenta. Para ello, pusieron al frente al general Franco, que trajo a la Península a la legión y los regulares (cuerpo formado por soldados marroquíes) desde África. Curiosamente, aquellos que tanto hablaban de reconquista llevaron a tropas moras al único lugar de la Península en donde jamás habían penetrado el Islam en el pasado. La violencia que se ejerció sobre los obreros fue desmesurada y las ejecuciones sumarias, sin juicio previo, fueron la tónica general. Las muestras de brutalidad (que anunciaban lo que luego sucedió en la Guerra Civil) dejaban perplejos a otros miembros del ejército, como López Ochoa, quien escribió lo siguiente:
“Una noche, los legionarios se llevaron en una camioneta a veintisiete trabajadores, sacados de la cárcel de Sama. Sólo fusilaron a tres o cuatro porque, como resonaban los tiros en la montaña,pensaron que iban a salir guerrilleros de todos aquellos parajes y ellos correrían peligro. Entonces procedieron más cruelmente, decapitaron o ahorcaron a los presos, y les cortaron los pies, manos, orejas, lenguas, ¡hasta los órganos genitales! A los pocos días, uno de mis oficiales, hombre de toda mi confianza, me comunicó que unos legionarios se paseaban luciendo orejas ensartadas en alambres, a manera de collar, que serían de las víctimas de Carbayín. Inmediatamente le mandé que detuviese y fusilase a aquellos legionarios, y él lo hizo así. Éste fue el motivo de mi altercado con Yagüe. Le ordené, además, que sacara a sus hombres de la cuenca minera y los concentrase en Oviedo, bajo mi vigilancia, y le hice responsable de cualquier crimen que pudiera ocurrir. Para juzgar a los rebeldes estaban los tribunales de justicia. También me llegaron las hazañas de los Regulares del tabor de Ceuta: violaciones, asesinatos, saqueos. Mandé fusilar a seis moros. Tuve problemas, el Ministro de la Guerra me pidió explicaciones, muy exaltado: «¿Cómo se atreve usted a mandar fusilar a nadie sin la formación de un Consejo de Guerra?». Yo le contesté: «Los he sometido al mismo Consejo de Guerra al que ellos sometieron a sus víctimas”.
Para parte de los futuros protagonistas del golpe de Estado de 1936, los obreros, a no ser que fueran mansos y serviciales, no eran otra cosa que “escoria, prodredumbre y basura”, como decía Honorio Maura, dirigente de Acción Española, que añadía que eran “chacales repugnantes que no merecen ser ni españoles ni seres humanos”. Lindezas de este calibre eran vertidos por aquellos que se consideraban dueños de España.
La revolución de octubre no fue el inicio de la Guerra Civil como ciertos comentaristas afirman. El Gobierno de la República, una vez más como en la Sanjurjada de 1932 y en los levantamientos anarquista, mantuvo el orden establecido. Lo que sí que fue el primer experimento de la cultura de violencia que luego desatarían los militares sublevados en 1936, entre ellos Franco. Esa violencia para acabar con la sublevación no tenía ningún tipo de legitimidad ni necesidad. De hecho, el general Batet, que en julio del 36 fue fusilado en Burgos por sus propios subalternos al defender la República, logró mantener el orden en Cataluña mientras conducía amablemente a la Generalitat a prisión, lo que demuestra que lo ocurrido en Asturias era totalmente innecesario. Franco, que no lo veía así, llegó a criticar a Batet por no hacer uso de la fuerza.
El ministro de agricultura de la CEDA, Manuel Giménez Fernández, incluso confesó el 12 de octubre al personal del Ministerio que los únicos que habían provocado la situación eran ellos mismos: “Las alteraciones que se ha producido contra el Estado no tienen origen en la acera de los revoltosos sino en la nuestra, porque muchos enemigos se los ha creado el Estado mismo por reiterada desatención de sus deberes para con todos los ciudadanos”.
8. El final del Bienio Derechista: los Gobiernos radicalcedistas
Desde octubre del 34 hasta enero del 36, el Gobierno estuvo compuesto por la CEDA, los radicales, así como algunos ministros del Partido Agrario. Pero los Gobiernos continuaron entrando en crisis cada poco tiempo. Los radicales perdían peso cada vez que se formaba un nuevo gabinete, hasta el punto que en el último de ellos tan solo había tres ministros radicales. Por una parte, el Partido Radical se dividió ante los sucesos de octubre y las condenas de muerte que los tribunales militares habían impuesto a varios de los participantes en tales hechos, así que Lerroux dependía cada vez más de la CEDA. Este partido, a su vez, fue el principal acicate para provocar crisis en el Gobierno. Cualquier iniciativa de los ministros que no gustara acababa con la destitución de estos y la entrada de más miembros de la CEDA en el gabinete. El 6 de mayo de 1935 el propio Gil-Robles se convirtió en ministro de Guerra, en el sexto Gobierno del bienio, después de que se conmutaran varias penas de muerte de condenados por el levantamiento de Asturias. Los intentos de Niceto Alcalá Zamora para que Lerroux formara un Gobierno compuesto exclusivamente de radicales de nuevo fueron infructuosos, puesto que ni la CEDA ni mucho menos los partidos de la izquierda iban a dar a ningún miembro del Partido Radical apoyo en las Cortes.
Independientemente de ello, a lo largo de 1935, toda la legislación progresista fue suprimida en las Cortes. Hasta ese momento se había paralizado la legislación, aunque fuera inconstitucional. Se modificó toda la normativa en materia laboral, se limitó el derecho de huelga por medio de decreto alegando que muchas eran abusivas. Se quería aprobar una ley de Asociaciones Profesionales que hubiera ilegalizado a partidos y sindicatos de trabajadores. La ley de Reforma Agrario se echó abajo y se sustituyó por otra conocida como Ley para la Reforma de la Reforma Agraria.
Los despidos de sindicalistas aumentaron. En el sur, el 40% de la población estaba desempleada y los hambrientos podían ser fácilmente identificados por las calles. La situación de los jornaleros no hacía más que empeorar hasta el punto que estos entraban en las fincas de los terratenientes para comer las bellotas de los cerdos. Otros recogían la cosecha con ánimo de que se les pagara el trabajo, algo que los terratenientes no hacían, pese a que no llamaban a la Guardia Civil hasta el día en que los desdichados campesinos se presentaban a cobrar. Los terratenientes no estaban dispuestos a ceder en nada. Cuando el ya mencionado Ministro de Agricultura, Giménez Fernández, presentó su proyecto de reforma para que los yunteros pudieran convertirse en apaceros por amplios periodos de tiempo sin necesidad de expropiar tierras, se le tachó de bolchevique y marxista.
A finales de 1935 todavía quedaba una cosa por hacer: cambiar la Constitución. Gil Robles mantenía la calma, pues hasta el quinto año desde que se había aprobado se necesitaban dos tercios de las Cortes para modificarla (mayoría que no tenían las derechas), eso sin contar con que antes quería llegar a presidir el Gobierno. Por su parte, Lerroux presentó un proyecto para modificar varios artículos de la Constitución, que entre otras cosas, ¡quién se lo hubiera dicho al radical en sus tiempos mozos!, restablecía la confesión católica del Estado. Por supuesto, la CEDA consideraba que el proyecto era insuficiente.
Gil-Robles, como ya hemos comentado, tenía una carta en la manga por si finalmente no podían cambiar la Constitución. Se trataba de la posibilidad del golpe de Estado, algo que demuestra que los principales generales antirrepublicanos fueran puestos por Gil Robles, durante su etapa como ministro de Guerra, en los lugares estratégicos; Franco, por ejemplo, fue nombrado Jefe del Estado Mayor. De hecho, Gil-Robles parecía ya ciertamente ansioso por ocupar rápido el poder, pues cuando el Gobierno conmuto la pena de muerte de Pérez Farrás, el líder de la CEDA ya sondeó al ejército para restablecer, según él, “la legalidad violada por el presidente”. Sin embargo, generales como Joaquíen Fanjul y Manuel Goded, amigos de acabar con la República, consideraron que no todo el ejército era propicio a ello, como se observó en julio de 1936.
Los partidos más a la derecha de la CEDA consideraban que el Gobierno estaba actuando con demasiada tibieza. La violencia en Asturias y la multitud de muertos, los numerosos presos en toda España que tan solo habían secundado, con suerte, la huelga general; el cierre de ayuntamientos, entre ellos el de la capital del país, y la supresión de todas las reformas no eran suficientes. La realidad es que todavía quedaba la Constitución y el régimen seguía siendo una democracia, así que cabía la posibilidad de que la izquierda volviera al Gobierno como de hecho sucedió en 1936. Jose Antonio Primo de Rivera llamaba a la lucha armada para derrocar directamente el régimen democrático: “ir a la guerra civil y santa, para el recate de la Patria” se manifestó en una reunión de la Junta Política de Falange en junio de 1935. Junto con los carlistas y la Unión Militar Española empezaron a planear un golpe de Estado que incluía una marcha sobre Madrid, a imitación de Mussolini en Italia. El plan no llegó a ningún sitio porque para aquel entonces muchos militares ya estaban en puestos de poder para establecer al líder de la CEDA al frente del Estado como hemos visto.
Sea como fuere, hacia finales de 1935, una comisión parlamentaria ya había empezado los trabajos para modificar la constitución. Sin embargo, en aquel momento se dieron diversas crisis que acabaron con una sucesión de Gobiernos. Por un lado, dos ministros del Partido Agrario dejaron sus carteras en protesta por el restablecimiento de la Generalitat, entre otras cuestiones. Esto llevó a Lerroux a dimitir, aunque pretendía que de nuevo se le llamara para reorganizar el Gobierno. Pero Alcalá Zamora, ante sorpresa de muchos y estupefacción del viejo radical, llamó a Santiago Alba para tal cometido. Antiguo monárquico y ahora vestido con la chaqueta de radical republicano, Alba no logró formar Gobierno. El presidente de la República nombró entonces jefe de Gobierno a Chapaprieta, amigo personal suyo y miembro de la Derecha Liberal, aunque Lerroux estuvo en su Gobierno como ministro de Estado. Por supuesto, radicales, cedistas y también agrarios seguían ocupando ministerios.
¿Por qué Alcalá Zamora no quiso que Lerroux siguiera al frente del Gobierno? Para aquel entonces, ya un tal Daniel Strauss, empresario holandés, que ni tenía tal nacionalidad ni mucho menos se llamaba así, había presentado al presidente de la República todas las pruebas sobre cómo había sobornado con relojes de oro y dinero a diversos miembros del partido radical, todos ellos amigos y familiares de Lerroux. Strauss y su socio, Perlowitz, pretendían introducir una ruleta de juego mecánica (trucada, por cierto) en el país, que llevaba por nombre Straperlo (combinación del nombre de ambos). El juego estaba prohibido, pero precisamente los sobornos eran para que se les concediera la licencia. Salazar Alonso, Ministro de la Gobernación, pese a recibir reloj y dinero, consideró que no era suficiente, así que acabó haciendo una redada en el casino de San Sebastián el mismo día en que la ruleta se estrenaba. Indignados, los propietarios de tal ruleta lo denunciaron ante el presidente de la República, quien evidentemente acabó tomando cartas en el asunto.
El cauto Alcalá Zamora ya había dando cuenta de ello a Lerroux cuando este era todavía presidente del Gobierno, pero parece que consideró que no existían pruebas suficientes. Chapaprieta acabó por retirar del Gobierno a los ministros radicales implicados cuando en octubre pasó el asunto a una comisión en las Cortes, en donde todos los partidos pretendían usarla para beneficio político, especialmente el presidente de la República, quien creía su partido podría ocupar el hueco en el centro derecha que el Partido Radical dejaría. El escándalo, entre otras corruptelas del Partido Radical que salieron a la luz en aquellos días, fue mayúsculo. De hecho, el sustantivo estraperlo permaneció como sinónimo de comercio ilegal en el castellano.
En diciembre de 1935, Chaparpieta dimitió, pues no tenía ningún respaldo parlamentario. Gil-Robles veía ya su oportunidad para ocupar la presidencia del Consejo de Ministros. Sus sueños, sin embargo, se desvanecieron rápido cuando Alcalá Zamora se negó a realizar tal nombramiento, pues la CEDA todavía no se había adherido al régimen republicano. Esta negativa provocó que los grupos de la derecha intensificaran la violencia en la calle, mientras que el general Fanjul le llegó a proponer a Gil-Robles iniciar el golpe de Estado, pero esta vez fue Franco quien desechó la idea, ya que de nuevo se observaba que gran parte del ejército no lo secundaría.
El independiente Portela Valladares acabó por formar dos Gobiernos consecutivos entre mediados de diciembre y febrero con miembros de los partidos de centro y otros sin adscripción política. Pero sin respaldo parlamentario, no había nada que hacer. Alcalá Zamora, entonces, disparó su última bala, que le acabó hiriendo a él mismo: disolver las Cortes y convocar elecciones generales.
El Bienio Derechista culminaba con una amplia inestabilidad gubernamental (diez gobiernos en dos años frente a los tres del bienio anterior presididos por Manuel Azaña) y, sobre todo, con una mayor radicalización por parte de la derecha no republicana que arrastraron al PSOE a endurecer su discurso. No solo eso, las clases bajas recelaban cada vez más de los propietarios, incluso de las clases medias, mientras que estas últimas y la antigua oligarquía hacían lo propio con esta fuerza proletaria a la que veían un peligro.